Con el regreso de Nueva York —ya habiendo terminado el tratamiento de fertilidad— había llegado la hora de enfrentarme a la quimioterapia. Había oído hablar del tema pero al vivirlo comprendí que es difícil encontrar palabras para explicar todas las sensaciones que te causa este tratamiento. Está para curarte pero a la vez te deshace ante tus propios ojos.
El 9 de agosto de 2005 fue mi primera sesión de quimioterapia. Llegué de lo más positiva al hospital, preparada para comenzar el tratamiento que me terminaría de curar. Ese día me acompañaron Adilsa y Fonsi. Esa mañana no comí nada pensando que, si lo hacía, quizás me darían más ganas de vomitar. Ya sabía que las náuseas eran uno de los efectos secundarios de este tratamiento tan feroz. Sin embargo, cuando me vi con la doctora previo a la sesión, me explicó que en realidad era mejor que comiese algo antes porque era probable que después no me dieran ganas de comer nada. De esta manera evitaría estar con el estómago vacío el día entero.
Así que fueron a un restaurante cercano de comida rápida y me trajeron algo ligero para almorzar antes de mi sesión. No sé si fue el hecho de comer pollo o si simplemente fue una cuestión psicológica, pero desde ese día nunca más pude comer ese plato específico de ese restaurante. No lo soporto. Sea en mi cabeza o en mi estomago, la mezcla de ese pollo con la quimioterapia que le siguió me causó un rechazo absoluto.
LA VERDAD ES QUE NO dimensionaba la etapa que estaba comenzando ese día. Nunca supe bien, hasta ese momento, lo que era una quimioterapia. No sabía a lo que en realidad estaba por enfrentarme ni comprendía esa sensación casi indescriptible de todo ese proceso.
Lo primero que me hicieron al sentarme en la silla de la sala de quimioterapia fue desinfectarme la zona del portal con alcohol. Luego me pusieron un spray que se sentía frío contra mi piel y después colocaron la aguja en el portal, lugar por donde pasaría la quimioterapia. Antes de comenzar a darme el tratamiento, me enjuagaron el portal con un líquido salino para limpiarlo, acto que me dejó una sensación de agua salada en la nariz y la boca. No es desagradable, no sabe a nada, simplemente es algo extraño. Me acomodé bien en la silla, que en realidad era casi como un silloncito mullido, cosa que se aprecia porque el tratamiento puede durar unas dos a tres horas, y dejé que la enfermera terminara de preparar todo para comenzar la sesión. Tenía una televisión particular cerca de la silla donde podía ver programas para distraerme durante el tratamiento. Recuerdo que en esa época a la que más me gustaba ver era a Charytín. Su alegría y energía me levantaban muchísimo el ánimo.
Mi quimioterapia consistía en tres bolsas de medicamentos intravenosos y una inyección al día siguiente. Me tocaban seis sesiones, una cada tres semanas, durante un período de dieciocho semanas. El tratamiento de los líquidos se llamaba FEC 100 y consistía en una bolsa de fluorouracilo, otra de epirubicina y la última de ciclofosfamida. La inyección del día siguiente se denominaba Neulasta (pegfilgrastim) y se usa para aminorar las posibilidades de infecciones que pueden ser causadas por la quimioterapia.
Yo identificaba a las tres bolsitas así: la medio amarilla, que iba primero; la «colorá», que iba segunda y es la que muchas veces causa la caída del pelo; y la última, que era un líquido más bien transparente. A la segunda, la colorada, yo la apodé la sangre de Cristo porque sentía que me curaría todos los males. Era mi manera de ver esos líquidos que causaban efectos secundarios tan desagradables con una luz favorecedora.
Durante el tratamiento de quimioterapia, y como había que pasar un rato largo sentado en ese silloncito, yo hacía lo posible para sentirme en casa. Llevaba mi manta, mi almohadita, algunas películas, cualquier cosa que me hiciera sentir más cómoda. En esos sitios hace bastante frío con el propósito de evitar la reproducción de bacterias; mi mantita, entonces, era esencial.
Recuerdo que uno de los efectos que sentí al recibir la quimioterapia fue muchas ganas de ir al baño. Como la bolsa de medicamento se encontraba colgada de una especie de perchero de metal portátil, podía ir y venir del baño libremente con mi medicamento al arrastre. A medida que iban pasando las horas, sentía cómo mi fortaleza y buen ánimo se aminoraban poco a poco. No era que las perdiera pero es inevitable que esos niveles de energía con los que uno llega bajen al comenzar a sentir algo de malestar. Lo que no sabía durante esa primera sesión es que esa sensación de malestar se agudizaría con cada una de las siguientes rondas hasta llegar a un punto en el que pensar en tener que ir a la siguiente sesión se hacía casi inaguantable.
Otra cosa que recuerdo de esa primera sesión es que de pronto sentí como si me estuviera dando un bochorno y un calor sofocante emanara de mi cuerpo. La cabeza me pesaba, me sentía mareada. Recuerdo sobarme la cabeza porque sentía que algo me molestaba. Me sentía nublada, agobiada. Al salir de ahí el carro me molestaba, la gente me molestaba, me sentía irritable. Hasta peleé con Fonsi porque en el fondo lo que más quería era llegar a mi casa y estar un rato sola. Claro, él me estaba tratando de distraer con el paseo en carro pero yo no aguantaba mi malestar y fui muy grosera con él. En un momento le dije: «Lo que quiero es que te vayas». Él quedó totalmente sorprendido y a lo mejor hasta un poco ofendido porque yo nunca le solía hablar de esa manera. No era mi manera de ser. Y me preguntó: «¿De verdad tú quieres que me vaya?». En ese instante me di cuenta de que sí, pero no era algo personal. Lo que más quería era estar sola y tranquila en mi casa. Ahora, yo sé que él estaba haciendo lo que podía para hacerme sentir bien, pero en ese momento no lo podía ver tan claramente. Lo único que veía era que mi cuerpo estaba cambiando y que me resultaba difícil esconder lo que pensaba y sentía; no tenía filtros. Sin embargo, después de ese momento, intenté controlar esos arranques porque no quería herir a mis seres queridos. Por más que sintiera ganas de decir cosas como ésa y más, decidí tragármelas.
Al día siguiente Fonsi me acompañó a la clínica para que me pusieran la inyección Neulasta —sirve para prevenir infecciones— ya que luego comenzaba su gira de promoción y no iba a poder estar en persona durante los siguientes tratamientos. Por más que ya había pasado por varias agujas, me seguían causando impresión y ahora tendría que enfrentarme a otra al siguiente día de cada sesión de quimioterapia. El método que apliqué desde el principio fue simplemente dar el brazo y taparme la cara para no ver cuándo me la ponían. La verdad es que este pinchazo dolía y me causaba una especie de picazón un poco difícil de explicar. A eso le seguía un dolor muscular que en realidad parecía provenir directamente de los huesos.
