Capítulo V

Vida bajo un hechizo

—Bienvenidos a Bourbon Street —dijo Rex Freeman el sábado por la noche al tiempo que abría la puerta de la mansión de sus padres, en el distrito de Palmetto. Iba desnudo de cintura para arriba y sobre su característico pelo rojo rapado se había calado un gorro de bufón. Vestía vaqueros cortados por la rodilla y chancletas. Alrededor del cuello llevaba tal cantidad de collares de cuentas que no se le veía la piel del torso, del color del ante y plagada de pecas. La escena podría haber resultado llamativa, si bien yo sabía que, en su afán por contemplar los torsos de todas las chicas explosivas allí reunidas, Rex regalaría la mayoría de los collares antes de que acabara la noche.

Sonreía abiertamente a la oleada de bambis que nos separaban a Mike y a mí de la entrada a la fiesta.

—A ver, señoritas, podéis colgar los abrigos en el armario si me dejáis que antes os cuelgue estos collares en…

—Perdona, Rex —dije, tirando de la mano de Mike mientras dejábamos atrás el gentío de adolescentes que no paraban de reírse—, pero antes de que las cosas se salgan de madre en el vestíbulo, ¿te importa si nos abrimos camino y seguimos adelante?

Mike sacudió la cabeza y me dedicó una sonrisita.

—Lo siento, colega —dijo, chocando los puños con Rex mientras atravesaba el umbral—. Ya sabes que a Nat no le van mucho las bambis.

Pas de problem —Rex se encogió de hombros—. Más para mí.

Alargué el brazo hacia el cuello de Rex en busca de un collar elaborado con cuentas particularmente llamativas. Eran huecas, de plástico metalizado, y tenían la forma de pluma de pavo real.

—Mira esto —comenté—. Ay, fíjate, se iluminan. ¿Te importa si…?

Rex sonrió a Mike; las pecas de una de sus mejillas se apelotonaron de repente.

—¿Sabes? Casi todas las chicas harían cualquier cosa por conseguir este collar tan especial. No sé si es que me la he pillado ya, o si tienes una novia muy persuasiva.

—Aunque ambas circunstancias no son excluyentes —bromeó Mike.

Rex hizo un gesto para que nos acercáramos y señaló con la barbilla la pancarta que colgaba de lo alto: «Chupitos por delante, envites por detrás».

—No hagáis caso de los carteles —dijo—, aunque sí, en la parte de atrás se juega al póquer. Pero el mejor alcohol lo encontraréis arriba, en la biblioteca de mi padre —adquirió una expresión de seriedad—. Os lo digo en plan confidencial.

—La discreción es nuestro sello —respondí—. Gracias, Rex.

A medida que Mike y yo nos encaminábamos hacia el confidencial alijo de alcohol en la biblioteca, escuchamos a Rex, que se había girado de nuevo hacia las púberes ligeras de ropa que permanecían en el vestíbulo.

—Y ahora, preciosas, antes de permitiros la entrada a la fiesta —decía—, necesito una pequeña señal que demuestre vuestro eterno afecto hacia mi persona…

Mike sacudía la cabeza y se reía, pero cuando me fijé en nosotros dos, subiendo por la escalera curvada, hice que nos detuviéramos en seco.

—¿Qué pasa? —preguntó Mike.

Señalé hacia nuestro reflejo en el gigantesco espejo de marco dorado que ocupaba la mayor parte de la pared. Habíamos salido de mi casa en dirección a la fiesta con tal precipitación (para esquivar la oscilante cámara de fotos de mi madre) que era la primera vez que tenía una visión de cuerpo entero de nuestros disfraces.

Mi elegante vestido estilo años veinte, rosa pálido y adornado con lentejuelas, se completaba con guantes blancos hasta el codo y sandalias plateadas de medio tacón. Mi madre se había pasado una hora haciéndome tirabuzones en el pelo, y ahora me caían, oscuros, un poco más abajo de los hombros. Todas las chicas de la fiesta llevarían peinados sujetos con enormes cantidades de laca, pero a Mike le gustaba pasarme los dedos por mi larga melena. Además, yo me encontraba más elegante con el pelo suelto. Pronunciadas ondas castañas me enmarcaban la cara, maquillada al mínimo, y la única concesión a lo vulgar que me había permitido para la fiesta eran unas pestañas postizas. Las aleteé con aire recatado mientras miraba a Mike —con su sombrero de copa negro, su esmoquin a medida y su camisa con chorreras— quien, a través del espejo, me dedicó un guiño seductor.

Cogidos de la mano, parecíamos auténticas altezas reales. La pareja perfecta.

