Capítulo I

Algo malo viene por el camino

Era la semana más importante de mi vida. Quedaban diez minutos para que sonara el timbre. Me había colocado tras la puerta del baño de chicas de cuarto de secundaria y estaba perfeccionando una de mis destrezas favoritas, aunque eso de «escuchar a escondidas» suena fatal. Más que nada porque, en mi caso, se me da estupendamente. Admítelo: el truco del móvil pegado a la oreja, el sofisticado gesto de concentración en el semblante… A la primera te convencía de que solo estaba escuchando un mensaje nocturno de Mike, o revisando los preparativos para la fiesta que Rex Freeman organizaba el fin de semana con motivo del carnaval Mardi Gras. ¿Verdad que te convencía?

Y es que en el instituto Palmetto las cosas nunca eran lo que parecían. Cualquier bicho viviente sabía que las chicas de cuarto —también conocidas como «las bambis»— eran los juguetes preferidos de los alumnos de último curso. Las pocas chicas del instituto que teníamos la suerte de haber nacido inteligentes habíamos averiguado que las sesiones matinales de belleza de las bambis eran terreno fértil para escuchar a escondidas. El fisgoneo en el baño de las de cuarto curso era meramente preventivo, para mantenerse al tanto.

A través de la puerta, entre los siniestros estallidos de los truenos procedentes de la tormenta que rugía en el exterior, distinguí el gimoteo de una bambi:

—¿No os parece injusto que haga un tiempo tan espantoso?

El mes de febrero en Charleston era especialmente impredecible. Grandes nubarrones negros llevaban rondando toda la mañana, amenazando con descargar en cualquier momento y calarnos hasta los huesos.

—Es como una maldición de Dios para que el pelo se nos ponga todo encrespado esta noche, en el partido —convino su amiga, otra bambi—. ¡Eh! ¿Quién me ha quitado el corrector?

—Cariño —intervino una tercera bambi con su acento sureño—. Las campanas de fiesta de la semana que viene están demasiado lejos para que ya empecéis a poneros en plan diosas. Pásame el acondicionador.

¡Dios mío! Aquellas chicas eran unas plastas. Si quería enterarme de algo a través de ellas (es decir: a quién pensaban dar su voto los de segundo de bachillerato en las ansiadas elecciones a Palmetto Court, o Corte del Palmetto, la semana siguiente), no tenía más remedio que entrar en el baño. Cerré el móvil de un golpe y dediqué mi sonrisa más teatral al grupo de actores aficionados partidarios del amor libre que pasaron junto a mí por el pasillo. Luego, furtivamente, atravesé el umbral del cuarto de baño.

Una vez en el interior de Bambilandia, elevé las cejas, fruncí los labios y me introduje en una nube de laca para el pelo de aroma a naranja con objeto de abrirme paso hasta el espejo.

—Chicas de cuarto —espeté—. A un lado.

Tras un coro de «Hola, Natalie» y «Perdona, Natalie», las bambis cerraron el pico y se retiraron. Toda conversación sobre las nubes de tormenta y el subsiguiente encrespado de pelo pareció quedar olvidada.

Hasta la propia Kate Richards, cabecilla del grupo y la menos censurable del conjunto, soltó sus tenacillas de rizar y se apartó. Kate se había ganado mi admiración durante su novatada en tercero de secundaria, el año anterior, cuando una alumna de último curso le había entregado unas tijeras y le había pedido que rindiera respeto sacrificando sus tirabuzones, que le llegaban hasta la cintura. La mitad de mi clase aún no se había repuesto del espectacular desafío por parte de Kate, quien se marchó hecha una furia negándose a pagar su novatada aunque, personalmente, me veía obligada a respetar a una chica con tal coraje.

Aquella mañana Kate sabía —al igual que sabían todas las demás— que no era corriente el hecho de que una alumna de segundo de bachillerato se adentrase en territorio bambi para retocarse. De un solo gesto, se colocó en el pliegue del codo los estuches de maquillaje de toda su camarilla y me dejó un espacio libre en la encimera. Le di las gracias con un guiño y ella me hizo otro guiño en respuesta, al tiempo que se echaba hacia atrás la parte rizada de su ya legendaria melena de color miel. Con aire despreocupado, solté mi neceser con las pinturas. Eché una ojeada al espejo. El cabello, moreno, me caía suavemente sobre los hombros, otorgando brillo a mis ojos marrón oscuro. Mi piel era suave y tersa. Pero justo en mitad de la frente me descubrí una fastidiosa línea que denotaba preocupación. Respiré hondo de nuevo y saqué mi rizador de pestañas.

