Nada en su vida le sentó tan bien como perderla
En sueños, estoy esperando. Con mi corona y mi vestido crudo hasta los pies, escotado por detrás. Estoy de pie en el umbral del club de golf Scot’s Glen, aguardando a que los cascos de caballo doblen la esquina y me lleven a reunirme con mi príncipe.
El momento llega tan deprisa, con tanta facilidad, que apenas me acuerdo del anuncio de nuestra victoria. Pero no me importa. Será en la carroza donde todo comience.
Cuando por fin el carruaje aparece alrededor de la esquina, es incluso más imponente de lo que imaginaba. La carroza es opulenta, con la forma de un gigantesco huevo de Pascua plateado, y está decorada con rosas blancas y lazadas de luces centelleantes. Hasta el conductor va vestido con un traje de montar blanco y, cuando se baja del pescante, me hace una reverencia y abre la puerta.
Para mi sorpresa, echo a correr en su dirección. Y, en el sueño, mis tacones de aguja blancos no se clavan en la hierba del campo de golf. Mis damas de honor no muestran desdén alguno por mi despliegue público de emoción. Corro en dirección a Mike, hacia la celebración de nuestro futuro. Este recorrido en carroza sentará las bases para todos los futuros elegidos para la Corte del Palmetto.
—Milady —el conductor me dedica una amplia sonrisa y me besa la mano, enfundada en un guante blanco.
—Gracias —esbozo una sonrisa recatada, afirmo con la cabeza y permito que me ayude a subir al carruaje para tomar asiento.
¡Puf!
Una ráfaga de humo me impide ver el interior del vehículo. Luego, escucho una voz:
—Cambio de planes, princesa.
Atacada por la tos, agito una mano entre la niebla y, cuando el ambiente se despeja, me quedo boquiabierta. Justin Balmer está sentado junto a mí, en el lugar que le corresponde a Mike.
Hasta el momento, el sueño había sido maravilloso. Da la impresión de que el esmoquin negro de Justin y su pajarita verde esmeralda ocupan por completo el espacio de la carroza, provocando que me falte aire, y se diría que J. B. ha aumentado de tamaño.
Cuando me sonríe, sus ojos verdes taladran los míos.
—¿No te dejé en la iglesia? —pregunto, aferrándome al asiento.
—Ah, allí me volverás a encontrar —J. B. esboza una sonrisa enigmática—. Pero tanta atadura era un aburrimiento y, además, quería darte un consejo.
Niego con la cabeza.
—Última hora: nosotros ganamos; tú perdiste. Prueba a ofrecer tus sabias palabras a alguien más patético que tú, si es que puedes encontrarlo.
—No —replica él—. El mensaje es para ti.
Su tono de voz me hace subir la vista para mirarle. Tiene los labios fruncidos, pero sus ojos se notan desenfadados, casi risueños. De una manera extraña, parecen ser lo único vivo de su rostro. Resultan hipnotizantes y familiares a la vez.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto.
—Sonreír —responde—. Con los ojos, ¿te acuerdas?
Aún en sueños, mi mente se traslada al pasado. Algo en su rostro despierta en mí un recuerdo temprano: J. B. colocando en fila a todas las chicas de tercero de secundaria, antes de nuestro primer baile. Hacía gestos afeminados mientras trataba de enseñarnos a abrir los ojos de par en par seductoramente al tiempo que manteníamos la boca cerrada, siguiendo las normas de la buena educación. A medida que se iba trasladando a lo largo de la fila, las chicas se reían sin parar. Yo sudaba bajo mi vestido de algodón de cuello alto. Justin se detuvo delante de mí y, entonces, fue él quien se quedó paralizado. «Me suenas. ¿Nos conocemos?».
—Aún tienes que aprender a hacerlo —dice J. B., sosteniendo mi mirada. Sus ojos verdes derrochan fuerza, aunque empalidece y sus labios se vuelven de un tono azulado.
—No puedes estar aquí —digo yo, por fin, apartando a un lado la cortina blanca de la ventanilla de la carroza. Empiezo a sentir claustrofobia—. Tienes que marcharte. Mike se va a presentar de un momento a otro.
