En diciembre de 2004 sentía que estaba en la cima de la felicidad. Estaba grabando Mujer de madera, planeaba ir a pasar las fiestas con mi familia, tenía un noviazgo lindísimo que pronto, para mi gran sorpresa, se estaría formalizando; mi vida estaba llena de amor y paz. Jamás me hubiera imaginado que en tan solo un año todo cambiaría tan drásticamente.
Todos los diciembres me reúno con mi familia a celebrar las fiestas navideñas y de fin de año. Gozo enormemente de ese descanso y de poder compartir un rato con mis seres más queridos. Nuestra tradición es juntarnos el 24 de diciembre para compartir una cena de Nochebuena y luego, al sonar las doce de la noche, celebramos la Navidad con regalitos repartidos. De esta manera, el 25 de diciembre podemos aprovechar para pasar un rato con otros familiares o las familias de nuestros cónyuges, novios o quien sea que tengamos pendiente. Esta Navidad era igual que las demás.
Yo volé de México —donde seguía grabando Mujer de madera— rumbo a Puerto Rico para allí encontrarme con toda mi familia, Fonsi, sus papás, sus hermanos y el resto de su familia. Habíamos decidido hacer una gran reunión familiar entre ambas familias el 30 de diciembre. La lógica era parecida a la del 24: al reunirnos el 30 y celebrar el final del año, cada uno podría hacer lo que deseaba el 31, ya fuera ir a ver a sus familiares, pasarla tranquilo en su casita con su gente más íntima o salir de rumba. Además, como a mi papá le gusta acostarse temprano, decidimos reunirnos un poco más temprano de lo habitual; así él podría gozarse la fiesta entera.
Toda la planificación de esta fiesta se dio mientras yo estaba trabajando en México. Recibía llamadas para terminar de detallar la organización de la fiesta, cosa que en general me encanta hacer, pero como yo estaba en medio de mi trabajo, no pude estar tan pendiente como solía estarlo, cosa que seguramente les vino a ellos como anillo al dedo. Yo no sospechaba en lo absoluto el verdadero propósito de esa fiesta, no tenía idea lo que tenían entre manos mi novio y nuestras familias.
Hacía más o menos dos años (o dos años y medio) que Fonsi y yo habíamos comenzado nuestro noviazgo. Nos conocimos en México. Los puertorriqueños, como me imagino pasa con todas las nacionalidades, nos tendemos a apoyar e unirnos cuando nos encontramos en un país extranjero. Hay una solidaridad que se crea por compartir la misma cultura y nacionalidad. Además, la nostalgia se apacigua un poco al juntarse uno con otros de tu mismo país estando afuera. Cuando lo conocí, recuerdo que él era un cantante comenzando su carrera, más joven que yo, que ya tenía un nombre, pero, como muchos de nosotros, buscaba tener una plaza más fuerte en México como lo hacíamos todos. Un día, Fonsi me llamó para saludarme e invitarme a un concierto para que nos conociéramos y yo acepté. Lo que él no se imaginaba es que yo iba a aparecer con mi novio. Y lo que yo no supe hasta años más tarde es que yo le gustaba a él, por lo que estaba bien emocionado con mi visita; se había perfumado, se había puesto su mejor ropa. Pero, al verme llegar con mi novio se quedó sosísimo porque él se había imaginado que yo iría sola. De todas formas, nos saludamos, platicamos y pasamos un momento muy chévere. De ahí surgió un apoyo mutuo como artistas. Luego, me invitó a otro concierto, pero a ese no fui. Yo estaba saliendo con alguien y estaba tranquila en mi relación. No estaba buscando nada más.
Nuestros caminos se volvieron a cruzar más adelante en unos evento auspiciados por Procter & Gamble. La compañía me invitó al concierto de Fonsi y esta vez decidí ir. Ya había pasado un tiempo y ya no tenía novio. Ahí fue que nos volvimos a encontrar. De esos eventos, coincidimos en el vuelo de regreso a Miami y de ahí en adelante hubo un clic especial que llevó a que intercambiáramos números de teléfono y empezáramos a vernos con más frecuencia. Poco a poco se fue desarrollando una relación de amistad que luego culminaría en lo que fue nuestra historia de amor.
Fonsi supo muy bien cómo enamorarme, cómo hacerme caer rendida y mantenerme sorprendida. Hasta en algunos momentos más difíciles al comienzo de nuestra relación, lograba hacer algo que me derretía y me enamoraba aun más. Me presentó a sus papás, a sus hermanos, quería darme la seguridad de que la relación iba en serio.
