Capítulo VIII

Confianza absoluta

El lunes por la mañana me acabé un paquete entero de chicles Juicy Fruit durante el trayecto de veinte minutos al instituto. Con la mandíbula dolorida y el estómago revuelto, aparqué en mi espacio habitual, bajo la palmera inclinada. Salí del coche y tuve que apoyarme en la puerta del conductor para recobrar el equilibrio. Gotas de sudor me bajaban por la nuca. ¿Cómo conseguiría entrar?

De pronto, me encontré con el empujón que necesitaba, y fue por parte de la señorita Cafiero, mi bigotuda profesora de álgebra de octava hora, quien prácticamente me llevó de la oreja hasta la entrada del edificio.

—Un momento, no tenía la intención… —empecé a decir.

—Ahórratelo —me interrumpió ella, al tiempo que agarraba también de la oreja al chico del coche de al lado y nos empujaba a ambos en dirección al auditorio—. Haced lo que os digo —ordenó la señorita Caf—. Nada de rodeos. Id a la asamblea de alumnos. Directamente a la asamblea, vamos.

—Pero tengo clase de Tecnología —protestó el chico, a mi lado.

—Hoy no —replicó con brusquedad la señorita Caf—. Un compañero vuestro pierde la vida en un extraño accidente. Creo que tu maqueta de avión puede esperar.

Un extraño accidente. Así lo llamaban en el instituto. Era la primera buena noticia que escuchaba desde el domingo por la mañana, cuando el mundo entero se me vino encima. Tenía que recabar más información antes de entrar. Si pudiera hacer un alto en el baño de primero de bachillerato para una visita rápida a Tracy Lampert…

—Necesito ir al baño —probé a convencer a la señorita Cafiero, mientras fracasaba en mi intento de abrirme camino rodeando sus caderas estilo Botticelli.

—Pues te vas a tener que aguantar —espetó la profesora con el ceño fruncido y agarrándome por los hombros, me condujo a la sala de asambleas. Contuve el aliento y entré con paso dubitativo.

Una vez que hube atravesado el umbral y accedido al auditorio, de grandes dimensiones y techos altos, percibí una ráfaga de familiaridad que, en cierto modo, resultaba reconfortante. Se podía decir que me había hecho mayor en aquella sala. Se trataba de una de esas estancias camaleónicas, un recinto que se utilizaba para los grandes acontecimientos del instituto. En otoño, celebrábamos la fiesta previa al partido de antiguos alumnos. El año anterior nos habíamos estremecido en aquellas mismas sillas mientras escuchábamos al desagradable ginecólogo que el instituto había traído en avión desde el Centro para el Control de Enfermedades cuando cierta enfermedad de transmisión sexual se propagó por el Palmetto. En otra ocasión, habíamos conseguido agotar las localidades cuando Mike interpretó el papel de Marco Antonio en la representación de Julio César, la primavera anterior. Pero nunca había presenciado en el auditorio una agitación semejante a la de aquella mañana.

Todo el mundo iba vestido de negro. Algunas chicas de primero de bachillerato habían llegado a cubrirse la cara con un velo. Bajé la vista, de repente agradecida al darme cuenta de que mi jersey gris oscuro, de cachemir y cuello vuelto desbocado, pasaría por el atuendo de luto que llevaban los demás.

Y no era solo la ropa lo que me alteraba. La energía de la estancia parecía ir dando bandazos mientras los alumnos entraban y salían de las conversaciones, subían y bajaban por los pasillos. Nadie podía estarse quieto. Parecíamos una colonia de hormigas a las que acaban de destrozar el hormiguero de una patada.

El caos me estaba mareando. Introduje la mano en mi bolso en busca de chicle y recordé que se me había terminado. La mandíbula me palpitaba. Necesitaba a Tracy y necesitaba a Mike. ¿Es que iba a tener que navegar entre ese océano de bambis llorosas para encontrarlos?

A bastante distancia por delante de mí descubrí la larga melena de Kate, que relucía bajo las luces fluorescentes de la zona de gimnasio. Me fui acercando en su dirección mientras un cuarteto de alumnas de secundaria se apiñaba a su alrededor. Las cinco compartían una caja de pañuelos de papel como si fueran palomitas de maíz.

—¿Y si se ha ido para siempre? —preguntó Kate a sus compañeras entre gemidos. Tuve que mirar dos veces para darme cuenta de que, en efecto, estaba llorando.