Una de las pocas cosas que me resultaba reconfortante después de cada sesión de quimioterapia y de inyección era llegar a mi casa y acurrucarme en el sofá. Había una esquinita en particular, del lado izquierdo, que para mí lo fue todo en ese tiempo. No hubo un día en esos meses en que me quedara todo el día en la cama. Todos los días, por más mal que me sintiera, hacía el esfuerzo por salir de la cama. Quedarse en la cama para mí alimentaba esa sensación de pena que tanto quería evitar.
La mayoría de las mañanas me despertaba, me levantaba de la cama, me daba un bañito, me vestía y bajaba a mi esquinita del sofá. Comía fuera del sofá, me levantaba para hacer cositas alrededor de la casa, hablaba con Fonsi por teléfono, salía a caminar y a hacer algo de ejercicio durante el atardecer, regresaba a darme otro bañito y me volvía a echar en el sofá a ver televisión. Esa esquinita fue un lugar clave y reconfortante para mí durante los siguientes cuatro meses. Es increíble cómo ciertas cosas en las que no pensarías dos veces durante tu vida normal se vuelven tan esenciales durante un momento como ese. Esa esquinita del sofá, mi mantita para las sesiones de quimioterapia, un peluche que me regaló Fonsi —y eso que yo no soy de peluches— y varias cositas más formaron una parte importante de mi recuperación.
Los síntomas que experimenté entre sesiones de quimioterapia incluían una especie de calor por todo el cuerpo y una náusea constante. En el transcurso de todas las sesiones solo vomité una vez, aunque siempre tuve náuseas después de la tercera quimioterapia. Sin embargo, y como prevención, en los días siguientes a la sesión siempre ponía un bote de basura al lado del sofá o la cama por las dudas. La vez que vomité efectivamente estaba en el sofá, pero me dio tiempo de llegar al baño.
La náusea nunca se me fue del todo durante esos meses de quimioterapia y era mucha más aguda en los primeros días que le seguían a cada sesión. Sentía mucho malestar y no me apetecía nada. Pero con los días se me abría el apetito, cosa que fue otra lucha inesperada y constante entre mi familia y yo. De pronto se me dio por comer todo lo que me daba la gana y en grandes cantidades. Mi hermana Adilsa me regañaba al verme servir uno, dos y tres platos de arroz, pero luego iba y me lo preparaba porque a la vez le alegraba verme comer algo. El problema, en realidad, era la cantidad.
Muchos me decían que no era bueno que comiera esa cantidad de porciones de lo que se me antojara. Sin embargo, se me hacía imposible tener que fijarme en lo que comía encima de todo lo demás que estaba viviendo. Me nació una rebeldía por el lado de la comida. Me daba rabia que me dijeran lo que podía o no comer. Ya suficiente tenía con la quimioterapia y sus efectos secundarios. Limitar la comida se me volvió la gota que rebasó el vaso.
La verdad es que no era solo mi familia la que me aconsejaba cuidarme, yo también sentía una necesidad de manejar mi peso pero no sabía cómo lidiar con todo a la vez. La realidad es que al verme en el espejo sin mi propio seno, gorda y luego sin pelo, me di cuenta de que comer mejor me beneficiaría. También sabía que la gente a mi alrededor quería lo mejor para mí pero yo sentía una tonelada de presión que simplemente no aguantaba. Poner una miga más sobre la pila de cosas con las que estaba lidiando era algo con lo que no quería ni podía bregar. Me daban ganas de gritar, llorar y comerme todo. Logré controlar las ganas de gritar y llorar, sí, eso me lo tragué junto con la comida, que se convirtió en una manera de calmar mi rabia y angustia.
Hasta ese año, nunca antes había tenido que lidiar con un problema de peso y nunca había tenido tanta hambre. Mirando hacia atrás, comprendo que mi aumento repentino no solo se debió al tratamiento de fertilidad y a las ganas de comer cantidades de arroz inimaginables durante la quimioterapia sino también a mi edad. Fue como una combinación fatal para mi cuerpo ya que, entrando la década de los treinta años, el metabolismo naturalmente ya no tiene la misma velocidad que antes. Yo siempre fui relativamente delgada y mis rutinas alimenticias y de ejercicios fueron más o menos las mismas a lo largo de los años, pero después de mi enfermedad, esas rutinas ya no me beneficiaban porque si me descuidaba, engordaba. Sé que algunas personas luchan con su peso desde una edad temprana, pero como a mí no me sucedió de esa manera, este aumento de peso repentino y esta onda de tener gente vigilando mis comidas y diciéndome qué podía o no comer me resultaba totalmente nuevo, ajeno e insoportable. Decidí, sin embargo, tomar el toro por las astas. Comencé a trabajar con un entrenador personal para contrarrestar lo que comía con el ejercicio. La semana en que recibía la quimioterapia no podía hacer mucho porque tenía el cuerpo debilitado y no me sentía bien, pero las siguientes dos semanas antes de la próxima sesión me sentía mejor y lograba ejercitarme con más frecuencia.
Hasta el sol de hoy sigo lidiando con el peso porque mi cuerpo nunca volvió a ser lo que era. Sin embargo, ahora se me hace más fácil manejarlo desde un punto de vista más saludable y tranquilo porque ya no sufro el peso de mi enfermedad y ya no siento que es una presión agobiante en mi vida. Me cuesta más trabajo pero lo puedo hacer.
No obstante, lidiar con el peso de mi enfermedad en aquella época se me salía de las manos. Me encontraba gorda, con el seno nuevo más arriba que el otro, con muchos malestares, sintiendo que el tratamiento era algo interminable, intentando enfrentar todo con la mejor actitud posible, queriendo que los que me rodeaban no se sintieran mal ni me agarraran pena y guardándome más de lo que debería haberme guardado dadas las circunstancias. ¡Quizá por eso engordé tanto!
Eso es algo que suelo hacer: guardarme las cosas para evitar malos ratos y confrontaciones. En ese momento me lo tragaba todo, todito, todo. Me gusta cuidar a los que me rodean pero esas ganas de no hacer sentir mal a nadie hace que me guarde muchas cosas, demasiadas. Además, a la hora de la verdad, todo queda dando vueltas internamente y de alguna manera debe salir. Ahora he aprendido que no es sano pero cuesta mucho trabajo cambiar un hábito de tantos años.
A pesar de todo lo que me guardaba y de todo ese control que intentaba ejercer durante una enfermedad que realmente estaba fuera de mis manos y en las manos de Dios, tuve la fortuna de vivir también momentos muy lindos. La mayoría de la gente deseaba hacerme sentir bien. Recibí muchos regalitos —desde cartas a libros— y todavía los tengo guardados en una caja especial. Para mí, esa caja esta llena de mucho amor, mucha comprensión, muchos mimos. Mis seres queridos intentaban distraerme para que los días en los que me sentía bien malita no fueran tan duros.
