Negros y oscuros deseos
—Polvo eres y en polvo te convertirás.
El jueves por la tarde, aún lamiéndome las heridas por el discurso que me habían arrebatado en la coronación, me encontraba al lado de Mike en el cementerio situado a espaldas de la iglesia. Observábamos cómo los portadores del féretro colocaban sobre el suelo el cadáver de J. B.
—Cuando nos vemos enfrentados, como ahora, a una tragedia, a una desafortunada pérdida —prosiguió con voz monótona el ministro Clover (quien raramente se mostraba taciturno) a través de su chirriante micrófono de pinza—, nuestra comunidad sufre un ataque de tristeza en el sentido más literal.
Alcé la cabeza de repente al escuchar el término que el ministro había elegido: ataque. Hasta el momento, el entierro había resultado de lo más anodino y estereotipado. Clover era famoso por sus torpes juegos de palabras en los sermones. ¿Había hecho realmente una referencia a la enfermedad neurológica de J. B.?
A continuación, me pregunté si alguna persona, además de los parientes cercanos de J. B. —Y, ahora, Mike y yo—, conocería su enfermedad. Recorrí con la vista a los feligreses, que miraban hacia abajo y juntaban las manos, si bien no percibí en sus rostros señal alguna de extrañeza. Me vino a la memoria Steph Merritt cuando, entre sorbos de nariz, me hizo un comentario sobre las pastillas de Justin; pero era evidente que no conocía la verdad. Me intrigaba qué tendría la muerte para que aquellas personas se afligieran hasta tal punto en el entierro de alguien a quien, en realidad, no conocían.
Mis ojos se detuvieron en Tommy, el hermano mayor de J. B., cuyos brazos acorralaban a la llorosa madre de ambos. Por un segundo, me pareció notar que lanzaba una mirada furiosa al escuchar la palabra que había elegido el ministro, pero empezó a llover otra vez y un mar de paraguas negros cubrió de pronto el entierro. El olor a humedad del vinilo mojado se extendió por el cementerio y apenas se podía ver algo más que la gigantesca aguja blanca de la iglesia, que se elevaba frente a nosotros como una señal.
En el cuarto de baño, antes del entierro, cuando me estaba ajustando la coleta, me encontré con tres bambis que lloraban formando un corrillo. Eran las mismas chicas que, tan solo un día antes, a pesar de que apenas me conocían, habían temblado de emoción al ver cómo mis damas de honor me acompañaban hasta la carroza.
Siempre había sabido que a las chicas sureñas se las podía acusar de embaucadoras, pero el Palmetto debería haber registrado la patente de su propia marca de hipocresía. Aquellas chicas cambiaban de actitud a mayor velocidad de la que se cambiaban de ropa, sin inmutarse en lo más mínimo. Todo dependía del escenario y de a quién tuvieran que impresionar.
Al mirarlas puse los ojos en blanco, más que nada porque, por mucho que quisiera, no me sentía capaz de llorar por J. B. De hecho, en aquellos días no me sentía capaz de casi nada. No podía responder a los persistentes mensajes de texto de mi padre, que aún acechaban en mi bandeja de entrada mental. Ni siquiera podía recrearme en mi coronación —aunque, en ese caso, la culpa era de Mike—. Pero lo más preocupante era que, por algún motivo, no era capaz de librarme del bote de pastillas.
No es que fuera a tomármelas, para nada. Pero suponían un importante recordatorio de que yo nos había embarcado a ambos en el problema y ahora me encargaría de que saliéramos de él.
Mientras contemplaba a los hombres vestidos de oscuro que arrojaban tierra sobre el ataúd, formando un montón cada vez más alto con objeto de cubrir el enorme agujero negro, empecé a notar claustrofobia, como si estuviera dentro de ese mismo ataúd con J. B. El paraguas me oscilaba sobre la cabeza como si fuera una jaula. El cuello del vestido me producía picor y me apretaba la garganta hasta el punto de que apenas podía tragar. Incliné la cabeza a un lado para sacarla del paraguas, pero seguía lloviznando y la niebla estaba tan baja que me daba la impresión de que el cielo se estuviera desplomando sobre mí. El pecho me palpitaba como si me asfixiara por culpa de la lluvia. No podía respirar.
