El brío de mi lengua
—He tenido un día asqueroso —comenté aquella tarde mientras me descolgaba la mochila púrpura del hombro y la arrojaba sobre el asiento bajo el ventanal, en la habitación de Mike.
Él estaba de pie, junto a la puerta, retorciendo su sudadera de fútbol empapada por la lluvia, y cuando empecé a quitarme mis vaqueros mojados —lo bastante despacio para que pudiera disfrutar del espectáculo— vi que su reflejo en el cristal se tensaba en señal de atención.
—Defíneme «asqueroso» —indicó, dando un paso en mi dirección. La habitación estaba a oscuras, con la excepción del cálido resplandor de la lámpara de la mesilla de noche y la difusa luz blanca que entraba por la ventana desde el club de golf de más abajo. Mike recorrió mi pierna de un extremo a otro con el dorso de la mano y me dedicó una media sonrisa seductora—. ¿Asqueroso en plan intoxicación en un bar de mala muerte, o peor aún que el asqueroso día de ayer?
—Te burlas de mí —protesté con un gemido, apartándome de él para contemplar la hierba recién cortada del hoyo trece y la frondosa hilera de árboles que rodeaba el límite del campo de golf. Condensaciones de nubes verdosas se agitaban en lo alto, dispuestas a convertirse en lluvia de un momento a otro.
—Estás demasiado vestida para tomarte en serio —replicó Mike, haciendo que mi atención regresara al dormitorio y, mi cuerpo, junto al suyo. Dio un tirón a la ceñida camiseta de cuello vuelto negro que aún no me había quitado—. ¿No fuiste tú quién estableció la norma? —bromeó al tiempo que me besaba en el cuello entre palabra y palabra—. La verdad. Desnuda. Y absoluta.
Puse los ojos en blanco, pero también sonreí a medida que me sacaba la camiseta por la cabeza. Hacía frío en la habitación, y noté que en los brazos se me ponía la piel de gallina. Me estiré en sentido diagonal sobre la gigantesca cama de agua con el conjunto negro de ropa interior que me daba suerte y luego giré sobre el estómago de manera que Mike tuviera que pasar por encima de mí para encontrar espacio.
—La verdad, luego —dije, señalándome el cuello—. El masaje, ahora. Tengo una contracción del tamaño del estado de Georgia… Sí, ahí.
Mike, que se había quedado en calzoncillos de cuadros estilo boxer, se colocó sobre mí y adoptó la postura de masajista. Cerré los ojos y, por primera vez en todo el día, pude respirar en condiciones.
Después de enterarme por Tracy de lo cerca que estábamos de la victoria, no pude parar quieta en las clases, cada vez más ansiosa por urdir un plan que nos asegurara el triunfo; hasta el momento, era lo único en lo que podía pensar. Pero al sentir las manos de Mike en el cuello, tan enérgicas, tan poderosas, me olvidé de todo lo demás.
Me vino a la memoria la primera vez que vi sus manos: fuertes, bronceadas, agarrando un bate de béisbol; toda una presencia que considerar. Y es que el dormitorio de Mike daba al exclusivo club de golf Scot’s Glen, donde los chicos del otro lado de la ciudad —el lado malo de la ciudad— lo pasaban en grande al colarse a escondidas en el campo para lanzar pelotas de golf a las mansiones de alrededor. Típico de adolescentes, ya lo sé; pero es que en el lado del puente que daba a Cawdor no había gran cosa con que entretener a los críos acostumbrados a vivir en un camping para caravanas. Parte de la diversión consistía en que los chicos ricos guardaban arsenales junto a sus puertas traseras para ahuyentar a los vandálicos pobres.
Por descontado, yo había pasado buenos ratos con esos mismos malotes, carne de reformatorio, que solían tener nombres como Junior Junior. Mi antigua amiga Sarah Lutsky decía que no había nada que diera más emoción a un romance de clase baja que un altercado con la ley. Pero alrededor de la época en la que conocí a Mike ya me había decidido por hacer borrón y cuenta nueva.