La intención era tratar de mantener una vida lo más normal posible bajo las circunstancias. Salíamos a pasear, me visitaban amigas, íbamos al cine, cualquier cosa como para sentir que no todo se me había ido de las manos. Muchos de esos días los pasé con mi hermana Adilsa porque había momentos en los que Fonsi tenía que viajar por trabajo. Adilsa estuvo conmigo durante toda esa etapa de tratamiento y recuperación. No tengo manera de expresarle mi gratitud lo suficiente o con qué pagarle todo el amor que me dio; por eso y muchas cosas más le estaré eternamente agradecida.
Hacíamos cosas de todos los días como ir al supermercado; así me anclaba a un presente más normal. Era muy gracioso y divertido porque a veces me subía como los niños al carrito del supermercado y mientras ella me llevaba yo iba agarrando cosas. Bromeábamos y nos divertíamos, cosa que me hacía mucho bien. En ese supermercado no me reconocían así que sentía la libertad de relajarme y pasarla bien con boberías sin tener que estar pendiente de nada. Cuando ya no tuve pelo, en general iba sin peluca, cosa que hacía a menudo porque no me sentía bien usándola. Y nuevamente, el tema más importante para mí era poder llevar una vida relativamente normal. Ese cable a tierra era esencial en ese momento de mi vida.
En ese mismo supermercado, recuerdo que una vez, ya calva, estaba en el pasillo de las vitaminas y se me acercó una señora para decirme que tenía una cabeza muy bonita. Quizá esa señora ni se dio cuenta pero ese comentario me dio una seguridad tremenda. Ver cómo alguien me podía ver desde otra perspectiva y que, en vez de tenerme lástima, dijera que me veía bonita era algo muy alentador. Por eso siempre digo que la gente —mi gente, mis fans— no saben, no tienen idea de la fortaleza que me brindaron y que me siguen brindando a lo largo de mi vida, en las buenas y en las malas.
Al principio del tratamiento yo intentaba tomarme todo de la manera más ligera posible. Relajaba mucho con la posibilidad de quedarme sin pelo. Decía en broma: «Wow, qué chévere, no voy a tener pelo, no voy a tener que depilarme, no voy a tener que gastar en eso, se me va a caer el pelo de aquí, se me va a caer el pelo de ahí, ¡buenísimo!». Pero claro, la realidad es que, además de que se me caería el pelo de todas las zonas que uno se depila, se me iba a caer el pelo de la cabeza, de las cejas, de las pestañas… Y aunque yo decía estar contenta con que se me cayeran los pelos indeseables, los que sí deseaba también comenzaron a caerse un buen día.
Nadie está preparado para que se le caiga el pelo y menos de una manera tan repentina. El día que me peiné y vi esa cantidad de pelo en el cepillo fue muy impactante. Recuerdo que estaba sola porque Fonsi justo había salido y mi hermana Adilsa estaba en la casa de su hija. Al ver esa cantidad de pelo me di cuenta de lo que estaba ocurriendo y rompí en llanto. Dejé que se me escurrieran unos buenos lagrimones, me recompuse y me pregunté: «¿Por qué estás llorando si ya sabías que esto iba a ocurrir?». Sí, ya lo sabía, pero saberlo no significa nada hasta que no pasa. La realidad es que no estaba tan preparada como creía.
De pronto me acordé que al día siguiente Fonsi tenía un viaje de trabajo. Pensé en esperar un poquito para ver cómo seguía la caída pero no quería que él se fuera, me viera con mi pelo y luego volviera para recibir el shock de verme calva. Quería que pasáramos el proceso juntos para aminorar el impacto. Así que agarré el teléfono, llamé a Adilsa y le pregunté si me podía traer una máquina de afeitar. Cuando mi novio regresó a la casa, le expliqué lo que me había pasado y le dije que mi hermana estaba en camino con una máquina de afeitar. Había llegado el día de cortarme el pelo.
Nos metimos al baño los tres: yo me senté en la bañadera, Fonsi agarró una tijera para tomar el rol de peluquero y Adilsa tomó una cámara y comenzó a filmar. No sabíamos bien por dónde comenzar. ¿Sería mejor cortar el pelo con tijera y luego maquinita, o directamente con maquinita? Mi pelo me llegaba hasta los hombros. Sería la última vez en unos años en que me vería con mi cabello así de largo. Fonsi comenzó con la tijera pero eso me daba una impresión tremenda. La quimioterapia me había dejado el cuero cabelludo muy sensible —en especial la coronilla de la cabeza—, entonces cada jaladita de pelo me resultaba algo dolorosa. Me impresionaba, además, el ruido de la tijera cortando el pelo. Con cada tijerazo yo me estremecía y cerraba los ojos para aguantar ese dolorcito extraño. Llegó un punto en el que le pedí que usara la máquina pero, teniendo el pelo largo, tardaba demasiado, así que volvimos a la tijera.
Cuando por fin terminó de cortarme el pelo, agarró la máquina y comenzó a afeitarme hasta que me quedó tan cortito que me comenzaron a decir G.I. Jane, por la película que protagonizó Demi Moore.
En un momento dado, bromeando, mi hermana me preguntó: «¿Y cómo es que te llamas tú ahora?».
Y con sinceridad absoluta le respondí: «Ay, yo ya no sé cómo me llamo».
Luego seguimos en chiste con lo de G.I. Jane —¡ya quisiera yo parecerme a Demi Moore!— pero la verdad es que estaba pasando por tantos cambios que por momentos sentía que vivía en el cuerpo de otra persona.
Con ese primer corte no me quedé completamente calva sino más bien con una o dos pulgadas de pelito. Igual era un cambio drástico pero todavía faltaba más. Esa noche salimos a cenar. Me puse una falda, unas botitas y una camisa que tenía la espalda abierta pero que al frente cubría más, como para disimular el seno que todavía se encontraba más arriba que el otro. Me maquillé, me arreglé lo poco que me quedó de pelito cortito y la verdad es que me sentía hasta guapa. Por primera vez en mucho tiempo me sentí linda otra vez.
Para adaptarme a este nuevo corte y a la sensibilidad de mi cuero cabelludo, decidí cambiar de shampoo. Me compré un shampoo para bebés, con aroma a lavandas, como para crear un estado de relajación, y me comencé a lavar el pelito con eso. Sin embargo, a medida que fueron pasando los días, me di cuenta de que el pelo se me seguía cayendo. La única diferencia ahora era que eran pelitos más cortos pero ahí estaban: en mi almohada, en mi toalla, en mi mano. De pronto caí en cuenta de que me estaba quedando sin pelo de verdad. Esto no era un simple cambio de look drástico sino una colisión de emociones.
