Ambición insensata
—¿Cómo es que estás tan tranquila? —me preguntó Kate al día siguiente, mientras desayunábamos a media mañana. Estábamos sentadas frente al paseo marítimo entablado de Catfish Row, bordeado de palmeras, terminando nuestra segunda ronda de capuchinos en la terraza del célebre MacLeer’s Biscuit Café.
Cualquier residente en el distrito de Palmetto te diría que MacB’s era el único sitio donde desayunar a última hora, no solo por las galletas de mantequilla y las mermeladas caseras de albaricoque, sino también por la oportunidad de comprobar quién se presentaba con quién. Ya que las nubes, por fin, habían dejado paso al sol, la temperatura superaba los quince grados y daba la impresión de que el instituto en pleno se paseaba por la histórica pasarela de madera que discurría por delante de MacB’s.
Sentados a la mesa redonda de ocho plazas, la más cercana a la calle adoquinada, los miembros del consejo de alumnos —que jamás se tomaban un descanso— forcejeaban para hacer sitio a sus bollos entre las abultadas carpetas con los planes para el baile. A orillas del agua, Tracy Lampert y su camarilla de primero de bachillerato formaban un grupo amorfo; columpiaban sus pies descalzos al borde de la pasarela y se entrelazaban flores de cornejo en sus respectivas melenas. Y a mi mesa habitual, en el rincón más apartado de la terraza, una pandilla de chicas de último curso se sentaba codo con codo formando una larga hilera. Miraban hacia el océano mientras se terminaban sus quiches de clara de huevo.
—¿Tratamiento facial a las cinco, Nat? —preguntó Jenny Inman mientras las chicas desfilaban frente a mí en dirección al aparcamiento.
—Te llamaré —respondí con una sonrisa, tratando de aplacar el desconcierto que le había producido el hecho de que ese día, en el MacB’s, yo no hubiera ocupado mi asiento habitual, a su lado.
Las chicas sabían que Kate era uno de mis proyectos preferidos. Aquella mañana me había prestado a darle mi opinión a la hora de escoger un disfraz de carnaval en la tienda de segunda mano de los alrededores. Pero mientras observaba cómo, de manera simultánea, sorbía ruidosamente su capuchino, examinaba el extremo de su larga coleta en busca de puntas abiertas y trataba de captar la atención de la escurridiza camarera para pedirle la cuenta, me pregunté si Kate necesitaría ayuda para algo más que su disfraz. Demasiados movimientos innecesarios a la vez y eso que, por lo general, Kate daba un aspecto de lo más sereno. Cuando caí en la cuenta de que aún aguardaba una respuesta a su pregunta, decidí no mencionar el hecho de que la gente en estado frenético solía ejercer sobre mí un efecto curiosamente relajante.
—Estoy tranquila —repuse, sin embargo— porque ya tengo disfraz para esta noche. Y tú estás histérica —añadí, contemplando el gentío de alumnos del Palmetto atacados de los nervios con motivo de la fiesta de Mardi Gras— porque te dejas llevar por el ambiente.
En ese mismo instante, un grupo de bambis pasó rozando nuestra mesa, gimoteando a causa de las limitadas existencias de medias de rejilla de talla «XS» de la tienda de disfraces de la esquina.
—Tienes razón —Kate me miró a los ojos y soltó una carcajada. Se echó su cabello ámbar por detrás del hombro—. ¡A la mierda el ambiente!
Le ofrecí una tira de chicle e incliné la cabeza en dirección a las bambis que se alejaban.
—¿Es verdad que este año te vas a unir al disfraz de cuarto de secundaria? —pregunté—. He oído algo así como… estilo burdel con un toque chic.
Kate soltó un bufido y firmó el justificante de la tarjeta de crédito que, por fin, la camarera le había entregado. Nos levantamos y arrimamos nuestras sillas de mimbre a la mesa.
—¡Por favor! —protestó Kate—. ¿Y convertirme en un calco de las bambis? —se estremeció, provocando que su larga melena reluciera bajo el sol—. Antes me uniría al coro del instituto.
Sonreí ante la idea de Kate subida al púlpito junto a un puñado de alumnos pertenecientes a grupos juveniles y, antes de que nos marcháramos, arrojé un par de dólares sobre la mesa. Aunque en la actualidad mi madre jamás lo admitiría de forma voluntaria, había sido camarera hasta que yo cumplí los catorce años, de modo que me sabía de memoria lo injusto de dejar menos propina de la debida.
Kate miró a su alrededor y bajó la voz hasta adoptar un susurro ronco.
—Esta noche es mi ocasión para cerrar el trato con Baxter, que todavía no me ha pedido que sea su pareja en el baile.
—¡Claro! Por eso estás de los nervios —bromeé. Baxter Quinn era el borracho más legendario del Palmetto, y también el camello habitual en la mayoría de las fiestas posteriores a las celebraciones del instituto. Era alto y de pelo claro, y su pinta de holgazán larguirucho le daba un aspecto bastante sexy. A pesar de que a menudo era incapaz de mantenerse erguido, no sé por qué, nunca le faltaban chicas.