Aún no se me había ocurrido cómo responder —o cómo eludir en la medida de lo posible— el inquietante mensaje que mi padre me había enviado la noche anterior, pero el hecho de vernos a Mike y a mí en las escaleras me hizo sentirme mucho mejor con respecto al cúmulo de problemas que pendían sobre mi cabeza.

«Mírame. Míranos». Había conseguido llegar demasiado lejos como para echarme atrás ahora.

—Suerte que se me ocurriera que este año nos disfrazáramos en plan elegante —bromeó Mike.

Me arrancó de la mano la máscara tornasolada, adornada con plumas, y se puso a darle vueltas antes de colocármela sobre la cara.

—Sí, eres un genio —respondí.

Esbocé una sonrisa satisfecha y una vez que hubimos alcanzado lo alto de las escaleras abrí la puerta semicircular de madera que daba paso a la biblioteca.

En el interior de la estancia, cuyo suelo cubría una lujosa moqueta, se encontraba la clásica estantería de lujo, encargada a medida. Las baldas de suelo a techo exhibían los grandes clásicos de Occidente, con los títulos labrados en oro sobre los gruesos y desvaídos lomos. Un par de divanes de cuero granate, estilo psiquiatra, se situaban frente a frente en el centro de la habitación, y una escalera deslizante otorgaba al lugar un toque adicional de elegancia. Aquel ambiente te provocaba la sensación de que los libros no eran más que un telón de fondo de lo más importante de la biblioteca que, ni que decir tiene, era el mueble bar de cristal tallado situado cerca de los ventanales.

Fue una agradable sorpresa descubrir que Mike y yo estábamos solos. Tal vez Rex había tenido más acierto del que yo le consideraba capaz a la hora de decidir a quién incluir en el grupo «confidencial». Mientras Mike descorchaba una botella de champán, salí al balcón en busca de aire fresco.

—¿Por qué brindamos esta vez? —preguntó mientras se acercaba desde atrás con dos copas rebosantes.

Bajé la vista al jardín, donde la fiesta se encontraba en pleno apogeo. Rex había instalado la misma carpa de lona adornada con cuentas de todos los años. Y las mismas siluetas en estado de embriaguez se apiñaban alrededor de la piscina. Podría haber encontrado yo algo reconfortante en semejante familiaridad, pero aquella noche en concreto me resultaba cargante.

Miré a Mike y levanté mi copa.

—Por un vuelco en nuestra vida.

—Siempre he querido dar un vuelco contigo en un balcón —susurró. Apartamos las copas de exquisito champán y Mike me atrapó entre sus brazos. Me inclinó hacia atrás y con una mano me subió el vestido. Eché la cabeza hacia atrás y dejé escapar un gemido. En el balcón el ambiente era fresco, despejado; pero el calor que emanaba de Mike consiguió que la cabeza me diera vueltas, o acaso se trataba del efecto del champán. Sus manos me resultaban tan cálidas, tan firmes, tan conocidas, tan…

—Luces, cámara, ¡acción! —un marcado acento sureño nos interrumpió. Levantamos la vista hacia la cegadora luz blanca de una cámara de vídeo.

—¿Es que no sabes llamar a la puerta? —espeté mientras me bajaba el vestido de un tirón.

Baxter Quinn, ataviado de negro de pies a cabeza, descollaba sobre nosotros con una cámara apoyada en el hombro. Por si mi enfado por la interrupción no fuera ya bastante, me indignó el hecho de que no estuviera con Kate. Su cabello claro contrastaba llamativamente con las antiestéticas bolsas de sus ojos. Se encontraba bajo los efectos de la heroína y, en cierto modo, entendí por qué le molaba a Kate —aunque Baxter se alejaba por completo de mis gustos—. Parecía un vampiro con aquel abrigo largo que aleteaba ligeramente bajo la brisa.

—A ver, ¿cómo voy a grabar algo bueno si llamo a la puerta? —se mofó Baxter con desdén—. En todo caso, la última vez que fui a enterarme, la biblioteca estaba abierta para todos a los que Rex ha dado luz verde.

Arqueé las cejas y me crucé de brazos.

—Los ricos —empezó a enumerar Baxter señalando a Mike—. Las altezas reales —prosiguió, girándose hacia mí. Finalmente, se señaló a sí mismo—. Y los camellos —abrió su abrigo negro y dejó a la vista todo un arsenal de polvos y pastillas.

Mike señaló con la barbilla el abrigo de Mike.

—¿Estás tan colocado que no te acuerdas de que la fiesta es de disfraces? —preguntó.