Él es una persona sumamente creativa y esa creatividad aplicada al amor, transformaba momentos normales en sorpresas lindísimas, como la primera vez que celebramos juntos el Día de los enamorados, a unos meses de comenzar nuestro noviazgo. Estábamos reunidos en Puerto Rico, pocos días antes del Día de los enamorados, con tres de sus primos, la esposa de uno de ellos, su coreógrafo y la novia, quienes nos dijeron que íbamos a salir juntos ese día. Nos pidieron que nos vistiéramos y fuéramos a la casa de la esposa del primo para comenzar la noche. Lo que a mí me molestó de todo el plan era que no me viniera a buscar Fonsi. Si una persona está interesada en mí, y vamos a salir, eso de encontrarnos en el sitio me parece horroroso. A mí, si me quieren, me tienen que ir a buscar a mi casa. Así que ahí estaba yo ese día, arreglándome, pero furiosa porque no venía por mí. Llegué, como acordamos, a la casa de la esposa del primo y ahí me encontré con los demás. De pronto llegó una limosina a buscarnos y comenzó a desencadenarse la misteriosa sorpresa. Nos subimos y nos dirigimos al apartamento que Fonsi tenía en ese momento. Subimos al elevador y cuando se abrieron las puertas, había un camino con pétalos de rosas y velitas prendidas hasta la puerta de su departamento. Al entrar, nos recibieron los primos de Fonsi, quienes estaban vestidos de chef con delantales puestos. Ellos habían hecho la comida y eran los que nos iban a atender esa noche. También me tenía un regalo para el Día de los enamorados, pero tuve que seguir pistas claramente diseñadas por Fonsi para llegar a encontrarlo. Cuando al fin lo hallé, abrí la cajita y descubrí un anillo Bulgari lindísimo. Entretanto, él se encargó de poner una canción que hablaba de la diferencia entre querer y amar, y así, por primera vez, me dijo: «Te amo».
Él fue realmente un gran amor en mi vida.
No sé qué hubiese hecho sin el amor y apoyo increíble de Fonsi durante todas las etapas de mi cáncer de seno. No solo me brindaba una fuente de fortaleza sino que también supo cómo ser súper discreto y no emitir opinión hasta que yo no dijera lo que quería hacer. Me dio el espacio para que yo me conectara con mi corazón y así tomara mis propias decisiones. Quizá él hubiese manejado algunas cosas de otra manera pero lo que quería era que yo estuviera tranquila.
En el momento en que yo más lo necesité, él estuvo ahí completamente para mí. Hizo todo para que yo estuviera feliz y distraída, y me sacó adelante. Para sacarme de mi preocupación, él transformaba cada sesión de quimioterapia, operación o visita médica en una fiesta. Él hacía hasta lo que no estaba en sus manos para que yo estuviera bien. Siempre le estaré agradecida por la manera como se comportó conmigo durante uno de los momentos más difíciles de mi vida: imagino que para él también fue una experiencia fuerte.
Luego, con el tiempo, las cosas fueron cambiando entre nosotros y la relación dejó de ser la misma. Hoy día me doy cuenta de que me perdí un poco en esa relación. Yo tiendo a darle prioridad a todos los demás antes que a mí misma. Es mi naturaleza. Lo hago con mi familia y, en su momento, también lo hice con él. Lo que él quería, cómo él quería, cuándo él quería, yo lo hacía. Aunque yo deseara otra cosa, si yo veía que él quería lo contrario, no veía razón de negárselo. Ahora he logrado aprender de esos errores y me doy cuenta de que eso estaba mal. Al negarme mis propios deseos y darle más importancia a los de otra persona, me estaba faltando el respeto a mí misma. Es algo que, con el paso del tiempo, he podido reconocer y he tratado de arreglar en mí. Claro, soy humana y, como todos, a veces vuelvo a caer en ese mismo patrón en una relación nueva. La diferencia es que hoy día, aunque se me hace difícil no hacerlo, por lo menos logro reconocer cuándo me estoy comportando de esa manera, lo cual me da la oportunidad de corregirme. De todas las relaciones uno puede aprender algo nuevo de uno mismo para seguir creciendo y mejorando como persona.
Quizá se me hace difícil dejar ir el recuerdo de mi relación con él porque los momentos en los que estuvimos bien fueron de los mejores de mi vida. A veces me cuesta creer que pueda vivir algo así otra vez. Lo más probable es que sí, pero de manera diferente. Sin embargo, sí reconozco que el dolor de la pérdida de esa relación me hizo un poco más escéptica en cuanto al amor. Vivir ciertos golpes me subió las defensas. El miedo de volver a sentir esas mismas penas me creó un caparazón de autoprotección en mis siguientes relaciones, pero estoy trabajando para dejar entrar al que amo. Siento que quizá nunca me logré entregar de la misma manera porque entonces era más chica y más ilusa, no había pasado por todo lo que ya he vivido. Con el tiempo, sin embargo, todo cambia.
Pero para aquel momento, con dos años de noviazgo ya vividos, la etapa era de pura alegría. Habíamos comprado entre los dos una casa en Miami, lo cual era una señal clara del camino al que ambos apuntábamos. De vez en cuando hablábamos de casarnos y de anillos, pero no terminábamos de formalizar nada. Obviamente cuando se tocan esos temas uno aprovecha para dar algunas pistas. En mi caso, en algún momento le comenté que yo soñaba con tener un anillo igual al de mi hermana Adilsa. Hasta le llegué a sugerir que se lo comprara a ella directamente. Adilsa se había divorciado y ese anillo me tenía loca. Estaba montado de una manera espectacular y tenía una piedra lindísima. Siempre me había fascinado. Así que, por no dejar, le pasé el dato en algunas de esas charlas pasajeras.
