Nací la mañana del martes 18 de mayo de 1971 en un pequeño pueblo de Puerto Rico llamado Humacao, donde todo el mundo se conoce. Y te conocen más aún siendo hija de Vidalina Torres de López y Luis López Rosario. Siete años después de que mis papás tuvieran su último hijo ¡aparecí yo de sorpresa! Y llegué con bombos y platillos. Me cuentan que esa mañana, durante el parto, mi mamá de un momento a otro perdió la consciencia. La partera, al ver lo que estaba ocurriendo, se asustó y comenzó a pegar gritos, pidiendo ayuda. Muchos médicos luego criticaron su reacción; sin embargo, esos gritos causaron tanta alarma que de inmediato acudieron otros doctores a la sala de parto y ayudaron a revivir a mi mamá. Mami dice que, si no fuera por los gritos de esa señora, quizá no hubiera vivido para contar la historia. Y así fue como llegué al mundo: inesperada y a la vez deseada, en medio de un alboroto y rodeada de amor incondicional.
Soy la menor de cuatro hermanos. La mayor, Adilsa, me lleva once años; luego viene Adaline, quien me lleva diez años, y la sigue Adalberto, con siete años más que yo. Desde el primer día mis hermanos me trataron como a su muñequita consentida. Desde el momento en que me vio, mi hermano Adalberto se apoderó de mí como si fuera solo suya. Me protegía a morir, no dejaba que nadie se acercara ni me tocara sin su permiso porque creía que sólo le pertenecía a él. Aun hoy tiene ese rasgo protector conmigo. Me sigue amando y consintiendo como cuando era chica y, como siempre, me regaña poco.
En verdad, todos estamos muy pendientes los unos de los otros. Tengo la dicha de tener una familia increíble. Nos protegemos, nos adoramos y siempre buscamos estar unidos y en armonía. Cuidarnos nos nace naturalmente, también fue así como nos criaron nuestros padres.
Mis padres, Vidalina y Luis, se conocieron en Humacao, Puerto Rico. Según cuentan ambos, un día mi papá estaba paseando por la plaza de Humacao junto a sus amigos cuando sus ojos descubrieron a la mujer de sus sueños. Los padres de Mami tenían una finca en Las Piedras y, para llegar a ella, debían pasar por al lado de la plaza del pueblo. Así fue que, cada vez que pasaban en el carro, mi papá y sus amigos se aseguraban de saludar a mi mamá y a mi tía Iris, quienes les devolvían el saludo a escondidas para que mi abuelo no las viera ni las regañara. Un buen día Papi averiguó dónde quedaba esta finca y se acercó para visitar a Mami; se encontró, sin embargo, con titi Iris. Aprovechó y le preguntó si Mami tenía novio y, cuando le dijo que no, él quedó de lo más contento. Cuando titi Iris le dijo a Mami cuál de los muchachos la había ido a visitar, ella contestó: «Ah, es bajito… Pero es lindo». Después de eso, cada vez que pasaban por la plaza en el carro, y si Papi saludaba a Mami, ella siempre le devolvía el saludo, pero solo a él. Entonces Papi la comenzó a visitar a la finca y luego a la universidad, hasta que un buen día fue a lo de mi abuelo y le declaró que estaba pretendiendo a mi mamá: así fue como formalizaron su noviazgo. Fue amor a primera vista y cincuenta y seis años más tarde, ese flechazo los sigue manteniendo unidos.
Mamá y papá vienen de dos familias muy diferentes y tienen historias casi opuestas pero, como bien dicen, los opuestos, como imanes, se atraen. Así fue para ellos. Mi mamá nació en Ponce, Puerto Rico, pero a los tres meses su familia se mudó a Humacao; ella se siente cien por ciento humacaeña. Tiene una hermana menor, Iris Torres —o como bien le digo yo, titi Iris—, con quien es adoración total. Son muy diferentes pero no importa cuántos desacuerdos pueden llegar a tener: el amor que tiene la una por la otra es incondicional. A diferencia de mi papá, mi mamá es más citadina. Es una mujer muy fina, con una educación sólida, gran lectora, y fue maestra por más de treinta años en Humacao. Ha instruido a varias generaciones del pueblo y la gente la adora. Además, ella no solo enseñaba su clase sino que se preocupaba por cada uno de sus alumnos en un nivel más humano. Los aconsejaba, les daba datos de salud e higiene, les mostraba interés por sus vidas. Por eso siempre la tienen en cuenta y la recuerdan con cariño.
