Capítulo XII

Ruido y furia

El lunes por la mañana, los rumores se extendieron como el fuego. El circuito de cotilleo, que abarcaba el instituto entero, era otra de las antiguas tradiciones del Palmetto. A comienzos de semana, cualquiera que tuviera una noticia (que solían abarcar desde «X se lo ha montado con Y» hasta «Adivina quién ha vuelto a pasar la noche en el calabozo») la escribía en un pedazo de papel y la pasaba —se otorgaban puntos extra por la creatividad concisa—. Lo divertido era comprobar hasta dónde había llegado la noticia al final del día, y hasta qué punto la habían transformado. Dado que cualquiera podía aumentarla o corregirla, la máquina de rumores se convertía en una especie de híbrido entre Wikipedia y el juego de «teléfono estropeado».

Nadie sabía quién ponía en marcha la rueda, ni cuándo, ni por qué hasta el momento no habíamos actualizado el anticuado formato —la entrega de notas escritas a mano— y adoptado alguna clase de avance tecnológico. Pero a todos los alumnos del instituto les encantaba (o, en ocasiones, les encantaba odiarlo). Así que, a pesar de los constantes intentos por parte de los profesores para erradicar semejante costumbre, que detestaban, yo siempre había considerado que la máquina de rumores nos sobreviviría a todos.

No había contado precisamente con pasar mi primer día oficial como princesa del Palmetto mitigando chismes que tuvieran que ver conmigo; pero ahí estaba yo, en clase de Historia de Europa, a primera hora, censurando las notas que me iban llegando.

«¿Verdadero o falso? La princesa Nat y Doble D van a ascender de posición y a mudarse a la orilla de la bahía».

Alguien había señalado el nombre de Darla con una flecha y había escrito:

«Por eso se ha desplomado el precio de la vivienda en La Ensenada».

Mi instinto era dibujar un enorme círculo rojo alrededor de «Falso» y, falsificando la letra, añadir:

«Rumores prematuros. El papeleo no ha terminado, y podría ser que la compra no se cierre. Alguien habló antes de tiempo».

En vez de eso, mantuve una actitud fría:

«Nota bene: no habrá Doble D. El “regalo” de Duke es para uso exclusivo de las Hargrove. Quien quiera ser invitado a mis fiestas, tendrá que tenerlo en cuenta. N. H.».

A la hora siguiente, en clase de Francés, empezó a rodar la segunda nota.

«Dicen que Baxter Quinn no se va a quedar de brazos cruzados ante las acusaciones de asesinato. Tiene coartada y sospechoso».

Coloqué la nota sobre mi mesa y traté de identificar la letra de alguien que no fuese Kate, pero el rotulador rosa fucsia y la escritura mitad en minúsculas y mitad en mayúsculas resultaba inconfundible. A hurtadillas, me metí en la boca un Juicy Fruit y apreté los dientes con fuerza para extraer todo el sabor del chicle. Me incliné hacia abajo y clavé la vista en la odiosa nota hasta que las letras se desenfocaron y me encontré en condiciones de volver a pensar.

El hecho de que mi íntima amiga transmitiera esa comunicación de Baxter —estilo Bin Laden— al instituto en pleno me resultaba, en cierta manera, subversivo. Sobre todo, después de la conversación que habíamos mantenido el día anterior, en La Ensenada. Creía que había quedado bien claro que, entre nosotras, la línea de comunicación sobre Baxter debería estar abierta en todo momento. Lo que sucediera con B. Q. no tenía por qué ser asunto de todo el Palmetto.

Hasta que una mancha de tinta se empezó a extender por el centro de la nota de Kate no caí en la cuenta de que había estado apretando el bolígrafo con demasiada fuerza.

De acuerdo, Kate trataba de apoyar a su chico. Perfecto. Lo que ahora importaba era en qué manera la noticia iría creciendo a medida que la gente fuera leyendo la nota. Por suerte, a mí me había llegado lo bastante temprano como para poder cambiarla de dirección. Solo tenía que rebajar el tono una vez más y, en esta ocasión, sin desvelar la autoría.