Era el quince de septiembre, tercero de secundaria, y me había cambiado al Palmetto. Mi madre se acababa de volver a casar, otra vez, consiguiendo por fin la meta de su vida: trasladarnos al lado bueno del puente y, por lo tanto, al distrito escolar del instituto Palmetto. Así que cuando mi pelota de golf atravesó la ventana del dormitorio de Mike fue —por una vez— de manera accidental y, ni que decir tiene, supuso el fin de mi fugaz trayectoria como golfista.
Ahora parece una locura, pero nunca olvidaré que, cuando Mike salió de su casa agitando el bate de béisbol, con unos pantalones cortos de color caqui recién planchados, desnudo de cintura para arriba, mi primer instinto fue echar a correr. Ante la posibilidad de que te pillaran in fraganti, Sarah siempre había dicho: «Cuando la cosa se pone fea, vuelve nadando a casa».
—¡Eh, espera! —había gritado Mike mientras salía corriendo detrás de mí—. No te vayas, creí que eras… otra persona.
Me quedé paralizada junto a su piscina, con mi polo de golf recién estrenado y mi minifalda blanca plisada —regalo de mi padrastro y lo más caro que había tenido jamás—. En ese momento caí en la cuenta, por primera vez en mi vida, de que me había ganado el derecho a estar allí. Solo tenía que aceptarlo.
Mike aún desconocía lo mucho que aquel primer encuentro me había influido. Le gustaba pensar que el momento en que nos lo montamos junto al cobertizo de la piscina era lo que me hacía recordar aquel día con tanto afecto, e insistía en celebrar el aniversario un mes tras otro. Ahora llevábamos más de tres años saliendo en plan serio (bastante más de lo que duró el tercer matrimonio de mi madre). Llegado ese punto, en lo tocante a ciertos aspectos de mi pasado, todo ese asunto de «la verdad desnuda y absoluta» no tenía por qué cumplirse a rajatabla.
Mientras Mike se afanaba en masajearme el cuello, noté que me iba hundiendo cada vez más en un estado de relajación y solté un suspiro de felicidad.
—Eh, conozco ese sonido —Mike se inclinó sobre mi oreja para susurrarme—: Te estás quedando dormida. Ten en cuenta que no eres la única persona en el mundo que necesita aliviar la tensión después de las clases.
Mis ojos se abrieron como movidos por un resorte y me incorporé sobre la cama de agua, provocando que oscilara.
—¿Es que también te preocupa lo de las votaciones? —pregunté con voz acelerada—. Pensaba que era la única; pero hoy habrás visto los carteles, claro. ¿Crees que hemos puesto suficientes? ¿Crees que salimos mejor que todos los demás?
—No es que quiera estropear el momento —bromeó Mike. Frotó una mano en mi costado—. Solo me refería a que no me vendría mal un poco de… ejem… alivio para el estrés… No sé si captas la indirecta.
—Ah —respondí, alargando el brazo hacia el borde de la cama en busca de mi bolsa para meterme un chicle Juicy Fruit en la boca—. Eso.
—Sí —repuso Mike—. Eso. No te veo muy emocionada.
Cuando le miré a los ojos, me di cuenta de lo estúpido de mi respuesta. No era esa mi intención. Al estar tan pegada a su cuerpo siempre sentía la necesidad de arrancarle la ropa a tirones. No es que ya no fuera así; es que no me podía quitar la Corte del Palmetto de la cabeza.
—Lo siento, cielo —me disculpé, ocultando la cara en su pecho—. No hablaba en serio. Sabes que me vuelves loca —empecé a besarle hasta llegar a su estómago, lo que siempre le dejaba paralizado. Levanté la vista justo por encima de sus calzoncillos para mirarle cara a cara—. Lo que pasa es que quiero que todo el instituto se muera de ganas, tanto como yo, de que seas su príncipe.
Mike soltó un gemido y me acarició la cabeza.
—Me conformo con tu respaldo, no necesito más.
Introduje los pulgares por la cinturilla de los calzoncillos y chasqueé la lengua.
—Oh, oh. No es suficiente. Sabes que quiero celebrar nuestro estatus… con coronas.
