El mejor de los asesinos
Cuando salgas con un miembro de la alta sociedad de los estados sureños, no te olvides de llevar contigo ropa de repuesto.
Está el conjunto informal (biquini estilo triángulo y camisola negra transparente) que llevas a la villa de tu novio, a la orilla de la bahía, para el recorrido nocturno en su lancha fueraborda de última generación… Después, el vestido tipo polo de piqué de algodón lila y la impecable chaqueta blanca de punto que metes en la bolsa por si acaso sus aristocráticos padres se presentan inesperadamente a cenar… una vez más.
—¡Adivina quién ha llegado! —gorjeó Diana King mientras entraba en la residencia de vacaciones de la familia. Escuché el bum de su bolsa de viaje de cocodrilo al aterrizar en la alfombra persa que ocupaba el centro del gigantesco vestíbulo. Acto seguido, oí el repiqueteo de sus tacones de aguja sobre el mármol tornasolado a medida que iba derecha a las escaleras, hacia la puerta de los aposentos de su hijo menor, en la que, evidentemente, se negaría a llamar.
—Hora de marcharse —anuncié con un gruñido mientras rodaba sobre el edredón azul marino para separarme de Mike. Estaba claro que la recién llegada se plantaría ahí arriba, a husmear, antes de que su hijo pudiera reponerse del esfuerzo al que yo le acababa de someter.
—Continuará —indicó Mike al tiempo que, con los labios, tiraba del lóbulo de mi oreja—. Hola, mamá —dijo elevando la voz a medida que atravesaba el dormitorio para hurgar en la cómoda de caoba de estilo náutico en busca de algo que ponerse.
Me las arreglé para encerrar mi persona, escasa de ropa, en el cuarto de baño de Mike (equipado con jacuzzi) una milésima de segundo antes de que Diana llegase a la habitación. Cuando se detuvo en el umbral, me llegó el olor de su perfume característico. Y por el frenético murmullo que procedía de la habitación de al lado, daba la impresión de que Mike todavía estaba forcejeando para enfundarse la camisa. Perfecto. Como si Diana necesitara más munición todavía para portarse conmigo como una reina de hielo.
—No sabía que ibais a venir de fin de semana —comentó Mike con tono agradable, seguramente enderezándose para dar a su madre los dos besos en las mejillas que ella siempre exigía—. ¿Qué se celebra?
—Tch, tch —escuché decir a Diana, y me vino a la memoria el comentario chistoso de mi madre acerca de la irritante costumbre que tienen las clases altas de hablar con onomatopeyas, «¡Cómo si no les llegara el dinero para comprar unas cuantas vocales!»—. Cariño, no te hagas el sorprendido —decía la madre de Mike—. No pensarás que Natalie es la única a quien le gusta hacer uso de nuestra villa. Está aquí, contigo, ¿verdad?
Sniff, sniff. Me imaginé que las ventanas de su nariz —sometida a una rinoplastia… perdón: a un enderezamiento del tabique nasal— aleteaban a causa de una sospecha apenas disimulada.
—Está, eh… en la ducha —mintió Mike para cubrirme, y abrí el grifo sobre la marcha. No había contado con ducharme hasta después de terminar lo que habíamos empezado en el dormitorio y hubiéramos aprovechado un par de horas de la puesta de sol para dar una vuelta en la lancha. Pero claro, siempre que la madre de Mike hacía su aparición como estrella invitada, nuestros planes se esfumaban en uno de sus bolsos de firma.
Malhumorada, me resigné a lavarme el pelo. Minutos después, al notar la corriente de aire frío procedente de un tirón en la cortina de la ducha, pegué un bote.
—¡Mierda! —espeté ahogando un grito—. Creía que eras…
—¿Mi madre, que venía a frotarte la espalda? —Mike elevó una ceja.
—Ven aquí —le agarré del brazo para meterlo en la bañera. Por fin, las cosas volvían al estado que tenía que ser: el rojo vivo.