«¿Desde cuándo Baxter Quinn está lo bastante sobrio para no quedarse de brazos cruzados? Pronóstico de coartada: estaba en coma etílico. Supuesto sospechoso: las pastillas que él mismo vendió horas antes, aquella noche».

Doblé la nota y la pasé, a sabiendas de que Kate podría volverse contra mí, pero confié en que a la larga comprendiera que, en realidad, estaba velando por sus intereses. Cuanto antes quedara Baxter fuera de nuestras vidas, mejor.

Crucé los dedos para que el mordaz sarcasmo de mi respuesta cortara el rumor de raíz. Pero antes de que pudiera darme un respiro tras mis operaciones de retoque, la tercera nota de la mañana llegó a mi pupitre.

«¿Verdadero o falso? Todo el mundo está a favor de un segundo interrogatorio con ese nuevo policía macizo encargado del caso».

¿Qué significaba aquello? Miré a mi alrededor para ver de dónde procedía la nota, pero todos los alumnos próximos a mí tenían los ojos clavados en la pizarra, donde madame Virge conjugaba verbos irregulares. Cuando soltó la tiza, miró el reloj de la pared y cogió un folio de su mesa.

—Tengo órdenes estrictas de leer este aviso —dijo, llamado la atención de toda la clase a causa del inusitado abandono de su lengua nativa para decir algo que de veras podíamos entender—. Ni se os ocurra pensar que, después de esto, voy a volver a hablaros en inglés.

Mientras la clase soltaba un gruñido, madame Virge se aclaró la garganta y empezó a leer.

—«Aviso dirigido a todos los que aún no se hayan reunido con nuestro nuevo oficial de enlace con la policía: se os convocará al despacho del director Glass para un breve interrogatorio durante el tiempo dedicado a estudio libre. Todos los alumnos tienen la obligación de presentarse».

Mmm. No me tocaba tiempo de estudio hasta tercera hora, pero Mike lo habría tenido nada más llegar al instituto. ¿Por qué no me había enviado un mensaje para ponerme al corriente?

—A. J. —Susurré a Amy Jane cuando sonó el timbre de cambio de clase—. ¿Has tenido ya la hora de estudio? ¿Qué pasa con ese nuevo policía?

Amy Jane hizo un mohín con los labios y respondió:

—No tengo estudio hasta última hora. Dicen que está como un tren.

Me mordí las uñas y, malhumorada, salí del aula. No pensaba esperar a que me llamaran para conocer a ese nuevo oficial encargado del caso, estuviera bueno o no. Llamé a la puerta del director Glass justo cuando sonó el siguiente timbre.

—Adelante —dijo una voz desconocida.

A través de las paredes de cristal vi a un hombre uniformado. Estaba de pie, detrás del escritorio del director, apoyado en la librería. Parecía una versión de Paul Rudd en delgado. Cuando abrí la puerta y entré en el despacho, me fijé antes que nada en su placa, que relucía como si le sacara brillo a diario. Luego, recorrí con la vista sus pantalones azul marino; se le ceñían tanto a la altura de la entrepierna que me pregunté si no sería un quebrantamiento del uniforme reglamentario. Tenía el cabello oscuro, levantado con gomina por la parte delantera, y arqueó sus anchas cejas para señalar una de las butacas del despacho.

—Siéntate —dijo—. Supongo que eres Natalie Hargrove, la princesa del Palmetto.

—Las buenas noticias vuelan —repliqué—. Y yo supongo que usted es el agente Parker.

Tomé asiento sin quitarle ojo para comprobar si era lo bastante baboso como para inclinarse a mirar mientras me sentaba, con mi falda corta plisada de color azul grisáceo, y cruzaba las piernas. Pues sí: era de esa clase de tíos.

—He visto tu foto en el periódico —explicó el agente Parker—. Me he estado documentando sobre el instituto, para captar el ambiente. Quizá hayas adivinado que me han encargado investigar lo que ocurrió el pasado fin de semana.