J. B. sacude la cabeza y, de pronto, se muestra agotado. Y luego noto otra bocanada de aire —esta vez, gélido— cuando Justin aparta la mirada. Siento un escalofrío y se me pone la carne de gallina.
—Ya te lo he dicho —me susurra—, ha habido un cambio de planes.
Acto seguido, se recuesta en su asiento y, poco a poco, cierra los ojos.
—¡Natalie Carolina Hargrove!
Abrí los ojos de golpe al oír los gritos de mi madre que, a la mañana siguiente, llegaban desde la cocina. Zarandeé la cabeza para quitarme el sueño de la mente, más bien para desterrarlo; pero me alarmé al comprobar que seguía con la carne de gallina. Me cubrí la cabeza con el edredón y volví a enterrar la cara en la almohada justo cuando mamá anunció a gritos:
—¡Han llegado los Duke! Baja a desayunar con tu futura familia.
Venga ya. ¿Mi futura familia? Eso era muy fuerte, aun viniendo de mamá. Quizá estuviera empeñada en continuar con aquel desafortunado noviazgo, pero de ninguna manera estaba yo dispuesta a considerar a Richard Duke, o a su regordeta hija Darla, como parientes.
—¡No tengo hambre! —respondí también a gritos. Ya que iba a tener que acudir a la iglesia con los Duke y someterme al escrutinio de los implicados en la Corte del Palmetto, existía un límite en la cantidad de tiempo que, en mi sano juicio, podía acceder a pasar con ellos. Sabía que desayunar con la última aventura financiera de mi madre me llevaría a la bancarrota mental, y aquella mañana necesitaba encontrarme en plena forma cuando llegásemos a la iglesia.
—No me vale la excusa —replicó mamá. Había abierto una rendija en la puerta de mi habitación y asomaba su cabeza castaña peinada con rulos—. ¿No puedes hacer un esfuerzo? —preguntó—. ¿Por tu madre? —dobló hacia abajo el labio inferior, un exagerado mohín que resultaba aún más lamentable por la barra de labios color malva mate.
—Creí que dijiste que iríamos a la iglesia —comenté, fijándome en el atuendo de mi madre. Se había recogido sus rizos teñidos con mechas en lo alto de la cabeza, formando un moño estilo años sesenta que daba a entender su dominio del cardado con laca, estilo predilecto entre su círculo de amigas aficionadas al vino blanco. Sus ojos azules estaban bordeados por una sombra plateada que se extendía hasta conseguir una favorecedora si bien llamativa— forma de ojos de gato. Y su vestido a lunares rojos y blancos le marcaba las curvas hasta tal punto que percibí esa respiración tan característica (bocanadas de aliento breves y rápidas, como en los antiguos tiempos del corsé), aunque ella creía que nadie la notaba. Estaba espléndida… para una actuación de vodevil. Pero mi pobre y encantadora madre, trasplantada de una caravana, se encontraba a mundos de distancia de lo que se consideraba oportuno en los bancos de la iglesia del distrito de Palmetto.
—Pues claro que iremos a la iglesia, cariño —repuso mamá con su acento sureño, evidentemente sin captar la situación—. En cuanto te sacudas la resaca con un estupendo y saludable desayuno con los Duke.
Solté un gruñido. Como aún no me había levantado, no estaba segura de hasta qué punto me iba a resentir de la resaca, y no quería que mi madre fuera testigo de mi temida salida de la cama. La noche anterior, una vez que hubimos dejado a Justin con su particular representación de una escena navideña, Mike y yo nos pasamos por la tienda de licores y compramos una botella de champán para el camino de vuelta a casa. La imagen de J. B. despertándose, con su boa alrededor del cuello, era digna de un brindis. Pero ahora, con mamá rondando por mi cuarto, tuve la impresión de que estaba a punto de pagar un alto precio por acabar la noche con un espumoso de pésima calidad.
Me acerqué con paso inestable hasta el espejo, para calibrar los daños.