A través del ojo que no estaba atrapado en lo que Mike denominaba «aparato de tortura medieval» inspeccioné el efecto que mi presencia había causado en la escena, ahora silenciosa.

—¿Qué pasa, chicas? —pregunté, dando la espalda a Kate de manera que supiera que no me refería a ella—. ¿Es que Nat os ha comido la lengua, o qué?

Steph Merritt, la típica alumna de cuarto rubia de bote, se miró los pies y balbuceó:

—Verás, Nat, estábamos comentando que nos encantan tus carteles para Palmetto Court.

—¿Ah, sí?

Las ventanas de la diminuta nariz de Steph se ensancharon a causa de la alarma. Por regla general, yo respetaba las mentiras sin importancia —una chica se ve obligada a hacer ciertas cosas—, pero ese día los falsos halagos de Steph resultaban tan patéticos como su tinte de pelo. Antes de que yo entrara, aquellas chicas habían estado completamente absortas en su pelo estropajoso y su acné. En caso de que los tíos con los que se acostaban hubieran mencionado a quién iban a votar, las bambis, seguramente, serían demasiado estúpidas como para acordarse. En efecto, dormían con su enemigo; pero, a su edad, un jugador de fútbol americano de segundo de bachillerato se confundía con el siguiente.

Me indignaba malgastar el tiempo antes de que sonara el timbre. Una vez que mi máscara de pestañas se hubo secado, supe que tendría que buscar la información en otra parte.

Las alumnas de primero de bachillerato no estaban ni mucho menos tan unidas a los de último curso como las bambis. Las de primero eran apasionadas, sí; pero tendían a un modo de vida alternativo y, por lo general, pasaban el tiempo en los pantanos con forasteros desaliñados que conducían furgonetas surtidas de inhaladores para todo tipo de sustancias.

Aun así, se sabía con certeza que en su cuarto de baño, antes de las clases, ocurrían cosas extrañas. Corrían rumores de que la flor y nata del curso había pronosticado cuándo perdería la virginidad Lanie Dougherty —incluso la hora exacta— y había acertado. Y justo el mes anterior, esas mismas alumnas habían sido las primeras en enterarse del humillante escándalo del desfalco que acabó con la destitución del director Duncan, reemplazado temporalmente por el director Glass, un pringado de marca mayor.

En el espejo situado detrás de mí, Darla Duke se estaba hurgando un enorme grano rojo en la zona T. Créeme cuando te digo que Doble D no me caía mal del todo, porque su padre salía con mi madre. Con la espalda cubierta de acné, la nariz permanentemente quemada por el sol y el escote demasiado visible, la chica era un cardo. Cuando me pilló observando —con las cejas enarcadas a causa del horror— cómo se toqueteaba el grano, de la forma en la que un vegetariano observaría, por ejemplo, una ternilla de cerdo, dejó caer las manos a los costados.

Abrí mi caja de polvos compactos y me di unos toques en la nariz con la borla rosada.

—No te preocupes, Darla —le dije—. Puede que esta tarde haya desaparecido.

Las bambis ahogaron un grito. Era una grosería mencionar los problemas de acné de otra chica, incluso en la intimidad del tocador.

Puse los ojos en blanco.

—Me refiero a la tormenta.

Afuera, rugían los truenos. Largas ramas de sauces llorones golpeaban las ventanas, y las de cuarto gimoteaban y se tiraban del pelo al mismo tiempo. Resultaba embarazoso observar hasta qué punto se indignaban por unos cuantos mechones sin importancia antes de la fiesta previa a un partido. ¿Cómo esperaban aguantar el tipo al cabo de dos años, cuando habría asuntos legítimos sobre los que preocuparse? Solté un suspiro y, de mi mochila color púrpura, saqué mi arma secreta: un bote de brillo para el pelo, gentileza de mi madre. No es que necesitara conseguir votos de aquellas chicas; pero, en su terreno, podías atrapar un montón de moscas con productos para el pelo buenos de verdad.

—¿Me prometéis compartirlo? —pregunté a las de cuarto, al tiempo que agitaba el bote en el aire.

La Reina del Acné alargó las manos como si yo acabara de hilar oro en una rueca.