Un buen día, secándome con una toalla después de bañarme, noté aun más pelitos. Me acaricié la cabeza, vi cómo los pelitos se me quedaron pegados a la mano y decidí tomar acción. Ese día estaba sola pero no quise esperar a que nadie me ayudara. Busqué la máquina de afeitar, la enchufé ahí mismo en el baño y me corté el pelo aun más a ras del cuero cabelludo. Ese momento no fue tan imponente como el primer corte porque la diferencia casi ni se notaba. Todavía quedaba otro cambio de look por vivir que me volvería a impresionar casi tanto como aquel primer corte.
En medio de mi tratamiento se iba a casar una prima de Fonsi y estábamos invitados a la boda. Como pensábamos ir, me mandé a hacer una peluca de antemano, sabiendo que para cuando llegara la fecha sería muy probable que ya estuviera calva. Dicho y hecho. El peluquero que me hizo la peluca fue uno que les ponían las extensiones a muchas mujeres que salían en programas de televisión. Me dijeron que su trabajo con pelo natural quedaba muy bien. Cuando me llamó para avisarme que la peluca estaba lista fui a su salón acompañada por Adilsa.
Al llegar, me senté en su silla y me entregué. Primero me afeitó toda la cabeza con una navaja para quitarme cualquier pelusa de pelo que me quedara. Como nunca antes me había afeitado con una navaja, me dio un poco de impresión, más aún teniendo el cuero cabelludo sensible. Era una sensación extraña. Luego de afeitarme la cabeza enterita, que es muy parecido a cuando le afeitan la cara a un hombre, me enjuagó la cabeza con agua y volví a la silla para la segunda parte de la cita: la peluca.
Como esta peluca me la había mandado a hacer —hasta me tomaron las medidas de la cabeza—, no se parecía a las otras que me había probado anteriormente (aunque nunca las usé), que simplemente te las pones y listo. No, esta era un poco más permanente. Primero me la colocó y la comenzó a posicionar para alinearla con la línea donde naturalmente me nace el pelo. Una vez alineada y aprobada, pasó a ¡pegármela a la cabeza! Yo lo miraba con una sonrisa congelada mientras me iba adhiriendo esa mata de pelo. ¡Nunca había visto tanto pelo junto! No lograba reconocer a la que veía reflejada en el espejo. ¿Esa era yo? Sentía que tenía como tres cabezas más que la mía. Adilsa y yo intercambiamos miradas porque ambas sentimos lo mismo pero no dijimos nada. No queríamos ofender al peluquero porque el trabajo en sí era bueno, simplemente no me reconocía de esa manera. Una vez bien sujetada a mi cuerito cabelludo sensible, pasó a explicarme cómo mantener el pelo sano y brilloso para que no se viera mal. Me contó, por ejemplo, que me lo podía lavar pero que nunca debía acostarme con el pelo mojado. Parece que la almohada es el peor enemigo de una peluca mojada. Finalmente llegamos al paso final: el corte de pelo.
Comenzó a rebajarme un poco el pelo y a cortarlo más a mi medida. La cosa mejoró un poco porque ya esa cantidad abismal de pelo se había reducido. Igual me sentía extrañísima pero trataba de calmarme pensando que quizá era cuestión de acostumbrarme. La verdad es que no había caso. Cuando alguien me peina o maquilla de una manera que no es a mi gusto, usualmente disimulo porque no me gusta hacer sentir mal a la persona, y aquí hice lo mismo. No era que el trabajo hubiera estado mal, es que yo no me sentía bien viéndome así. Sentía que esa no era yo, que me veía horrible; me la quería quitar en ese instante pero seguí disimulando hasta salir de ahí. Fue raro porque pasé de un extremo a otro. Fue un shock tener que cortarme todo el pelo aquella primera vez pero ahora el shock era tener de pronto tanto pelo.
La idea inicial era mantenerme la peluca puesta hasta el día siguiente que llegaba Fonsi de viaje, para darle una sorpresita. Pero camino a casa me empecé a desesperar. Me sentía incómoda, me picaba la cabeza, tenía un calor terrible. De a poquito empecé a meter mi dedito por un costadito de la peluca y le empecé a dar de a poquito. Me dolía porque tenía la piel sensible por la quimioterapia, porque estaba recién afeitada y porque la peluca estaba pegada a mi cuero cabelludo, así que despegármela no fue tarea fácil. Pero yo seguí dándole de un lado y luego me concentré en el otro lado y para cuando llegamos a casa, la peluca estaba en mis manos y mi cabecita estaba respirando libremente.
Al final recibí a Fonsi con mi coquito pelado y luego me puse la peluca para mostrársela. Sentía que si le daba la bienvenida con esa mata de pelo se iba a asustar. Al final la peluca sirvió su propósito principal: la usé solo y exclusivamente para la boda de la prima de Fonsi. Nuestro peluquero, Junior Meléndez, me la peinó y me la dejó lista en la habitación. Me la llevé conmigo con mucho cuidado y, justo antes de llegar a la boda, me la acomodé ahí mismo en el carro. Pasé la boda y la fiesta con peluca. Esa fue la primera y última vez que la usé.
Quizá alguien que está acostumbrada a usar pelucas le ve el lado divertido a esta etapa del cáncer pero yo preferí salir calva que con una peluca sofocante, a menos que fuera el regalo que me hizo Olga Tañón.
Según tengo entendido, Olga siempre ha sido de hacerse sus propios gorros y vestuarios y extensiones; le encanta ocuparse de esa parte de su carrera. Con esa creatividad, un día me hizo un regalo que realmente me resultó muy útil. Se le ocurrió comprar una gorra y coserle extensiones de pelo natural. De esa manera yo podía ponerme la gorra para salir y, sin sufrir el calor atroz de la peluca, aparentaba que tenía pelo. Además, me lo podía peinar de diferentes maneras, me lo podía dejar suelto, me lo podía amarrar, le podía hacer una trenza. Me sentía mucho más cómoda con esta opción y se la agradezco inmensamente.
Otro gesto que me llegó al corazón fue algo que hizo Gabriela, la hija de Olga. Al ver los anuncios del hospital Saint Jude, y sabiendo que yo padecía de la misma enfermedad, se cortó su pelo largo, lo amarró, lo colocó en una tarjeta y me lo regaló. Fue uno de esos momentos que me fortalecieron y que por siempre agradeceré y recordaré.
Junior, preocupado y lleno de amor, también me envió unas pelucas —estas de Nueva York, un poco más económicas que la que me mandé a hacer. Algunas de esas pelucas se veían incluso más bonitas que la original. Pero estas también me causaban demasiado calor y picazón. Quizá la misma quimioterapia era lo que me causaba esa sensación de calor agobiante, lo cierto es que no soportaba nada de eso. Mientras más «coco pelá», mejor. Disfrutaba sentarme y pasarme la mano por la cabeza. Era un gesto que me relajaba y me hacía bien.