Pero Mike paseó la vista a su alrededor, como si su familia nos estuviera viendo en el cuarto de baño, solos él y yo.
—No puedo —argumentó—. Tengo que ayudar a mis padres a sacar el equipaje. Mamá quiere que cenemos con ellos.
—¿Cenar con ellos? —la cena en chez Diana no formaba parte del plan. Necesitaba tiempo a solas con Mike para hacer preparativos de cara a nuestra gran semana—. ¿Y qué pasa con el lago?
Mike me arrancó de la mano la esponja de crin, me dio la vuelta con un hábil movimiento de la muñeca y empezó a enjabonarme los hombros.
—No cambies de tema —protesté.
—No nos podemos librar tan fácilmente —razonó Mike—. Te llevaré en la lancha después de cenar.
Giré la cabeza a toda velocidad.
—¿Solos los dos?
—Y eso que esta mañana hemos tenido instituto —me hizo un guiño.
—¡Aah! —sonreí con picardía—. ¿Qué va a decir mamá?
Una vez limpia y adecuadamente ataviada con el vestido tipo polo que Mike me había dejado colocado sobre la cama —¿es que pensaba que iba a presentarme a cenar en sujetador?—, bajé a pisotones las escaleras de madera maciza.
A través de las puertas de cristalera vi a los señores King cómodamente instalados en el porche, frente a las rutilantes aguas del extremo oeste de La Ensenada. Diana, con su traje de chaqueta azul marino, estaba sentada con las piernas cruzadas mientras leía el periódico y daba pequeños sorbos de su simbólica copa de viognier. Llevaba su cabello con mechas recogido en la nuca y su maquillaje, como siempre, resultaba perfecto. El padre de Mike, Phillip, quien acarreaba visibles signos de estrés en cada parte de su anatomía —y a quien Mike se parecía solo físicamente— tenía el ceño fruncido y pegaba gritos a su teléfono móvil. Con la puntera de su reluciente zapato de piel dibujaba en el aire vertiginosos círculos.
Nada indicaba la inminente cena con los padres que iba a tener lugar. Pero cuando oí el revelador estrépito de cacharros tras la puerta de la cocina, lo entendí. El hecho de que ninguno de los King hubiera puesto el pie en esa cocina desde que aprobaran los planes del arquitecto no significaba que otra persona no estuviera preparando un banquete en su honor. Por descontado, no se les ocurriría recorrer los cincuenta kilómetros hasta la costa sin «ayuda doméstica». Por descontado, se habían traído a Binky, el ama de llaves, con ellos.
Binky y yo manteníamos una relación un tanto complicada. Había momentos, como aquel, en que me identificaba con ella más que con el resto de la familia de Mike. Sabía que, cuando no se quedaba a pasar la noche en casa de los King, vivía en mi antigua zona, en Cawdor, al otro lado del puente. De hecho, cuando conocí a Binky, establecimos un vínculo por nuestra compartida predilección por los huevos rancheros que servían en Dos Hermanos, un garito mexicano que estaba cerca de su casa. Hasta que la señora King ladeó la cabeza al mirarme y me preguntó, extrañada, cuándo había estado yo en aquella zona de la ciudad, no caí en la cuenta de mi nueva situación. Tuve que recurrir a un balbuciente comentario sobre haberme perdido en cierta ocasión durante mi examen de conducir, de lo cual no me siento orgullosa. A partir de aquello, aprendí a tener cautela sobre lo que podía decir o no cuando Binky estaba presente. Para entonces, sabía que lo tendría más fácil si no confundía la línea fronteriza entre los sirvientes y los servidos.
—Ah, estás ahí —dijo Mike, que salía de la biblioteca—. Espero que no te haya importado. Cuando mamá vio tu vestido, se lo dio a Binky para que lo planchase.
—¿Tu madre ha registrado mis cosas? —pregunté. Así que Diana, y no Mike, había extendido mi vestido sobre la cama. No es que llevara en mi bolsa nada sospechoso, pero dar rienda suelta a Diana para que hurgara en mis pertenencias era un precedente que me negaba a establecer.