Ya de adultas, ambas casadas y con hijos, pero todavía jóvenes, mi mamá y su hermana sufrieron una de las pérdidas más grandes de su vida: falleció su madre, mi abuela materna, de un derrame cerebral. En su lecho de muerte, mi abuela le pidió a mi mamá prometer que cuidaría de su hermanita, encargo que aceptó con mucho amor y gusto. Por alguna razón mi abuela sintió que mi mamá era la más fuerte y por eso pudo hacerle tal encargo antes de fallecer. Sin embargo, en términos de personalidad, mi tía es muchísimo más fuerte que mi mamá. Mi hermana Adilsa me recuerda mucho a mi tía en ese sentido. Ambas son fuertes de carácter, apasionadas y dicen las cosas como les salen —sin procesar ni editarse, hecho que puede crear algo de angustia en la persona que recibe sus palabras pero también es cierto que uno siempre sabe lo que piensan y dónde está parado con ellas.
Mi papá es otra historia completamente diferente. Nació y se crió en Las Piedras, Puerto Rico. A diferencia de la crianza de mi madre, mi padre es un hombre de campo. Su padre también era un hombre de campo. Viene de una familia de gente buena, trabajadora, que sin tantos recursos a su disposición, logró salir adelante y triunfar. Mi papá es uno de los mayores entre sus hermanos. En ese sentido es parecido a mi mamá, solo que mientras ella tiene apenas una hermana, Papi tiene trece. De joven él también perdió a su madre; eso lo marcó muchísimo. A veces siento que esa ausencia de alguna manera le creó un vacío afectivo. Para los hombres, en general, es difícil expresar sus sentimientos. La madre, naturalmente, con sus gestos de cariño y amor, les enseña a sus hijos esa manera de demostrar amor. Como Papi no tuvo eso a lo largo de su vida joven, no lo logró desarrollar tan fácilmente. Papi demostraba su preocupación y amor de otra manera: era buen trabajador y proveedor, se aseguraba de que todo en la casa marchara bien, estaba siempre pendiente de nuestras necesidades. El amor infinito que tenía por nosotros se sentía, solo que no lo demostraba a través de abrazos, besos y caricias, lo cual me costaba comprender de niña.
Un tiempito después de que mi abuela paterna falleciera dando a luz a uno de sus hijos, mi abuelo se volvió a casar y con su mujer nueva tuvo tres hijos más. Ni me imagino lo que debe haber sido para la señora heredar tantos hijos del matrimonio previo. Sin embargo, todos ellos, como hermanos, siempre se llevaron muy bien, siempre han procurado mantenerse unidos y evitar problemas entre ellos.
De niño, mi papá era dueño de un solo par de zapatos —¿será de ahí que viene mi fascinación y amor por los zapatos?— e iba a la escuela caminando todos los días, pero si había trabajo por hacer en la finca, eso era prioridad. Aprendió de chico que el trabajo duro y la disciplina rendían sus frutos. Esas cualidades lograron solidificarse en él al inscribirse en el servicio militar y pasar dieciocho meses estacionado en Alemania durante la Guerra de Correa. Mi papá de por sí no es un hombre muy expresivo ni es de contar muchas cosas personales, menos aún de hablar de aquella época de su vida. Yo me imagino que deben de haber sido momentos duros. Hay muchas expresiones de afecto y cariño que él no sabe manifestar porque no lo aprendió de niño. Claro está también que aquellas eran otras épocas.
Al conocer a mi mamá y volverse novios, esta jovencita citadina y este jovencito campestre no dejaron que sus diferencias se interpusieran en su amor. A lo mejor a mis abuelos maternos les hubiera gustado que mi mamá se encontrara un hombre con una mejor situación económica; sin embargo, eso no influyó en la manera como trataron a mi papá. Fueron muy inteligentes: en vez de rechazarle el novio a su hija, en vez de pelearle ese amor, decidieron ayudarlos para que salieran adelante, aceptándolo con los brazos abiertos.
Mi abuelo materno le tomó mucho cariño a mi papá y lo invitó a que trabajara en su mueblería. Y fue mi abuelo materno quien ayudó a que mi papá empezara su propio negocio, una mueblería en Las Piedras. Se dio cuenta de que mi papá era un muchacho trabajador que con un poquito de ayuda iba a poder darle la vida que se merecía a mi madre. Ellos dos resultaron ser muy compañeros. Mi papá estuvo a su lado siempre, hasta cuando la diabetes le reclamó la vida a mi abuelo. Gracias a su guía y ayuda, logró tener su primer negocio propio, el cual siguió creciendo gracias a su disciplina y honradez. Con eso logró sacar adelante a su familia, brindándonos una vida en la que nunca nos faltó nada.
