Una corona infructífera
—Nat, te lo juro, si no te estás quieta, no conseguiré colocarte esta pestaña y el ojo va a parecer torcido.
¿Cómo había llegado yo hasta aquí?
Estaba sentada en un taburete de mimbre, frente al tocador principal iluminado con bombillas. El aseo de señoras del club deportivo Scot’s Glen, decorado en tonos melocotón, estaba a rebosar con mis damas de honor del instituto. Amy Jane revoloteaba a mi derecha, aguardando a fijar con pegamento la última de las veinte pestañas postizas de la caja en el extremo de mi párpado. Jenny estaba de pie, a mi lado, con sus tenacillas de cerámica de siete posiciones sujetas en el aire. A nuestra espalda, las ayudantes de rango inferior se encontraban apoltronadas sobre enormes almohadones de suelo, puliéndose las uñas y suplicándome con sus ojos perfilados con delineador líquido que les encargara algo que hacer.
Justo la situación que yo había estado esperando. Pero…
Era miércoles a media tarde, poco antes de la ceremonia de coronación del príncipe y la princesa del Palmetto. El martes por la mañana, antes incluso de la votación, el instituto en pleno sabía que la victoria iba a ser aplastante, pero dado que habían dejado el nombre de J. B. en las papeletas, en homenaje a su memoria, esperaron a que transcurriera el día de luto oficial para anunciar nuestros nombres. Así y todo, el nombramiento no se confirmó hasta que el director Glass nos llamó a su despacho para comunicarnos la noticia con su tono de aguafiestas.
—A ver, mañana quiero un discurso de aceptación breve, por parte de los dos —indicó, mirando a la lejanía como si estuviera siguiendo un guión—. Y no os olvidéis de que aún quedan diez días para el baile, así que os ruego que, hasta entonces, sujetéis las riendas de la fiesta. Lo de mañana será un acto sencillo, familiar.
Abrió una lata de Coca-Cola y la repartió en tres vasos de plástico como para subrayar su cruzada en contra del abuso de sustancias.
—Por el príncipe y la princesa —brindó.
—Salud —dije yo elevando mi vaso y clavando la vista en el director para evitar comprobar si a Mike le temblaba la mano.
—Mírate —dijo ahora Amy Jane, dando un paso atrás y así contemplar su obra maestra. Sujetó en alto un espejo para que me mirase—. Más hermosa que una flor.
—Y más mortífera que una serpiente.
Me giré en redondo. El espejo se me cayó de la mano y se estrelló contra el suelo.
—¿Quién ha dicho eso? —siseé.
Durante unos segundos, nadie respondió. Entonces Darla Duke, con ademán penitente, se hincó de rodillas y juntó las manos.
—Yo no… yo solo… —balbuceó—. Es una expresión que solía decir mi abuela: «Preséntate como una flor, actúa como una serpiente», o algo por el estilo. Se supone que es algo bueno.
Las palabras le salían de la boca a trompicones. Mentiras. Mentiras. Mentiras. Inútiles gestos de hombros y mentiras.
—Significa que sabes cómo conseguir lo que quieres —añadió.
—Bueno, pues no hace falta que te explique lo que mi abuela me decía sobre los espejos rotos —intervino Jenny con brusquedad—. Que alguien recoja esto.
Volví la vista hacia Darla y mantuve la voz baja para que no se me quebrara:
—Sí, no queremos que nadie se haga daño.
Mientras Darla y otras tres bambis se ponían de pie de un salto para retirar los fragmentos de cristal, Kate se levantó y se acercó a mí. No habíamos hablado desde el lunes, cuando me puso al tanto de lo de Baxter.
—¿Te encuentras bien? —preguntó—. Pareces un poco…
—Son los nervios —respondí—. Por el discurso de aceptación.
—Sí, claro —afirmó con la cabeza, aunque Kate me había visto pulverizar a los finalistas del concurso de debates del Palmetto, el curso anterior. Hablar en público era uno de mis fuertes. Más valía así: como princesa del Palmetto, sería la voz oficial ante el micrófono en todas las grandes fiestas y ceremonias de entrega de premios del año siguiente.
Mientras observaba en el espejo cómo Kate me cepillaba el pelo con energía, caí en la cuenta de que ella sabía que no estaba nerviosa por el discurso. Sabía que lo llevaba perfeccionando desde el curso anterior, en aquella misma época, cuando Marc Wise y Sadie Hoagland aceptaron la corona. Me lo había aprendido de memoria, desde el orgullo por Charleston —tema de ambientación de nuestra campaña electoral— hasta a quién dar las gracias y en qué orden. No era el discurso lo que me asustaba, sino la pesadilla sobre aquel trayecto en carroza con J. B.