—Solo tratábamos de ayudarte a cambiar de vestuario lo antes posible —explicó Mike, siempre conciliador—. Hablando de vestuario, ¿vas a dedicarme un preestreno nocturno de tu disfraz para mañana?
La fiesta de Mardi Gras. Por fin me había decidido por un disfraz, y tras una leve batalla con Mike —¿por qué los chicos siempre se empeñaban en ponerse maquillaje y medias de mujer?— le había convencido de que, ese año, íbamos a dejar a todo el mundo asombrado al tomar la ruta de la distinción. Era evidente que todas mis amigas seguirían adoptando el consabido aspecto de empleadas de burdel, y me encantaba la idea de ser la única dama de la fiesta. El disfraz elegante de Mike era de igual importancia ese año en particular. Iba a destacar entre los demás, sin lugar a dudas, sobre todo en contraste con Justin Balmer y su vestido de minifalda.
—Nuestros disfraces para mañana siguen siendo una sorpresa, ¿verdad? —advertí—. ¿No se lo has dicho a J. B., ni a nadie más? Es nuestra ocasión para hacerles sombra, para demostrarles que nos merecemos un lugar en la realeza.
—Confía en mí —repuso Mike mientras me cogía de la mano para saludar a su propia familia real, acomodada en el porche—. Seremos la sensación de la fiesta.
—Hola, Natalie —el señor King se levantó y me dio un fuerte apretón en el hombro—. Estás muy bronceada, ¿no? —observó, lo que me dejó atónita.
—Dios santo —intervino Diana, mirándome por encima del periódico—. Está muy morena, ¿verdad?
—Es por las clases de golf —solté de sopetón, no fuera a ser que creyeran que había estado trabajando en el campo—. En el club.
Diana bajó la vista hacia sus brazos.
—Yo soy muy pálida, como Scarlett O’Hara. Como sabes, antes era lo que se llevaba —paseó la vista a su alrededor y nos dedicó una sonrisa tirante—. ¿Os apetece cenar en el porche?
Encogiendo los hombros, Mike dejó la decisión en mis manos.
—Por supuesto —respondí, tomando asiento entre el señor y la señora King. Como mi madre siempre decía: no importa dónde estés; si actúas como si estuvieras en tu casa, lo estarás. Pero claro, no estaba yo muy segura de si el repertorio de libros de Emily Post que mamá sacaba de la biblioteca le habría servido de mucho con aquella familia.
Sobre todo con una mujer como Diana, que recogió una campanilla de plata de la mesa de cristal y agitó su delgada muñeca, tan pálida como la de Scarlett O’Hara. El tintineo agudo, metálico, resonó por todo el jardín y me pregunté qué pensaría de aquella llamada sin palabras cualquiera que estuviese en la bahía. Aunque claro, las casas en La Ensenada estaban tan dispersas entre sí que los King y yo podríamos haber sido las únicas personas en un radio de varios kilómetros.
Segundos después, Binky acudió en respuesta a la llamada. Vestía un uniforme negro almidonado que olía a lavanda, y los cordones de sus prácticos zapatos negros llevaban un nudo doble. Su cabello corto y oscuro tenía el matiz azulado que delata un tinte adquirido en la tienda de la esquina. Su sonrisa resultaba inexpresiva cuando, a la espera de órdenes, se colocó junto a la mesa de sus señores.
—A nuestra invitada le apetece cenar en el exterior —indicó Diana—. Espero que no le suponga mucho problema.
—Desde luego que no —Binky asintió con la cabeza. Me miró—. Hola, señorita Natalie.
Sonreí y le devolví el gesto de asentimiento, pero opté por mantener la boca cerrada. Había cenado con los padres de Mike más de cien veces, y aun así me seguían catalogando como «invitada».