Al igual que mi papá, mi mamá también trabajó toda la vida; juntos se complementaron y nos brindaron un hogar armonioso y repleto de amor. Eso fue lo que yo vi y viví y con lo que me crié, y estaré agradecida eternamente porque su ejemplo me ha ayudado a ser quien soy hoy.
Como en muchas familias, en mi familia Papi es el hombre de la casa y cree que manda, pero la que realmente manda es Mami. Con su simpatía e ingenuidad logra lo que quiere. Ella dice que Papi tiene la última palabra pero de niños, cuando queríamos salir y Mami quería decir que no, sin darnos respuesta, nos mandaba a preguntarle a Papi porque la respuesta de Papi siempre era no. Tenían una especie de código armado porque Papi ya sabía que si llegábamos a preguntarle a él primero era porque ya Mami quería decir que no. Sin embargo, si Papi era el que decía que no y luego Mami nos daba el sí, celebrábamos: ¡nos habíamos ganado el sí final!
De mi papá definitivamente aprendí lo que es la disciplina, la responsabilidad y la honradez en el trabajo y la vida. Mi padre es un hombre ejemplar, de palabra, jamás le promete nada a nadie que no pueda llevar a cabo. Tanto en la mueblería como en la funeraria, si hacía falta fiar a algún cliente, y como él era de palabra, no tenían que firmar ni un papel. Él confiaba en que la persona regresaría y le pagaría cuando pudiese hacerlo. De mi mamá aprendí lo que es la compasión y comprensión. Al igual que ella, yo también velo mucho por mis hermanos y ellos también por mí. Me gusta asegurarme de que están bien y, si a alguno de nosotros nos hace falta algo, siempre estamos para quien nos necesite. Ese fue el ejemplo que tuvimos en casa y lo que nos inculcaron, gracias a Dios, a través de los años.
Mis hermanos y yo nos llevamos muy bien, aun siendo bastante diferentes. Adilsa, la mayor, es fuerte, directa, mandona y tiene un corazón inmenso; además, se cree mi mamá. Adaline es más dulce, muy risueña, sabe dar el mejor consejo con las palabras adecuadas y es amorosa y muy sentimental; eso sí, cuando tiene que ser firme, no lo piensa dos veces. Todos son simpáticos pero Adalberto se lleva el premio. Él es la alegría de la casa: el santo hijo, el santo hermano… Es un hermano realmente espectacular. Es bondadoso, cariñoso, dado, se preocupa mucho por todos, tiene muchas atenciones y detalles para con los demás, es confidente, amigo, todo. Cada uno de mis hermanos tiene su encanto especial y me siento dichosa de tenerlos en mi vida. Ahora, me imagino que se preguntarán cómo soy y fui de niña. Pues aquí les comparto algunas anécdotas familiares.
Como ya mencioné, cuando yo nací Adalberto se adueñó de mí como si yo fuera su muñequita de juguete. Me vestía, me consentía y me celaba con mis hermanas. Si él estaba presente, ellas no se me podían acercar; entonces aprovechaban su ausencia para apachurrarme y darme besos y pasar ratitos conmigo. Aparte de jugar conmigo, protegerme y hacerme modelar, en una ocasión a Adalberto se le dio por vestirme de la Virgen María.
Yo tenía varios vestiditos largos que mi mamá había mandado a hacer para cuando participaba en los cumpleaños de mis hermanas o algún otro evento familiar. Siempre me ponían a desfilar o entregar regalitos, cualquier cosita para hacerme lucir. En esta ocasión, Adalberto eligió uno de estos vestiditos largos, me puso una corona y me llevó a la esquina de nuestra cuadra para que todo el mundo me viera. Durante la Semana Santa en Puerto Rico se suele desfilar por las calles del pueblo con alguna procesión. Pues esa vez, cuando pasó la procesión, se encontraron conmigo paradita en una esquina vestidita de la Virgen María. Yo dejaba que mi hermano hiciera lo que quisiera, así fue que me dio las siguientes indicaciones: «Pon las manitos así, en posición de rezar, quédate aquí paradita con carita angelical». Y yo le seguía las instrucciones al pie de la letra y eso era todo un éxito entre la gente.