Me encogí de hombros.

—No lo he pensado mucho.

A. P. se rascó su prominente barbilla.

—¿Era Justin Palmer amigo tuyo?

—En realidad, no —respondí—. Jugaba al fútbol americano con mi novio.

—Eso he oído —bajó la lista a su libreta policial y, luego, volvió a mirarme—. ¿Cuánto tiempo llevas con tu novio?

—No veo qué tiene que ver eso con el interrogatorio —espeté, sosteniendo su mirada. En sus ojos color avellana había algo frío y cálido a la vez, como cuando en invierno conduces con la ventanilla abierta y la calefacción encendida.

El agente Parker dio la vuelta al escritorio y se colocó al otro lado. Noté el olor a almizcle de su loción para después del afeitado. Me sonrió sin despegar los labios.

—Princesa, estoy dispuesto a llegar al fondo del asunto —afirmó—. Esto me huele a algo más enrevesado que un chico borracho que pierde unas pastillas. No sé si habrás oído que tenemos un sospechoso; está relacionado con un vídeo que se grabó aquella noche.

Negué con la cabeza, pero sujeté con más fuerza el brazo de la butaca. Por el momento, el asunto iba bien: la policía estaba utilizando como prueba la grabación de Baxter.

—Aunque, claro —prosiguió el agente—, esa prueba por sí sola no soluciona el caso de manera definitiva. Además, hay un pequeño inconveniente —se lamió los labios—. ¿Se te ocurre cuál podría ser?

—No sé a qué se refiere —repuse yo, descruzando y cruzando de nuevo las piernas.

El agente Parker bajó la vista y las contempló.

—Pareces una chica agradable. Y Baxter Quinn no era un gran operador de cámara, en todo caso —se rio entre dientes con una especie de silbido libidinoso—. Unas cuantas indiscreciones subidas de tono no deberían utilizarse en tu contra.

Me mordí el labio. Vaya. Mierda. A pesar de haber dado tantas vueltas a la cinta de Baxter, se me había pasado por alto la chispeante escena entre Mike y yo que B. Q. había grabado horas antes, aquella noche. Por descontado, la idea de utilizar la cinta para implicar a Baxter había sido demasiado buena para ser verdad. No podía creer que aquel poli asqueroso, con ese centelleo de sabelotodo en los ojos, tuviera algo de lo que acusarme.

—Es que no me gustaría que tu reputación se fuera al traste al poco tiempo de conseguir lo que querías —dijo A. P., por fin.

—¿Y qué quería? —pregunté. A ver: ¿hasta dónde llegaba su información? De pronto, me sentí impotente, al descubierto, como si todo el instituto pudiera ver mis pensamientos con la misma claridad con la que veían a través de aquel despacho de paredes de cristal.

—La corona —repuso él.

Solté aire.

—Mira —dijo el agente Parker; estaba tan cerca de mí que notaba su aliento en mi mejilla—. Nadie está usando la palabra chantaje. Personalmente, no veo la necesidad de utilizar una cinta de sexo amateur en un tribunal de justicia. A menos que…

Me puso una mano en la pierna. Miré a mi alrededor. ¿Por qué nadie pasaba en ese momento junto a la pecera y se daba cuenta de que ese tío era un salido de marca mayor?

—¿Qué quiere de mí? —siseé.

—Tú te relacionas con los alumnos del Palmetto —dijo, apartando la mano para cruzar los brazos sobre el pecho—. Ponme en la pista de otra prueba para cerrar el caso y haremos como si esas imágenes nunca se hubieran grabado.

—¿Y qué pasa con Baxter? ¿Qué pasará cuando vuelva?

El agente Parker extendió los brazos y, con gesto teatral, se encogió de hombros.

—Su palabra contra la mía. Verás, princesa; ahora, la cinta forma parte del archivo de la policía —explicó—. Un matón adolescente enganchado a las drogas no podrá hacer nada.

Alargó la mano y, cuando la cogí para estrecharla, se la llevó a los labios.

