Grandes dificultades
—¡Uf! Es un peso muerto —me quejé a Mike minutos después, cuando acarreábamos el cuerpo inerte de J. B. hasta el camino de acceso—. ¿Por qué habremos aparcado tan lejos?
—Porque no habíamos contado con que las cosas acabaran así —repuso Mike, con aspecto despreocupado, como si la parte de la carga que le correspondía fuera tan ligera como una boa de plumas.
Sujetaba a J. B. por las axilas, mientras que yo lo agarraba por las piernas. Me tropezaba por culpa del peso, aunque ello no me impedía disfrutar de una perspectiva privilegiada de la verdosa cara de nuestro paciente.
Mike pulsó el botón de apertura de su Chevrolet Tahoe. Por suerte, aquella noche habíamos cogido su coche en vez del pequeño Mazda Miata de ocasión que el nuevo novio de mi madre le había regalado a modo de soborno.
—Venga, metámoslo adentro —indicó Mike.
Tumbamos a Justin en el asiento trasero, y Mike bajó las ventanillas para que entrara el aire fresco de la noche.
—Creo que tengo una botella de agua en mi bolsa de deportes, en algún sitio —comentó, y se encaminó al maletero para rebuscar entre sus cosas.
Al quedarme más o menos a solas con J. B. por unos instantes, bajé la vista a su rostro. A la mañana siguiente se iba a sentir fatal, pero por el momento tenía un aspecto de lo más pacífico. A pesar del maquillaje, se distinguía su cutis claro y las pecas que le otorgaban aquel engañoso encanto infantil.
El carmín rojo de sus labios había dado paso a una mancha color castaño que le teñía las comisuras de la boca, sus pestañas estaban apelotonadas por un exceso de rímel y había purpurina, en fin, por todas partes. Sin darme cuenta, le pasé la mano por la frente para alisar un pegote de purpurina procedente de las cejas. Le aparté un rizo de pelo rubio de los ojos.
Los abrió.
—Nat —susurró—. ¿Eres tú?
—¡La he encontrado! —anunció Mike con un grito desde el maletero. Dio la vuelta al coche y mostró una botella de plástico reutilizable con el emblema del instituto Palmetto en blanco—. Toma —le dijo a J. B.—. Bebe.
—No puedo beber nada más —gruñó J. B.—. Voy a vomitar.
—Pues no sería la primera vez de la noche —añadí mientras confiaba en desterrar de mi mente el inquietante momento de intimidad que J. B. y yo acabábamos de compartir.
—¿Dónde estamos? —preguntó J. B. Parecía completamente perdido.
—Te hemos sacado de la fiesta —explicó Mike.
J. B. asintió, dio un torpe trago de agua y volvió a desmayarse sobre el asiento.
Mike chasqueó la lengua y cerró la puerta del coche. Luego, me apoyó sobre la carrocería, me acarició el pelo y estrechó su cuerpo contra el mío. Noté cómo me envolvía aquella calidez tan familiar, pero a la vez estaba pensando qué aspecto daríamos a través de la ventanilla si J. B. recobraba el conocimiento: mi cabello oscuro extendido por el cristal, mis brazos inmovilizados por encima de mi cabeza, los anchos hombros de Mike cubriendo los míos.
Mike me besó y, luego, me miró a los ojos.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A dar una vuelta, nada más.
Mike arrancó el motor y al momento estábamos abandonando el amplio camino circular que daba acceso a la casa de Rex, dejando atrás una hilera interminable de coches deportivos y todoterrenos tuneados, propiedad de nuestros compañeros de instituto.
—¿No te parece raro que esta sea nuestra última fiesta de Mardi Gras? —observé, mientras me venía a la mente la juerga que aún se celebraba en la piscina. Por lo general, no solía irme de una fiesta hasta que… bueno, hasta estar convencida de que no me iba a perder nada interesante que pudiera ser fuente de cotilleos en el instituto, a la semana siguiente.
—¿A qué te refieres con lo de la última fiesta de Mardi Gras? —preguntó Mike—. ¿Y la del año que viene? ¿Y la del siguiente? Dicen que hay gente que celebra el carnaval todos los años de su vida.
—Ya sabes lo que quiero decir —repliqué mientras me desconchaba un fragmento de mi esmalte de uñas rosa pálido. Un tic nervioso. Cuando me hacía la manicura, nunca me duraba más de un día—. Es nuestro último Mardi Gras del instituto Palmetto. Nuestro último Mardi Gras invitados por Rex Freeman. El año que viene, quién sabe dónde estará cada cual. Puede que las cosas hayan cambiado por completo —pasé los dedos por la nuca de Mike—. ¿No tienes a veces la sensación de que este año es como una constante última vez?