Una cosa que me encantaba hacer era jugar con mis hermanos. Cuando mis hermanas tomaron clases de modelaje, me enseñaron a desfilar; cuando tomaron clases de baile, me ponían a bailar… Era la alumna perfecta y ellas eran felices jugando de maestra conmigo. En una ocasión yo había quedado a cargo de Adaline y ella se quedó dormida. Yo aproveché para irme a la cocina, me trepé a una silla y prendí la hornilla donde estaba apoyado el café. Al ratito empezó a echar humo y se quemó la cocina. No pasó a mayores pero, por mi aventurita, la que recibió el regaño fue Adaline, ya que yo solo tenía unos dos añitos. Muchas veces, cuando me quedaba a cargo de mis hermanas, me escurría entre las rejas de la puerta principal de la casa y me escapaba en busca de dulces. Un día una prima quiso seguirme pero su cabeza quedó encajada entre las rejas. ¡Madre mía, la pela que le dieron a mi pobre prima! Y yo salí ilesa. A mí nunca me daban. Mami nos disciplinaba —eso seguro— pero nunca recuerdo que me hayan pegado.
Según mis papás, yo no era muy traviesa sino más bien una niña buena, consentida, muy querida no solo por ellos sino por la gente del pueblo. Con Papi había algo especial. Por él se me salía la baba. Cuando mi papá no estaba, yo tenía que dormir con su almohada por su olor y, cuando sí estaba, era él quien tenía que prepararme la leche, vestirme y llevarme a la escuela. Nosotros vivíamos en el piso de arriba de la mueblería y de chiquita yo aprendí a bajar las escaleras para ir a pasar ratos con mi papá en el negocio. Él sostiene que mi simpatía lo ayudaba a hacer ventas porque había gente que solo pasaba para verme a mí.
Después de un tiempo, mi papá cerró la mueblería y decidió entrar en el negocio fúnebre. Se había enterado de que en Humacao había un negocio a la venta. Cuando fue a averiguar qué era, le dijeron que era una funeraria. Como buen comerciante, decidió que primero debía aprender un poco de qué se trataba ese negocio. Así fue que pasó un tiempito trabajando en una funeraria local en Las Piedras. Una vez vio que era algo que podía llevar a cabo, compró la funeraria en Humacao y ese sigue siendo su negocio hasta el presente. Hoy día tiene otras locaciones más y hasta montó una en el viejo local de la mueblería en Las Piedras.
Cuando pasó a tener la funeraria, yo lo acompañaba a recoger a los difuntos. Una vez nos tocó buscar a uno que había muerto de una puñalada en el corazón. En el camino hacia el médico forense que lo debía examinar, yo no paraba de mirar para atrás con miedo de que el muerto, que tenía los ojos súper abiertos, en cualquier momento saltara y me atrapara. Después de eso no lo volví a acompañar a recoger a los difuntos pero sí lo ayudaba con otras cosas, como a anunciar a los muertos por el altoparlante del carro. Ya más grandecita me llevaba a la escuela en el coche fúnebre y ¡anunciando las notas de duelo de los fallecidos por el altoparlante! Obviamente a esa edad sentía algo de vergüenza pero también entendía que eso era parte de su negocio.
Mi padre y mi madre realmente son un ejemplo de lo que, para mí, son unos padres excepcionales. Juntos han tenido una familia maravillosa, criada con mucho amor. Nos enseñaron disciplina, responsabilidad por el trabajo, nos enseñaron a valorar la educación. Y han hecho muy buen trabajo. Siempre he dicho que si yo volviera a nacer querría volver a nacer en la misma casa. Todos nos procuramos, incluyendo nuestros tíos y tías. Mami es como una hermana más para los hermanos de mi papá, así como lo son todas las esposas de sus hermanos, ya que llevan compartiendo juntos más de cincuenta años. Cabe notar que los hermanos de mi papá se parecen mucho; todos tienen la estampa de mi abuelo paterno.
Una de las cosas que hoy día más disfruto y adoro al llegar de visita a mi casa en Puerto Rico son las reuniones familiares. Todos los domingos se junta la familia a compartir un rato y cada quien va aportando algo a la comida mientras va llegando. Cuando yo voy de visita, siempre se hace alguna reunión familiar especial para aprovechar y estar todos juntos. Nos sentamos a hablar de cómo me fue, de cómo están ellos, de cómo les va. Aunque ya lo hayamos hablado por teléfono, ese momento en donde podemos ponernos al día en persona, con un abrazo y un cariño, es el más especial de todos. Hay pocas cosas que me gustan tanto como estar con mi núcleo familiar: la pasamos bromeando y recordando las mismas boberías de siempre, esas anécdotas que nunca fallan en hacernos carcajear de risa sin importar cuántas veces las hayamos contado. Esos momentos son una parte esencial de mi vida.