Baxter fue a dar un puñetazo en plan de broma en el hombro de Mike, pero se tropezó con una mesa de centro y acabó derrumbado sobre el sofá. De haber sido cualquier otra persona, le habría ayudado a levantarse; pero dado que el siguiente tropezón de Baxter era cuestión de minutos, decidí no malgastar energías.

—¿Es que no reconoces mi disfraz? —preguntó a Mike arrastrando las palabras al tiempo que se acomodaba en el sofá y cruzaba las piernas sobre la mesa de centro—. Hasta el más idiota sabe que lo mejor de Mardi Gras es cuando las chicas se vuelven salvajes. Y ya que me va el rollo del cine, he cargado con el marrón. Hoy se ponen a la vista las mejores tetas.

Elevé los ojos al cielo, de pronto encantada de que Kate no estuviera presente.

—No imaginaba que Rex daría luz verde al alcohol de la biblioteca a semejante cerdo borracho y drogadicto.

—No te ralles, Nat —dijo Baxter mientras se inclinaba hacia delante y, desde el sofá, trataba de introducir un dedo por debajo de mi falda. Le propiné un manotazo.

—Veamos otra vez esa toma de la entrepierna —instó—. Normalmente, las cosas no se ponen tan al rojo vivo hasta medianoche, por lo menos —empezó a manipular la cámara para reproducir algunas de las secuencias que había grabado—. Hasta ahora, lo más jugoso que he conseguido ahí abajo es a Justin Balmer dando traspiés con su boa.

—¿Cómo? —tenía toda mi atención—. Déjame ver eso. ¿Qué hace J. B.?

—Pedir a gritos que se carcajeen de él, eso es lo que hace —repuso Baxter mientras rebobinaba la cinta para enseñárnoslo—. Alguien debería pararle los pies a ese tío. Borracho como una cuba, menudo espectáculo.

—Ni que lo digas —mascullé mientras Mike y yo nos inclinábamos para mirar por encima del hombro de Baxter. La cámara temblaba hasta el punto de que no se apreciaba gran cosa; pero saltaba a la vista: J. B. estaba haciendo el ridículo a base de bien. Se encontraba junto a la piscina, exhibiendo un sujetador de encaje relleno de calcetines que debía de haberle prestado alguna de las bambis. Llevaba los labios pintados de rojo, minifalda de cuero y medias de rejilla; no era precisamente el colmo de la elegancia.

Fruncí los ojos.

—Vayamos ahí abajo —dije.

Mike asintió, encantado ante una excusa para huir de Baxter. Sirvió una última ronda del delicioso champán.

—Un brindis al estilo regio —propuso mientras me entregaba mi copa—. ¿Quién sabe qué estarán bebiendo los plebeyos ahí abajo?

—¿Seguro que no queréis representar otra escena de sexo para la cámara? —preguntó Baxter elevando la voz—. Os haríais famosos en Internet.

—Adiós, Baxter —dije yo, dejándolo tirado en el sofá capitoné de cuero—. Gracias por el preestreno.

En las escaleras, Mike y yo nos detuvimos una vez más para posar ante el espejo de marco dorado. ¿Por qué cada vez que me veía tan elegante me tenía que venir a la cabeza el maldito mensaje de mi padre?

Me dispuse a seguir bajando los escalones pero Mike me tiró de la mano.

—No te alejes demasiado cuando salgamos ahí afuera —advirtió—. No quiero que algún enmascarado se te lance encima.

—Te lo prometo —respondí con otro susurro, mirando otra vez sus ojos oscuros.

Una vez en la cocina, dejamos atrás el bufé de cangrejo cocido y el cartel que colgaba sobre él: «Muerde la cola y chupa la punta». Nos detuvimos junto a un nutrido grupo de chicos que se había congregado delante del frigorífico. Sujetaban una cerveza con una mano y, con la otra, un collar de cuentas. Trataban de interpretar un redoble de tambores sobre sus muslos, lo que resultaba imposible debido al estado etílico en que se encontraban.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Mike.

—Pide y recibirás —respondió uno de los chicos, lanzando a Mike un collar.

Al momento, una multitud de chicas formó una cola frente al grupo. Colocaron las manos en la parte inferior de sus camisetas, dispuestas para la acción.

—Y ahora… ¡venga esa ola! —dio la entrada uno de los chicos.

Las chicas empezaron a lanzar alaridos y, una tras otra, se fueron levantando la camiseta, formando una ola hasta el final de la fila. Una vez que todos los sujetadores de encaje se hubieron dejado al descubierto, sus respectivas propietarias fueron recompensadas con una mezcla de collares de cuentas y saliva.