Acababa de empezar la época del año en Charleston en que el tiempo seguía siendo lo bastante benigno como para nadar y las tempranas puestas de sol te tomaban siempre por sorpresa. El dosel de ramas de pino que nos cubría desde lo alto arrojaba un tono verdoso sobre los King y sobre mí mientras los cuatro esperábamos a que alguien retomara la conversación. Las cigarras cantaban en el atardecer. Una piña se desplomó en el suelo con un ruido sordo.
Ante el sonido de voces cercanas al amarradero, Diana esbozó una sonrisa radiante y abandonó su asiento. Agitó la mano, con el sobrio giro de muñeca propio de una antigua reina de la belleza, en dirección al hermano de Mike, Phillip Jr., y a su reciente prometida, Isabelle, a medida que ambos subían por el sendero.
Me fijé en el velero amarrado en el muelle privado de los King pero, a juzgar por la elegante ropa blanca y recién planchada que Phillip e Isabelle vestían, me imaginé que ellos, también, llevaban un par de empleados a bordo.
—Justo a tiempo —dijo Diana elevando la voz.
Isabelle repartió un cúmulo de besos en el aire mientras Phillip Jr. se trasladaba al bar.
—Oímos tu campanilla y vinimos corriendo —explicó él con tono seco mientras añadía unas gotas de extracto de cáscara de naranja a un vaso de bourbon.
En contra de los deseos de su padre, Phillip Jr. había optado por renunciar a la radiología, la tradición familiar, tras graduarse en Medicina. A cambio, estableció su propia consulta médica y, desde entonces, se había convertido en uno de los jóvenes cirujanos plásticos más solicitados de Charleston. El asunto se llevaba con suma discreción —la cirugía plástica rozaba lo inaceptable en una familia de médicos «de verdad»— pero, por la piel uniforme que rodeaba los ojos de Diana cuando le sonrió a su futura nuera, saltaba a la vista que cierta persona había descubierto las ventajas de tener un hijo con inagotables reservas de bótox.
—Isabelle, querida, le estaba explicando a Natalie las reformas que Phillip y tú estáis haciendo en el barco —mintió Diana mientras alisaba los suaves mechones rubios de la prometida de su primogénito, que se parecían a los suyos hasta un punto extraordinario.
Se giró en mi dirección.
—Os pediría que, después de cenar, nos acompañarais a dar un paseo en el velero —vaciló unos segundos, tratando de encontrar las palabras acertadas—, pero me da la impresión de que preferís una marcha más emocionante.
Los puñales estaban en alto antes que nunca: apenas habíamos acabado los aperitivos. ¿Cómo responderle que me arrojaría al fondo del agua con el ancla antes que soportar otras tres horas de aburrimiento en un velero, con los King?
Mike me había prometido una travesía a la luz de la luna en la lancha fueraborda, pero cuando lo miré y lo vi practicando su tiro de golf en el césped por órdenes de su padre, supe que nuestra breve excursión se esfumaría al instante si se enteraba de la posibilidad de un paseo en el barco de Phillip Jr. Mike odiaba que lo dejaran fuera de los planes familiares. El complejo típico del hijo menor.
—Nos encantaría —respondí—. Pero es que no he sido capaz de subirme a bordo de un velero desde hace años, desde lo que le ocurrió a papá —sostuve la mirada de Diana—. Mike te ha contado lo del accidente, ¿verdad?
—Claro que sí —respondió Diana con voz monocorde. Ladeó la cabeza ligeramente y luego se giró hacia Isabelle—. Aun así, seguro que los demás disfrutaremos de un paseo encantador —añadió mientras daba palmaditas en la mano de su protegida, con exquisitas uñas acrílicas—. Ah, ahí llega Binky con más bebidas, gracias a Dios.
Cuando el resto de la familia se arremolinó alrededor de la bandeja de plata con los cócteles, me acerqué a Mike y le di un tirón de la manga.
—Tu madre me sigue tratando como si yo no fuera nadie —comenté con los dientes apretados.