—Ay, Dios mío, gracias —Darla parpadeó varias veces—. Nos echaremos un toque cada una.

—De acuerdo —repuse yo, encaminándome a la puerta—. Y no os volváis locas.

—Nat —la voz ronca de Kate destacó entre los gorgoritos de las otras chicas. Tiró de la correa de mi mochila—. Espera un momento.

—Dime —me giré para enderezar el cuello de su camisa blanca modelo Oxford y ajustarlo bajo el jersey de cachemir rosa pálido.

—Tracy Lampert quiere verte —anunció, dejando a la vista por un instante el piercing en la lengua que apenas enseñaba en el instituto—. Baño de primero de bachillerato —decretó Kate—. Antes del timbre.

Mmm… Tracy Lampert era la autoproclamada gurú de la clase de primero. Daba audiencia permanente en el cuarto de baño correspondiente a su curso, hasta el punto que había quien se preguntaba si asistía a clase alguna vez.

—Me va bien —respondí, al tiempo que me preguntaba fugazmente de qué iría el asunto. Tracy y yo éramos colegas, pero no recordaba la última vez que habíamos quedado para vernos—. De todas formas, iba camino a la planta de arriba —añadí, mientras me despedía del resto de las bambis encogiendo los hombros—. Hasta luego, chicas.

Mientras subía las escaleras en dirección al sanctasanctórum de Tracy me sorprendí al descubrir que, de pronto, los pasillos se habían llenado de carteles electorales de mis adversarios, los candidatos a ser elegidos príncipe y princesa de la «Corte» del instituto. Al contemplarlos, solté una carcajada, y no solo porque alguien hubiera convencido a June Rattler para que ampliara una foto suya con la cara roja y las mejillas hinchadas mientras tocaba una tuba, y la utilizara para su cartel de aspirante a princesa del instituto —aunque resultaba divertido y, en cierta forma, perturbador—. No, me eché a reír porque, por extraño que pudiera parecer, me agradaba darme cuenta de que no era la única estudiante del Palmetto a quien obsesionaba la idea de ostentar la corona.

El instituto al completo parece volverse loco ante la llegada del Palmetto Ball Court, el gran baile anual. Durante un mes, año tras año, los hippies olvidan su juramento de reducir las emisiones de dióxido de carbono y se acomodan alrededor de sus hogueras, altas como cometas, mientras elaboran tantos carteles rutilantes como el resto de sus compañeros. Las más golfas empiezan a ponerse ropa interior y regresan a la iglesia para ganar puntos ante los virtuosos jueces que anuncian la decisión final. Por norma general, antiguas princesas convertidas en madres sobornan al instituto con donaciones para nuevas salas en la biblioteca con objeto de asegurar el legado real de sus propios hijos. Hasta los chicos se ponen a dieta a base de salsa de apio picante con el fin de bajar unos kilos antes de posar para las fotos de su campaña.

Sí, los tíos también se lo toman así de en serio. A menos, claro está, que hablemos de mi novio. Le quiero, ¿vale? En serio. Mike y yo, indiscutiblemente, somos la pareja con más posibilidades de éxito del instituto. Lo que pasa es que si todo el mundo en la faz de la tierra consiguiera salirse con la suya prestando tan poca atención a ciertas cosas, como es el caso de Mike… en fin, puede que no existiera una campaña electoral para la elección de la Corte del Palmetto.

Y eso que la campaña es solo el principio. Una vez concluida la votación y anunciados los ganadores, empieza el auténtico reinado del príncipe y la princesa. Alcanzar la «realeza» en el Palmetto significa que te conviertes en un cruce entre embajador de buena voluntad y celebridad del más alto rango. En resumen: has llegado.

Para celebrar la ocasión, el instituto en pleno te dedica una serie de fiestas que se prolongan durante una semana. En primer lugar, la coronación en el club de campo —a la que el príncipe y la princesa acuden en una rutilante carroza—. A continuación, el Día del Jazmín, cuando las chicas lucen en sus vestidos ostentosos ramilletes de la flor característica de Carolina del Sur. También está el célebre vídeo Camino a Palmetto, ampliamente distribuido y con fama de haber conseguido que antiguos príncipes y princesas accedieran a las mejores universidades del país. Finalmente, claro está, se celebra el gran baile.

—Dame una cuenta atrás para el baile. ¡Venga! —la voz de Rex Freeman resonó por el pasillo.