Ese mismo año, nuestro amigo Iván Rodríguez nos invitó a navegar a la isla de St. Barths junto a su esposa e hijos en su bote espectacular. Aceptamos felices. St. Barths es una isla divina pero carísima, carísima, carísima. Al llegar a la isla enseguida se ven tiendas de Bulgari, Cartier y todas esas marcas impresionantes ¡en el mismo puerto! Anclaron el bote y salimos a pasear por los alrededores. En una de esas, Fonsi y yo entramos en una joyería y comenzamos a ver anillos. Él luego me confesó que le vino perfecto esa visita porque quería ver qué anillos me gustaban, qué tamaño me quedaba bien, en fin, todos esos detalles, para que luego él pudiese tomar una decisión más informada. De pronto vi un anillo espectacular. Cuando lo trajeron y me lo probé fue como si de pronto comenzara a sonar música y solo se iluminara el anillo. Mis ojos se encandilaron de felicidad con el destello de esa joya tan preciosa, parecía una de esas películas románticas. Además, a él le encantaba darme sorpresas y las planeaba siempre con mucho cuidado. Para el, ése podía ser el comienzo de una gran sorpresa para mí. Ya estaba convencido de que ese era el anillo que me iba a comprar, no le cabía la menor duda. Sin embargo, cuando preguntó el precio quedó boquiabierto. No podía creer lo que acababa de oír. La película romántica frenó en seco: ¡Ciento veinte mil dólares! Su cara fue un poema. Sus próximos pasos fueron a lo Speedy González: me quitó el anillo rapidito, lo colocó sobre la bandeja aterciopelada y salió de ahí disparando. ¡Qué risa!
Yo decidí estirar el sueño un ratito más, así que me lo volví a probar, lo observé con ganas, les pedí la tarjeta del negocio y finalmente lo dejé a un lado y me fui. Cuando salí de la tienda me encontré a la esposa de Iván y a sus hijos, pero Fonsi no estaba por ninguna parte. Por un momento pensé que, cual dibujito animado, se había zambullido al agua y se había ido nadando de vuelta a Miami del susto que le pegó el precio de aquel anillo. Yo me reía sola de la escena y seguí paseando. En el camino pasamos por una tiendita que parecía un chinchorro. Entré y me probé tres prenditas, me gustaron y decidí llevármelas. Cuando me acerqué a la caja a pagar, el total fue ¡más de mil dólares! ¡Ay, Dios mío! No sabía qué hacer. Inventé una excusa: dije que tenía que pedirle la tarjeta a mi marido y salí volando.
Finalmente, al anochecer, nos encontramos todos de nuevo y les eché el cuento de mi shock en esa tiendita y de cómo salí disparada. Entonces me volteé hacia Fonsi y le dije: «Pero ven acá, tú te me habías perdido». Refunfuñó, ofendido con que un anillo costara tanto. Le parecía inmoral. ¡Cómo nos hemos reído! Claro, después entendí que él pensaba que ya había resuelto el tema del anillo y que ese mismo era el que me iba a comprar. ¡Hasta que le dijeron el precio y le arruinaron el plan por completo!
Por fin llegó el 30 de diciembre de 2004. Cualquier sospecha que pude haber tenido con respecto a la posibilidad de un compromiso se fue con la Navidad, momento en el que, según pensaba, podría pedirme la mano. Esa noche nos vestimos y partimos en carro para Humacao con su hermana y hermano y sus respectivos novios, y con los papás en el otro carro. La gran fiesta en la que yo creía que solo celebraríamos el Año Nuevo se hizo en casa de mi hermana Adaline.
Llegamos y había comida, música, jolgorio; nos tomamos fotos, nos relajamos, de todo un poco. Cuando se acercó la hora de comer, yo ya estaba muerta del hambre. Y cuando tengo hambre lo único que me interesa es comer. No me charles, no me beses, déjame comer y después vuelvo a la normalidad. Me serví mi plato y me senté a comer, lista para saciarme con esa comida deliciosa. Entretanto vi que Fonsi se sentó al lado mío y se volvió a parar, y al ratito se me acercó y me preguntó si quería una copa de vino. Yo no tomo vino y él lo sabía; yo en general no tomo alcohol pero me siguió insistiendo, estaba como nervioso. A todas estas, yo ni siquiera lo había mirado durante ese intercambio; estaba demasiada concentrada en mi platito de comida. Cuando finalmente me volteé a verlo, me lo encontré paradito con una botella de vino en la mano. Cuando la miré más detenidamente, vi que en vez de una etiqueta tenía una foto de nosotros dos. Y en la otra mano tenía una copa con un anillo adentro. Incrédula yo veía la foto, veía lo copa, lo miraba a él, sin comprender lo que estaba pasando. En eso se arrodilló y me preguntó si me quería casar con él. Me eché a llorar, prácticamente le grité un sí emocionadísima y recién ahí me di cuenta de que todo el mundo estaba parado, tomando fotos y filmando.
Ya él había hablado con mi papá anteriormente pero ahí en la fiesta le pidió formalmente mi mano y yo seguía anonadada con lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Papi le contestó que si el matrimonio no interfería en las cosas de mi carrera, pues que sí, que le daba su bendición, pero que después no se la viniera a devolver. Siguió hablando hasta que lo interrumpimos y le pregunté: «¡¿Pero entonces sí me puedo casar o no me puedo casar?! Porque no estás diciendo nada». Obviamente dijo que sí. Mis papás lo querían mucho.