Horror. Mi pelo conservaba el lejano recuerdo de los tirabuzones de la noche anterior, ahora aplastados y enmarañados alrededor de la cabeza. El pegamento de las pestañas postizas me había dejado pegotes pringosos en los párpados, y mis labios se veían inflamados y resecos.
—Bueno, por cómo hueles, anoche debiste de pasártelo en grande —dijo mamá, mientras en plan de broma se tapaba la nariz con aire remilgado. Soltó un suspiro—. Me imagino que aprendiste algo bueno de tu madre.
Mamá había sido reina de la belleza de Cawdor County y también una alumna que abandonó los estudios. Cuando por fin tuvo el valor de dejar su empleo de camarera, empezó a trabajar a tiempo parcial en la morgue de Charleston, donde maquillaba a los cadáveres cuyas familias estaban demasiado abatidas como para resistirse. Pero, en las últimas semanas, su hombre del mes le había llenado la cabeza con la idea de ampliar su oficio al mundo de los vivos, y ella había llegado incluso a repartir tarjetas de visita con su nombre de soltera y un eslogan un tanto ambiguo: «Dotty Perch: nada te sentará tan bien».
Ni que decir tiene, la pequeña iniciativa empresarial por parte de mi madre aún estaba por despegar, pero después de diecisiete años de ser la única destinataria de sus consejos sobre cómo «emperifollarte-como-Dios-manda-para-conseguir-al-hombre-que-quieres», apoyaba por completo su búsqueda de una clientela más receptiva.
La vida con mi madre —la clase de madre sin pareja que nunca pasa mucho tiempo sin un novio— supone un constante cambio en nuestra relación: a veces adopta el papel de progenitora y otras, de íntima amiga. Cuando me dieron mi primer beso —a los doce años, en un rincón de la tienda de artículos de pesca y, sí, al lado de los gusanos—, mamá quiso enterarse de más detalles picantes que cualquiera de mis amigas del colegio.
Por desgracia, asumió que su interés en mi vida sexual era mutuo. Hubo un tiempo en el que invariablemente se metía en mi cama cuando la dejaban en casa a la mañana siguiente a una cita. Se acurrucaba junto a mí y se quedaba dormida mientras comentaba lo mucho que se alegraba de que fuéramos tan buenas amigas. Aun cuando le alisaba la sombra de ojos que se le había incrustado en el párpado, formando una pringosa arruga, nunca fui capaz de gruñir lo bastante alto como para despertarla.
De modo que, por descontado, cuando mi madre se ponía en plan progenitora estricta y trataba, por ejemplo, de obligarme a bajar a desayunar, me costaba tomarla en serio. A veces lamentaba que ella no siguiera mi filosofía a la hora de relacionarme con Binky, es decir, escoger el extremo de la línea en el que quieres estar y no moverte de ahí.
Ahora, mamá cogió un cepillo de mi neceser y lo pasó por el nido de ratas que tenía yo en lo alto de la cabeza.
—¿Te cardo el pelo y te pongo un poco de laca, cariño? A mí, el olor de la laca me quita la resaca de un plumazo.
—No, gracias, mamá. Voy a darme una ducha.
—De acuerdo, tesoro mío —me plantó un beso en la frente—. Pero no te olvides…
—Desayuno familiar, ya lo sé —concluí yo.
Mamá me dedicó su doble parpadeo, que indicaba alivio, y se encaminó a la puerta.
—Antes de que te vayas —dije yo mientras iba pasando las perchas en mi armario—. Creo que tengo una chaqueta que te va perfectamente con el vestido —saqué la chaqueta blanca de punto que me había puesto el día de la cena con los King y se la coloqué sobre los hombros—. Perfecta para la iglesia —declaré.
Media hora más tarde, bajé las escaleras a paso lento vestida con mi propio atuendo para la iglesia. Aún notaba la resaca, y seguía de mal humor por tener que desayunar con los Duke; pero al menos sabía que, al contrario que mamá, iba vestida como se esperaba de la flor y nata de los devotos de Charleston. Aquel día había elegido un vestido camisero azul marino, zapatos bajos de punta abierta, pendientes de perlas (obviamente) y medias de dibujo. Hice una nota mental para recordar a mamá que también se pusiera medias, aunque sabía que se resistiría, porque a Richard le gustaban las piernas de mi madre «sin trabas».