Mi papá, mamá y hermanos siempre han sido lo más importante en mi vida. Yo he podido tener novios y relaciones pero, al fin y al cabo, si a ellos no les gusta la persona con la que estoy, en algún momento termino esa relación porque lo que busco es la unidad familiar y lo que espero es que la persona a mi lado pueda participar y ser parte de esta unidad sin disturbarla ni causar problemas.
Mi familia tiene mucho poder sobre lo que yo pienso, digo, hago, quiero. De alguna manera, yo siempre busco su aprobación. No sé si esto es bueno o es malo, pero tengo esa tendencia. Así como nos mantenemos todos unidos y buscamos procurarnos los unos a los otros, esa aprobación para que podamos estar todos juntos y nadie esté molesto es clave para mí. No me gusta ser la que rompe esa armonía. Para evitar eso, tiendo a hacer lo que ellos quieren.
A veces cuando mi mamá quiere que conozca a alguna amiga y trae a otras personas a nuestras reuniones familiares, eso cambia mucho el tono de la fiesta familiar. Cuando yo salgo por la puerta de mi casa, soy enteramente de la gente. Ahora, de la puerta de mi casa para adentro, me pertenezco a mí y a mi familia. Las reuniones familiares para mí son un momento clave y aprecio enormemente pasar ratos todos juntos y solos. Tener que compartir ese espacio con alguien más a veces me choca. Mami y Papi no lo entienden y tampoco tienen por qué. Yo sé que se sienten tan orgullosos que quieren que todo el mundo vea y sepa que la nena está de visita pero, si hay gente que no es parte de mi familia, siento que pierdo el tiempo preciado que yo añoro tener con ellos, solo con ellos. Son los ratitos de mi vida en los que no me tengo que preocupar por qué hacer o no hacer, donde me puedo reír a carcajada abierta y estornudar a todo volumen y decir lo que se me cruce por la cabeza y recordar viejos tiempos y compartir cosas íntimas. Para mí, ese es un espacio atesorado. Sin embargo, como tiendo a evitar la confrontación y opto por complacer, si ella quiere traer amigos ¿cómo le voy a decir que no a mi mamá?
Soy directa, soy fuerte, pero no soy de confrontaciones. Es mi naturaleza. ¿Por qué no me gustan las confrontaciones? La verdad es que no lo tengo claro. ¿Será que tengo miedo de perder el cariño de alguien? ¿Será que no me valoro tanto como debería o será simplemente que me acostumbré a que, como todos los de mi familia son mayores que yo, existe un respeto que no puedo faltar? Realmente no lo sé. Siempre me he sentido querida, consentida, mimada, apapachada. Siempre he sentido que me han dado hasta más de lo que necesito. Quizá por eso sienta que confrontar a mi familia, después de todo lo que me han dado, puede leerse como un acto de desagradecimiento, y por eso también lo evito. A su vez, puede ser que actuar de esta manera haga que me separe un poco de la gente que quiero para no mostrarme de alguna manera vulnerable. Quisiera descubrir por qué actúo de esa manera pero me resulta difícil porque a veces incluso no me quiero confrontar a mí misma. Sin embargo, muchas veces me cuestiono cómo puede ser que me dé miedo perder el amor o el respeto de una persona por decir lo que siento o lo que quiero.
La naturaleza de nuestra casa es muy buena y noble pero todos tenemos opiniones fuertes, todos somos fuertes de carácter y todos pensamos que tenemos la razón. En parte reacciono de esta manera porque sé que, en momentos de coraje, digo cosas con rabia que no son necesariamente lo que quiero decir. Prefiero tomarme uno o dos días para tranquilizarme y analizar bien lo que ocurrió. Al dejar pasar un poquito de tiempo, uno puede ver todo con otros ojos y hasta darse cuenta de que no necesariamente tenía la razón. Prefiero escuchar e irme con mi rabia y mi coraje y dejar la charla para otro día, más tranquilos, para poder ser más justa conmigo y con la otra persona. Siempre fui así, es medio innato.
Los primeros encontronazos en mi vida llegaron de más adulta. Por ejemplo, tengo una mejor amiga a la que adoro: cuando discutíamos, ella buscaba resolver el problema en el acto y para mí eso es lo peor que me puede pasar. Si a mí me obligan a hablar sobre algo que no estoy lista para discutir, mi reacción gutural es decir todo lo que no debo. A mi amiga —siempre se lo he hecho saber— le pido el favor de que no me haga hablar en el momento en que estoy enojada, pero a veces las acciones son más efectivas que las palabras.