—Y por eso tú estás tan tranquila —replicó Kate, al tiempo que tiraba de mí sobre los charcos de la pasarela, apartándome así de los oídos de los demás alumnos—. Tienes el novio más increíble del estado de Carolina. Apuesto a que ni te acuerdas de lo que es pasarlas mal por un tío.
Durante unos segundos, mis pies aminoraron la marcha sobre los tablones. Pasarlas mal por un tío en particular era justo lo que yo había tratado de evitar con todas mis fuerzas desde que la noche anterior recibiera aquel inquietante mensaje de texto de mi padre. Ni que decir tiene que lo de «vuelvo a ser un hombre libre» no era precisamente la buena noticia que él pregonaba.
Me descubrí apretando demasiado la mandíbula sobre la tira de chicle que acababa de desenvolver. Cada vez que el Juicy Fruit perdía su sabor en menos de cinco minutos, me daba cuenta de que tenía que encontrar una manera alternativa de relajarme.
Kate se detuvo ante una casa adosada de estilo sureño, de tres pisos y verde brillante, con un porche pintado de púrpura que rodeaba toda la vivienda. Un cartel de madera se balanceaba sobre sus bisagras desde una viga del techo: «Weird Sister’s Closet».
Kate abrió de un tirón la puerta de vidriera y entró en la tienda. Al igual que en la mayoría de las mansiones reconvertidas en boutiques a lo largo de Catfish Row, en Weird Sister’s Closet abundaban toda clase de prendas que realzaban el escote. Pósteres de explosivas actrices de cine empapelaban las paredes, y los percheros estaban a reventar de sujetadores sin tirantes de todas las hechuras y tallas posibles. Pero dado que la tienda se encontraba en una bocacalle de adoquines, apartada del paseo marítimo entablado —el itinerario más frecuentado—, Kate me había asegurado que Weird Sister’s era el único comercio del aburguesado barrio rojo de Charleston que, aquel día, estaría libre de bambis.
—¿A qué viene ese gesto de gatita enfurruñada? —me preguntó, clavándome la vista—. ¿Dónde está esa sonrisa de futura alteza real?
Desterrando los pensamientos sobre mi padre, al menos por el momento, le concedí una risita involuntaria. Kate tenía razón. Encontrarse a punto de alcanzar la realeza era motivo más que suficiente para sonreír, sobre todo después de tantos preparativos. En tan solo unos días —crucé los dedos—, Mike y yo seríamos felizmente coronados.
La campaña electoral habría concluido, y ambos podríamos disfrutar del éxito de nuestro laborioso trabajo en común. Nos quedaríamos levantados hasta tarde, corrigiendo nuestros discursos de coronación y practicando el vals para el acontecimiento. Sí, bailaríamos un vals. Y, después del baile, cogeríamos una botella de champán, nos iríamos directos a nuestro lugar preferido, la catarata secreta cercana a Mount Pleasant, y no regresaríamos a casa hasta el amanecer.
Solos nosotros dos, como siempre habíamos planeado.
—A eso me refería —aprobó Kate mientras asentía con la cabeza al fijarse en mi cambio de actitud—. Ahora, centremos la atención en el asunto importante, que consiste en un «culo de lycra adornado con plumas» —colocó en alto un ceñido mono de lentejuelas rojas y agitó la percha para mostrar el manojo de plumas colocado en la parte posterior—. ¿Nos encanta, o nos espanta?
—Mmm, ¿eso es la cola? —pregunté, en parte horrorizada y en parte fascinada.
—Por si os interesa —intervino la estrafalaria y pelirroja dueña de la tienda mientras se aclaraba la garganta tras la caja registradora—, también lo tenemos en color púrpura.
—Solo ciertas mujeres pueden llevar púrpura —Kate me dedicó una sonrisa—, como Nat —dicho esto, se apretó contra el pecho el mono de lycra rojo y me hizo un guiño con picardía—. Creo que me voy a probar esta monada.
Cuando entró en el probador, me eché a reír y sacudí la cabeza. Como hija del abogado más rico de Charleston, Kate contaba con cierto reconocimiento por parte de muchas otras alumnas del Palmetto, chicas que tenían el dinero «suficiente».
La madre de Kate estaba oficialmente loca (¡si las paredes del club de campo hablaran!), pero gracias a la impresionante cuenta corriente de su marido, todo el mundo la catalogaba como «excéntrica», en lugar de «chalada». Es como si ciertas palabras no tuvieran que ver con los multimillonarios. De modo que Kate, al contrario que la mayoría de sus compañeras, había conseguido hacerse un piercing en la lengua y todos los años añadía un tatuaje nuevo a su colección… y también se vestía de lycra con lentejuelas y plumas. Y todo esto sin arriesgarse a que la tacharan de golfa. Tal vez por eso me caía tan bien: vivía con la soltura de quien no conoce el miedo.