Mike me rodeó la cintura con el brazo y me apretó contra su costado.
—No es nada personal, Nat; es la costumbre —su tono indicaba que ya me lo había explicado con anterioridad—. Mamá apenas hizo caso a Isabelle hasta que Phillip le colocó el anillo de compromiso. Además, nuestras familias han sido amigas desde hace generaciones.
Ya empezábamos. Incluso cuando Mike trataba de consolarme, era imposible que no saliera a relucir la omnipresente jerarquía de las clases sociales en Charleston. ¿Qué se necesitaría para que los King me consideraran merecedora de un lugar en su corte?
—Quería comentarte —dije a toda prisa mientras Binky llegaba empujando un carrito con las ensaladas—. He declinado la invitación de tu madre para dar una vuelta en el velero de P. J. después de cenar —antes de que Mike pudiera protestar, añadí—: Sabes que lo paso fatal.
—¿Lo sé? —Mike se mostró desconcertado.
El tintineo de la campanilla nos interrumpió.
—La cena está servida —anunció Binky, y la familia feliz al completo tomó asiento. Esbocé una sonrisa irónica al fijarme en que, por la tarjeta que indicaba mi lugar en la mesa, Mike se iba a sentar justo enfrente de mí. Dudaba mucho que Diana hubiera ordenado semejante disposición de haber sabido hacia dónde se dirigía mi pie, subrepticiamente, bajo la mesa. A ver, señora King, ¿qué era eso de una marcha emocionante?
—Mikie —dijo Phillip Jr., utilizando el mote que yo tanto odiaba, mientras extendía mantequilla sobre una galleta de boniato—. La madre de Justin Balmer ha estado hoy en mi consulta.
¿He mencionado que, por lo general, Phillip Jr. era un pelmazo? Pero, de pronto, se ganó mi atención más absoluta.
—Por lo que me ha dicho —prosiguió—, sus bolsas bajo los ojos no son lo único que se está hundiendo con motivo de la Corte del Palmetto. ¿Cómo van tus pronósticos para que te nombren príncipe? ¿Son exageraciones de la señora Balmer, o realmente J. B. te lo va a poner difícil?
Diana, alarmada, dejó caer su tenedor sobre el plato. Clavó los ojos en Mike.
—Phillip está de broma, madre —dijo Mike, encogiendo los hombros para quitar importancia al asunto.
—En realidad, no —replicó Phillip. Pasó la vista a sus padres—. Recordadme cuántas generaciones de la familia King han sido coronadas en el Palmetto. ¿Cuatro, cinco, quizá?
—Todas y cada una de las generaciones desde que se fundó el instituto —respondió Phillip padre, al tiempo que hacía un gesto a Binky para que retirase su plato. Levantó su cuchillo para carne en dirección a Mike de modo que parecía una extensión de su cuerpo—. No se trata de un concurso de belleza que se pueda tomar a la ligera, Michael. Sabes que nuestra familia tiene un récord intachable.
Siempre me había imaginado que Mike se mostraba tan despreocupado sobre la posibilidad de convertirse en príncipe porque era la clase de asunto del que su familia no haría ningún caso. Pero ahora comprendí por fin una de las numerosas batallas silenciosas que yo libraba con Diana: cada día, después de clase, cuando yo colocaba en la parte delantera del escritorio de Mike el marco que encerraba su Certificado Nacional de Excelencia Académica, alguien lo volvía a colocar junto a su trofeo de fútbol americano una vez que me había marchado.
El éxito era cosa habitual para los King. Y ya que, cuando alcanzaban la madurez, se esperaban por su parte logros respetables, profesionales… ¿sería posible que el instituto, a ojos de la familia, significara deportes y popularidad, hasta el punto que ambos aspectos superaran a lo académico? De modo que los King se preocupaban por el resultado de la votación para la Corte del Palmetto tanto como yo misma. De repente, aquella cena pasó de ser un rollazo a una ocasión extremadamente beneficiosa.