Bueno, la caída de pelo no solo involucra la cabeza. Con el tiempo también empezaron a hacerse escasas mis pestañas y mis cejas. Y con eso, la frescura que sentí inicialmente con el cambio de peinado había cruzado ahora a un lugar desconocido. Ya no me sentía bonita. Verme en el espejo me costaba cada vez más porque no reconocía el reflejo. Encima, la falta de pestañas me causaba una picazón e irritación insoportable en los ojos. Antes ni había pensado en la función de las pestañas. Para mí simplemente estaban ahí y si quería me las podía pintar para realzar mis ojos o me las podía dejar natural y listo. Cuando me empezaron a faltar y me entró esa picazón de ojos, rápidamente comprendí su rol e importancia para el cuerpo humano; las extrañé bastante.
Con cada uno de esos golpecitos de realidad intentaba enfocarme en el hecho de que todo era simplemente parte del proceso que debía pasar para llegar a estar nuevamente saludable, pero la verdad es que había momentos en que me inundaban olas de angustia silenciosa. Es difícil comprender que un tratamiento para curarte un mal te puede llevar a tal punto de deterioro irreconocible. Esas olas de angustia yo me las guardaba para no preocupar a los demás pero hoy día me doy cuenta de que es válido y necesario dejarse sentir y dejar salir algunas cosas. El proceso entero hubiese sido un poco más fácil para mí si me hubiese permitido expresar todas esas angustias y miedos repentinos en vez de guardármelos completitos.
Tuve momentos a solas en los que podía relajarme y llorar tranquila, pero a veces tampoco lo hacía en esos tiempos porque pensaba que si no reconocía esa angustia, no existía. Sentía que, al negarla, quizá desaparecería. Supongo que era mi forma de defenderme de todo lo que me estaba ocurriendo. Ahora veo que hubiese sido más fácil y sano reconocer mis sentimientos y expresarlos en el momento, así hubiera evitado que mi proceso de recuperación interno fuera tanto más largo y difícil.
Físicamente todo se va recomponiendo pero si no exteriorizas la secuela emocional, si no la reconoces y la tratas, puede quedar dando vueltas por años y hacerte más daño de lo que te imaginas. A mí me costó mucho tiempo recuperarme emocionalmente de mi enfermedad y me llevó sufrir otros golpes aún más duros para aprender a dejar salir todo lo que había vivido emocionalmente antes y durante aquel presente inesperado esto ocurrió cuando pasé el golpe más duro de mi vida, que no fue el cáncer.
Pero en ese momento pensaba que podía hacerlo todo yo sola, que no necesitaba ayuda de nadie para lidiar con esta enfermedad, que lo que estaba viviendo yo lo podía manejar por mi cuenta. Después de cuatro años, y luego de tocar fondo y llegar a mi punto límite, finalmente me animé a hacer terapia. No podía más. Pero esa es una historia en la que entraré un poco más adelante.
Hacia el final de la quimioterapia salí un día sin peluca y con chanclas a comer con mi familia en un restaurante; queríamos celebrar que por fin se acababa esta etapa de la enfermedad. Seguramente alguien avisó que estaba allí y, al salir del restaurante, me encontré con cámaras de video y de fotografía. Mis sobrinas por poco les pegan a los fotógrafos. Yo no sabía bien qué hacer: tenía una sudadera con capucha y me la subí al instante pero, aunque me cubría la cabeza, era obvio que no tenía pelo. Venía del aeropuerto —había ido a recoger a mi familia— y era uno de esos días en los que no me sentía tan bien. Pensar que esa sería la primera foto que saldría de mí después de la quimioterapia me angustió bastante. Yo no quería que me vieran débil. Yo quería que me vieran bien. Sí, lo que me ocurrió fue duro, pero no quería que se viera tan trágico. Siempre hay alguien al lado de uno pasando por algo un peorcito. Sea una enfermedad más dura o el sufrimiento de perder aun hijo, todo el mundo pasa por problemas y todos tendemos a creer, en el momento, que los nuestros son los únicos. Pero no lo son. Y en mi caso, recibir lástima de los demás era lo que más quería evitar. Escuchar un: «Ay, pobrecita», me daba rabia. No quería que me tirasen para atrás sino que me empujaran hacia delante. Déjenme aprender de mi circunstancia y de lo que me tocó vivir, pero por favor no me tengan pena. ¿Pobrecita por qué? Una cosa es la compasión y afinidad con el sentimiento de dolor que estoy atravesando y otra cosa es que me tengan lástima. Lo único que lograba ese lamento era quitarme la fuerza que más necesitaba para salir adelante. Préstame tu hombro para seguir caminando, sin pena. La comprensión es bienvenida pero también lo es el empuje para quitarse el «pobrecita yo» de encima y seguir adelante.
Ya para las últimas sesiones de quimioterapia no podía más. No quería más. Como bien dije, los efectos secundarios cada vez eran peores y pensar en volver a someterme a otro tratamiento más para vivir secuelas aun más fuertes me debilitaba el corazón y la fortaleza. Hubo momentos en que ya no sabía si valía la pena seguir luchando o no. Estaba haciendo un esfuerzo tan grande para salir adelante y no demostrarle a nadie lo mal que me sentía que ya no veía la hora de que se acabara esa etapa. Deseaba recuperar mi vida pero la reserva de energía ya la tenía muy bajita.
Terminé la quimioterapia el 22 de noviembre de 2005. Esa última sesión fue un alivio porque, si me tocaba seguirla más tiempo, no lo hubiera logrado. Ya había llegado a mi límite de tolerancia. Lo único que quería era pasar a otra cosa, escuchar que todo había salido bien, que no necesitaría pasar por otra ronda de quimioterapia y así, por fin, poder olvidar el sufrimiento silencioso que acababa de vivir.
Al finalizar esa última sesión, los del hospital me entregaron un certificado como si me estuviera graduando y me dieron un biscocho para conmemorar la ocasión. Yo estaba débil pero feliz de poder cerrar finalmente esa etapa. Cuando llegamos a casa me habían preparado una fiesta sorpresa con mi gente más querida y hasta llegaron mariachis a cantarme. Fue un momento hermoso y lo disfruté inmensamente. Sin embargo, en el fondo lo que más deseaba era acurrucarme en esa esquinita del sofá de la cual me había apropiado esos meses anteriores.