Mis hermanas lloraban, mi mamá y la mamá de él lloraban, mi cuñada lloraba, yo lloraba. Después, al ver el anillo, no entendía nada porque pensaba que era el anillo de mi hermana, pero de repente vi que mi hermana tenía su anillo puesto. Entonces el que él me estaba dando no era el de mi hermana, ¡era mío! No sabía si era una broma pero, a fin de cuentas, comprendí que todo era verdad. El anillo, al final, me lo mandó a hacer, y se parecía al de mi hermana, pero no era igual, cosa que lo hizo más especial. Claro está que, con todo ese revolú de emociones, ¡ya no comí más!
Terminamos de recibir las felicitaciones y la fiesta ya se iba apagando pero yo no sabía que la celebración continuaría. Nos fuimos a San Juan, llegamos a un sitio y, al abrir las puertas, ¡otra sorpresa! Estaban reunidos nuestros primos, tíos, amigos, todos listos para celebrar el compromiso. Nos divertimos, cantamos karaoke y gozamos en cantidad. Fue una noche inolvidable.
Después de esas fiestas y esa sorpresa inolvidable, regresé a México para terminar la novela, feliz e ilusionadísima con que me iba a casar. Un día, en febrero de 2005, ya de regreso en Miami, estábamos acostados viendo televisión cuando de pronto me picó el senito derecho. Yo casi nunca me rasco con las uñas porque dicen que da estrías, así que con la intención de verme bien, siempre me rasco con las yemitas de los dedos. Pero ese día, al rascarme, sentí algo inusual. Era como una bolita palpable en el seno, como si estuviera tocando un limón. No era chiquito como un granito de arroz, era algo que claramente se sentía. Estaba en un mismo lugar, es decir, no se movía al tocarlo, y podía darle la vuelta con los dedos, sentirlo completo y hasta agarrarlo. Me pareció raro así que le pedí a Fonsi que lo tocara. Él también sintió lo mismo.
Al día siguiente yo partía para Puerto Rico porque tenía que hacerme la prueba de vestido para la boda de mi sobrina Adilmarie, que se casaba al final de esa semana. Sin embargo, al día siguiente de esa prueba, tenía programado viajar a Miami para hacerme otra prueba de vestido. Tendría allá una actividad con mi pareja: íbamos a asistir a los Premios Lo Nuestro y esa sería nuestra primera presentación pública como recién comprometidos. Además, luciría mi bello anillo.
Mi agenda de viajes esa semana estaba que explotaba. De todas formas, como justo iba a Puerto Rico, y como mi seguro médico era de allí, Fonsi me sugirió que aprovechara el viaje y me hiciera ver por un doctor para que me revisara, me explicara qué era esa bolita en el seno y me dijera si estaba todo en orden. La verdad es que no pensamos que fuera algo malo, simplemente queríamos sacarnos la duda.
Esa bolita que sentí en mi seno sí me pareció algo extraña pero no me alarmé de más porque tenía el período; sabía que al menstruar uno puede sentir los senos más hinchados y sensibles. Además, en mi casa no había un historial de cáncer: nadie de mi familia cercana ni de mis amigos cercanos había sufrido algo así, por lo tanto no me alarmé ni pensé en lo peor. La verdad es que uno no sabe lo que es la enfermedad hasta que no la vive de cerca. Tenía conocidos que habían pasado por algo así pero en realidad yo no sabía de qué se trataba.
Al llegar a Puerto Rico fui primero a la prueba de vestido con mi hermana Adilsa, la mayor de nosotros cuatro y la mamá de Adilmarie, mi sobrina que se casaba. Luego, para complacer a mi novio, me acerqué a la oficina de unos doctores, que gracias a Dios son amigos míos y pudieron recibirme ese mismo día. Entré por la puerta de atrás para evitar ser fotografiada y desatar rumores antes de entender yo misma qué era lo que estaba ocurriendo. El socio de mi amigo me revisó. Sintió la bolita y me dijo que probablemente no era nada pero que, para estar seguros, me hiciera una mamografía si la bolita seguía ahí luego de que se me fuera el periodo. Me dio una receta, la metí en mi cartera y salí de ahí como si nada.
Me subí a otro avión y regresé a Miami. Al día siguiente me desperté con un dolor fuerte en el abdomen. Yo no soy de quejarme pero ese dolor me tenía doblada en dos. No sabía qué hacer. No le quería decir a Fonsi porque de inmediato me iba a querer llevar al médico. En esa época no le daba demasiada importancia a las visitas médicas. Sentía que, al ser joven, no debía ser nada grave, y que a esa edad las probabilidades de que me pasara algo eran muy bajas. Aparte de eso, había un tema económico: el seguro médico que tenía no me cubría en Estados Unidos, solo en Puerto Rico. Por ende, también tendía a evitar esos chequeos en Miami.
Además, no podía concebir que me pasara nada grave porque estaba pasando por una época súper feliz. Todo lo que estaba ocurriendo en mi vida era bueno y positivo. Estaba trabajando en México, me había ido súper bien en la novela Mujer de madera porque el personaje había gustado muchísimo, estaba recién comprometida, mi sobrina se iba a casar y yo estaba por ir a los Premios Lo Nuestro. Qué iba estar yo perdiendo tiempo en una oficina médica en ese momento. Lo que quería era seguir disfrutando todos estos eventos tan lindos. Así que me callé el dolor y seguí de largo.
