En lucha con la mañana
El domingo por la mañana estaba tumbada en mi cama de dosel, entre almohadones blancos con volantes (vestigios de uno de los proyectos de decoración de mi madre) y rodeada asimismo de los fantasmas de mi pasado, repleto de testosterona. En una mano, sujetaba las pastillas para ataques epilépticos de J. B.; en la otra, mi móvil, con el tercer mensaje de texto de mi padre en la pantalla, al que tampoco había respondido. Dos hombres de los que creía haberme librado y dos señales de que estaba muy equivocada. Pasé la vista de una mano a otra y me sentí atrapada por completo entre las dos.
Si es que yo, en efecto, disponía de la fortaleza que le exigía a Mike, no podía dar a aquellos hombres carta blanca para que me desquiciaran. Ni hablar. Era yo quien tenía que acabar con ellos.
Convenciéndome a mí misma de que solo estaba modificando —y no rompiendo— el juramento de silencio que formulé contra mi padre cuando huyó de la ciudad, pulsé el botón «Responder». Necesitaba enviar la clase de mensaje que no habría tenido el valor de enviar en aquel entonces, cuando el voto de silencio era lo más lejos adonde podía llegar.
Ahórrate la payasada de «papá ha vuelto a casa» y suelta de una vez lo que quieres.
Intenté imaginarme su reacción, la forma en la que se aflojarían las arrugas que rodeaban sus ojos gris pálido… Pero no se trataba de pensar en él. Se trataba de pensar en mí.
«Enviar».
Tardé un momento en caer en la cuenta de que el corazón no se me aceleraba. Me sentía tranquila, impasible. Perfecto. Un icono superado; otro por superar.
Mi padre me había estado persiguiendo porque yo se lo había permitido. Ahora, con el ataúd de J. B. recién enterrado, abrigué la esperanza de poder enterrar también su recuerdo.
Me había pasado la última semana manoseando el bote de pastillas, e imagino que mis palmas habían sudado más de lo normal, porque la etiqueta empezaba a despegarse por los bordes. Tiré de la pegatina y, de pronto, la etiqueta entera se me quedó en la mano.
Mierda. Ahora, tenía una prueba por partida doble. ¿O acaso había facilitado la manera de deshacerme de ella? Mamá guardaba una trituradora de papel en el piso de abajo (la mejor amiga de una divorciada, le gustaba decir), pero no podía arriesgarme a que me descubriera. Más me valía hacer yo misma de trituradora.
Me lancé al cuarto de baño y me encorvé sobre el inodoro de tono salmón mientras rompía la etiqueta en pedazos lo bastante pequeños como para que desaparecieran al tirar de la cadena. Cayeron como plumas en el agua y, al momento, la palabra epilepsia ya no se distinguía.
Me había pasado la semana preguntándome si alguien del Palmetto filtraría la información sobre la enfermedad de J. B.; pero, al parecer, la causa real de su muerte seguía siendo un misterio para todo el mundo. No me sorprendía mucho, la verdad. Tan interesada como estaba la familia de J. B. en conservar la clásica fachada de perfección de los estados sureños, mantenía en secreto los ataques de su hijo. Tal vez, al tirar de la cadena, yo estaría haciendo lo mismo que ellos.
Ahora quedaban las pastillas. No tenía más que tirarlas también a la taza del váter. En cuanto la cisterna se llenara otra vez, colocaría el bote boca abajo y me libraría de ellas.
Mi muñeca osciló en el aire. Empecé a tiritar… bueno, digamos que a temblar de pies a cabeza.
No podía.
Me dejé caer al lado de la taza y apoyé la cabeza en las manos. El día anterior me había mostrado impasible delante de Mike; pero, a solas, aún no era capaz de aceptar lo que había hecho. Aquellas pastillas eran todo cuanto me quedaba de J. B., y quizá tendría que deshacerme de ellas de una manera más ceremoniosa. Con alguna especie de homenaje, y no arrojándolas al váter. Como solía decir la terapeuta que mamá me obligó a visitar cuando papá se marchó: se trataba de encontrar tu propia manera de concluir la situación. Pero ignoraba por completo qué clase de conclusión acabaría por escoger.
—Natalie.
Mierda. La cabeza de mamá asomaba por la puerta de mi habitación. En cuestión de segundos, se aproximaría lo bastante como para ver qué estaba yo sujetando. Metí las manos, junto con el bote, en el bolsillo de mi sudadera del Palmetto y me giré.