Y yo, que había ascendido desde el extremo opuesto en la escala de la riqueza, pasé la mano por una hilera de corsés de piel y volví a sentirme orgullosa de que mi disfraz fuera justo lo contrario a las prendas de aquella tienda. Estaba dando rienda suelta a mi fantasía, imaginándonos a Mike y a mí espléndidamente disfrazados, haciendo nuestra entrada en la fiesta de aquella noche cuando alguien dobló la esquina y colocó en alto el escandaloso mono de lentejuelas en color púrpura.
—Se me ocurrió que a lo mejor te lo querías probar —cuchicheó Justin Balmer.
La fragancia a hierba de su loción para después del afeitado me pilló por sorpresa, y me dije que nada conseguía borrar el sensual aroma a jazmín de la vela olorosa que la dueña de la tienda mantenía encendida junto a la caja registradora. El olor que J. B. desprendía no resultaba desagradable de por sí; acaso era la proximidad entre los dos lo que me revolvía el estómago.
Procuré apartar la vista del mono de lentejuelas —y también de su flequillo rubio, que le caía sobre los ojos—, así que clavé las pupilas en su sudadera. Era la del primer equipo de fútbol americano del Palmetto, la misma que Mike me prestaba para ponérmela en los partidos.
—¿Qué te parece? —insistió J. B. mientras acariciaba las plumas de la parte posterior de la prenda. Un sorprendente escalofrío me recorrió el pecho.
—Tú lo has visto primero —respondí con descaro—. No sería capaz de privarte del disfraz perfecto para el Mardi Gras.
—¿Quién habla de disfraces? —replicó—. Creo que esto realzaría algunas de tus particularidades.
—¿Te refieres a lo harta que estoy de tus insinuaciones? —espeté, pasando a su lado para alejarme del pasillo abarrotado de lencería.
J. B. colocó las manos en mis hombros, como si fuera a masajearlos, y acercó los labios a mi cuello.
—¿Qué disfraz tiene escondido la princesa para esta noche? —susurró.
Me giré con brusquedad.
—Eso es privilegio del príncipe, por mucho que te obsesione.
Un gruñido de frustración por parte de Kate llegó desde el probador e hizo que ambos pegáramos un respingo. Se me había olvidado por completo que aún seguía ahí, probándose el desvergonzado mono de lentejuelas.
—¿Qué tal? —pregunté junto a la cortina mientras rezaba para que no hubiera oído a J. B.
—¡Adiós, plumas en el culo! —respondió Kate, con tono despreocupado—. ¿Hay algo ahí afuera que valga la pena que me ponga en honor a Baxter?
J. B. elevó una ceja en mi dirección. Con el gesto ostentoso propio de un mago, agarró la primera percha que tenía a mano y la colocó en alto en espera de mi aprobación. Era un llamativo corsé de seda color rosa fucsia. Si Kate quería llamar la atención de Baxter, seguramente aquel corsé lo conseguiría.
Lanzó la percha por encima de la cortina del probador y, sin pararme a pensarlo, dije:
—¿Y si te pruebas este, Kate?
J. B. levantó un puño con intención de chocarlo contra el mío, como reconocimiento a nuestro trabajo en equipo.
¡Cómo si ambos estuviéramos acostumbrados a entrechocar los puños para celebrar algo! Rechacé su gesto pero me quedé ahí mismo, paralizada.
Tras una pausa, J. B. bajó el puño y suspiró. Un mechón de pelo rubio se elevó en el aire desde su frente. Las letras verdes de su sudadera eran del tono exacto de sus ojos, de modo que estos resaltaban más de lo habitual y daba la impresión de que se burlaban de mí. Por una parte, quería interrumpir su mirada fija; por otra, no me apetecía ser la primera en apartar la vista.
—Deja de mirarme así —susurré por fin, odiando que mi voz sonara tan débil y que me costara respirar.
—No es más que una sonrisa, Nat —repuso él.
Por un segundo, Justin Balmer pareció ponerse a la defensiva. Pero luego se lamió los labios y me enseñó los dientes. Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Sabes? —dijo con una nota de engreimiento, volviendo a ser el animal que yo conocía—. Esta perseverancia tuya por ganar el concurso me resulta un tanto, no sé, divertida —se inclinó hacia delante y me soltó el mono de lycra púrpura en los brazos—. Y cuando algo me divierte —prosiguió, pasando junto a mí—, me entran ganas de jugar.
Fruncí los ojos al mirar a J. B., parado junto al marco de la puerta de entrada, acariciándose la barbilla.
—Perfecto —se me escapó una sonrisa—. Empieza la partida.
—¿Con quién hablas? —preguntó Kate desde el probador, en el mismo instante en que J. B. abandonaba la tienda.
—Con nadie —respondí a toda prisa, girándome justo a tiempo para ver que Kate echaba la cortina hacia atrás. Salió del probador contoneándose, sin más prenda que el corsé de seda rosa, que le sentaba como un guante.
—Más te vale prepararte para el desafío de esta noche —canturreó mientras bailaba a mi alrededor.
Mientras me fijaba en Justin, que se encaminaba hacia el paseo marítimo, crucé los brazos y dije:
—No te preocupes, estoy preparada.