Esa tarde mi amiga Cecyl, quien ahora es mi mánager, fue a visitarme a la casa para ponernos al día y compartir un rato juntitas. Pero no aguantaba el dolor y le tuve que pedir que se fuera porque necesitaba acostarme un ratito a ver si se me pasaba. No quería que se enterase Fonsi para no tener que cancelar ninguno de los planes que me tenían y que me hacían tanta ilusión. Nos despedimos y Cecyl se fue, pero al salir de casa quedó un poco preocupada así que decidió llamarlo y avisarle que no me sentía bien. Ella me conoce bien y sabía en ese instante que debía estar sufriendo mucho para terminar nuestra juntada tan repentinamente.
Mientras tanto, en vez de irme a la habitación, me fui al baño y me senté en el piso, dobladita del dolor, deseando con toda mi alma que se me pasara. De repente, sin que me diera cuenta, apareció Fonsi en la puerta del baño y me preguntó: «¿Qué es lo que te pasa?». Le expliqué que me dolía el estómago pero que ya se me pasaría. Pero él no se lo creyó y enseguida me dijo que debería ir al doctor. Le recordé que mi seguro médico no me cubría en Miami, solo en Puerto Rico, así que prefería esperar a ver si se me pasaba antes de incurrir en gastos. Él me insistió en que fuera al día siguiente sí o sí, pero decidí primero terminar los eventos importantes que tenía en Miami y luego partir a Puerto Rico para hacerme ver. El dolor, entretanto seguía presente: a veces más agudo, incomodándome constantemente, pero tampoco me impedía vivir. Así que decidí ignorarlo y seguir con mis planes.
Entonces fui a mi prueba de vestido para los Premios Lo Nuestro, feliz de verme con ese escote maravilloso y sin saber que en el futuro se me haría más difícil lucirlo. Luego me subí a un avión con destino a Puerto Rico porque ese mismo fin de semana se casaba mi sobrina. Estando allá le hice caso a Fonsi y aproveché nuevamente el viaje para descubrir ahora qué pasaba con mi abdomen.
Al llegar a mi cita médica me hicieron varias pruebas y análisis de sangre, pero no saltaba nada específico en el abdomen ni explicación de por qué podría tener ese dolor, que ahí seguía. Quizá yo tolero más de lo que me doy cuenta porque de todas formas pasé por alto ese dolor incesable y fui a la boda de mi sobrina. La pasamos divino, gozamos en cantidad, fue realmente maravilloso ese fin de semana.
Cuando ya estábamos apuntando para volvernos a Miami, yo con mi maleta hecha, lista para salir al aeropuerto, mi hermano Adalberto le comentó a Fonsi que yo todavía no me había terminado de hacer todos los exámenes que debía hacerme. Estaba un poco molesto y me pidió que por favor me quedara. Y que no me subiera a un avión hasta no haberme hecho todos los exámenes necesarios para descubrir qué era lo que me andaba pasando. Recuerdo que, mientras me hablaba, le daba golpecitos a la pared con su mano para dibujar una orden de prioridades, enfatizando que mi salud venía primero.
Le hice caso y me quedé, pero estaba furiosa con él por insistirme tanto en que me quedara: yo seguía pensando que no tenía nada grave, así que no entendía cuál era la necesidad de hacer toda esa escena por algo que seguramente se me iba a pasar. No le daba importancia a lo que sentía en mi cuerpo porque tiendo a no darle importancia a lo que no me gusta. Inconscientemente sí estaba preocupada pero no lo quería reconocer; en realidad le quería huir a esa sensación. Mi vida estaba pasando por un momento tan lindo que me daba rabia pensar que algo así llegara justo en ese instante a arruinarlo todo. En ese momento eran más importantes los vestidos, las fiestas y los acontecimientos que mi salud. Otra lección que aprendí a los golpes.
A regañadientes me fui para la casa de mis papás y al día siguiente me fui a ver con unos radiólogos amigos de toda la vida, personas realmente brillantes: José y Carlos Nassar. Estudié con ellos de niños, crecimos en el mismo pueblo y nos frecuentábamos mucho. Su papá era radiólogo, ellos estudiaron radiología y ahora tienen las oficinas más grandes de radiología de Humacao.
En la recepción del centro, buscando los papeles para hacerme los exámenes del abdomen, encontré la orden de la mamografía. Me palpé rápidamente el seno, noté que la bolita no se me había ido y pensé que no sería mala idea aprovechar la visita y hacerme ese examen también.
Como se dieron las cosas, primero me mandaron a hacer la mamografía ya que, para el examen del abdomen, tenía que pasar las siguientes dos horas tomándome un líquido. Esta era mi primera mamografía pero, al hacérmela, noté que tardaron mucho. Me sacaron una mamografía de un senito, luego del otro, y entraban y salían del cuartito, acomodándome un seno y el otro y nuevamente el derecho, sacándome más placas. La mujer que me estaba examinando entraba, salía, entraba, salía, volvía, me pedía que fuera a otra máquina y así pasó un rato, cosa que me hizo sospechar que algo no andaba del todo bien. Después de finalizar la mamografía me hicieron una sono-mamografía; es decir, un ultrasonido del seno. Salí de ahí un poco preocupada. Me encontré con mi hermano en la sala de espera y nos fuimos caminando a la oficina de mi papá, que quedaba a unas pocas cuadras del centro de radiología. En el camino le comenté a Adalberto que sospechaba que lo que encontraron en el senito no debía ser muy bueno porque me hicieron varios estudios y tardaron mucho. Él me miró y debe de haber visto mi cara de preocupación porque enseguida me dijo: «Ay, nena, si eso es normal, no te preocupes que no pasa nada». Yo dudaba pero me agarré de ese «no pasa nada» para no pensar más en el asunto.