—Debes prepararte para lo peor —advirtió Steph Merritt, al tiempo que ayudaba a Kate a sonarse la nariz.

Jesús. ¿Qué otras pruebas necesitaban esas chicas? Kate apenas conocía a J. B. Sé que mi actitud protectora con respecto a la muerte de J. B. resultaba desconcertante, pero es que yo lo había conocido, y bien. Demasiado bien. Por lo tanto, me había ganado el derecho.

—A ver, ¿es que no os pareció lo bastante muerto ayer por la mañana? —interrumpí con excesiva brusquedad, con excesiva rapidez. Las otras chicas dieron un respingo, sorprendidas; pero Kate se limitó a sorberse la nariz, sin juzgarme.

—No estamos hablando de J. B. —Explicó—. ¿Es que no sabes lo de Baxter?

—¿Qué pasa con él? —salté yo mientras recorría el auditorio con la vista.

Kate frunció las cejas a sus compañeras en señal de disculpa y dio un paso adelante para agarrarme del brazo. Me condujo a unos metros de distancia en busca de un lugar relativamente silencioso.

—El móvil de Baxter —Kate se estremeció—. Lleva apagado todo el fin de semana. Soy patética: ayer lo llamé unas veinte veces —me clavó la mirada—. Dijo que quedaríamos para estudiar.

—O sea, que no te devolvió las llamadas —me encogí de hombros—. Podría significar un montón de cosas. Puede que contratara a un profesor particular…

—Pero es que, el sábado por la noche… —se ruborizó y apartó la mirada—. Nosotros… en la fiesta…

Solté un suspiro y me froté las sienes. Notaba que la tensión se me iba acumulando en el cráneo.

—Kate, ¿tienes idea de cuántos chicos de último curso de este instituto se acuestan con las de cuarto solo para desfogarse? —pregunté.

Abrió la boca para hablar y negó con la cabeza. Los ojos se le cuajaron de lágrimas. No había sido mi intención hacerle llorar; pero es que, por lo general, Kate tenía la piel más gruesa de lo que estaba dando a entender.

—Lo siento —me disculpé mientras le apretaba el hombro—. No hablaba en serio. Es que estoy flipando con lo de J. B. No debería…

—Tranquila —repuso Kate en voz baja—. Yo también estoy flipando. Uno de los socios de la empresa de mi padre se ha enterado de que Justin murió antes de que amaneciera el domingo. Ya estaba muerto cuando el encargado de mantenimiento llamó a la ambulancia. Todo apunta a Baxter. Achacan la muerte de J. B. a una combinación de drogas. Pero… —levantó los ojos y el labio le temblaba. Me lanzó una mirada angustiada.

—Pero ¿qué? —pregunté, notando que el entumecimiento del día anterior me envolvía de nuevo.

Kate se inclinó hacia mí para susurrarme al oído.

—Pero Baxter no ha venido hoy al instituto —dijo—. Y ahora, las de primero de bachillerato andan diciendo que a lo mejor ha tenido algo que ver con lo que pasó.

—No son más que especulaciones, estoy segura —respondí, sabiendo a ciencia cierta que Tracy Lampert jamás especulaba.

Kate negó con la cabeza.

—No, hablan del vídeo que Baxter estuvo grabando anoche. Las de primero dicen que J. B. aparece en un montón de secuencias, y si los polis lo consiguen…

Dejó la frase sin terminar, pero mi imaginación hiperactiva acertó a la primera. Kate había estado presente cuando Baxter incitaba a J. B. a emborracharse desde el balcón de la biblioteca, durante la broma del barril de cerveza. Si tenía un DVD lleno de imágenes en las que salía J. B., no era de extrañar que las brillantes chicas de primero hubieran sumado dos más dos.

—¿Dónde está el DVD? —pregunté.

Kate negó con la cabeza y se sonó la nariz. No sabía nada más.

Había llegado el momento de ir en busca de una fuente de información más fiable. Me subí a una silla para obtener un mejor panorama de la sala. Con tal cantidad de reducidos grupos de alumnos vestidos de luto, el auditorio parecía una convención de brujas.

Por fin, en el rincón más alejado, descubrí a Tracy y sus secuaces. Formaban un corrillo tan estrecho alrededor de alguien que no podía averiguar… Mike. Dos pájaros de un tiro. Me bajé de un salto de la silla y me encaminé directa a ellos. Pero en ese momento escuché el maldito triple golpe de martillo por parte del director Glass. Nos llamaba al orden.