Mike me rodeó los hombros con el brazo —más asfixia aún— y empezó a conducirme en dirección a la iglesia. El entierro había concluido. Vi a mamá, que me saludaba con la mano desde la puerta. No podría soportar que me preguntara si el maquillaje de J. B. había resultado natural con el féretro abierto.
—No puedo respirar —le dije a Mike—. Necesito aire.
Me cogió de la mano.
—De acuerdo, demos un paseo.
—Sigo furiosa contigo —advertí.
No respondió. Deambulamos por el cementerio empapado, dejando a un lado los cipreses de troncos grises, retorcidos, y nos alejamos de la lacrimosa multitud. Pronto solo quedó el sonido anodino de la lluvia. Supe adónde me llevaba Mike. Sus pies se dirigían hacia aquel lugar de manera natural.
Nos detuvimos delante de las tumbas de su familia, en el centro del cementerio. Seguí a Mike hasta el interior del mausoleo donde estaban enterrados sus abuelos. Yo había estado allí una vez anterior, dos veranos atrás, en el quinto aniversario de la muerte de su abuelo. En aquella ocasión, el mausoleo me había resultado escalofriante, lleno de gente viva en un día soleado y caluroso.
Ahora, los dos agachamos la cabeza como zombis para franquear la puerta de cemento de poca altura. Tomamos asiento en el banco de mármol tallado. El olor húmedo y pegajoso del musgo me inundó la nariz y me hizo toser. Podría haber seguido asustada aunque hubiera dejado de escuchar los truenos o de clavar los ojos en la inscripción sobre la entrada al mausoleo, tallada con grandes letras: KING. Mike me acarició la espalda formando círculos. Era difícil seguir enfadada con él ahí adentro.
No habíamos dicho una palabra desde que salimos del entierro. De hecho, apenas nos habíamos comunicado desde el gran discurso de Mike el día anterior, con la salvedad de unos cuantos comentarios corteses de cara a la galería durante la recepción. Ahora que me paraba a pensarlo, no habíamos hablado desde… bueno, desde lo de J. B.
Algunas de mis amigas se agobiaban cuando se producía una pausa en la conversación con un chico por teléfono, o durante una cena en MacB’s. Siempre me sentía mal por no poder ponerme en su lugar. Entre Mike y yo no se producían pausas incómodas; nuestros silencios eran de complicidad. Kate me miraba como si yo estuviera loca cuando le contaba lo mucho que me agradaba estar callada al lado de Mike. Pero tal vez el mutismo de aquel momento resultaba excesivo, incluso para nosotros dos.
Abrí la boca, convencida de que tendría algo interesante que decir; pero, al ver que no acababa de arrancar, Mike comentó:
—Ojalá esta lluvia pudiera llevarse por delante todo lo que hicimos.
—No puede.
Ambos hablábamos como robots.
—Justin está muerto —proseguí, notando que el impacto de esas tres horribles palabras llenaba el mausoleo—. Nunca podremos cambiarlo.
La mente me estallaba con las imágenes del insolente rostro de J. B., de la actitud arrogante que adoptaba siempre que sonreía. Quería dejar de pensar en él, detener aquellas visiones fugaces de sus ojos verdes. Me pregunté qué estaría pensando Mike en aquel momento, y qué me ocultaba.
Sentado a mi izquierda, soltó un suspiro.
—No sé si deberíamos confesarlo todo.
—¿Qué? —respondí con un grito ahogado al tiempo que giraba la cabeza.
Mike se frotó los ojos como el niño al que se han olvidado de llevar a la cama. Los hombros se le veían hundidos sobre el pecho.
—Esta historia me está volviendo loco. Llevo cuatro días sin dormir. Van a averiguar lo que hemos hecho.
—No, no lo harán —repliqué mientras apartaba la cabeza para no tener que ver lo insignificante que Mike parecía en ese momento.
—Dejé mi botella de agua en sus manos…
Negué con la cabeza.