Me terminé de tomar ese líquido horrible para hacerme el siguiente examen que me tocaba —el de abdomen— y volví a las dos horas, como me habían indicado. Al salir de ese último examen me encontré en la sala de espera con los hermanos Nassar. Ya no quedaba mucha gente en el centro, solo algunos empleados y doctores. Los pacientes ya se habían ido y la mayoría del personal ya había terminado su turno y se había ido a su casa. Mi hermano estaba hablando por teléfono así que yo me dirigí hacia los hermanos Nassar. Carlos, que estaba a cargo de mi examen de abdomen, me dijo que todo estaba bien, que tenía una piedrita, pero que no era nada, que se expulsaría de mi cuerpo sola. Probablemente eso era lo que me había causado ese dolor insoportable. Sin embargo, José prefirió hablar conmigo en su oficina.
José tiene un año más que yo y estudió con un noviecito mío de la secundaria. Cuando salía con este muchacho pasaba mucho tiempo en su clase y ahí fue que conocí bien a José. Mi hermano seguía hablando por teléfono así que José me preguntó si quería esperarlo o si quería ir yendo a su oficina para charlar. Ya me había dado cuenta de que algo no estaba bien porque me estaban tratando con demasiado cuidado, de lo contrario me hubiesen dicho ahí mismo: «Mira, tranquila, no pasa nada». Pero no fue así. Decidí ir a la oficina de José sola —pensando que Adalberto podría acercarse al terminar su llamada— y así ya saldría de la angustia de saber cuál era el problema.
Llegamos a la oficina, nos sentamos, y José me explicó con mucho cuidado que no le había gustado el resultado de la mamografía. No me quería asustar pero no me podía dejar ir sin explicarme lo que estaba ocurriendo y sin asegurarse de que me hiciera una biopsia. Lo que pudo rescatar de la mamografía era que, al parecer, tenía un tumor con las características de un tumor maligno. Al escuchar esa palabra se me paralizó el tiempo. Fue tal el shock que se me apagó la mente y ya no pude prestar atención a todo lo que me siguió diciendo.
¿Maligno? Me puse nerviosa y me dieron ganas de llorar pero logré controlarme pensando que mi compañero de escuela no me podía ver llorar desconsoladamente: eso era solo para las novelas. Mi hermano seguía sin llegar a la oficina, cosa que también me tenía nerviosa. Cuando al fin llegó, después de lo que a mí me pareció una eternidad (aunque seguramente solo fueron unos minutos), comenzamos a hablar de los posibles doctores que me podrían hacer la biopsia. José también hizo hincapié y me aclaró que hacerme esa biopsia no era algo que podía tomar a la ligera. Que no debía dejar pasar demasiado tiempo. Que era importante que me la hiciera cuanto antes. Es más, me pidió que hiciera la cita en ese momento antes de irme de su oficina, así ya sabría quién me iba a atender y cuándo.
Le agradezco muchísimo esas palabras porque si él no me hubiera expresado esa urgencia, quizá sí lo hubiera dejado para más adelante y las consecuencias podrían haber sido mucho más graves. Él mismo me recomendó una persona en San Juan y otra en Humacao. Preferí la segunda opción porque me sentía más apoyada: tendría a mi papá y mi mamá cerca, ellos me podrían acompañar y de paso estaría cerca de casa.
Resultó ser que la doctora de Humacao no tenía la aguja necesaria para hacerme la biopsia. Me dijo que podía esperar a que le llegara o que podía hacerme una incisión y proceder de esa manera. El evento de los Premios Lo Nuestro era el siguiente fin de semana y yo ya tenía un vestido espectacular, escotado, que no podría lucir en caso de tener una cicatriz recién hecha en el seno. Opté, entonces, por esperar a que llegara la aguja. Quedamos en que, cuando le llegara, me avisaría y yo volvería a Puerto Rico para hacerme ese siguiente estudio. En una de nuestras llamadas aprovechó para tranquilizarme un poco explicándome que tal estudio se hace a menudo y que no necesariamente significa que el tumor sea maligno. Antes que nada debía calmarme y esperar esos resultados.
Sus palabras fueron como un salvavidas que me mantuvo a flote un rato más. Dejé los nervios a un lado y me regresé a Miami, lista para disfrutar de los eventos y la fiesta, que en aquel entonces me parecían de suma importancia. Es increíble cómo ciertas experiencias de vida te pueden cambiar la perspectiva tan drásticamente.
Los Premios Lo Nuestro en Miami fueron espectaculares. Se me olvidó todo lo ocurrido en el momento que pisé esa alfombra roja de la mano de Fonsi, mostrando abiertamente el anillo de compromiso y celebrando la boda inminente. Todos me preguntaban los detalles de cómo me pidió la mano, admiraban el anillo, querían saber si ya habíamos fijado una fecha. El bombardeo de preguntas era inevitable pero lo manejamos como solíamos hacerlo: dando un poquito de información aquí y allá, pero guardándonos lo más íntimo. Realmente fue una noche súper especial y la disfruté muchísimo. La posibilidad de distraerme de mis problemas de salud era más que bienvenida. Yo soy una persona muy positiva y siento que centrarse en las cosas positivas —más aún durante los momentos difíciles— es una herramienta clave para llenarnos de fuerza y enfrentar lo que nos toque vivir de la mejor manera posible.