—¿Por qué? —susurró—. ¿De qué estatus hablas? ¿A quién le importa otra cosa que no seamos tú y yo? —tiró de mí hacia arriba, y noté que nuestros cuerpos encajaban con la naturalidad de siempre. Tuve que hacer un esfuerzo para apartarme de él.
—Me importa a mí.
—Nat —suspiró Mike. Se incorporó y se alisó el pelo con los dedos—. Ya sé que llevas haciéndote ilusiones sobre que nos coronen a los dos desde que empezamos a salir, prácticamente; pero también entenderás que existe una vida aparte de la Corte del Palmetto, ¿verdad?
Mike me dedicó la sonrisa que siempre me dedicaba cuando empezaba a entusiasmarme. Sus ojos marrones estaban entrecerrados y el cabello oscuro, ondulado, le caía sobre la frente. Tenía que recordarle a Binky, la ama de llaves de la familia, que habría que cortarle el pelo a Mike en unos tres… no, en cuatro o cinco días, aunque por el momento le quedaba bastante mono.
Aun así, la monería no iba a conseguirnos nada en aquella etapa de nuestra vida. ¿Por qué era yo la única persona en la habitación que parecía ser consciente de ello? En momentos como aquel me daba cuenta de que Mike no entendía el concepto de trabajar por algo. Era como si, en caso de no tenerlo ya, o no poder lograrlo con sus encantos, no le interesara. A veces me preguntaba si siquiera era capaz de desear algo que costara conseguir.
Ahora se inclinó para besarme, pero le detuve, empujándole el pecho con dos dedos. Estaba a unos centímetros de mi boca.
—Si Justin Balmer te arrebata la corona, me muero —declaré.
Mike suspiró y se desplomó en la cama.
—No quiero volver a hablar de J. B. —Afirmó. Clavó la vista en los adhesivos fosforescentes del sistema solar que había pegado en el techo en la época en la que empezamos a salir, en la época en la que los sueños de la corona del instituto parecían tan lejanos como las estrellas del firmamento.
—Es increíble lo poco que te importa que a mí me importe tanto este asunto —di un puñetazo en la cama, provocando aún más olas. Luego, me agarré el puño con la otra mano para mantenerme quieta—. Por cierto, ¿has encargado ya mi ramillete de jazmín?
Nota: en caso de que estés leyendo esto en otro planeta, el jazmín no es solo la flor característica de Carolina del Sur; también es la que se elige, desde tiempo inmemorial, para el ramillete que lucen las chicas del Palmetto en los bailes del instituto. Por descontado, con el transcurso de los años, la tendencia a la horterada —tan propia de los estados del Sur— se infiltró en la antigua tradición y, hoy día, el ramillete de jazmín se ha convertido en el pariente lejano y nuevo rico del broche original.
En los viejos tiempos, los chicos se limitaban a recoger unos puñados de jazmín silvestre y sujetarlos con un imperdible. Pero el ramillete de hoy en día solo puede encargarse en la exclusiva floristería Duke of Jessamines, y las flores tienen el aspecto de estar montadas sobre asteroides. Son de seda, del tamaño aproximado de un disco volador y están decoradas con todos los pitos y campanas (y lazos y pegatinas y chapas con fotos y emblemas del instituto; hasta puedo jurar que el año pasado vi uno que se iluminaba y reproducía música) que tu pareja se pueda permitir.
Los chicos los encargan con semanas de antelación, y las chicas llevan puesto el ramillete al instituto el día anterior al baile. Es la única vez del año en que ves a las animadoras con pantalones de peto —la tela vaquera es la que mejor sujeta el peso—. El Día del Jazmín se ha convertido en un acontecimiento de tal importancia que, si tienes la mala suerte de que nadie te pida acompañarlo al baile, sencillamente, llamas diciendo que estás enferma. Mejor mentir que presentarse sin flores.
Es muy fuerte, ya lo sé. La gente de Duke of Jessamines tiene incluso que contratar empleados temporales para la confección de ramilletes en esta época del año. Y así fue como mi madre consiguió su empleo actual, y su actual benefactor… quiero decir, novio.
—¿Nat? —Mike me acarició el pómulo con el pulgar, interrumpiendo mis pensamientos—. Te he dicho que lo voy a encargar mañana.