—Estaremos en contacto, seguro que sí.

Salí del despacho con la necesidad de darme una ducha. ¿Y si en ese DVD había algo más de lo que Parker daba a entender? ¿Y si solo trataba de ver hasta dónde tenía que llegar para que me desmoronara? ¿Qué había ocurrido cuando habló con Mike?

Un leve ronquido a mi derecha me hizo pegar un bote. Era Darla, Doble D, que dormitaba en el sofá a las puertas del despacho del director. Debió de sentir mi presencia, porque al instante se despertó entre aspavientos y se secó la saliva en la comisura de los labios. Llevaba una sudadera del Palmetto, casi igual a la que yo me había puesto el día anterior, solo que azul pálido.

—¿Te han interrogado ya? —tartamudeó—. Se supone que ahora me toca a mí. Me he estado devanando los sesos para anotar todo lo que se me ocurría sobre J. B. Quiero ayudar, ¿sabes? Supongo que me quedé dormida.

—¿Has oído alguna vez eso de «al perro que duerme, no lo despiertes»? —mascullé entre dientes.

A Darla le cambió la cara. Sus ojos se volvieron fríos. Antes de que pudiera disculparme, se incorporó en su asiento.

—Tú serás más mayor y más popular —espetó con más veneno del que la creía capaz—, pero yo tengo más dinero y las tetas más grandes.

Me eché a reír y, ladeando la cabeza, la miré.

—¿Y se supone que te tengo envidia?

Darla se encogió de hombros.

—¿Sabes? Hay otro refrán. Tiene que ver con que la manzana nunca cae lejos del árbol —giró la cabeza al estilo de una concursante de uno de esos programas cutres de la tele—. Eres igual que tu madre.

—Darla Duke —la cabeza de una secretaria asomó desde el despacho—. El agente Parker te espera.

Darla se puso de pie, pero antes de entrar en la guarida del Rey de los Cretinos, volvió la vista hacia atrás para mirarme.

—Podemos ser hermanas —advirtió en tono lo bastante bajo para que la secretaria no lo oyera—, o te puedo tratar como la sacacuartos que te han enseñado a ser. Tú eliges.

Acto seguido, desapareció. Si aquellas paredes no fueran tan transparentes, la habría agarrado por la capucha de la sudadera.

Pero entonces vi a Mike, en el pasillo. Mientras me acercaba a él a toda velocidad traté de recobrar la compostura. Estaba hablando con sus compañeros del equipo de fútbol americano, se reía y golpeaba su casco contra las taquillas. Quizá no se había enterado de que nos enfrentábamos a la posibilidad de que nos chantajearan y nos arrestaran. Para cuando llegué a su lado, estaba indignada.

Me miró a la cara y se giró hacia los chicos.

—Nos vemos en el vestuario, ¿vale? —me rodeó la cintura con el brazo y me arrimó hacia sí—. ¿Qué pasa?

—Esta mañana has estado con el Sargento Cretino. ¿Por qué no me lo dijiste?

—¿De qué hablas? —Mike me miró sin comprender.

—Tiene el DVD —repuse con lentitud.

—Ya lo sé —replicó Mike, sonriendo—. Los chicos lo han estado comentando esta mañana, en el entrenamiento. Me moría por verte para contártelo en persona —me agarró la nuca con la mano y susurró—: Saldremos del aprieto, solo es cuestión de tiempo.

—¿Es que te has vuelto loco? —le grité—. ¿Es que el agente Parker no te ha refrescado la memoria sobre otras cosas que aparecen en la cinta?

Mike frunció la frente y negó con la cabeza.

—Genial —abrí la cremallera de mi mochila para sacar un chicle—. No te ha dicho nada. O sea, que solo me va a chantajear a mí.

Ahora, el semblante de Mike se ensombreció. Apretó los dientes y cerró la mano en un puño.

—¿Qué te dijo?