Unos días más tarde recibí el llamado de la doctora: ya tenía la aguja en su posesión y me podía hacer la biopsia, así que me subí a otro avión con destino a Puerto Rico. Nunca antes había sido hospitalizada, nunca me había sometido a una operación, nunca había estado enferma de gravedad como para tener que acudir a esas medidas, así que la experiencia de la biopsia fue algo totalmente nuevo para mí. Lo que más me impresionaba de ese procedimiento era pensar en que me meterían una aguja en el seno sin anestesia, sin nada —y más aún con el miedo que le tengo a las agujas. Tiemblo al recordarlo. Y pensar que esa solo sería la primera de muchas más en los años siguientes… En ese momento no tenía idea de lo que me esperaba.
A la cita me acompañaron mi mamá y mi mejor amiga Elianne. Le expliqué a la doctora el miedo que me causaban las agujas y me dio medio ansiolítico para calmar mis nervios. Quizá podría haberme tomado la pastilla entera pero, como no soy de tomar nada, preferí tomar menos ya que no sabía cómo reaccionaría. De todas formas, también le pedí que me diera algo para taparme la cara o la vista, así no veía lo que me hacía.
La verdad es que me dolió mucho pero como no podía ver nada y seguramente con la ayuda del ansiolítico, me quedé quietita y ella pudo trabajar tranquila. Al terminar, la doctora me enseñó el potecito con líquido y los pedacitos del tumor que había extirpado para el análisis. Me comentó que había visto muchas biopsias como esta y que a simple vista no parecía ser nada de lo que preocuparse. Salí de ahí un poco aliviada por las palabras de la doctora pero también con una nube de preocupación por la incertidumbre de la espera. Me monté en el carro con Elianne y, antes de que llegara mi mamá, se me escurrieron unos lagrimones. Mi amiga tan querida y dulce como siempre me dijo que me tranquilizara, que todo iba a estar bien. Me sequé rápidamente las lágrimas e intenté recomponerme para que mami no me viera y se preocupara. No sé si es que presentía algo o si eran simplemente los nervios de todo el procedimiento, pero en ese instante me permití sentir y me desahogué, aunque solo por unos breves segundos.
Conducimos hasta la casa de mi hermana Adilsa y ahí seguí las recomendaciones que me hicieron para sanar la herida de la biopsia. La aguja que se usa en este tipo de procedimientos es más gruesa de lo que uno se imagina; es como si fuera un popote largo y fino, por ende la herida que queda parece más un huequito que un puntito. Siendo un poquito más grande de lo normal, esa herida tarda en sanarse y entretanto puede sangrar; hay que limpiarla, entonces, y cambiarle las vendas para procurar que no se infecte. La herida se veía un poquito morada así que le puse hielo. Mientras tanto intenté permanecer tranquila y distraerme para no pensar mucho en los resultados posibles.
Durante nuestras vidas, cada vez que enfrentábamos un momento difícil, mis hermanos y yo solíamos buscar una salida cómica para descargar los nervios. En ese momento mi hermano estaba buscando casa. Aún sintiéndome mal me fui con mis hermanos, Mami y el agente inmobiliario a ver las casas que a él le gustaban. Preferí hacer eso y distraerme un rato que quedarme en la casa enfocada en la incomodidad de esa pequeña herida que pronto me revelaría la verdad. Lo último que se necesitaba era que yo me sintiera una víctima y que actuara de esa manera. Quería seguir con el día como si nada de lo ocurrido fuese demasiado importante. Sentí que entre más importancia le otorgara, peor nos pondríamos todos.
En Miami tenía pendiente una entrevista y luego estaba programado mi viaje a Argentina para participar en el programa Fear Factor VIP. En lugar de quedarme en Puerto Rico, sin hacer nada durante tres o cuatro días, en la dulce espera de quién sabía qué resultado, decidí regresar a Miami y seguir distrayéndome con mi día a día regular y mis compromisos ya establecidos. En aquel momento, la ley HIPAA (Health Insurance Portability and Accountability Act) ya estaba en efecto. Esta ley, entre otras cosas, protege tus datos personales; por ende, al no estar presente para recibir los resultados en persona, tuve que dejar un permiso escrito y firmado para que alguien allegado a mí lo hiciera. Le di el poder a mi hermana Adaline, quien es médica y conocía a la doctora que me había hecho la biopsia. Así, al recibir el resultado no solo me podría llamar sino que podría ella misma interpretar lo que decía y sacarnos de la duda pendiente. Como Adilsa, mi otra hermana, iba a acompañarme a Argentina, volamos juntas a Miami para prepararnos para ese viaje que nos tenía tan ilusionadas y sin saber que todo se derrumbaría de un instante a otro.