—Por cierto —dijo Kate, interrumpiendo mis pensamientos—. Tu madre se ha pasado por aquí y te ha traído esto —desenfundó un pintalabios de color naranja brillante y tono mate que mamá se había empeñado en que me pusiera desde la primera vez que me maquillara para el recital de piano de cuarto de primaria. Era la clase de color que, por lo general, solo los cadáveres aceptaban que les pusiera. Me estremecí.
—Es lo que me parecía —dijo Kate, sacando un brillo de labios de un tono rosa bastante menos terrorífico. Me enseñó el nombre, en la parte inferior del tubo—. ¿Lo ves? —señaló. Se llamaba «Princesa».
Pero cuando me aplicó el brillo y me entregó un pañuelo de papel para que me lo secara, solo me sentía capaz de pensar en el carmín que yo misma le había puesto a J. B.
Una sensación gélida me recorrió el cuerpo.
El pintalabios. Las muñecas atadas. El bote de pastillas.
—¡La carroza! —exclamaron las bambis desde un rincón. Sus compañeras se lanzaron hacia la ventana—. ¡Ha llegado la carroza! ¡Está ahí afuera!
—Dime que te has puesto el aceite corporal de sabor a vainilla que te recomendé —me advirtió Amy Jane al tiempo que se acercaba por detrás para añadir unos cuantos toques más de fijador a mi peinado.
Pero el aceite corporal no formaba parte de la escena que me atormentaba la mente y que yo me esforzaba por borrar. Solo podía pensar en los labios azules de J. B., montado en la carroza, y en el penetrante frío que sentí cuando, en mi sueño, cerró los ojos.
«Ha habido un cambio de planes», había dicho.
Necesitaba llegar a la carroza de la vida real para demostrarme que solo había sido una pesadilla o, al menos, que ese episodio del sueño solo había sido una pesadilla. Necesitaba acurrucarme encima de Mike y tomarme un descanso de aquella paranoia relacionada con J. B. Pero, al levantarme, justo cuando tenía que mostrarme fuerte, me tambaleé sobre mis zapatos de tacón de tira trasera y me desplomé en el taburete del tocador.
—Dios mío, Nat, estás blanca como una sábana. ¡Más colorete! —Amy se puso al mando para solicitar refuerzos—. ¿Qué te pasa, cielo? Dínoslo.
—Se me olvidó perderla —mascullé, pensando en la botella de pastillas, aún en el bolsillo interior de mi mochila—. Mike me dijo que la perdiera, y no lo hice.
—¿De qué habla? —susurró Jenny a Amy Jane—. No entiendo nada.
—¡Ay, Jesús! —exclamó Amy Jane—. ¿Es que Mike y tú pensabais jugar a «perder la virginidad otra vez» en la carroza? Mira que sois pervertidos.
Antes de que pudiera decir nada para enmendar mi lapsus sobre las pastillas, mis dos damas de honor me ayudaron a ponerme de pie. Minutos más tarde, me estaban guiando a la puerta en dirección a la carroza. Noté que Kate se quedaba atrás.
—Escúchame, no tengas miedo —me dijo Jenny, mirándome a los ojos—. Mike y tú sois los mejores. No hace falta que batáis ningún récord ahí adentro. Sé tú misma, nada más —añadió.
Amy Jane deslizó algo en mi mano. Tenía el mismo tamaño y la misma forma que el bote de pastillas, pero cuando lo miré…
—Sabía que te olvidarías del aceite corporal —comentó entre risas—. Siempre llevo repuesto.
Me encaminé hacia la carroza a paso lento. No era ni mucho menos tan lujosa como la de mi sueño, lo cual me supuso un gran alivio. Se trataba del antiguo carruaje de madera pintada que se había utilizado desde que se eligiera a la primera princesa del Palmetto. El conductor también tenía un aspecto corriente, con sus vaqueros desvaídos y su americana negra. Cuando abrió la puerta y alargó una mano para ayudarme a subir, frunció la frente con gesto de preocupación.
—Lo siento, señorita; pero me han pedido que se lo diga —jugueteó con los botones de su americana—. Él no va a venir.
¿Qué? Introduje la cabeza en el interior, forrado de terciopelo rojo. Estaba vacío.
—Limítese a conducir —le dije al cochero con los dientes apretados.
Volví la vista atrás y miré a las chicas, apiñadas en la ventana con expresión embelesada. No tenía elección. Les devolví el saludo con la mano, como si nada malo ocurriera.
El sol brillaba con demasiada intensidad en el campo de golf, y no conseguía bajar las cortinas enrollables de la carroza. Para cuando alcanzamos el hoyo catorce, me había arrancado a mordiscos el esmalte de uñas y me salía humo por las orejas. En un imperdonable descuido que demostraba hasta qué punto se me había ido la cabeza, me había dejado el paquete de chicles Juicy Fruit en el bolso. No tenía nada que me ayudara a calmarme después de que Mike me hubiera dado plantón. ¿Cómo había podido? ¡Delante de todo el instituto, de las familias de todo el mundo! Estaba decidida a asesinarle, por…
Alguien estaba llamando a la puerta. Me planté junto a la ventana… y lo vi. Mike corría junto a la carroza para no quedarse atrás.