Un día, en nuestra época universitaria, ella insistió e insistió con algún tema, que ahora ni me acuerdo qué era. Me llevó al límite. Yo estaba fregando los platos y, en un momento dado, recuerdo que ella estaba en un pasillo que llevaba a los cuartos. Yo tenía un plato en la mano con ganas de tirárselo y decirle: «¡No jorobes más que no quiero hablar!». Era tal la rabia que tenía por sentir que me estaba presionando a discutir cuando yo no quería que, en vez de tirarle el plato a ella, lo aventé dentro del lavadero y se hizo añicos. Desde ese día ella entendió —y yo me di cuenta— que en los momentos en que estoy enojada debo hacerme a un lado porque puedo llegar a ser hasta agresiva, cosa que no es parte de mi naturaleza. Usualmente yo le doy prioridad a todos los demás, así que lo único que pido es que si me ven enojada, que me dejen en paz y me den un tiempito para calmarme. Será lo mejor para mí y para la otra persona porque seguramente después hasta le ceda la razón.
Con mi hermana Adilsa también he tenido mis encontronazos de grande. Ella es una de las que más carácter tiene. A veces puede no tener la razón desde mi punto de vista pero yo no le discuto porque no voy a ganar nada con eso. Si lo hago, lo que vamos a crear es una fricción que para mí es evitable. Yo tengo que comprender que ella es mayor que yo, que tiene su forma de pensar, que puede que no esté en lo cierto, pero que confrontarla no nos va a llevar a nada bueno.
Para mí, lo más importante es mantener la armonía con mi familia porque ellos son mi centro. Y si ese centro se encuentra desequilibrado, las consecuencias las sufrimos todos. Cuando tengo que decir algo que no me gusta, ahora he aprendido que es bueno decirlo. No me lo guardo pero sí sigo evitando hacerlo por medio de una pelea. Por ejemplo, al divorciarme hubo desacuerdos así como coraje, momentos de rabia, momentos de angustia y hasta momentos de no hablar, pero no hubo gritos ni peleas porque no soy así.
Alguna vez me pasó, alguna vez pelee y, por hacerlo, terminé ofendiendo e hiriendo y diciendo cosas innecesarias y arrepintiéndome. Cuando uno explota durante ese instante de coraje, salen palabras dolorosas y es difícil volver atrás. No me gusta esa sensación post-pelea donde quedan ambos lados heridos. Con el tiempo y la experiencia, he aprendido a no dejarme provocar por esos momentos de ira o de rabia y a no llegar a ese extremo. Prefiero callarme, enclaustrarme y dejar que pasen. Aprovecho ese momento de silencio y de paz para pensar bien lo sucedido, para calmarme, para analizar la situación y llegar a una conclusión más cuerda y sana.
Eso mismo fue lo que hice cuando me diagnosticaron con cáncer de seno. Me retiré de la escena laboral, me callé y busqué analizar todas las posibilidades para ver cómo salir adelante. Y no lo podría haber hecho sin el amor de mis seres queridos. La fuerza para sobrevivir esta enfermedad, sin duda alguna, me la dieron mi familia, mis amigos cercanos y mis fans, pero el rol de mi papá también fue esencial.
Para cuando me tocó enfrentar mi enfermedad, mi papá ya había sufrido varios ataques al corazón y contratiempos de salud. De hecho, hoy día solo le funciona un porcentaje pequeño del corazón, pero eso no le quita la fuerza para seguir viviendo.
Mi papá siempre ha sido mi todo, lo máximo, por eso es que su primer ataque al corazón fue un momento muy impactante para mí: ahora solo me acuerdo de ciertas escenas, otras cosas se me han borrado o las he enterrado en mi subconsciencia.
Yo tenía dieciséis años y cursaba décimo grado. Vivíamos en la segunda planta de un edificio en Las Piedras, Puerto Rico. En el primer piso quedaba la mueblería. En ese momento solo vivíamos mi papá, mi mamá y yo en la casa porque mis hermanos ya se habían ido del hogar.
Una madrugada, a eso de la una de la mañana, mi mamá entró a mi cuarto, me despertó y me dijo que Papi estaba mal. Al instante salté de la cama, me puse un pantalón arriba de la bata y con los rolos puestos salí del cuarto. Andaba como doña Florinda porque mi mamá me ponía los rolos en el pelo todas las noches antes de dormir para que al día siguiente fuera con el pelo ondulado a la escuela. Cuando entré a la sala vi a mi papá caminando lentamente, con la mano en el pecho, haciendo un esfuerzo sobrenatural para llegar a la puerta, rechazando todo tipo de ayuda a pesar del dolor clavado en su corazón. Mami ya estaba vestida y saliendo por la puerta para adelantarse a sacar el carro del garaje. Yo no hallaba qué hacer. Papi no quería que nos acercáramos, estaba empecinado en salir de la casa y bajar las escaleras a la calle solo, sin ayuda. Lo que me nacía era darle una mano pero como no aceptaba ayuda lo seguí sigilosamente por las escaleras, en caso de que precisara algo. Veía cómo le faltaba el aire, tenía la cara descompuesta y llevaba la camisa media abierta. Así y todo, midiendo cada paso con cuidado, llegó al carro, se montó y salimos disparados al CDT (Centro de Diagnóstico y Tratamiento).