Aquella tarde terrible —antes de darme la noticia del diagnóstico y mientras yo terminaba mi sesión fotográfica—, Fonsi ya había intentado comunicarse con un productor de música conocido, Sebastián Krys, amigo de la cantante Soraya, quien había pasado por algo similar. Pensó que sería la persona ideal para orientarnos un poco y recomendar a qué doctor ir. En Miami no conocíamos a nadie en el mundo médico. Como yo me había hecho los estudios en Puerto Rico, estábamos un poco perdidos.
La sesión de fotos se hizo cerca de un apartamento que teníamos en la playa; ahí estaba viviendo en ese momento mi sobrina Adilmarie mientras se pasaba a su apartamento de casada. Estando tan cerca y necesitando un lugar tranquilo para sentarnos y respirar, nos fuimos todos para allá con el fin de seguir digiriendo la noticia. Yo seguía incrédula y con algo de rabia porque me habían cancelado el preciado viaje a Argentina, que tanta ilusión me daba. Sentados en aquel apartamento veía cómo mi sobrina abría algunos regalos de su boda pero evitaba mi mirada. Mi hermana, nerviosa, también evitaba cruzar una mirada conmigo. Mi novio quería hacer llamadas para solucionar nuestras dudas. ¿Por dónde empezar?
En medio de todo lo que estaba sucediendo me acordé de una amiga de Puerto Rico —Vivian—, que se había venido a vivir a Miami y a quien le habían dicho que tenía células cancerosas. Yo no recordaba con claridad el diagnóstico pero busqué su teléfono y la llamé. Al finalizar la conversación me contó que su hermana, María Elena, acababa de terminar sus sesiones de quimioterapia en esos días y que iba a hablar con ella, que estaba más al día para recomendar doctores y brindarme más información sobre la enfermedad. Quedamos en encontrarnos al día siguiente.
Al cortar el teléfono Adilsa me miró de repente y dijo angustiada, casi gritando: «¡Llora! Llora si tienes que llorar, ¡llora!». Pero a mí no me salían las lágrimas. Verlos tan descompuestos y preocupados me dio un golpe de fuerza. No me podía quebrar en ese momento. No fue sino hasta esa noche, en mi casa, que me desperté en la madrugada llorando. Fonsi me abrazó y no me dijo nada, simplemente me tuvo entre sus brazos. Era lo único que necesitaba en ese momento, ese espacio para llorar tranquila y no tener que hablar ni contener a nadie. Fueron pocos los espacios de ese tipo que me permití en el transcurso de mi enfermedad, quizá por eso los recuerdo tan vívidamente ahora.
La siguiente mañana, mientras me ponía de acuerdo con Vivian para vernos, nos dimos cuenta de que su hermana y yo éramos vecinas del mismo complejo cerrado. Ella vivía al principio y yo al final. Al rato llegaron las dos a mi casa. Vivian y María Elena tienen dos personalidades muy distintas. Vivian es más pausada y tranquila, y María Elena, aun recién salida de su última sesión de quimioterapia, tenía una chispa y una energía impresionante. Esa reunión me abrió los ojos con respecto a lo que es el cáncer de seno. María Elena llegó con lo que yo creía era su pelo pero al ratito me explicó que era una peluca y se la quitó para mostrarme su cabecita calva. También me enseñó cómo le había quedado el seno. Como las dos hermanas estaban operadas, ambas me enseñaron las cicatrices de sus operaciones, muy diferentes la una de la otra. Vivian se quitó ambos senos pero su caso fue diferente al de su hermana porque no tuvo que pasar por sesiones de quimioterapia: el tumor se lo habían encontrado a tiempo. Por otro lado, María Elena, que sí tuvo que hacer quimioterapia, se veía muy bien, llena de vida e ilusionada con seguir adelante; eso también me impactó. No esperaba esa fuerza vital. Fue impresionante porque de pronto me di cuenta de que cada caso, a pesar de sus similitudes, era un mundo aparte. Comencé a comprender que cada cual vive a su manera la enfermedad. No hay reglas. No hay nada que se considere bueno o malo.
Vivian, la menor de las dos hermanas, fue la primera en tener cáncer y lo vivió, desde mi punto de vista, de una manera más catastrófica que su hermana. Para ella fue más difícil manejar la enfermedad a nivel mental y emocional porque físicamente la había agarrado a tiempo y no tuvo que pasar por una quimioterapia. María Elena se lo tomó con mucha más calma, por lo que recuerdo de nuestras conversaciones. Su cáncer fue mucho más agresivo que el de Vivian; por ende, su tratamiento también fue mucho más fuerte. Ella, sin embargo, tenía más esperanza y fortaleza que Vivian para salir adelante.
Ambas historias me ayudaron inmensamente a comprender un poco más lo que estaba por vivir. Pude ver, de primera mano, la misma enfermedad desde dos perspectivas, con dos resultados diferentes, dos tratamientos distintos, dos operaciones de seno que no quedaron de la misma manera. Me abrieron los ojos y fueron una fuente de información invaluable.
Definitivamente lo que más me sirvió en ese momento y de lo que más me aferré fue de la ilusión y de la fuerza vital de María Elena. Verla con esa energía tan positiva —alegre, tan entera— me calmó y me llenó de esperanza. Ella se convirtió en mi guía y siento que Papa Dios no podría haberme puesto dos mejores personas en mi camino que esas dos muchachas. Fueron una gran bendición y me ayudaron a ver unos rayitos de luz dentro de esa nube de angustia e incertidumbre en la que me estaba sumergiendo.