—Mike, todos los de tu curso tienen una botella reutilizable exactamente igual a la tuya. Y a las bambis también les gusta comprarlas, dicen que molan un montón. Podemos desentendernos de esa prueba, sin problemas.
—Pero alguien nos habrá visto salir de la fiesta con Balmer, que ya estaba medio muerto. ¿Qué impresión vamos a dar si tratamos de ocultarlo hasta que nos descubran? Venga, confesémoslo todo. Diremos que no pretendíamos que las cosas…
—Ni hablar —me levanté y me puse a andar de un lado para otro. En la pared de cemento había un hueco cuadrado que daba a la iglesia y vi que los asistentes al entierro se encaminaban al aparcamiento. Regresarían a sus confortables hogares e incendiarían las líneas telefónicas con sus chismorreos. Pero, en caso de que confesáramos, ¿adónde regresaría yo?
¿A mi antiguo camping para caravanas, sin ningún futuro? ¿A la inmundicia de mi vida anterior? En ese momento, me pareció volver a oler la peste a pescado podrido. Las chicas como yo no tenían una segunda oportunidad. Así de claro. Los labios me temblaron y noté que los hombros se me estremecían.
Mike suspiró y alargó la mano en mi dirección.
—Mira, a mí tampoco me apetece ir a la cárcel más que a ti.
¿Quién había hablado de cárcel? De pronto caí en la cuenta de que Mike no tenía ni idea de lo que yo estaba pensando. Coloqué mi mano en su palma abierta.
—En ese caso, vamos a arreglar esto, Mike. Eso es lo que haremos.
Levantó la vista para mirarme.
—¿Cómo? —preguntó.
—Empezando por la central de inteligencia del Palmetto —respondí, obligando a mi mente a adaptarse al ritmo de mi lengua—: La máquina de rumores. ¿De qué nos hemos enterado hasta ahora?
Mike se encogió de hombros y soltó aire. Nunca le había gustado implicarse en los chismorreos del instituto.
—De algo sobre el vídeo que Baxter Quinn grabó en la fiesta.
Me golpeé la palma sobre la frente.
—Eres un genio —observé, sorprendida al descubrirme riendo a pesar de nuestro dilema—. Pues ya nos han puesto en bandeja al sospechoso. Por cierto, sigue desaparecido.
—Un momento… ¿Te refieres a que… echemos la culpa a Baxter? —Mike, incrédulo, negó con la cabeza.
—¿Por qué no? —repliqué yo tratando de adoptar un tono despreocupado, aunque notaba que la voz se me empezaba a quebrar—. Solo hay que introducir algunas pistas.
—Espera —Mike me soltó la mano y se frotó la frente, como era su costumbre cuando se ponía a empollar para un examen en el último momento—. Primero, sin querer… matamos a una persona. ¿Y ahora pretendes tender una trampa para incriminar a otra?
—No, nada de eso —repuse yo con voz melosa. Me levanté y me coloqué entre sus piernas. Con las yemas de los dedos, empecé a formar círculos en sus sienes—. En realidad, no sería una trampa. Tú mismo viste a Baxter aquella noche. Distribuía drogas a diestro y siniestro. Los dos le oímos decir que alguien debería parar los pies a J. B. y luego, veinte minutos más tarde, se pone a jalearle desde el balcón para que siguiera bebiendo cerveza boca abajo.
—No sé —Mike hizo una mueca—. No es que Baxter sea un santo, pero tampoco es un asesino.
—Es que no tenemos que convertirlo en el asesino. Solo pretendemos limpiar nuestros nombres al trasladar el foco de atención a otra parte. Mira, Mike —dije al tiempo que bajaba la frente hasta chocarla contra la suya—. No podemos devolver la vida a J. B.
Ahí estaba, otra vez, el sentimiento gélido que me asaltaba cada vez que me paraba a pensar en la muerte de J. B. En aquella ocasión, fue tan intenso que estuve a punto de soltar un grito de dolor. Pero luego me fijé en la frente arrugada de Mike, lo que significaba que mis técnicas de persuasión estaban funcionando. Envolví mis brazos alrededor de su pecho para luchar contra el frío y me forcé a seguir adelante.