Mike me dio un apretón en el muslo.
—Si Rex te oyera hablar así, celebraría otra fiesta de carnaval mañana mismo. Confía en mí, segundo de bachillerato en el Palmetto no significa el final —miró por el espejo retrovisor—. ¿No es verdad, Balmer? ¿Cómo te va ahí detrás?
—Estoy mal —gruñó J. B.—. Muy mal.
—Ni se te ocurra vomitar aquí dentro, Balmer —amenacé, girándome hacia atrás—. A ver —le dije a Mike—. Para aquí y aparca el coche.
—¿En la iglesia? —preguntó Mike un tanto tenso. Pobrecillo, ya le ponía bastante nervioso tener que acudir una vez por semana.
—¿Por qué no? —me encogí de hombros—. No creo que al pastor se le ocurra montar un control de alcoholemia a la una de la madrugada.
—Mamá, hoy no voy a la iglesia —gimió Justin desde el asiento trasero. Se le había ido la olla.
—¿Ha dicho lo que creo que ha dicho? —preguntó Mike.
Me empecé a partir de risa. Traté de imaginarme el tono de voz que pondría la madre de J. B. cuando le pillara haciendo algo que fuera en contra de sus normas, curiosamente indulgentes. Durante la mayor parte de la semana, la señora Balmer debía de estar demasiado concentrada en aumentar los ahorros de su hucha, destinados a una operación de cirugía estética en el pecho, como para pararse a pensar en lo que hacían sus hijos; pero arrastraba a los chicos a la iglesia todos los domingos sin excepción. No había nada de peor gusto que el que la gente te viera sentada en el banco sin la compañía de tus preciosos retoños.
—Bueno, Justin, tesoro —dije, imitando el marcado y empalagoso acento sureño de su madre—. Me parece que tienes algunos pecados que habrá que expiar. ¿Qué mejor lugar que la casa de Dios?
—Nat —advirtió Mike.
—Solo le estoy tomando el pelo —repuse entre risas—. Hazme caso, mañana no se acordará de nada.
Mike se detuvo cerca de la capilla y apagó el motor. Nos bajamos y abrimos la puerta del asiento trasero.
—¡Arriba! —dijo Mike. Levantamos a J. B. y lo acarreamos hasta el césped.
—Vamos a colocarlo donde montan el nacimiento, en Navidad —sugerí—. Estará igualito que el Niño Jesús.
—No —lloriqueó J. B., aún desvariando—. Mamá, no puedo ir a la iglesia así vestido. Parezco la abuela, pero con resaca.
Para entonces, Mike se reía con tantas ganas que apenas conseguía transportar su parte de la carga; pero cuando agarré a J. B. por los tobillos, cubiertos con medias de rejilla, se me ocurrió una idea total y absolutamente genial.
Justin se encontraba en un estado semiinconsciente, y aún le consumía la idea de que su reputación se pusiera en entredicho por culpa de su impresentable disfraz.
A ver, ¿quién tenía la culpa?
Me quedé contemplando el carmín de labios, y la boa de plumas, y el solitario zapato de tacón que no se le había caído. Y, de pronto, los vi bajo una luz nueva. La luz del día. Los domingos por la mañana, en el Cinturón de la Biblia[1] amanecía muy temprano. Y todo el mundo que era alguien asistía a la iglesia —entre otros, los miembros de la mesa electoral para la Corte del Palmetto—. Además, Tracy había comentado que algunos de los jueces se estaban cuestionando la candidatura a príncipe de J. B. Y Baxter había dicho que J. B. se merecía que se rieran de él por presentarse a la fiesta vestido de mujer.
—Mike —dije despacio, en voz baja—, ¿no crees que sería divertido dejarlo aquí, solo?
—Mmm, no mucho —repuso Mike, que ya no se reía.
—Piénsalo —me dejé caer en el suelo, a su lado, y empecé a pasarle los dedos por el pelo—. Justin Balmer, tan joven, tan perfecto, descubierto en plan travesti…
Mike no parecía convencido.
—Venga ya —insistí con voz melosa—. Hace mucho que no ponemos en práctica alguna de nuestras bromas. De todas formas, lo más seguro es que se despierte cuando el pastor llegue a la iglesia a primera hora de la mañana. Tendrá que hacer autostop para volver a casa vestido de ese modo, nada más.
—Pero… —Mike empezó a protestar mientras yo le iba besando a lo largo de la mandíbula—. Bueno, la verdad es que vive muy lejos de aquí, en la zona Oeste del distrito de Palmetto —comentó.