Rex, con su pelo rojo rapado y sus bíceps abultados bajo las mangas enrolladas de la camiseta, era mucho más pasota de lo que en ese momento parecía. Por lo general, solo se ponía en plan tirano cuando se trataba de conseguir la cantidad suficiente de barriles de cerveza para sus fiestas. Pero por la expresión de pánico de su larguirucho ayudante de cuarto de secundaria, Rex se estaba tomando muy en serio su trabajo como comisario electoral del año.

—¿Es que soy tartamudo, o qué? —ladró Rex al pobre chico—. Te he preguntado que cuántos días quedan.

—Eh… quince —gorjeó el chico, retrocediendo hasta chocar contra una taquilla.

—¿Y cuántos carteles se le permite colgar en las paredes a cada candidato cuando quedan quince días? —vociferó Rex.

Mientras el alumno de cuarto hojeaba frenéticamente un fajo grapado de normas e instrucciones, Rex levantó la vista y me sonrió.

—Supongo que su número de carteles es conforme al reglamento, señorita —bromeó, adoptando el tono provinciano de los agentes de la ley del estado de Carolina mientras me daba un apretón en el hombro.

—Ay, agente, ya sabe usted que siempre obedezco las reglas —repliqué yo también en broma, correspondiendo a su acento sureño con mi mejor interpretación de damisela en apuros.

—Pues ya es más de lo que se puede decir de tu novio —Rex hizo una mueca y bajó la vista a sus bíceps—. Creo que voy a necesitar un curandero después del placaje que me ha hecho hoy.

Solté un gruñido y me metí un Juicy Fruit en la boca. Rex y Mike estaban muy unidos desde que, sin querer, ataron juntos los cordones de sus respectivos zapatos cuando estaban en segundo de primaria, de modo que me había acostumbrado a sus chascarrillos. Pero aquella semana no era el mejor momento para sufrir una estúpida lesión en un partido de fútbol americano, desde luego.

Por lo general, me encanta la actitud de Mike en el instituto: alegre y despreocupada, siempre conseguía triunfar. Saltaba a la vista que nos complementábamos. Pero la elección de Mike para la Corte del Palmetto debería haber sido coser y cantar, como ocurría en mi caso. Y lo habría sido si se hubiera esforzado en lo más mínimo. Bueno, y también si no fuera por Justin Balmer.

Me incliné y di unos golpecitos en el fajo de papeles que el lacayo de Rex seguía manoseando.

—En tu lugar, me fijaría en el número de carteles de J. B. —Advertí, y me encaminé pasillo abajo.

De todos los carteles pegados en las paredes, seguro que el de Justin era el que más nerviosa me pondría, por lo cual me prometí esquivarlo. Estaba a punto de llegar sin percance al baño de las chicas de primero cuando me topé frente a frente con la encarnación en cartulina de J. B. y me detuve en seco.

En la foto, Justin aparecía bronceado y desnudo de cintura para arriba en uno de los barcos atracados en el muelle privado de su padre, en los alrededores de Folly Beach. De acuerdo, la foto no estaba mal del todo. De hecho, la intensa mirada de sus ojos verde oscuro estuvo a punto de hacerme dar un traspié. Cuando me incliné hacia delante para mirar más de cerca, caí en la cuenta de que conocía aquel barco. En cierta ocasión había pasado en él una tarde interminable, cuando… Bueno, cuando las cosas eran diferentes.

«Justin Balmer —rezaba el cartel—, destinado a ser príncipe desde hace dieciocho años».

¡Venga ya! ¿Justin, príncipe? Más bien impostor, diría yo. A fuerza de sinsabores, aprendí que J. B. era mucho menos que la suma de sus virtudes sociales. Te costaría encontrar un tramposo de su talla en el Palmetto, que ya es decir. Concentré mi atención en la imagen mientras me preguntaba qué zorra del grupo de las bambis se habría encargado de hacer la fotografía, y cuándo.

—Creía que ya no rendías culto a los ídolos —era Justin. Estaba apoyado en la pared y me sonreía, satisfecho, con esos mismos ojos verdes. Desprendía el olor de siempre: a loción para después del afeitado y a hierba recién cortada.

Señalé el cartel con gesto indiferente.

—Estaba comprobando si tenías una mancha en el pecho, o un lunar gigante —comenté—. Has engordado, ¿no?