—Todo cuanto podemos hacer es mantener nuestra reputación como embajadores de buena voluntad durante este momento de necesidad en nuestro instituto —sentencié por fin.
—Supongo que tienes razón —Mike asintió con la cabeza.
—Pues claro que tengo razón.
—Baxter apenas asiste a clase. Si lo expulsaran a él… —dejó la frase si terminar.
—Exacto —repuse yo—. ¿No es mejor que nosotros mantengamos la cabeza bien alta y dejemos que la policía castigue a alguien que, de todas formas, se merece un arresto? Mike, no podemos hundirnos por esto —me llevé las manos al corazón—. Ahora, más que nunca, el Palmetto necesita a su príncipe y a su princesa.
—Bueno —dijo Mike, al tiempo que me dedicaba una leve sonrisa y tiraba de mí para sentarme en sus rodillas—, lo único que sé es que yo sí necesito a mi princesa.
Era como si hubieran pasado siglos desde la última vez que habíamos estado así de unidos. No pude evitarlo; me rendí a sus labios y, por primera vez en toda la semana, me relajé.
—Algo se me está clavando y no, mmm, no tiene que ver conmigo —observó Mike, ajustando su cuerpo sobre el mío en la plancha de mármol. Señaló mi cadera. Cuando me di cuenta de lo que pretendía, le agarré la mano.
—No —dije.
Forcejeó para liberarse y se dirigió al bolsillo lateral de mi gabardina.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó con rapidez.
Cuando saqué el bote de pastillas de J. B., la cara se le contrajo como si hubiera mordido un limón.
—¿Qué haces todavía con eso?
—No lo sé —repuse, balbuceando. ¿Por qué no podía decirle la verdad? Porque me tomaría por loca, claro.
—Yo tampoco —replicó él, sin dar crédito—. Creí que habíamos acordado que te librarías de ellas —se levantó y se pasó los dedos por el pelo—. Actúas como si lo tuvieras todo resuelto y resulta que eres incapaz de esconder la prueba más evidente. ¿Y si alguien te descubre con el bote?
—No puedo tirarlo en casa —alegué. Mike estaba enterado de que, desde que mi madre empezó a acostarse con Dick el Libidinoso y le entró la manía de emplear fertilizante orgánico en los jardines de él, obligaba a la criada a rebuscar en nuestra basura, como los vagabundos—. Estoy esperando a encontrar el lugar adecuado para tirarlas, nada más. Me encargaré del asunto, te lo prometo.
—Si la fastidiamos…
Me incliné hacia delante y le tapé la boca con la mano.
—¿Me quieres? —pregunté.
—Venga ya —suspiró, al tiempo que volvía a sentarse.
—¿Me quieres? —insistí, conteniendo el aliento.
Mike levantó la vista con su sonrisa en plan «siempre-me-acabas-liando» y dijo:
—Te acabo de meter mano en el mausoleo de mi abuelo, cuando tenemos un homicidio que ocultar —dijo, besándome en lo alto de la cabeza—. Estoy loco por ti, literalmente.
Una oleada de alivio me recorrió el cuerpo.
—En ese caso, no te preocupes: no vamos a fastidiarla —repliqué—. Solo tenemos que mantenernos fuertes, y unidos —volví a sentarme sobre sus rodillas y le rodeé el cuello con los brazos—. Hablaré con Tracy el lunes por la mañana. Y me libraré de las pastillas. Tú te encargas de hablar con tus amigos para conseguir la exclusiva del DVD de Baxter.
Antes de que Mike tuviera la oportunidad de volver a inquietarse, me coloqué a horcajadas encima de él y me subí el vestido negro hasta la cintura. Le rodeé el torso con las piernas —asegurándome de que el bote de pastillas no volviera a interponerse entre nosotros— y me incliné para susurrarle al oído.
—Tienes que desearlo tanto como me deseas a mí.
Mike soltó un suspiro sobre mi pelo. La calidez de su aliento en mi cuello resultaba reconfortante.
—De acuerdo, Nat —gimió con suavidad—. Iremos a por Baxter.