—¡MIKE! —pegué un bote, horrorizada. Elegir el ramillete perfecto era la mayor demostración de compromiso que un chico podía dedicar en público a su novia—. ¡El baile es dentro de una semana! Sabes que siempre se agotan las mejores flores.
Mike me rodeó con su pierna. De nuevo, intentó besarme; pero escondí los labios y los fruncí.
—¿Es que te he fallado alguna vez? —preguntó.
Crucé los brazos, sin estar segura de que mi rabieta fuera en serio o en broma.
—Por el momento, no —respondí.
—Nunca te voy a fallar —prometió él.
—Me lo creeré cuando ganes a J. B. en las elecciones para príncipe.
Mike puso los ojos en blanco y esbozó una sonrisa.
—Tu obstinación resulta de lo más sexy. Pero ya te lo he dicho, ahora me llevo bien con Balmer. Me ha enseñado su disfraz para la fiesta del fin de semana.
Ay, Dios mío, con tantas emociones se me había olvidado por completo la alocada fiesta de carnaval de Rex Freeman.
Era la única vez del año en la que todos los alumnos del Palmetto —con excepción de los monitores de grupo más puritanos— se desmelenaban y hacían toda clase de locuras. Aquel fin de semana, las chicas se pondrían las típicas máscaras con plumas y velo; pero yo estaba decidida a presentarme con algo que resaltara entre el gentío de aspirantes a prostitutas. Los chicos llevarían sombreros panamá, petacas en la americana y camisa ajustada apenas sin abrochar. Con frecuencia, acababan teniendo un aspecto más escandaloso que sus compañeras.
Me encantaba elegir nuestros disfraces cada año; pero, en realidad, lo que más me gustaba de Mardi Gras era que, a la mañana siguiente, en la iglesia, veía a todas las chicas recién duchadas, tan modositas, cuando aún las recordaba enseñando los pechos para conseguir collares, según la costumbre del Mardi Gras de Nueva Orleáns. Era una ocasión que esperaba con impaciencia año tras año pero, aquel día en particular, la idea de la fiesta de Rex se convertía en otro asunto más del que encargarse.
—¿Y qué? —pregunté a Mike con tono malhumorado—. ¿J. B. y tú estuvisteis intercambiando collares de Mardi Gras en el cuarto de baño? —previamente, Mike y yo habíamos acordado que nuestros disfraces serían una sorpresa hasta que nos presentáramos en la fiesta.
—Claro que no —Mike se encogió de hombros—. Solo me enseñó lo que va a llevar. El muy tonto se va a poner una boa de plumas. Te partes.
—Lo dudo —repliqué. La imagen de J. B. avanzando a traspiés, borracho, con una boa de plumas rosa fucsia no me seducía en lo más mínimo, a menos que dicha boa de plumas sirviera para humillarle y/o aniquilarle en público.
Entonces, Mike me puso el pulgar en los labios.
—¡Eh! —dijo con suavidad—. Si prometo conseguirte un ramillete que deje por los suelos a todos los demás, ¿me darás un beso?
Me incliné hacia él y traté de calibrar la expresión de sus ojos. Parecía totalmente sincero. Me pregunté si su opinión cambiaría en caso de que le contara unos cuantos detalles desagradables sobre J. B. Aunque, claro, supondría divulgar cierta información acerca de mi pasado que me había encargado de desterrar a lo más recóndito de mi mente; pero, a veces, la situación se vuelve desesperada.
—Venga —insistió con tono cariñoso—. Bésame.
Tiré de Mike hacia mí de manera que nuestros labios apenas se rozaban cuando tomé la palabra.
—Si te beso, ¿me prometes ocultarle tu disfraz a J. B. hasta el sábado por la noche?
Mike frunció el entrecejo de la manera que hacía cuando, aun sin entender mi lógica, se fiaba de mí lo bastante como para no ponerla en cuestión. Sus poderosas manos me rodearon y apretó sus labios contra los míos. Me separó la boca con la lengua y, al entregarme a él, percibí dentro de mí una fuerza desconocida hasta entonces.