Richard Duke. Más conocido en Charleston como el acaudalado propietario de Duke of Jessamines, la célebre floristería. Menos conocido como Dick el Libidinoso, tal como Mike y yo lo llamábamos a sus espaldas… y a veces, por lo bajo, cuando estaba presente.
Me llegó la intensa fragancia de los lirios que siempre le llevaba a mi madre (no resulta tan caballeroso cuando te salen gratis, ¿eh, Dick?). Me llegó la monótona melodía de la colección de jazz que siempre insistía en reproducir en el equipo de música.
—Dotty —le decía a mi madre—, con este pudin de queso te has superado. ¿Puedo repetir por tercera vez?
Vi que mamá sonreía, exultante, cuando entré en la cocina.
—¿Sabes? Al padre de Natalie no le gustaba —respondió. Su mirada se encontró con la mía—. Que en paz descanse.
Al oír la frase, empalidecí y me vino a la cabeza el inoportuno mensaje de mi padre, al que aún no había respondido. Aunque mamá siempre decía lo mismo cuando mencionaba a mi pobre y difunto progenitor, aquella vez la expresión tomó el tinte de un presagio. La miré, frunciendo los ojos. ¿Sabría que papá había salido de la cárcel? ¿También se habría puesto en contacto con ella?
Pero, por la expresión inocente de su rostro mientras observaba cómo Dick se zampaba lo poco que quedaba del pudin de queso, supe que mamá no tenía ni idea del nuevo giro en los acontecimientos. Era casi como si se hubiera convencido a sí misma de que su marido, en efecto, había perdido la vida en un accidente de navegación.
—Ah, hola, Nat.
Dick el Libidinoso se acercó para darme un beso. La humedad, una vez más, provocaba que se ahuecaran los mechones con los que se cubría la calva, y tenía restos de pudin de queso en el bigote al estilo Dalí. Pero yo sabía que mamá se pondría hecha una furia si me apartaba con un respingo de los labios de su novio.
—Miraos, chicas —dijo Dick el Libidinoso, agitando la mano entre su hija Darla y yo—. Dos de las damas más elegantes y prometedoras de Charleston, bajo el mismo techo —rodeó con un brazo los hombros de mamá—. ¿Cómo habremos tenido tanta suerte?
Darla se había arreglado para ir a la iglesia con un sencillo vestido recto amarillo cuyo cuello redondo le ocultaba su pronunciado escote. Si le añadíamos el encrespado pelo castaño y los lóbulos caídos que había heredado de su padre, el sueño de Doble D de acceder al núcleo más exclusivo de las bambis del instituto tenía tantas posibilidades de éxito como los desesperados intentos por parte de mi madre de conseguir el estatus necesario para el tercer banco en la iglesia. Al menos, mamá tenía las agallas de lanzarse a por lo que quería, pero en lo tocante a la influencia que Darla ejercía, el término inexistente se quedaba corto.
—Anoche te fuiste pronto de la fiesta de Rex, ¿verdad? —comentó mientras sorbía su zumo de naranja con una pajita—. Te vi aplaudiendo a J. B. junto al barril de cerveza, pero luego no te encontré.
¿Quién se iba a fijar en que Darla estaba en la fiesta de la noche anterior? Eché un vistazo a mamá, que asentía de modo alentador y, con los ojos, prácticamente me suplicaba que tomara a Darla bajo mi protección.
—Estaba cansada —expliqué—. La noche antes de ir a la iglesia me gusta dormir mis horas para estar bien al día siguiente.
—Hablando del tema —intervino mamá con voz cantarina mientras levantaba en el aire un dedo con la uña pintada de rojo—, ese tercer banco se va a llenar de un momento a otro. ¿Habéis terminado de desayunar?