—Los Duke han llegado. Coge el abrigo, nos vamos —declaró mientras tiraba hacia abajo de su top rosa fucsia que dejaba la tripa al aire y complementaba unos pantalones pirata a cuadros rosas y amarillos.
Al acordarme, solté un gruñido. El «día familiar» con los Duke iba a ser un espanto. Poco antes, Dick había anunciado su intención de adquirir una nueva propiedad inmobiliaria en la exclusiva zona de La Ensenada —de la manera en que otras personas anuncian que se van a comprar un sombrero nuevo de cara a la primavera—, y ahora todos teníamos que ir en busca de casa.
En el caso de mamá, aquel día se trataba de jugar bien sus cartas con la esperanza de sacarle algo jugoso a su novio —cosa que, por lo que yo podía adivinar de Dick, probablemente no ocurriera muy a menudo tras la puerta del dormitorio—. Para mí, el día era equivalente a sufrir en silencio.
Pero antes de que mamá pudiera sacarme del cuarto, se escuchó en la puerta una tímida llamada. Darla asomó su cabeza de ratón.
—Oye, Nat —dijo con aspecto nervioso—, ¿te importaría que yo…? Me he derramado yogur en la camiseta —se separó del torso su camiseta azul pálido para atestiguar que lo de la mancha de yogur era verdad—. Mi padre ha pensado que, quizá…
—Pues claro, Natalie te prestará algo que ponerte —intervino mamá mientras colocaba una mano en el hombro de Darla, como si se tratara de un agradable momento de complicidad entre las tres—. ¿Verdad, Nat?
Darla mantenía la boca abierta de manera permanente, lo que le otorgaba el aspecto de los pescados que se ponían a la venta en el muelle de Cawdor. No era precisamente la clase de chica que yo habría elegido para lucir mi ropa mientras nos cruzábamos con los residentes de La Ensenada a plena luz del día. En todo caso, a ella le iría mejor algo más informal.
—Toma —dije, al tiempo que me sacaba por la cabeza la sudadera del Palmetto—. Ponte esto —el leve repiqueteo del bote sin etiqueta que llevaba en el bolsillo hizo que me detuviera en seco en el momento en que la capucha me cubría la cabeza—. En realidad —añadí a toda prisa—, será mejor que elijas en mi armario lo que te apetezca.
Mamá me miró y arqueó una ceja.
—¿Vas a llevar puesto eso? ¿Para salir? Pero, Natalie, si tienes un tipo precioso —dio un paso adelante para quitarme la vieja sudadera, pero me aparté con un movimiento brusco.
—Es una de las condiciones de ser princesa del Palmetto —mentí—. Se supone que tengo que hacer propaganda del espíritu del instituto tres veces a la semana, por lo menos —me encogí de hombros—. Es una de esas cosas que nadie te dice antes de que te coronen.
—Ah —mi madre asintió con la cabeza—. En ese caso…
Se giró hacia Darla, quien, mientras tanto, se había enfundado el mini vestido de tirantes color esmeralda que me había puesto para la gran fiesta anterior al partido, tres jueves atrás. Era una prenda muy particular. Aún seguía recibiendo cumplidos a causa de ese vestido, y ahora Darla iba a meter a presión sus enormes pechos entre las costuras. La miré frunciendo los ojos, pero se limitó a esbozar su típica sonrisa bobalicona con la boca abierta.
—¿Puedo, en serio? —preguntó.
Mi futura hermanastra me tenía agarrada por el cuello en el asunto del vestuario. Noté que mi madre contenía el aliento en espera de mi aprobación.
—Claro —dije por fin con tono amable—. Aunque, en realidad, queda mucho mejor con tacones. Te prestaría mis sandalias a tiras de piel de serpiente, pero me imagino que calzas unos números más que yo. Qué lástima.
En la furgoneta de la floristería, me hundí en el asiento mientras dejábamos atrás el vecindario. Otra vez, todos juntos en la carretera.
—A Darla le ha afectado mucho la noticia del Palmetto —comentó Dick—. Está escribiendo un editorial para el periódico del instituto. ¿Y tú, Nat? ¿Cómo lo llevas?
Me percaté de que Dick, cuyo bigote estilo Dalí apenas encajaba en el retrovisor, trataba de encontrarse con mi mirada a través del espejo. Pero de ninguna manera estaba dispuesta a permitir que viera la expresión de mi rostro, de ciervo deslumbrado por los faros de un coche. Sentí un escalofrío, me ajusté la sudadera al cuerpo y fingí estar absorta en el tráfico al otro lado de la ventanilla.
—Ay, es horrible —soltó mamá, de pronto. Se giró desde el asiento delantero y me colocó una mano en la rodilla—. Natalie y Justin eran muy buenos amigos.