Tenía una mezcla de emociones: estaba feliz de estar rodeada de la gente que más quiero y de estar recibiendo tanto amor y alegría, pero a la vez no me sentía nada bien: había una parte de mí que simplemente quería descansar y no atender a nadie ni tener que poner cara de que estaba todo bien cuando lo que sentía era que me había pasado una aplanadora por encima. A su vez, reconozco que tenerlos ahí fue algo muy positivo; ese constante apoyo que tuve durante mi enfermedad, ese amor, esa energía, todo me ayudó a no victimizarme y me regaló fortaleza. Imagino que es algo que todos los que me acompañaron durante ese momento tenían como misión: no dejar que me cayera del todo. Me dieron la fuerza para seguir caminando hacia adelante sin importar con qué obstáculo me encontrara en el camino. Me empujaron hacia un lugar mejor y me abrieron los ojos para que me diera cuenta de que lo que me estaba pasando no era lo más importante del mundo: era duro pero iba a pasar.
Al día siguiente de aquella última quimioterapia fue el Día de Acción de Gracias, una fecha muy oportuna ya que tenía infinitas razones para darle gracias a Dios. Fue una reunión familiar muy especial pero nuevamente tenía emociones encontradas. Me encantaba estar allí con ellos pero a la vez sentía que todo el agobio que no había expresado en esos meses anteriores me estaba cayendo encima como ladrillos. Ese día también nos acercamos a la casa de la abuela de Fonsi, quien me había regalado una falda y una camisa hermosas. Enseguida me puse la ropita nueva para que me la viera y pasamos un lindo rato juntos. Al ratito, sin embargo, busqué una esquinita en el sofá de su casa para recostarme un rato. No daba más. Encima, después de unos ciclos irregulares debidos a la quimioterapia, justo me había llegado el período a todo dar. Entre ese dolor y el malestar que sentía por la última sesión de quimioterapia, en el fondo lo que más necesitaba era llegar a mi casa a terminar de pasar ese mal rato tranquila. Deseaba acurrucarme en mi esquinita de mi sofá, cerrar los ojos y dejar que pasara aquel último malestar para ya nuevamente reclamar mi vida.
Con el pasar de los días me fui recuperando. Esa Navidad me sentí mucho mejor y, aparte de saber que podría por fin disfrutar una época festiva sin sentirme nauseabunda, también tenía una ilusión enorme: mi sobrina Adilmarie estaba por dar a luz. Esa nueva vida inminente me llenó de fortaleza y alegría. Pasamos la despedida del año en mi casa con mis padres, mis hermanos, mis cuñados, sus hijos. Fue una fiesta familiar inolvidable en la que no solo celebramos el final de ese año repleto de retos sino también el final de mi quimioterapia. Al día siguiente mi sobrina amaneció de parto. ¡Año nuevo, vida nueva!
Azul nació el 1 de enero de 2006 y desde que llegó al mundo yo la sentí como a una hija propia. Esa niña me dio una razón más para seguir luchando por vivir. Fue una esperanza, una luz, un sol que me iluminó la oscuridad de la que acababa de salir. Nos fuimos todos al hospital a esperar a la muñequita que estaba a punto de nacer. Todos discutíamos sobre qué nombre ponerle, aunque mi sobrina ya tenía clarísimo que le iba a poner Azul. Pero nosotros dale que dale con nuestras opiniones ¡como si nosotros tuviéramos el derecho de ponerle el nombre a su hija! Estábamos felices por ese regalo tan preciado que es una nueva vida. Nos adueñamos de la sala de espera de ese hospital como si fuera nuestra casa, bromeando en voz alta y jugando juegos de mesa para pasar el tiempo.
Cuando finalmente nació Azul, celebré casi como si hubiese sido yo la que había dado a luz en ese instante. Cuando dieron de alta a Adilmarie y a la bebita, primero paramos en mi casa y ahí fue que me llegó otra sorpresa divina: ella y su esposo nos preguntaron si queríamos ser los padrinos de la niña. Aquello me llenó aún más de ilusión y fortaleza porque ahora yo también tenía que velar por esa niña. Me dio un propósito para seguir peleando y ganando.
Las fiestas llegaron a su fin y al poco tiempo Fonsi y yo partimos a esquiar, cosa que también me tenía ilusionada. Era una distracción súper bienvenida. Me fui a comprar ropita para el viaje y luego la modelé toda en casa. Incluso hice una sesión de fotos con todas las posibles opciones. Estaba muy contenta de haber superado ya lo que yo pensé sería lo peor. Además, estaba ilusionadísima porque me comenzaron a crecer tres pelos por aquí y dos por allá; volví a tener algunas pestañas, sentía que estaba volviendo a ser yo. Me tocaba la cabeza y me arreglaba como si ya tuviera muchísimo pelo. En realidad eran cuatro greñas locas pero para mí lo eran todo.
Regresar de ese viaje divino, en el que sentí que me volví a reconectar conmigo misma y con mi familia y amigos, fue volver a la realidad. Estaba mejor, sí, pero todavía faltaba terminar de reconstruir mi seno y de sufrir otro tumbo junto con una nueva alegría.
Cuando finalmente me comenzó a crecer el pelo, no me lo volví a cortar hasta el día de mi boda: desde la última sesión de quimioterapia, tardó como un mes en volver a aparecer. Poco a poco empecé a ver un pelito ralito que se asomaba tímidamente en mi cabeza. Como lo que hace la quimioterapia es debilitar la raíz del pelo (por eso se cae), al salir de nuevo tarda en reestablecer la fuerza de antes. Por eso es que al principio tarda en aparecer. Ese mes parece eterno pero la emoción de ver aunque sea unos pelitos que luchan por quedarse pegados a tu cabeza no tiene nombre. A medida que el cuerpo regresa a la normalidad y vuelve a nutrirse, la raíz se fortalece y el pelo crece con más empuje. Mi entusiasmo de verme con pelito de nuevo era tal por eso que no me lo corté más hasta una semana antes de mi boda. Hasta ese momento dejé que creciera como se le daba la gana; si por mí hubiese sido, me lo hubiera jalado para que creciera aún más rápido. Pero todo lleva su tiempo. Hay una portada de People en español que capta ese momento de mi pelo, antes de mi boda, cuando estaba recién crecidito pero todavía sin cortar.
Ya cuando se acercó la fecha de matrimonio, Junior sugirió que me dejara cortar un poquito. Claro, al crecer, algunos pelos eran más largos que otros. La idea, sin embargo, no me hacía nada de gracia y le pregunté por qué me los quería cortar. Con cariño y paciencia me explicó que se vería mejor porque el pelo así se encontraba demasiado desarreglado. Me aseguró que no me iba a dejar calva, que simplemente me iba a dar un poquito de forma. Tenía razón.
Mi pelo, al final, volvió más o menos igual a como era antes. Hay mujeres que, por ejemplo, tenían el pelo lacio y después de la quimioterapia les crece ondulado. ¡Yo en el fondo deseaba que esa fuese mi experiencia! Cuando yo era niña, mi mamá siempre me hacía los rulitos a la noche para que me quedara onduladito y bonito al día siguiente para ir a la escuela. Eso me encantaba. Luego volví a sentir lo que es tener rulitos durante una visita a Orlando, ya de adulta.