—Dejémoslo en que está bastante interesado en las zonas desnudas de mi cuerpo que Baxter grabó —espeté. Traté de apartarlo de un empujón, pero me tenía agarrada con demasiada fuerza—. ¿Por qué no se te ocurrió, Mike? Deberías haber hecho algo con el DVD. Quedamos en que tú te encargabas.

Mike soltó la mano de mi cintura.

—A ti tampoco se te ocurrió —contraatacó, exasperado.

—Bueno, pues ahora te toca dar el paso y resolver cómo conseguirlo —decidí—. Hay unas cuantas escenas que tienen que descartarse en la sala de montaje antes de que alguien pueda acusar a Baxter.

—Eso es absurdo, Nat; lo sabes de sobra —masculló—. ¿Quién te crees que soy? —se inclinó hacia mí y bajó la voz—. El DVD lo tiene la policía, ¿y se supone que tengo que quitárselo como por arte de magia para que a ti no te dé vergüenza enseñar demasiada carne?

—¿Y si en el DVD hay más cosas, aparte de demasiada carne?

—Recuérdame lo que has hecho para sacarnos de esta. A ver, ¿de qué te encargabas?

Me crucé de brazos.

—No he tenido la oportunidad de hablar con Tracy porque estaba demasiado ocupada mientras la policía me hacía chantaje.

—De acuerdo, se me había olvidado que te tocaba hablar con Tracy. Confío que no sea demasiado arriesgado para ti. Ya me contarás lo que te ha dicho… si es que sobrevives.

—¡Mike!

—Nos vemos después de clase.

Para entonces, ya había recorrido medio pasillo. No estaba dispuesta a montar una escena gritándole delante de las bambis que se habían apiñado junto a las máquinas de Coca-Cola. Indignada, subí las escaleras hacia el cuarto de baño de las de primero de bachillerato. Encontraría a Tracy, a toda costa. Y Mike iba a tener que arrastrarse de rodillas si quería enterarse de lo que me había dicho.

—Ahí estás —dijo Tracy mientras se ajustaba en la nariz sus gafas azul zafiro cuando abrí la puerta del baño de un empujón—. Dios mío, Nat, menuda cara traes.

—Es que… —empecé a decir. ¿Es que… qué?

¿Qué había tenido una pelotera de las gordas con mi novio/cómplice?

¿Qué la mayor pringada del instituto me había acusado de ser tan oportunista como mi madre?

¿Qué estaba a punto de reventar bajo la presión de un secreto monstruoso?

—Nuestro nuevo «enlace con la policía» acaba de intentar ligar conmigo —dije, por fin—. Aún estoy flipando.

—Pobrecilla —repuso Tracy, reuniendo sus trenzas en una gruesa coleta—. He estado con A. P. esta mañana. Guapo pero baboso, ¿no? —me condujo al espejo y prendió un poco de incienso—. Venga —dijo, y empezó a pasarme los dedos por el pelo—. Vamos a tranquilizarte.

En el espejo, aún temblando y con las mejillas coloradas, apenas me reconocí. Parecía tan cansada, tan mayor. Mi pelo había perdido su lustre, e incluso mis ojos castaños se notaban apagados. ¿De veras solo había transcurrido una semana desde que el Palmetto me considerara digna de llevar la corona?

—Ese hombre es un degenerado —espeté.

—Ya lo sé —repuso Tracy con voz dulce—. Mira, aunque te va a sentar fatal, el agente Parker y tú tenéis una persona en común.

Negué con la cabeza.

—¿De qué estás hablando? ¿De dónde has sacado una cosa así?

Tracy chasqueó la lengua.

—Sabes que nunca revelo mis fuentes —se mostró pensativa—. Supongo que es lo único en lo que me parezco a la máquina de rumores. En todo caso, si quieres ajustar cuentas con A. P., acuérdate: una vieja amistad a veces resulta útil.

—No lo entiendo. ¿Cómo…?

Sonó el timbre. Tracy sopló el incienso y se encogió de hombros.

—No puedo decir más. Excepto esto: la venganza suele estar más cerca de lo que te piensas, y la caída nunca queda muy atrás.