—¿Ah, sí? —preguntó Darla, apartando la mirada del pecho de mi madre (que le rebosaba por el escote de la camiseta) para mirarme. Su propio pecho resultaba algo más comedido gracias a la prudente hechura de mi vestido.
¿Por qué tenía mamá que salir con eso? ¿Y qué si una única vez, años atrás, durante una de las sesiones matinales de cotilleos entre madre e hija, en la cama, le había confesado que no conseguía quitarme a J. B. de la cabeza? A mí no se me ocurriría sacar a relucir los detalles de sus aventuras amorosas delante de los Duke. Se suponía que ciertas confidencias merecían un poco más de respeto.
Me vi forzada a encogerme de hombros.
—En realidad, no era así. Solo nos movíamos en el mismo círculo de amigos.
—Oye, ¿te has enterado de lo último sobre Baxter Quinn?
A toda velocidad, aparté la cabeza de la ventanilla para mirar a Darla. ¿Qué sabía ella? ¿Iba yo a desbaratar mi fachada de tranquilidad y rebajarme a interrogar a Doble D sobre las últimas noticias?
Un momento. El hecho de que yo estuviera de los nervios no significaba que el mundo entero se hubiera vuelto del revés. Ahí estaba Darla, con su prominente labio inferior y su inexistente barbilla, con el pelo fibroso que necesitaba un buen lavado y un buen acondicionador para ganar brillo. Doble D no sabía nada. Saltaba a la vista que estaba recurriendo a mí para enterarse.
—Si te soy sincera —repuse, por fin—, estoy un poco harta de hablar del tema.
Darla asintió con gesto de disculpa.
Para entonces, la furgoneta de la floristería enfilaba una avenida bordeada de robles que llevaba a La Ensenada. Yo conocía bien la zona; nos dirigíamos a la exclusiva cala donde Rex Freeman y Kate Richards tenían casas de fin de semana. Sabía que si doblábamos la curva donde la bahía formaba una estrecha lengua de tierra cubierta de pinos, vería la casa de Mike al otro lado de la bahía.
A Mike no le gustaba Dick más que a mí, pero siempre se mostraba muy amable con Darla. Creo que pensaba que, de esa manera, me hacía un favor; aunque, en realidad, me molestaba hasta el punto de que no le había comentado que me iba a pasar el día aguantando a los Duke.
—Dotty, me parece que esta te va a gustar —decía Dick mientras, con los dedos, recorría el tirante del sujetador que a mamá se le había desprendido sobre su brazo desnudo. De nuevo, me miró por el espejo retrovisor; el bigote le relucía bajo la luz del sol—. Nat, ¿eres tan exigente como tu madre?
Esta vez, sostuve su mirada a través del espejo.
—Digamos que mi madre y yo tenemos gustos muy distintos.
Sus ojos volvieron a la carretera mientras detenía la furgoneta en un espacio libre frente a un edificio de tres plantas, de color amarillo brillante. Todas las casas que yo había visto en La Ensenada eran mansiones al más puro estilo de las plantaciones sureñas, con altas columnas de entrada, un amplio porche que rodeaba la vivienda y persianas de madera pintadas. Al verlas alineadas a la orilla del agua era de imaginar que, en aquella zona, existía la norma de ajustarse a semejante estilo arquitectónico. Pero no ocurría así en el caso de la construcción que teníamos delante. Aquella hacienda de estilo mexicano tenía paredes de estuco amarillo y un tejado de tejas en tonos rojo y púrpura. Era gigantesca. Era espantosa. Llamaba la atención en el peor de los sentidos. Destacaba como solo pueden destacar las propiedades de los nuevos ricos.
Sin embargo, al parecer, mamá no era de la misma opinión. Cuando nos bajamos de la furgoneta y levantamos la vista hacia tal monstruosidad, se lanzó con los brazos abiertos a Dick, riéndose y agitando las piernas en el aire. Mi madre era una especie de Julia Roberts de pechos grandes.
—¡Ay, caramba! —dijo entre risas con su mejor acento mexicano. Dick prácticamente hundió la cabeza sobre el pecho de mamá cuando esta murmuró con tono travieso, también en español—: ¿Mi casa es su casa, señor?
Se dieron un beso de lo más empalagoso y capté la mirada de Darla. Por un segundo, tuve el instinto de elevar los ojos al cielo, como dando a entender que me ponía en su lugar. Al fin y al cabo, podría no formar parte de la lista «A» del instituto, pero a la hora de sufrir en las aguas de la vergüenza ajena provocada por los padres, Doble D y yo estábamos en la misma barca. No había nada malo en intercambiar gestos acerca de nuestra humillación común.