—Bonito pretexto, Nat —respondió en voz baja—. Pero tú y yo ya sabemos todo lo que hay que saber sobre nuestras respectivas y encantadoras imperfecciones —me pasó la mano por la parte baja de la espalda, por dentro de la cinturilla de los vaqueros.

Le empujé contra la taquilla y, acto seguido, me giré en busca de posibles testigos. No quería que nadie me viera pelearme con Justin Balmer a plena luz del día. Por suerte, la única persona que se encontraba en el pasillo era Ari Ang, quien pasó a toda velocidad por nuestro lado llevando en la mano un tazón con un líquido verde.

—No he visto nada —imploró Ang, al tiempo que se cubría sus enormes gafas con el tazón—. Solo voy a clase de Química… —su voz se fue apagando y me giré para encararme con Justin.

Tiempo atrás, nos habríamos reído de la costumbre de Ang de llevar una bebida caliente en la mano permanentemente. Pero ahora lo que me apetecía era escupir en la cara de J. B. el chicle que me acababa de meter en la boca. Aun así, me obligué a tragarme la bilis y esbocé una sonrisa forzada.

—Mmm —ronroneé—. Me encanta que aún te creas que tus… ¿Cómo has dicho antes?… «encantadoras imperfecciones» siguen siendo un secreto —deliberadamente, clavé los ojos en la entrepierna de Justin y luego escupí el chicle, arranqué un pedazo del cartel de Justin y envolví la bola amarilla con el papel—. No te preocupes —proseguí—. Mis labios están sellados. Pero si alguna vez quieres comprobarlo, en serio, prueba a meterte en el blog que las bambis tienen sobre ti, y a lo mejor dejas de ir por ahí echando polvos sin parar. Esas pibas son implacables. Hasta luego.

—Nat —me agarró de la muñeca, obligándome a mirarle cara a cara—. Venga ya.

—¿Venga ya, qué?

—¿Es que un tío no puede cambiar? —formuló la pregunta en voz tan baja que tuve que inclinarme para oír.

Me quedé allí parada, conociendo la respuesta tan bien como conozco mi propio nombre: no. Pero me faltaron arrestos para contestarle. Al final, opté por apartar la mano de un tirón y esconderme en el baño de las de primero de bachillerato. Una vez dentro, me apoyé contra la puerta para recuperar el aliento. Me pregunté si Justin seguiría al otro lado. Me pregunté si habría algo que yo pudiera hacer para que perdiera los nervios.

—Eh, Tracy —dije, volviendo a encajarme una sonrisa en la cara al ver a las de primero en su círculo esotérico.

Tracy Lampert abandonó su puf azul marino, en un rincón del cuarto de baño. Sus largas trenzas negras oscilaron hacia delante cuando se dirigió a darme un abrazo. Por lo general, soy la primera a quien molesta que, en Charleston, una chica no pueda salir un momento a consultar su buzón de voz sin que a la vuelta le den un abrazo; pero tras mi rifirrafe con Justin en el pasillo no me venía mal un poco de afecto, aunque procediera de la pseudovidente Lampert.

—Nat, ¿te encuentras bien? —preguntó Tracy. Aunque sus proverbiales gafas con cristales azul zafiro le ocultaban los ojos, era como si me mirara fijamente con la voz—. Tu órbita de energía está muy presente, lo que puede ser positivo o negativo, según…

—Estoy bien —atajé.

Tracy arqueó las cejas, aunque dio el tema por cerrado.

—Siéntate —indicó con voz melodiosa—. Toma un poco de té.

Tracy me sirvió una taza de humeante chai de una tetera caliente, situada en el alféizar de la ventana, mientras sus dos ayudantes, Liza Arnold y Portia Stead, tomaban asiento en sus respectivos pufs flanqueando a su líder. Portia se recogió la larga melena en un gigantesco moño rubio mientras que Liza cerró los ojos con aspecto meditabundo. Ahogué una carcajada al tiempo que pensaba que, para cuando aquellas chicas llegaran a segundo de bachillerato, habrían superado aquella fase hasta tal punto que, al mirar atrás, ellas mismas se doblarían de risa. Pero en aquel momento me encontraba en sus dominios, así que me dejé caer sobre el puf que quedaba libre en el círculo.

—Bueno —empezó Tracy, otorgando a la palabra un peso de lo más curioso—. ¿Cómo te va?

Ladeé la cabeza.

—Me va bien —repuse—. ¿Y si hablamos de por qué me has llamado?