Agarré un plátano para el camino y lancé a mi madre un último par de medias; acto seguido, los cuatro salimos por la puerta.
—Lo siento, señoras, en mi Porsche solo caben dos —dijo Dick el Libidinoso entre risas, como si su comentario ocultara un hilarante juego de palabras—. Confío que no os importe que vayamos a la iglesia en la furgoneta de la floristería.
Contemplé la furgoneta blanca de grandes dimensiones con el logotipo de Duke of Jessamines (una caricatura de la cara de Richard rodeada por flores en forma de trompeta en plan dibujos animados) pegado en la puerta corredera de atrás. «Dios mío, perdona a mi madre por hacerme esto la semana anterior a las elecciones para la Corte del Palmetto».
Empecé a preguntarme si tal vez me merecía semejante jugada del destino. Al fin y al cabo, había condenado a J. B. a realizar un desagradable y deshonroso recorrido hasta su casa aquella mañana. ¿Estaba escrito en el cosmos que yo tuviera que bajarme en público de la furgoneta de una floristería?
Si mi reputación en el Palmetto no fuera ya tan digna de confianza como el protector labial en el mes de diciembre, me habría puesto nerviosa. Pero cuando Dick arrancó y abandonamos el camino de entrada a la casa, me recordé que mi coronación como princesa estaba al caer, y aquel patético trayecto no era más que un ejemplo de… ¿Cómo era? Lo que no te mata te hace más fuerte.
—¡Santo Dios! —mamá ahogó un grito desde el asiento delantero cuando nos quedaba una manzana para llegar—. Por todos los santos, ¿qué pasa en la iglesia?
Por primera vez desde la noche anterior, la posibilidad de que J. B. aún siguiera allí me cruzó por la mente. Había supuesto que quienquiera que lo hubiera encontrado lo habría desatado, lo habría rescatado —a él, no a su reputación— y Justin habría salido corriendo hacia casa, avergonzado.
Ahora, a medida que girábamos en dirección al aparcamiento, recé para que la broma de la noche anterior hubiera acabado bien. Y por si, en el peor de los casos, J. B. seguía allí, crucé los dedos para que hubiera estado tan inconsciente que no recordara cómo había llegado a la iglesia.
Un momento…
¿Qué eran esas luces azules parpadeantes?
¿Qué hacía la policía en la iglesia, cuando a esa hora tocaba un desayuno a base de donuts?
¿Y por qué habían llamado a una ambulancia?
El corazón prácticamente me dio un brinco hasta el asiento delantero cuando Dick frenó de golpe. Abrí de un tirón la enorme puerta corredera de la furgoneta y me bajé de un salto. Mamá, Dick y Darla me seguían a corta distancia, y no paré de correr hasta llegar a la muchedumbre que rodeaba la palmera donde la noche anterior yo había dejado a J. B. El cuerpo entero se me entumeció.
—¿Qué ha pasado? —pregunté a la agitada multitud—. ¿Qué pasa?
Steph Merritt se dio la vuelta y colocó una temblorosa mano sobre mi hombro.
—Es J. B. —Explicó entre sollozos, arrugando la nariz. Me mordí el labio, recordando que, según los rumores, aquel semestre la habían visto en el asiento trasero del Chevrolet Camaro de J. B. unas cuantas veces. Yo nunca había sentido mucho respeto por Steph ni por sus raíces oscuras.
—¿Qué pasa con J. B.? —insistí.
—Está muerto.
Mi cerebro registró que me llevé las manos a las mejillas, pero mi cuerpo no podía sentir nada. El mundo se volvió silencioso, excepto por el sonido acelerado que parecía provenir del interior de mi cabeza. Justin no podía estar…
—Nunca iba a ningún sitio sin sus pastillas —explicó Steph gimoteando, y se sonó la nariz con un pañuelo bordado.
¿Y qué importaba que J. B. llevara las pastillas encima? Solo las tomaba para colocarse, eran pastillas de fiesta. Y estaban en el bolsillo de la chaqueta de Mike. Me acordé de la ráfaga de aire frío de mi sueño, y me estremecí.