Después de que pasara el huracán Wilma por Miami, nos fuimos todos a la casa de los papás de Fonsi en Orlando porque en Miami nos habíamos quedado sin luz, sin gasolina, sin nada, y allá había agua, luz, teléfono, comida y gasolina. También había una fiesta de disfraces de Halloween en la casa de un amigo de mi novio, miembro del grupo N’Sync. Fuimos las tres parejas —Fonsi y yo, y su hermano y hermana con sus respectivos novios— disfrazadas de Wilma Survivors (sobrevivientes del huracán Wilma). Las muchachas nos pusimos unas falditas cortas de mahón y unas botas de lluvia negras. Yo me puse una peluca afro y le metí hojas, como si un árbol se me hubiese quedado enredado en la peluca. Todos teníamos unas camisas rotas, pintadas para que se vieran sucias y con sangre, que tenían la frase Wilma Survivors. La pasamos súper. Pero, para mí, lo más chulo de todo fue ese bendito afro. Me gustó tanto cómo se veía que, entre los rulitos que me hacía Mami de niña y esa peluca, deseaba que mi pelo nuevo creciera ondulado.
Pero no fue así. Me creció igualito que cuando yo era nena. Lacio, castaño y sin un ricito ni una ondita. Recuerdo que durante ese primer año todo el mundo ponderaba cómo me quedaba el pelo corto pero yo sentía que, hasta no tenerlo más largo, no me iba a sentir del todo bien. Nunca lo había tenido así de corto; no sabía bien cómo peinarlo. Estaba acostumbrada a hacerme trenzas y a recogérmelo o a hacerle algún estilo, pero no hay mucha versatilidad cuando está así de corto. También lo que me pasaba era que yo siempre asocié el pelo con la feminidad de la mujer. Debido a la forma como me criaron y a lo que aprendí de niña —que tengo claro es totalmente personal—, el pelo largo te brinda una cierta delicadeza y feminidad, y es parte del juego de seducción de la mujer. Con el pelo corto me sentía menos atractiva.
Cuando me ofrecieron mi primer trabajo después de mi cáncer —en la novela Bajo las riendas del amor, a principios de 2007—, lo que más temía era que me pidieran que me cortara el pelo para el personaje. En ese momento ya lo tenía de un largo con el que me sentía bien y cómoda. Recuerdo que repetí casi como un mantra: «Que no me corten el pelo, que no me corten el pelo, que no me corten el pelo». En una novela ya me había pasado que hacía de muchachita rebelde y en una escena, mientras dormía, a la mamá de mi personaje le daba coraje y me mochaba el pelo. Y fue de verdad: me tuve que cortar el pelo cortito para ese personaje y me resultó traumático. Pero esta vez, afortunadamente, no fue el caso y pude mantener mi pelo como estaba.
Dentro de los miles de consejos que recibí durante todo este proceso, me comentaron que una herramienta útil para lidiar con la etapa de la quimioterapia era volcar mis pensamientos en un diario. Y así lo hice. La noche después de mi primera ronda de quimioterapia comencé lo que sería un diario que mantuve durante todo el tratamiento. Me ayudó, fue bueno, pero sí tengo claro que no expresé todo lo que estaba sintiendo en ese momento. Muchas emociones se encuentran escondidas entre esas líneas, son cosas que no me atrevía a decir para que no quedaran plasmadas en esas hojas pero que de alguna manera se asoman. Tenía miedo de que alguien lo encontrara y lo leyera, y no quería ofender a nadie. Hoy día lo leo y veo la rabia y dolor escondidos en ciertas entradas o palabras. Pero definitivamente me sirvió. Aquí comparto algunas entradas y pasajes para dar un vistazo de algunos de los momentos clave de esta experiencia.
9 de agosto 05 (martes)
Hoy fue mi primer día de quimo y ya estaba ansiosa y deseosa de comenzar pero lo bueno de todo es que solo me quedan 5 y eso es maravilloso. Fonsi me acompañó y fue cariñoso y muy atento… él se ha portado tan bien conmigo. Él me hace sentir bien, saludable y feliz así que por ese lado me siento agradecida y tranquila. De mi quimo diré que me sentí rara al principio, como mareada, pero después comí pollo y puré de papas, me distraje viendo CSI y se me pasó. Después de llegar a la casa, me dio dolor de cabeza y malestar, pero nada muy fuerte sino… no sé, nada me hacía feliz, estaba como noña… hasta le dije a Fonsi que ya quería que se fuera cuando lo que quiero es tenerlo a mi lado. Bueno, Adilsa y yo lo llevamos al aeropuerto, compré las medicinas, hicimos compras y me vine a la casa a tirarme en un sofá, que es lo que quiero hacer.
10 de agosto 05 (miércoles)
Anoche fue un difícil comienzo de la quimo porque no me sentí nada bien, los síntomas normales. Lo que experimenté no fue grato, pero tampoco insoportables. Me olvidé de contar que cuando me pusieron la quimo, lloré no sé por qué, pero se me salieron las lágrimas y Fonsi me abrazó y me calmó… es el mejor. Volviendo a hoy, fui a ponerme la inyección de Neulasta y definitivamente no me gusta estar en el carro en estos días porque me mareo y me da nausea, pero no me queda otra. […] Sigo con los calores y los malestares pero me acostumbraré hasta que se me pasen. […] Adilsa ha estado súper pendiente y se ha hecho cargo de mí con mucha disposición. Pero no entró a la inyección… creo que es muy fuerte para ella.
17 de agosto 05 (miércoles)
Otra vez me desvelé y otra vez me levanté con náusea. […] Caminé bastante hoy… como hasta la escuela y regresé, hablé con los vecinos, me la pasé bien. Lo mejor del día es que hoy fijamos fecha para casarnos porque nos contestaron de Paradisus… NOS CASAMOS EL 3 DE JUNIO 06. ESTOY FELIZ.
25 de agosto 05 (jueves)
Fonsi llegó y ya ni pude escribir porque no me daba el tiempo para compartir con él pero cómo me lo disfruté. […] El lunes Fonsi tenía algo de AOL y se fue temprano. Yo fui al correo, le llevé la ropa al laundry a Fonsi y regresé a la casa para arreglarme porque íbamos a jugar Bowling en el Dolphin Mall. Para mi sorpresa, se me empezó a caer el pelo, creía que no me iba a chocar, pero me afectó un poco y llore más de lo que pensé… mucho… pero me repuse y la pasé muy bien en el bowling. […] [El martes] el pelo se me seguía cayendo y me puse un pañuelo. Cuando me levanté el miércoles ya había bastante pelo en la almohada y me dolía mucho el cuero cabelludo en especial el área de la coronilla. Si me movía el pelo de lado a lado, también me dolía pero como iba a cenar con Fonsi no me lo quería quitar [pero] no aguantaba más así que le pedí a Adilsa que viniera y me trajera una máquina de afeitar y un tape de mini DV para grabar mi «recorte». Cuando llegó comimos y nos relajamos un rato. Fonsi no estaba muy preparado para verme sin pelo, pero yo ya había tomado la decisión. Nos fuimos al baño, preparamos todo y mi estilista personal, alias Fonsi, comenzó su «trabajo». Fue súper gracioso porque él estaba bien nervioso y no sabíamos si primero usar la tijera o el equipo de afeitar. En definitiva me cortó el pelo primero y me dolía un poco el cuero cabelludo mientras lo hacía pero lo hizo muy bien. Me afeitó hasta que me dejó como Demi Moore en GI Jane. Me dijo que me veía bien bonita y que si me atrevía a salir sin la peluca a cenar. Así que sin miedo alguno, me vestí con una minifalda de mahón, una camisa, un abrigo, botas y cartera y salí con un guille impresionante.