—¡Repetimos! —gritaron los chicos.

—Nos vamos —anuncié a Mike, y le saqué de la carpa de lona.

Por suerte, la fiesta a cielo abierto se encontraba en un escalón superior en la escala de elegancia. Una banda interpretaba antiguos blues de Nueva Orleáns sobre un escenario giratorio instalado en mitad de la pista de baile. Alrededor de la banda, casi todos los señoritos de clase alta tenían pinta de friquis, y se tapaban la cara con enormes máscaras de plumas.

Desde el bar, Kate, ataviada con su negligé rosa fucsia, nos saludó con la mano. Llevaba el pelo recogido en un moño trenzado, y parecía ser la única chica de la fiesta que no se había molestado en ocultarse la cara con una máscara. Sus zapatos de tacón con plumas repiquetearon sobre el parqué cuando se precipitó hacia nosotros.

—¡Tenéis un aspecto regio! —exclamó, mirando a Mike de arriba abajo y dedicándome a mí un solemne gesto de asentimiento en señal de admiración.

—Hemos estado con Baxter, arriba —anuncié, observando cómo la cara se le iluminaba mientras se tiraba del corsé hacia las caderas. Me incliné hacia ella y, colocándole una mano alrededor de la oreja, le dije en tono confidencial—: Por lo que se ve, no le vendría mal un boca a boca.

—No me digas más —cuchicheó y, acto seguido, se alejó a toda velocidad en dirección a la casa. No entendía yo muy bien por qué Kate estaba por Baxter; pero mi costumbre era ser indulgente con quien se lo merecía. No era mi intención interponerme en su camino. Además, tenía asuntos más importantes en la cabeza. Como, por ejemplo, encontrar a J. B.

Examiné el gentío y descubrí a unas chicas de último curso en el rincón más apartado. Se cantaban unas a otras mientras agitaban sus gigantescas boas de todos los colores. Era una nube de plumas que planeaba sobre los vestidos negros y ceñidos, en sus distintas versiones.

—¿Te apetece bailar con las chicas? —preguntó Mike.

Miré a mi alrededor para enterarme de qué más estaba ocurriendo. Me encantaba bailar, y veía un cierto erotismo en el hecho de que tanto chicos como chicas estuvieran de incógnito bajo su máscara. Pero, por otro lado, no quería estar de incógnito cuando Mike se encontrara con J. B.

El tacto de una desagradable mano en mi trasero me dio a entender que no tenía que esperar más. Me giré de golpe y me quité la máscara.

—Ay, lo siento —susurró J. B.—. Pensé que eras otra persona, una chica que conocía. Me he equivocado.

Coloqué el brazo en alto para propinarle una bofetada, pero Mike estaba justo detrás de mí.

—Las manos quietas —siseé a J. B.

—Venga ya, muñequita. ¿Es que no sabes que en Mardi Gras se permiten los pecados de la carne?

—No me llames eso —advertí por lo bajo mientras que el estómago se me encogía tras escuchar el apodo—. Y para que conste, mi carne nunca está a tu disposición.

—Hola —dijo Mike, sumándose a la charla—. Oye, Balmer, eres una mujer sencillamente espantosa.

—Y tú no te has vestido como corresponde —replicó J. B. clavando la mirada en el esmoquin de Mike. Por la expresión un tanto cohibida de su cara, quizá ya se había dado cuenta de lo ridículo que estaba—. Creí que ibas a disfrazarte a juego conmigo.

—Cambio de planes —me encogí de hombros, recordando lo que Baxter había comentado en el piso de arriba sobre que J. B. estaba pidiendo a gritos que se carcajearan de él—. Creo que necesitas otra copa. Puede que te haga olvidar lo poco favorecedoras que resultan esas medias de rejilla —me giré y vi un gentío congregado alrededor de la piscina—. Mirad —dije con tono inocente—. Beben cerveza haciendo el pino sobre un barril. Parece divertido.

—¿Quieres probar? —preguntó Mike.

—No —respondí—. El que quiere es J. B.

J. B. me miró de arriba abajo. Sus ojos se veían vidriosos, achispados. No entendí por qué, de pronto, me sentía más desnuda que cuando Mike me había subido el vestido hasta la cintura.

—Me suena a desafío —observó.

En cuestión de minutos, Mike, Rex y un par de compañeros del equipo de fútbol habían levantado a J. B. en el aire. Tenía las piernas separadas y balanceaba la boca sobre la espita del barril con la intención de agarrarla. No tuve que levantar un dedo para conseguir que una multitud se congregase alrededor.