—Desde luego, ¿quién podría olvidar el impecable discurso de coronación de Phillip Jr.? —recordó Diana al tiempo que se daba toquecitos en los labios con la servilleta—. ¿Cómo era, cariño? «En agradecimiento a este honor que se me confiere…».
—«… me ganaré vuestra absoluta confianza» —concluyó Phillip Jr., al tiempo que asentía con gesto altivo. Mirando a Mike, elevé los ojos al cielo para indicar que él no resucitaría semejante joya en nuestra coronación.
Phillip Jr. bajó la voz y apartó la cabeza de su madre.
—Pero claro, si le preguntáis a Isabelle, lo que recuerda de ese día no es precisamente mi habilidad verbal —masculló al tiempo que propinaba un codazo a su hermano Mike—. «No se te ocurra llamar cuando una carroza veas pasar». Ya sabéis…
Él y Mike compartieron una poco frecuente risita fraternal ante la mención de lo que ocurrió tras las puertas de aquella carroza durante el célebre trayecto del príncipe y la princesa camino a su coronación. Era una de las costumbres más antiguas del instituto, y también uno de su tabúes más conocidos. Media hora antes de la ceremonia de la coronación, una carroza tirada por caballos efectuaba dos paradas en el club de campo Scot’s Glen. Primero, para recoger al príncipe, en la sala principal; luego, recogía a la princesa, a las puertas del salón para señoras. Entonces, los destinados a la corona recorrían los dieciocho hoyos del campo de golf y eran transportados a la ceremonia para su gran entrada, justo a tiempo de pronunciar sus respectivos discursos.
Dependiendo de la relación entre los dos futuros miembros de la realeza, el trayecto en la carroza podía resultar una ocasión un tanto violenta o bien un paseo de lo más apasionado. Y, ni que decir tiene, siempre daba pie a todo tipo de rumores en el instituto. En caso de que existiera alguna química entre los elegidos, enviar a una princesa a la carroza era como enviarla al tálamo nupcial. De ahí el alarde subido de tono por parte de Phillip Jr.; de ahí la gélida y furiosa mirada en plan «delante de tus padres, ni se te ocurra» por parte de Isabelle.
—¿Y tú, Natalie? —me preguntó, desviando la conversación hacia un terreno más apropiado—. ¿También te vas a presentar como princesa?
Antes de que pudiera yo abrir la boca, Diana espetó con brusquedad:
—Isabelle, no cambies de tema.
Con el dedo gordo del pie, empujé a Mike en la ingle. Cuando levantó la cabeza como movido por un resorte y su mirada se encontró con la mía, enarqué las cejas de la forma más seductoramente amenazante que me podía permitir en una cena familiar. «Cariño, ha llegado el momento de pasar a la acción».
—Nadie está cambiando de tema —espetó Mike, obediente—. Si salgo ganador, será gracias a Nat.
Diana golpeaba contra el plato los dientes de su tenedor sin caer en la cuenta de que la mesa entera temblaba al ritmo de sus nervios. Me introduje en la boca otro pedazo de filet mignon, disfrutando al máximo del delicioso momento.
Nunca había visto a Diana King tan fuera de control. Había algo encantadoramente transparente en su cara de póquer.
«¿Había descuidado sus deberes como madre de la alta sociedad?».
«¿Tendría que hablar del asunto con alguien?».
«¿Era… uf… demasiado tarde?».
—En realidad, señor y señora King —dije con voz melodiosa mientras colocaba la mano en el brazo de Diana para silenciar el tenedor—. No tienen por qué preocuparse —introduje el dedo gordo a más profundidad entre las piernas de Mike, preguntándome fugazmente si conseguiría abrirle la bragueta con los dedos del pie.
—No es tan fácil como parece, querida —me respondió Diana.
—Puedo prometerles —respondí, otorgando peso a cada palabra— que su hijo y yo hemos encontrado una forma infalible de ganar —pasé la vista a Mike, y le desabroché el pantalón en presencia de su estirada familia—. Dentro de poco… habremos solucionado el asunto.