—Exacto —repuse yo, notando que mi plan cobraba fuerza por momentos—. ¿En serio quieres conducir tanta distancia con lo que has bebido?
Mike se encogió de hombros y me dedicó un pequeño gesto con los labios a modo de sonrisa. Lo había convencido. Estaba segura.
—Me figuro que sí, sería gracioso. Siempre que le dejemos el agua y confirmemos que tiene nuestros números en su móvil.
—De acuerdo —acepté—. No queremos llevar la broma demasiado lejos —volví la vista para asegurarme de que J. B. seguía inconsciente. Comprobado.
De vuelta en el coche, agarré la botella de agua y alcancé mi bolso para sacar el pintalabios. El color no resultaba tan llamativo como el que J. B. había utilizado para la fiesta, pero pensé que debía retocarle la cara antes de que lo dejáramos tirado.
El motor ronroneaba. Mike se giró desde el asiento del conductor.
—Nena, me estoy poniendo de los nervios —admitió—. Aquí solo, borracho, en la iglesia. Pone los pelos de punta. Date prisa, ¿vale? Voy a dar la vuelta al coche.
—No te preocupes —respondí, haciendo un gesto de asentimiento en plan novia comprensiva—. Vuelvo enseguida.
Estaba a punto de cerrar la puerta cuando otra cosa me llamó la atención. Era un rollo de la cuerda trenzada de color blanco que los King utilizaban para mantener sus barcos amarrados al muelle. Mmm, no veía por qué no podía utilizarse para amarrar otras cosas. Aunque Mike había aceptado mi plan porque pensaba que J. B. se despertaría y saldría huyendo antes del primer repique de campanas, tendría más gracia ponerle al chico algún obstáculo. Como todo el mundo sabía, reflexioné, «donde las dan, las toman», y ya era hora de que J. B. se quedase indefenso. Me metí la cuerda en el bolsillo y salí corriendo hacia el césped.
Seguía tumbado donde lo habíamos dejado, con la cabeza apoyada en la base de una palmera. Siempre me había parecido que el portal de Belén resultaba un tanto ridículo en aquel bosquecillo de palmeras importadas del sur de Florida. Y ahora me disponía a añadir otra excentricidad al recinto de la iglesia.
Volví la vista atrás para cerciorarme de que Mike había girado el coche. Las luces traseras brillaban a la vuelta de la esquina. Perfecto. Seguro que a Mike no le molaría ese rollo de las ataduras. Era gracioso: si J. B. estuviera consciente, sería exactamente la clase de tío que se prestaría a que lo ataran. Mientras le pasaba la cuerda alrededor de las muñecas —lo que me costaba bastante debido a los guantes—, abrió los ojos otra vez.
Una ligera sonrisa insolente se le extendió por el rostro.
—Pero ¿qué haces? —susurró.
Me incliné hacia delante y acerqué mis labios a los suyos.
—Nada bueno —respondí, y tensé el nudo alrededor de la base del árbol—. Ahora, sé un buen chico y vuélvete a dormir.
—Vale —inclinó la cabeza con signos de mareo y cerró los ojos de nuevo.
Ahogué una carcajada. Debía de ser la primera vez que J. B. me obedecía sin rechistar. Le apliqué otra capa de pintalabios. ¿Qué más necesitaba para completar su aspecto? ¿Otro collar de cuentas? ¿Un condón bien ajustado? Antes de pararme a pensarlo, me puse a hurgar en sus bolsillos en busca de algún objeto clave.
Bingo.
Envolví con los dedos un bote naranja de pastillas con prescripción médica, que saqué a tirones. Mmm… ¿Y si, estratégicamente, esparcía las pastillas secretas de J. B. sobre la hierba, alrededor de su cuerpo inconsciente? De acuerdo, tal vez aquello fuese llevar la broma demasiado lejos.
Sostuve en la mano el bote de píldoras y bajé la vista hacia la cara de J. B. Sus ojos cerrados se veían muy pacíficos. Pero él no se encontraba en paz, para nada; solo estaba tan inconsciente que a la mañana siguiente no se acordaría de nada.
Lo extraño era, comprendí, que yo quería que se acordara. Quería que sintiese la vergüenza de saber que yo estaba detrás de todo esto. Él habría empezado la pelea, sí; pero yo iba a reírme en último lugar. Introduje el bote en la chaqueta de esmoquin de Mike.
—Puede que esto te ayude a recobrar la memoria por la mañana —dije, al tiempo que le daba palmaditas en la cabeza—. Que duermas bien.