Mamá se acercó a mis espaldas y se puso de puntillas.
—Ayyyyyy, J. B., pobrecito mío, ¿qué te ha pasado? —gimió.
La cogí de la mano y le di un apretón, tratando de que se callara. «No montes un espectáculo, mamá, no montes un espectáculo. Ya sé que eres de las que se dejaban engañar por sus zalamerías, pero ahora no es el momento».
Antes de que los lamentos de mi madre pudieran sofocar por completo los sonidos del gentío, el personal sanitario sacó de la ambulancia una camilla vacía. Había algo espantoso en la idea de que lo fueran a trasladar en camilla. Cerré los ojos y los apreté, intentando no reproducir en mi mente las peores escenas de la noche anterior. No entendía qué estaba pasando. Justin. Justin no podía estar muerto. Tenía que ser un malentendido, nada más.
Un grito ahogado recorrió la multitud y abrí los ojos. El cuerpo inerte de J. B. pegaba botes conforme la camilla avanzaba.
Su piel tenía el color de un hematoma antiguo, apagado y amarillento, y el pelo enmarañado se le pegaba a la frente. Seguía vestido con la minifalda de cuero y las medias de rejilla, y aún le colgaba del pie aquel único zapato de tacón.
Bajé la vista a mis manos. Yo había sujetado aquel tobillo la noche anterior y, ahora, apenas me notaba los dedos. Apenas sentía nada, en absoluto.
Segundos antes de que el personal sanitario introdujera a J. B. en la ambulancia, me fijé en la señora Balmer. Encorvada sobre su hijo, le acariciaba las mejillas. Le apartó la boa de plumas rosa fucsia de alrededor del cuello sin vida y, con manos temblorosas, la guardó en su bolso. Entonces, rompió a llorar con elaborados sollozos hasta que, por fin, la apartaron del cadáver.
No había caído en la cuenta de que estaba conteniendo el aliento y, de pronto, pensé que me iba a desmayar. Estaba mirando a mi alrededor en busca de aire fresco y un lugar donde sentarme cuando mi móvil sonó dentro de mi bolsa. ¿A quién se le ocurría mandar mensajes en un momento así?
Muñequita, no me des de lado. Sé un poco más flexible con tu padre y llámame, ¿vale? Te echo de menos, pequeña.
La cabeza me empezó a dar vueltas. De ninguna manera podía enfrentarme a mi padre en semejantes circunstancias. Pulsé el botón «Borrar». Borrar. Borrar. Borrar. Se podría decir que saqué el mensaje del teléfono a golpes. A partir de ese momento, siempre haría lo mismo con los sms. Al menos, hasta que me enterara de que mi padre había vuelto a huir de la ciudad. Al menos, hasta que la terrible catástrofe se hubiera… ¿calmado? De todas formas, ¿qué había ocurrido? No entendía nada. Era incapaz de averiguarlo. Me costaba respirar.
A mi espalda, escuché que alguien decía:
—Así concluye la competición por el trono del Palmetto.
La potente voz de Rex Freeman sonaba triste cuando dijo:
—Por lo que se ve, ahora lo tienes más fácil para ser príncipe, ¿eh, King?
«Mike». ¿Dónde estaba? Lo necesitaba. Me necesitaba. Perdí el equilibrio. Mis ojos recorrieron la multitud a toda velocidad para encontrar a mi amor, mi amor, mi amor…
Allí. Vi a Mike de pie, impasible, al otro lado del círculo, con el traje que siempre llevaba puesto a la iglesia. Estaba flanqueado por sus padres y acariciaba la mano de Diana.
Pero me miraba fijamente.
Salí corriendo en su dirección a través del gentío; me sentía viva otra vez, notaba cómo la sangre regresaba a mi cuerpo. El corazón me latía con tal fuerza que pensé que las costillas se me iban a quebrar. Necesitaba llegar hasta él. Mike sabría qué hacer.
A medida que me acercaba, negó con la cabeza y entornó los ojos. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando le vi mover los labios: «Nat, ¿qué has hecho?».