—¡Pare! —ordené con un grito.
Antes de que los caballos hubieran aminorado la marcha al medio galope, Mike abrió la puerta y se subió de un salto.
—Lo siento —se disculpó mientras se inclinaba para darme un beso.
Yo seguía demasiado furiosa, demasiado conmocionada para moverme.
—Traté de localizarte por teléfono. Sabía que estarías nerviosa. Yo… necesitaba un poco de tiempo para decidir cómo enfrentarme a esto después de… —me cogió las manos.
Hice un gesto para interrumpirle.
—Los lamentos, más tarde; ahora hay que prepararse. Nos quedan exactamente tres minutos para adoptar una actitud propia de príncipes —le entregué una copia del discurso de coronación—. Tus párrafos están en azul y los míos, en rosa, ¿de acuerdo?
—Mmm —vaciló Mike—. En realidad…
—¡Hemos llegado! —exclamé con un grito mientras miraba por la ventana las celosías cubiertas de enredadera que delimitaban nuestro camino de entrada. Antes de que nos diéramos cuenta, el conductor de la carroza abrió la puerta. Soltó un silbido a medida que me ayudaba a bajarme.
—Llevo un montón de años conduciendo este cacharro a la coronación —dijo con tono tranquilo—. Y le aseguro, princesa, que nunca había visto una hazaña tan extraordinaria como la que su hombre le ha dedicado. No deje que se le escape, ¿eh?
Trasladé la vista a Mike.
—Tranquilo, no lo haré.
Sobre el césped, un cuarteto de cuerda comenzó su aburrida interpretación, que pronto quedó ahogada por las ovaciones del gentío: gritaba nuestros nombres y nos saludaba. Mike no dijo nada, solo me cogió de la mano. Recorrimos la alfombra color oro hasta el escenario.
Lo curioso es que todo resultaba como me lo había imaginado, como lo había planeando en mi mente todos esos años. Allí estaba mi madre, con su ceñido vestido estampado de jazmines y sus tacones, con lágrimas en los ojos y agarrada de la mano de Dick. La familia King se encontraba al otro extremo del escenario, esbozando sonrisas con los labios cerrados y ataviados con exclusivos trajes de seda en las correspondientes tonalidades apagadas. A ambos lados del escenario se congregaban los antiguos alumnos del Palmetto que habían sido coronados en los últimos años, entre los que se incluían Phillip Jr. e Isabelle. Y también estaban nuestros amigos, con los ojos abiertos como platos a la espera de escuchar durante la recepción nuestros discursos… así como nuestras proezas amorosas en la carroza.
Lo único de la escena que no resultaba tal como yo había imaginado éramos nosotros dos: el príncipe y la princesa del Palmetto. Aunque estábamos cogidos de la mano, percibía que Mike y yo nos encontrábamos a mundos de distancia.
Una vez en el podio, se inclinó y me besó en la mejilla. Sus labios se notaban ásperos, secos. Cerré los ojos y traté de disfrutar del cortés aplauso por parte del público.
—Gracias a todos —dijo Mike una vez que el aplauso hubo remitido.
Se aclaró la garganta y miró el discurso que yo había impreso para él. Entonces, lo guardó en el bolsillo interior de su americana y sacó una servilleta con notas garabateadas. Alargué un brazo para detenerlo, pero me agarró de la mano con tanta fuerza que, si hubiera intentado moverme, habría dado un espectáculo.
—Todos los presentes habéis escuchado discursos de aceptación en muchas ocasiones del pasado —comenzó Mike—. Algunos de vosotros —hizo un gesto hacia atrás y señaló a anteriores miembros de la Corte del Palmetto— los habéis pronunciado. Así que conocéis la tradición, y también sabéis lo agradecidos y emocionados que Natalie y yo nos sentimos al aceptar este honor —examinó a la multitud y me apretó la mano aún con más fuerza—. Pero hoy cobra importancia otro asunto, y actuaríamos mal si no mencionáramos el fallecimiento de un buen amigo y un gran hombre.
«No hagas esto, Mike, no lo hagas».
—El hombre que debería haber sido coronado como príncipe —prosiguió.
«No es verdad».
—Así que, en lugar de pronunciar nuestros discursos, Natalie y yo queremos pediros que recéis en silencio unos minutos y, luego, nos trasladaremos directamente a la recepción. Os veremos mañana en el entierro.
Abrí la boca para replicar pero, al mirar a Mike, lo supe: todos los preparativos para la Corte del Palmetto, a los que tanto tiempo habíamos dedicado, habían resultado inútiles.