En Las Piedras no hay un hospital sino un CDT. Este centro sirve para estabilizar al enfermo y luego mandarlo en ambulancia a otro pueblo donde sí haya un hospital. Llegamos a ese CDT desesperados. Enseguida montaron a Papi en una camilla y lo atendieron en el acto. De repente me di cuenta de que, al saber que habíamos llegado al lugar donde lo podían ayudar, Papi finalmente se relajó, se entregó a esas manos profesionales y perdió el conocimiento. Ese es un momento y un ejemplo de fortaleza que jamás se me borrará. Es una inspiración. Yo lo veía tan angustiado, tan adolorido, pero a la misma vez luchando tanto que me impresionó. Uno copia inconscientemente patrones que ve en la casa al crecer. En mi caso, ese día que observé a mi papá más débil y más fuerte que nunca me marcó de tal manera que me sirvió más adelante en uno de los momentos más duros de mi vida.
Al terminar de revisar y estabilizarlo, lo subieron a una ambulancia con nosotras dos a su lado. Recuerdo estar en la ambulancia y mirar para atrás, por la ventana, llorando a lágrima tendida con Mami sin saber cómo podía llegar a terminar este episodio. Llegamos al hospital y enseguida tomaron control los doctores de turno. A partir de ahí ya no me acuerdo mucho más. El hecho de no acordarme me resulta muy interesante porque es el mismo comentario que hace mi familia cuando les pregunto cómo vivieron mi enfermedad. Se ve que todos tendemos a bloquear muchos de esos momentos de angustia como mecanismo de defensa. Sí sé que en las siguientes horas y días, le hicieron un cateterismo y luego una operación de corazón abierto, y salió bien.
Desde ese momento hasta ahora, ese miedo de perder a mi papá nunca más se me ha quitado. Cada vez que me dicen que Papi no está bien, mis lágrimas y mi angustia instantáneas son inevitables. Me desespero. Es algo que no puedo controlar. Muchas veces, estando yo en México o en Miami, Papi pide que no me digan nada porque sabe lo que sufro al enterarme de estos episodios —que ocurren a veces hasta más de una vez por año— porque siempre cree que se va a estabilizar y va a estar bien. Pero yo prefiero que me digan. Prefiero pasar por mi angustia que no saber nada. El año pasado tuvo varias complicaciones de salud, la última siendo justo antes de que se terminara el programa Mira quién baila. Y este año, hace muy poquito, le dio un fallo renal. Salió bien pero eso no quita que todas las semanas haya alguna queja o alguna visita al hospital, algunas por seguimiento y otras porque no se siente bien. Sin embargo, después de la mayoría de sus internaciones, siempre demostró una fortaleza y unas ganas de seguir viviendo que creo fueron un ejemplo clave para mí y que me sirvieron inconscientemente para salir de mi propia enfermedad.
Con Mami es diferente. Cuando ella se enferma, me angustio pero no me entra esa misma desesperación. Quizá sea porque la situación de Mami es parecida a lo que me pasó a mí y le vino a pasar ahora, en mi adultez, habiendo ya pasado por varios de mis propios golpes. Sin duda, no es nada fácil lo que tiene pero como yo he vivido una rama de esa enfermedad, lo veo más manejable. La he visto muy mal y decaída, sufriendo mucho por su enfermedad, pero siempre tengo la sensación de que ella se va a reponer. Con Papi, mi angustia se debe a no saber si va a lograr reponerse. Veo su salud como algo más frágil. Mi mamá es un roble, la que nos da fuerzas a todos; es vivaracha, positiva. Siempre la vi más fuerte que a todos nosotros juntos. Papi, por el otro lado, me resulta un misterio porque no habla mucho; uno no sabe bien lo que piensa, lo que siente. Entonces cuando se queja es porque realmente ha llegado a su límite y no puede más. Y esa impresión me causa más angustia. Hoy día entiendo que lo de mi papá me causa más angustia porque lo tuve que vivir de adolescente. Fue una impresión que me quedó grabada de por vida. Sin embargo, con los años me he dado cuenta de que, en realidad, Papi es el más fuerte y Mami es la más frágil a la hora de enfrentar sus propias enfermedades. Cuando Mami se enfermó, surgió una vulnerabilidad y una fragilidad que yo nunca antes le había visto. Me hizo recapacitar y verla desde otro punto de vista. A medida que uno va creciendo, algunos velos que llevabas puestos desde niño se van cayendo y entonces puedes ver la realidad desde otra perspectiva, con otra luz.