Entonces, noté que Darla pasaba la vista de mi madre a mí, como si nos estuviera evaluando. Ladeó la cabeza hacia mí y dijo:
—Sí.
—¿Cómo?
—Haces los mismos gestos que tu madre. Eso del abrazo en el aire… Lo hiciste una vez en una fiesta del instituto.
Antes de que pudiera responder a mi estrafalaria futura hermanastra, mi madre —cuyos gestos había heredado— me cogió del brazo y empezó a brincar a mi lado hacia el camino particular que conducía a la vivienda.
—Richard dice —me susurró al oído— que si realmente nos gusta esta, me la comprará como regalo de compromiso.
Me quedé sin palabras.
—Sí, ya lo sé —añadió con entusiasmo—. Lo que significa…
—¿En serio te vas a casar? —espeté yo—. ¿Otra vez?
—Bueno, sí —se encogió de hombros—. Pero lo que te quiero decir es que me la va a regalar, la va a poner a mi nombre… Una casa impresionante, en el lado exclusivo de La Ensenada —su voz ascendió unas cuantas notas—. ¿No lo entiendes, Natalie? —se colocó frente a mí y me puso las manos en los hombros—. Ah, algún día lo entenderás. Incluso aunque las cosas no funcionasen con los Duke…
Levantó la vista para mirar a Dick, que estaba abriendo la ventana del balcón de la planta de arriba.
—Dotty, ¿has visto el bar en mitad de la piscina, ahí atrás? —preguntó elevando la voz.
—¡Ay, Richard! —mamá avanzó hacia él pegando botes y me dejo sola en el umbral de aquella horterada de casa. Toda esa historia de «estoy-trepando-la-escalera-social-por-tu-propio-bien» ya venía de antiguo. Solo que, aquella vez, sentí que había tenido que aguantar demasiado como para dar mi aprobación.
Resultaba curioso; a mamá se la veía tan feliz. Y bien sabe Dios que, tiempo atrás, jamás me habría imaginado que llegaría tan lejos. Cuando mi padre huyó de la ciudad a los treinta y dos días de que yo hubiera empezado primero de secundaria en el Cawdor Middle, mamá estaba incluso más desesperada, más perdida que yo misma. Me pasé la mayor parte de los cursos de primero y segundo ayudándola a superar los peores momentos cuando, entre botellas de vino, intentaba encontrar otro trabajo, u otro novio. Llegó un punto en el que tenía que sujetarle la cabeza sobre la taza del váter con tanta frecuencia que me resultaba imposible tener mis propios problemas. Mientras ella vomitaba, yo me hacía mayor. Para cuando me cambié al Palmetto, había vivido experiencias más dramáticas que la mayoría de las chicas de último curso.
Y ahora, ahí estaba mi madre, cuatro maridos más tarde y a punto de conseguir su segunda propiedad multimillonaria gracias, exclusivamente, a su extraordinario poder de persuasión. Mi madre sería una golfa, pero no tenía un pelo de tonta. Había descubierto un secreto de valor incalculable: la estabilidad no se conseguía teniendo un hombre que la «amase»; se conseguía con las cosas que este le regalaba… y que ponía a su nombre.
Yo no estaba dispuesta a acabar así, de ninguna manera.
—Cariño, ven a ver el laberinto —me llamó mamá desde el jardín de atrás.
Suspiré y, a paso de marcha, empecé a rodear la vivienda para ahorrarme el escalofrío que me produciría la decoración interior. Pero antes de llegar al laberinto, vi a Darla apoyada sobre una balaustrada, hablando con Kate Richards. Me había concentrado tanto en la espantosa hacienda al estilo mexicano que no había caído en la cuenta de que solo estábamos a dos casas de distancia de la residencia de fin de semana de su familia.
Estaba a punto de rodear el magnolio cuando oí la voz de Darla.
—Se le ocurrió a Nat prestarme este vestido —mintió, al tiempo que se alisaba el tejido en la zona donde se arrugaba por culpa de su abultado pecho—. Nuestros padres están juntos.
—¿La madre de Nat Hargrove y tu padre? —preguntó Kate con una risita ronca. Me molestó que, de repente, se mostrara tan interesada—. ¿Os vais a mudar aquí, a la puerta de al lado? ¿Ha venido Nat con vosotros?
Darla asintió con un gesto.