Sé que los delirios de grandeza no son infrecuentes en los institutos, pero por lo general atacan a los jugadores de fútbol con complejo de Dios, no a los profesores. Sin embargo, después de que nuestro anterior director fuera apartado del cargo y sometido a arresto domiciliario, el Palmetto fue bendecido con la clase de sustituto cuyos grandes sueños de ocupar un puesto en la Corte Suprema estallaron en pedazos después de… ah, sí, la quinta vez que suspendió el examen del estado de Carolina del Sur para ejercer la abogacía.

Al mirar al director Glass tras el podio, con su traje de tweed y su peluquín, resultaba obvio que el hecho de estar al mando de un puñado de alumnos de instituto —martillo de madera en mano— era su forma de congraciarse con los sinsabores que le había dado la vida.

—Ocupad los asientos —bramó ante el micrófono, y estuvo golpeando el martillo hasta que todo el mundo hubo bajado el tono de voz tanto como para convertirlo en un murmullo. Aún me encontraba a unas cinco filas de distancia de Mike y Tracy. Demasiado lejos. Tenía que llegar allí a toda costa antes de que empezara la asamblea.

—Te sugiero que busques una silla.

La señorita Cafiero había aparecido de la nada para volver a interponerse en mi camino. Se me estaba acabando la paciencia con aquella señora, pero cuando comprendí la imposibilidad de pasar de largo con los lóbulos de las orejas intactos, me di por vencida y me dejé caer en la silla más cercana.

A mi izquierda estaba June Rattler (la del inolvidable cartel electoral donde tocaba la tuba) y, a mi derecha, Ari Ang (el chico del misterioso tazón verde). ¡Ugh! Ni a propósito habría conseguido peores compañeros de asiento para intercambiar rumores.

—Como algunos sabéis, este fin de semana ha tenido lugar una gran tragedia —comenzó el director Glass, mientras agitaba el martillo con aire de «esto-va-para-rato».

Pasados trece minutos de un discurso de lo más corriente sobre lo sagrado de la vida, me sentí a punto de perder los nervios, ya tensos de por sí. Todo el mundo sabía que el personal de la oficina de Administración del Palmetto (llamada «la pecera» por el cristal que rodeaba los diferentes despachos) siempre había considerado a J. B. como una piedra en el zapato colectivo.

Si el director Glass conociera en lo más mínimo el instituto que él mismo «administraba», sabría que el instituto Palmetto era un lugar que se nutría, se curaba las heridas y acababa cicatrizando gracias a los poderes curativos de la propagación de rumores. Si es que íbamos a superar el accidente de J. B., tendría que ocurrir en los rincones de los pasillos, entre susurros, y no con los golpes del martillo de madera de Glass.

—En conclusión —remató con voz monótona—, debo enfatizar la importancia de que la vida cotidiana continúe —al momento se vio obligado a elevar la voz por encima del bullicio de los alumnos, que tomaron sus palabras como una indicación para recoger sus mochilas—. Por lo que os recuerdo que la Feria de Nutrición sigue celebrándose hoy a la hora de almorzar.

Más alto aún, al tiempo que golpeaba el martillo mientras la sala empezaba a vaciarse, gritó:

—Y no os olvidéis de dar vuestro voto para el príncipe y la princesa de la Corte del Palmetto. Aunque estemos de duelo por la muerte de Justin Balmer, la vida en el instituto sigue adelante.

El último comentario cayó sobre un auditorio casi vacío y, a decir verdad, fue mejor así. Para mí, la Corte del Palmetto y la muerte de J. B. estaban fatalmente relacionadas, pero no me convenía que el resto del instituto atase cabos.

Una vez en el abarrotado vestíbulo, me apresuré a ir en busca de Mike.

—Gracias a Dios —dije, rodeándolo con mis brazos—. ¿Qué te ha dicho Tracy? —solté de sopetón.

Vaya. No era lo primero que tenía intención de decir.

—Me refiero a… ¿cómo estás?

Mike me miró de una manera extraña.

—¿Es que no has recibido mis mensajes? —preguntó—. Tenemos que hablar.

Mierda. Cerré los ojos. Desde aquel segundo sms de mi padre, había borrado automáticamente todos los mensajes, sin mirar.