Mike se mordió el labio. A veces costaba averiguar si el rubor en sus mejillas se debía a la excitación que yo le provocaba, o a que le diera vergüenza nuestro inocente escarceo delante de su familia. Todos, excepto yo, parecieron aliviarse con la interrupción cuando Binky llegó con el sorbete entre platos.
—Gracias, Binky —dijo Diana, volviendo a adoptar su papel de reina—. Creo que le pediremos que nos sirva el postre a bordo del velero de P. J. Aunque claro, seremos solo nosotros cuatro —señaló a todo el mundo, excepto a Mike y a mí.
Mike me miró.
—¿Seguro que no te apetece…?
—Tu madre y yo ya hemos hablado de eso, ¿te acuerdas? Ha sido muy amable al tener en cuenta mis sentimientos, después de lo que le ocurrió a papá.
—Sí, claro —Mike asintió, mostrándose un tanto incómodo por no haberse acordado al instante. No le culpaba, la verdad, porque no es que exactamente me pasara la vida presumiendo de la desaparición de mi padre. El trágico accidente náutico no era más que una historia conveniente, lo bastante limpia para hacerla pública y lo bastante trágica para que nadie, ni siquiera Mike, me hubiera preguntado alguna vez por los detalles—. En ese caso, madre, cogeremos la lancha a motor, si te parece bien.
—Como quieras —respondió Diana, mientras se levantaba con intención de darnos permiso para abandonar la mesa—. Pero no te olvides de que, en lo que se refiere a la elección del príncipe la semana que viene, hablamos de algo más que de lo que tú quieres —volvió la vista hacia mí—. Se trata de un asunto de familia.
Mientras Mike y yo bajábamos por el sendero en dirección al muelle, me hizo una seña desde detrás del pino donde en cierta ocasión habíamos grabado nuestras iniciales. Nos abrazamos entre el denso follaje de las atrapamoscas que crecían como hongos en el jardín de los King. Las mandíbulas de aquellas plantas carnívoras estaban abiertas, aguardando su comida nocturna.
—Mi madre y tú os habéis compinchado para mi elección como príncipe del Palmetto —bromeó—. Mira, siento lo del velero. Me debería haber dado cuenta.
—Asunto cerrado —respondí a toda prisa—. Y si gracias a que tu madre y yo nos compinchemos consigues la corona, seré capaz de soportarlo durante una semana.
Pero yo no sentía que existiera ninguna complicidad entre nosotras. De hecho, mi orgullo aún se resentía por su salida de «un asunto de familia». ¿Cómo es que Mike no le daba importancia? Ahora estaba desamarrando la lancha. Mientras yo observaba cómo flexionaba los brazos al trabajar, noté una vibración en el cuerpo. Una fuerte vibración. Ah, un momento… era mi móvil, que vibraba en mi bolso.
Hice una mueca, pensando que debía de ser mi madre para pedirme que le comprara otra botella de vino en mi camino de vuelta a casa. Ninguna madre se ha emocionado tanto al enterarse de que su hija había conseguido su primer carné de identidad falsificado.
Pero el mensaje de texto no era la clásica demanda de alcohol por parte de mamá.
Adivina quién ha resucitado de entre los muertos. Vuelvo a ser un hombre libre y quiero celebrarlo con mi hija preferida. ¿Nos vemos y tomamos una copa?
La fachada de calma que había conseguido mantener durante la cena se esfumó, de pronto, en la oscuridad de la noche. Una gruesa y negra serpiente mocasín me pasó rozando los pies, y me agarré al pilote del muelle para estabilizarme.
—¡Nat! —me llamó Mike desde la lancha alzando la voz—. El motor está encendido. Ven de una vez para que te encienda a ti.
—Ahora voy —respondí con voz ronca.
Resucitado de entre los muertos, sí.
Papá.