—Pero no le saques el tema de Baxter, o de J. B., o cosas por el estilo. Es, no sé, como que todo el mundo le habla siempre de lo mismo —explicó mientras afirmaba con aire de entendida—. Por ser la princesa, ya sabes. Está un poco harta…
—Ah, hola, Kate —dije mientras me acercaba desde atrás. Llevaba su larga melena tipo Rapunzel recogida en un desaliñado moño en lo alto de la cabeza. En la zona donde su camiseta blanca sin mangas se separaba de sus vaqueros, pude ver el corazón rosa que llevaba tatuado en la cadera—. ¿Alguna noticia de Baxter?
Kate arqueó una ceja en dirección a Darla y se giró hacia mí.
—Pues sí —respiró hondo—; por fin se ha puesto en contacto.
Luchando contra el impulso de aprovechar su presencia para enterarme de los detalles, entré a paso lento en la terraza y, con tono indiferente, pregunté:
—¿En serio?
Kate se inclinó para hablarme.
—Me pidió disculpas por haber desaparecido. Dijo que seguramente saldremos a cenar, o algo así, un día de estos.
Su voz denotaba la inconfundible urgencia femenina por comunicar noticias, y para que la consolaran al garantizar que eran buenas. Solté un suspiro. Aquella no era la Kate de la que yo me había hecho amiga el año anterior; no era la Kate resuelta, decidida, que siempre actuaba según sus impulsos. Te crees que conoces a una chica y, entonces, pierde la virginidad en una fiesta de carnaval y se ablanda por completo.
—Es genial —respondí con voz cariñosa—. ¿Te comentó algo de la noche que desapareció?
Kate sacudió la cabeza.
—Jura que es inocente. Asegura que lo demostrará dentro de poco; pero no quiso decirme dónde ha estado o cuándo va a volver.
—O sea… que va a volver —concluí yo.
Por la manera en la que me miraba —frente fruncida, ojos ansiosos—, entendí que estaba colada por Baxter. Me dio lástima, la verdad. A nadie le gusta que, justo después de su primera vez, su chico desaparezca. Pero no cabía duda de que, en el caso de Kate, era imprescindible que se lo quitase de encima. Ni siquiera en su mejor momento Baxter estaba cerca de merecerla. Además, yo necesitaba una cabeza despejada y una fuente de información objetiva que me tuviera al tanto de su paradero.
Conociendo a Baxter, dondequiera que se encontrara, estaría haciendo planes para un regreso espectacular en cuanto la oportunidad se presentara. Dado que ya estaba lanzando indicios sobre su inocencia y afirmando que contaba con pruebas, aquel regreso espectacular no parecía muy prometedor para Mike y para mí.
Tal vez no fuera a resultar tan sencillo como me había imaginado. El corazón empezaba a golpearme dentro del pecho, pero lo único que podía hacer era canalizar esa energía hacia algo productivo.
—Debes de estar muy preocupada por no saber cómo ayudarlo —comenté con tono amable mientras negaba con la cabeza—. Si al menos supieras dónde está, a lo mejor podríamos hacer algo.
—Seguiré tratando de localizarlo —la voz de Kate sonó esperanzada ante la idea de un plan relacionado con Baxter. Darla empezó a arrastrar los pies.
Aparté un mechón suelto de Kate y se lo coloqué detrás de la oreja.
—Pase lo que pase, ya sabes que me encantará ayudarte —añadí con dulzura—. Me mantienes informada, ¿eh? Si averiguas cualquier cosa, si necesitas lo que sea, ven a hablar conmigo.
—Claro que sí —Kate asintió con un gesto—. Gracias.
—Chicas —nos llamó Dick desde el balcón de arriba—, subid, vamos a hacer el recorrido.
A mi madre y a él se los veía ruborizados. No quería ni pensar lo que habrían estado haciendo en ese dormitorio principal. Por lo general, siempre que me imaginaba a otras personas haciéndolo, tenía una visión fugaz de Mike tumbado sobre mí, en la cama; luego, notaba un cosquilleo por dentro. Mike y yo lo llamábamos «cosquilleo súbito».
Pero aquel día fue diferente. Cuando me cruzó la mente una visión fugaz de Mike, sus ojos no denotaban excitación. Denotaban terror.
Si, en lugar de miedo, quería percibir deseo en los ojos de Mike, tenía que conseguir que él, yo y nuestras coronas quedáramos fuera de toda sospecha. Al mirar a Kate, no podía dejar de pensar en Baxter. Mike y yo estaríamos indefensos hasta que conociéramos el as que nuestro compañero drogata escondía en la manga. Solo entonces nos encontraríamos en condiciones de desbaratar sus planes.