La vitalidad de mi papá es increíble. Por momentos nos da esos sustos y sufre mucho pero levanta la cabeza y sigue andando. En los últimos años le ha dado diabetes, ha tenido un fallo renal, perdido un ojo, capacidad auditiva… pero siempre se incorpora y sigue adelante. Ante todo ha mostrado mucha fortaleza aunque ahora, quizá con la edad más avanzada, le ha cambiado un poco la actitud. Antes le pasaba de todo pero seguía diciendo que él estaba bien. Ahora se queja un poco más y, cada vez que le da algún dolor de pecho u otra enfermedad, dice que ya está listo para irse al otro lado. Ya no tiene las mismas ganas y fuerza para seguir viviendo y, considerando su edad y todos los dolores físicos que debe soportar diariamente, es entendible. Papi no le teme a la muerte. Él vive en armonía con Dios, es un hombre de bien, muy honesto (a veces demasiado) y siempre ha sido recto y de palabra. Siente que ha hecho las cosas de la mejor manera posible y, cuando Dios se lo quiera llevar, le dará la bienvenida. Además, está acostumbrado a lidiar con la muerte por la funeraria. Es más, ya tiene su ataúd apartado desde hace más de diez años. En cambio mi mamá sí le teme a la muerte y su angustia tiene que ver con la posibilidad de sufrir. No está preparada para pasar un dolor prolongado. Mentalmente no lo podría digerir bien. Ya le tocó estar muy mal durante un año seguido y teme que eso se repita.
Cada uno es un mundo único y diferente. Lo que uno puede tolerar muerto de la risa, al otro lo hace romper en llanto y viceversa. Y ni hablar de lo que es enfrentar esos retos de joven versus el hecho de enfrentarlos ya en la tercera edad. Son etapas demasiadas diferentes en la vida como para comparar y comprender el por qué de cada reacción. Simplemente debemos apoyarnos y aceptar la vivencia de cada uno, y así seguir nadando.
MIRANDO HACIA ATRÁS, ME DOY cuenta de que he sido y soy una persona muy feliz. Tuve una infancia preciosa con mis papás y hermanos. He vivido en un hogar maravilloso, me han querido, he trabajado desde chiquita en lo que me gusta. Tuve buenos amigos en la escuela que siguen en mi vida hoy día. Con mi familia logramos viajar y disfrutar de salidas todos juntos y siempre tuvimos nuestras necesidades cubiertas. Es más, si mal no recuerdo, lo único que no me compraron de chiquita —que me quedó resonando y hasta hoy día no he logrado olvidar— fue un par de patines. Todavía se lo saco en cara a mi mamá y ella me dice: «¡Es que me jorobaste tanto con esos benditos patines!». Claro, cuando me dijo que me los iba a comprar en aquel entonces, a cada ratito le preguntaba: «Mami, ¿ya me vas a comprar los patines? Mami, ¿ahora es que vamos? Mami, Mami, Mami…». Hasta que se cansó y me dijo que, por preguntar tanto, ya no me los iba a regalar. Y lloré como una magdalena pero ella siguió firme y no me los compró. Disciplina. ¡Pero todavía me acuerdo! Ahora, si eso es lo único que no me dieron de todo lo que quise, no me puedo quejar.
Vivir con padres trabajadores como los míos, con historias tan opuestas que se complementan tan bien, fue una verdadera bendición y un gran ejemplo. Hoy día los veo y pienso: «Ojalá yo pueda tener eso algún día y pueda criar a mis hijos como ellos nos han criado a nosotros, llenos de amor y disciplina, protegiéndonos y siempre procurando por nuestro bienestar».
Sin el apoyo de mi querida familia, enfrentar las etapas que me cayeron encima como baldes de agua helada hubiera sido casi imposible. Mi papá, mi mamá y mis tres hermanos son mi centro, los que me impulsan a seguir adelante, a crecer, aprender, mantener la fe y ser mejor persona. Daría todo por ellos y sé que ese sentimiento es mutuo ya que ellos lo dieron todo para ayudarme a salir de algunos de los momentos más difíciles de mi vida.