Liza abrió los ojos, abandonando su estado de meditación. Echó un vistazo a su reloj y luego le dijo a Tracy:

—Cuéntaselo. Va a sonar el timbre.

Levanté la barbilla.

—¿Contarme, qué?

—Vale, iré al grano —respondió Tracy. Su voz experimentó un cambio y dejó paso a su nativo acento sureño, lo que provocaba que el lunar hindú que llevaba en medio de la frente resultara más bien ridículo—. Mi cuñada va a estar en el equipo de recuento de votos para la Corte del Palmetto de este curso —explicó—. Anoche me contó una cosa sobre Justin Balmer. A ver, ya sé que Justin y tú tenéis una historia…

Coloqué una mano en alto.

—No tenemos ninguna historia, para nada.

—Lo que tú digas —respondió Tracy—. Salta a la vista que Mike y tú sois muy felices; lo único que digo es que, en mi opinión, deberías saber que este año corren rumores sobre J. B.

Noté que la sangre me teñía las mejillas. Aunque, teóricamente, en las elecciones para la Corte del Palmetto solo votaban los alumnos, todo el mundo sabía que, entre bastidores, la Dirección del instituto, tan virtuosa, tan de derechas, no quitaba ojo a las urnas para cerciorarse de que ningún «indeseable» conseguía la corona.

Tendría que haberme imaginado que J. B. haría una de las suyas para asegurarse de que algún miembro de la mesa electoral le echara un cable. ¿Qué habría hecho? ¿Sobornar a los jueces? A mí también se me había ocurrido, la verdad…

—De acuerdo, ¿a qué contadora de votos llena de arrugas se está follando ese gilipollas? —solté de sopetón.

Las de primero ahogaron un grito, y Tracy se tapó la boca para sofocar la risa.

—No, tesoro, me has entendido mal. Los jueces no tienen precisamente una buena opinión de J. B. —Se colocó una trenza por detrás de la oreja—. Entre tú y yo, alguien está intentando que no consiga la corona. Alguna enemistad el verano pasado, creo; no conozco los detalles. Te decía esto porque…

Recuperé el aliento. Hasta me entraron ganas de besar a Tracy.

—Porque sabes que estaba preocupada por Mike —concluí yo.

—Exacto —Tracy hizo un gesto de asentimiento—. No hay nada seguro, claro está; pero se me ocurrió que debía informarte. Esa cara de póquer tuya no está nada mal. Aun así, odio ver que a una chica guapa le salen arrugas prematuras en la frente cuando puedo hacer algo por echarle una mano.

—¿Sabe Justin que le están poniendo la zancadilla? —pregunté, tratando de alisarme la frente sin que se notara demasiado.

Pero antes de que Tracy pudiera responder, un trueno de dimensiones apocalípticas estalló en el exterior. Todas las chicas se apiñaron junto a la ventana para mirar.

—¡Ay, Dios mío! —gritó Liza, contemplando lo que se iba convirtiendo por momentos en una tormenta de granizo monumental—. Nos dejamos las pancartas en el aparcamiento. ¡Están pintadas con témpera! ¡Se van a borrar!

Al instante, el baño de primero de bachillerato se movilizó. Supuse que los hippies no siempre podían estar en paz con el clima. Las chicas empezaron a chocarse entre sí para guardar sus botes de aceite corporal en sus neceseres de cáñamo y proteger de los elementos sus pancartas representativas del espíritu de primero.

Antes de salir, Tracy me agarró por el codo.

—J. B. no sabe nada de esto —advirtió—. Mejor será que lo dejemos así, ¿me entiendes?

A continuación, ella y sus amigas se dispersaron, trasladando al exterior su propia tempestad. La única señal de vida en el baño vacío era el movimiento de la puerta de vaivén que daba al pasillo. La puerta de vaivén con la cara de J. B. pegada a la madera.

«¿Es que un tío no puede cambiar?».

La pregunta seguía resonando en mis oídos. Pero ya la había escuchado demasiadas veces. Así que me planté frente al cartel medio arrancado y pasé la mano por encima de su cara, como hacen en las películas para cerrar los ojos de los muertos.

Luego, mirando a ambos lados del pasillo desierto, arranqué el cartel de la puerta, lo doblé por la mitad cuidadosamente y lo arrojé a la papelera de reciclaje de primero de bachillerato. Al fin y al cabo, mi curso de primero no quedaba tan lejano como para haberme olvidado de cómo se practicaba el vudú.