—Lo siento —me disculpé mientras apretaba la mejilla contra su torso—. Mi móvil está… hace cosas raras. Yo no…

Dejé de balbucear cuando Mike me colocó una mano en el hombro.

—Nat —dijo. Entonces, me di cuenta de que estaba temblando.

Mike podía hacer más flexiones seguidas que cualquier otro chico del instituto. Había batido tres récords de fútbol americano en torneos estatales para equipos juveniles. Ni una sola vez, en tantos años, le había visto inmutarse con las películas de terror. Aunque mi vida dependiera de ello, habría jurado que Mike King no sabía temblar. Pero ahora su traje azul marino se estremecía, y dejé la cabeza allí apoyada, como si de esa manera pudiera yo absorber el pánico que le atacaba. Me incorporé y traté de sonreír a sus ojos castaños. Luego, cubrí sus manos anchas, fuertes, con las mías y las sujeté junto a mi corazón.

—Cielo —dije—. Mírame. Abrázame. Escúchame. Ni siquiera sabemos si tenemos la culpa de lo que ha pasado.

Mike tragó saliva y negó con la cabeza. Le sujeté la barbilla con dos dedos y susurré:

—Nos toca mantener el tipo, al menos hasta que nos lleguen más noticias. Ya sé que tenemos un montón de asuntos de los que preocuparnos en este momento. Una vez que ganemos las elecciones, debemos concentrarnos en el discurso de coronación. Hay que dar las gracias al alumnado y…

—¿Coronación? ¿Estás de broma? Ese discurso es la última de nuestras preocupaciones —espetó Mike con dientes apretados—. Nat, tengo miedo.

—El discurso de coronación no es la última de nuestras preocupaciones —repliqué con la poca calma de la que era capaz—. ¿No te das cuenta? Ahora importa más que nunca que mantengamos la apariencia de que todo va bien.

Mike lanzó una mirada al pasillo.

—No deberíamos hablar aquí.

Noté que fijaba la vista en el armario del conserje, a nuestra espalda, y vi el rápido gesto de asentimiento que solía hacer cuando tomaba una decisión sobre la marcha. Abrió la puerta y me metió dentro.

Pero… cuando teníamos que hablar, siempre nos íbamos a las gradas, o a nuestra catarata secreta en La Ensenada. No nos metíamos a hurtadillas en armarios de conserjes con luces parpadeantes que decían: «salida» y cubos de basura vacíos. Nada encajaba.

—¿Qué pasó mientras yo estaba en el coche? —me interrogó Mike al tiempo que cerraba la puerta.

—Nada…

—¡Nat! —interrumpió.

—Puede que lo atara al árbol, con un nudo flojo.

Mike apretó la frente a la pared, apartándose de mí.

—¿Le diste algo? ¿Drogas?

—Claro que no —repliqué—. ¿Por quién me tomas? —empezaba a ponerme a la defensiva—. De hecho, le quité unas pastillas que llevaba. Debería darme las gracias porque, cuando la policía lo encontró, estaba limpio.

Mike se giró a la velocidad del rayo.

—¿Qué cogiste?

—No lo sé —me encogí de hombros—. Lo que llevaba encima. Lo metí en el bolsillo de tu chaqueta. Hacía frío. Se me había olvidado. Me refiero a que tengo tu chaqueta aquí mis…

Antes de que pudiera terminar de abrir la cremallera de mi bolsa de lona, Mike había cogido su chaqueta de un tirón y hurgaba en los bolsillos. Cuando sacó el bote naranja, me miró con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué pasa? —pregunté, como si haciéndome la tonta pudiera enmendar mi error.

Mike se colocó en cuclillas bajo la luz roja parpadeante para examinar la etiqueta.

—«Trileptal —leyó con lentitud—. Indicaciones: tratamiento y prevención de las crisis epilépticas. Dosis diaria: una pastilla cada seis horas —frunció los ojos para leer la letra pequeña—. En caso de olvido de una toma, solicite atención médica».

—Creí que eran pastillas de fiesta —tartamudeé—. Creí que no las echaría de menos.

Mike me lanzó una mirada furiosa mientras, a empujones, metía la chaqueta en su bolsa de deportes. Luego, me plantó el bote de pastillas en la palma de mi temblorosa mano, cubierta de sudor.

Con la voz más baja que le había oído utilizar, me dijo:

—Piérdelas.