—¡Bebe! ¡Bebe! ¡Bebe! ¡Bebe! —gritaba el gentío al unísono.

J. B. dedicó un honroso período de tiempo a chupar del barril, y me abrí paso hasta el frente para observar su cara abotargada y cómo daba arcadas por culpa de la cerveza. Cuando hizo una seña suplicando misericordia, los chicos volvieron a izarle y lo pusieron de pie. Una ovación en honor al triunfador de cara verde recorrió el ambiente. Me quedé de pie entre mis compañeras de último curso y aguardé a que J. B. hiciera algo lo bastante impúdico como para conmocionar a la concurrencia. Todo el mundo sabía que Justin Balmer no era precisamente un encanto cuando se agarraba una curda.

—¡Fuera! —vociferó J. B. a medida que, tambaleante, se acercaba a los arbustos—. Voy a echar la pota.

—Repugnante —declaró mi amiga Amy Jane Johnson, al tiempo que pasaba entre sus compañeras de último curso la antigua petaca de su abuela—. Lo de beber cerveza haciendo el pino es una horterada. ¿Por qué se le ha ocurrido a J. B.?

—No dijiste lo mismo cuando te lo montaste con Dave Smith justo después de que hubiera bebido boca abajo el verano pasado —bromeó Jenny Inman dando tirones de su top negro, inusitadamente corto.

—Eso era distinto —replicó Amy Jane mientras se abanicaba con su máscara—. Dave Smith jugó en Wimbledon. Tiene carta blanca.

—¡Otra vez! —gritó alguien. Levanté los ojos y vi las siluetas abrazadas de Baxter y Kate en el balcón de la biblioteca—. ¡Vamos, píllatela! —vociferó Baxter.

Sorprendentemente, J. B. obedeció la llamada a la borrachera. Por muy indignadas que mis amigas y yo asegurábamos estar, nos pusimos a lanzar vítores con el mismo entusiasmo cuando la acrobacia empezó de nuevo, desde el principio.

Una vez que los chicos hubieron colocado a J. B. de pie por segunda vez, Rex se plantó delante del micrófono y, con un tenedor, dio unos golpecitos en su copa de cristal tallado.

—Muy bien, juerguistas —dijo elevando la voz—. Como anfitrión de la fiesta, decreto una sesión de natación sin ropa. En la piscina. Lo antes posible. Tenéis cinco minutos para quitaros esos disfraces espantosos —hizo un gesto en dirección al top de lamé dorado y lleno de desgarrones que llevaba un alumno de primero—. Encontrad un sitio seco para dejar vuestras plumas y meted en el agua esa preciosidad de cuerpos —a modo de énfasis, agarró a una bambi por el trasero—. Órdenes de Rex. Quien no las cumpla, que se las pire.

Instantes después, el ambiente de la fiesta dio un giro a medida que la gente se trasladaba a la piscina. Las chicas de último curso formaron un corro con hamacas para colocar su ropa, mientras que las bambis, novatas en cuanto a las normas establecidas en las fiestas de Rex, discutían entre sí sobre si estaría lo bastante oscuro para que no importara desnudarse.

Noté que Mike me cogía de la mano.

—Ven aquí —susurró.

—De eso nada; no pienso bañarme desnuda —espeté.

—Sí, conozco tu inexplicable aversión por la natación en cueros —bromeó mientras tiraba de mí en dirección a los arbustos—. Aunque no es eso lo que tenía en mente.

Le di un apretón en la mano y sonreí. Había acertado de lleno en la elección del momento para una cita íntima en el jardín lateral.

Cuando llegamos, me sorprendió encontrarme con Justin, desplomado junto a un árbol de cornejo. Un manto de musgo colgaba de los árboles como una cortina y nos separaba de la fiesta.

—La segunda ronda lo ha dejado hecho polvo —comentó Mike. Se le notaba preocupado.

—Vale, se ha pasado un poco. ¿Qué tiene de malo? —repliqué yo—. Ya es mayorcito; puede soportar algo de…

—¿Intoxicación etílica? —concluyó Mike por mí.

Solté un suspiro. La panda de la piscina pegaba tales gritos que me costaba pensar. Dado que todo el mundo se estaba bañando desnudo, aquella fiesta acabaría igual que siempre. Si Mike y yo nos quedábamos, el vuelco en nuestra vida al que aspirábamos podría convertirse en una causa perdida.

Me coloqué en cuclillas frente J. B., cuyo estado era prácticamente catatónico.

—Puede que solo necesite un poco de aire —dije por fin—. ¿Y si damos una vuelta en coche, los tres? A lo mejor conseguimos devolverle a la vida.