31 de agosto 05 (miércoles)
[El lunes] Adilsa llegó por la noche para acompañarme a la segunda quimo. El martes […] llegamos y como siempre nos trataron muy bien. […] Me quedé allí de las 11:30 a.m. hasta las 3:30 p.m. [A la noche] no comí mucho porque ya me estaba sintiendo mal y lo dejé casi todo. Me acurruqué en el sofá hasta que como a las 10:30 p.m. me levanté a vomitar. Subí a mi cuarto y pasé una noche bien mala porque no podía dormir. Vomité e hice caca varias veces pero después de las 3:00 a.m. pude dormir mejor.
2 sept 05 (viernes)
Todo me duele: el cuerpo, los huesos, todo. Me sentía deprimida y tenía ganas de llorar esta mañana. No tenía ninguna razón para llorar pero no podía controlarme o quizá son muchas cosas juntas, papá en el hospital, yo sola sin Fonsi con tantos dolores y achaques… En fin, me levanté después de hablar con Adaline por tel. (también mami y Wilmer Luis). Me dieron ánimo y me bañé para sentirme mejor. Adilsa preparó comida […] me cayó bien y nos fuimos a ver trajes de novia.
5 sept 05 (lunes)
Papi está muy bien. Hablé un rato con él y lo encuentro bien, tranquilo. Fue muy lindo porque yo le preguntaba cómo estaba él y él quería hablar de cómo estaba yo y me decía que tenía que seguir positiva, que la mente era bien imp., que pensara que no me dolía nada porque todo era mental. En definitiva me encantó porque eran como las 6:00 a.m. y nos dedicamos un tiempo para hablar sin interrupciones.
22 sept 05 (jueves)
El que Fonsi esté junto a mí hace una diferencia enorme en mi estado de ánimo, sobre todo cuando me dan la quimioterapia. […] El lunes había aviso de tormenta y yo llamé para ver si podía adelantar un día la quimo. Me dijeron que sí y salimos corriendo para allá. Me la di y salí «bien» aunque con mucho malestar. […] El martes llovió mucho por Rita que se volvió huracán así que disfrutamos en la casa y planificamos el Honey Moon. […] El miércoles fui a ponerme la inyección de Neulasta que me dejó grave. Tenía muchos gases, náusea y dolor en el cuerpo, parecía viejita. Lloré de nerviosismo el lunes porque yo pensé que la tercera quimo me iba a dejar bien jodida, y afortunadamente no estoy tan mal. Anoche (miércoles) también lloré pero de dolor porque no me podía mover sin que me doliera todo. […] Me sentía muy frágil y deprimida.
28 sept 05 (miércoles)
El viernes fui con Adilsa a le Chic Parisien a ver vestidos de novia de Monique Lhullier y conseguí mi traje de novia… me encantó y no resistí la tentación de comprarlo así que ya lo tengo. Estoy feliz porque ya lo estoy organizando todo y va bien encarrilado.
14 oct 05 (viernes)
El martes fue mi quimo. Me levanté un poco mal humorada, lloré y todo el día me la pasé como tristona. Le dije a Fonsi que ya no quiero más quimo pero ya solo me quedan dos. […] Me he sentido bien, bastante bien a diferencia de otros quimo. El 12 (martes) viajé a España con Fonsi y dentro de las molestias normales de la quimo, la pasé bien en el vuelo. […] Estoy tan enamorada de mi novio y la he pasado tan bien que no me he sentido mal. Las náuseas y los dolores han pasado a un segundo plano y su amor y lo bien que me trata y que lo pasamos me hace superar cualquier molestia que mi cuerpo siente. Hoy fuimos de compras, lo acompañé al ensayo de la gala de Operación Triunfo, regresamos, nos reímos juntos, cenamos, hablamos… en fin, este será un viaje que jamás olvidaré… Gracias novio, ¡¡¡te amo!!!
5 nov. 05
Mañana me dan mi última quimo y estas pasadas semanas no han sido las mejores. Me he sentido muy cansada, con mucho sueño, MUCHO picor en los ojos. Tengo pocas pestañas lo que hace que los ojos se me pongan muy rojos. He tratado de usar gotas, pero no me ha funcionado mucho. Los ojos me amanecen con mucha lagaña y en ocasiones bien pegados. He tratado de usar gafas para evitar el picor pero nada me ha funcionado. Tengo poca ceja y el pelo se me nota un poquito pero se me sigue cayendo. Casi no he hecho ejercicios porque no me siento con energía para hacer nada. […] el martes fui con mami al Mayo Clinic a mi revisión con Dr. Terkonda, que como siempre fue encantador. Me dijo que no me preocupara que me lo iba a dejar igual que el otro y que me operaría el 17 de enero 2006 si mis lab salían bien.
30 nov. 05
Han sido unos días bien ajetreados. El día 22 nov. 05 fue mi última quimo. Me acompañó Adilsa porque Fonsi supuestamente se iba de viaje. Fui contenta y nerviosa. […] Al final me cantaron «Happy Happy end of quimo» las enfermeras. Adilsa y yo nos abrazamos y lloramos y yo estaba lista para irme a casa. […] Llegué a casa, me tiré en el sofa. Adilsa me preg. si quería comer y de repente siento que me acarician la cara y era Fonsi. Me engañó, no se fue. Me dijo que fuéramos al cuarto para una sorpresa. Subimos, me lavé la boca, estaba emocionada porque mi novio estaba conmigo pero a la misma vez estaba atontada… Me dijo que bajáramos y allí estaban nuestras amistades para celebrar el final de esta etapa… la quimo. […] De repente me dice Fonsi que busque en el laundry para otra sorpresa… Eli estaba ahí escondida, fue increíble mi sorpresa. Nos abrazamos, lloramos, besé y abracé a mi novio que me regaló una cadenita con unas esmeraldas bien bonitas, nos sentamos a disfrutar y de repente entra un mariachi… otra SORPRESA.