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El golpe más doloroso

A mediados de 2009, cuando volví a Miami después de terminar de filmar Alma de hierro, nunca imaginé que tendría que hacerme un alma de hierro para lograr enfrentar el próximo cambio drástico de mi vida. Ya estaba lidiando con lo que sería la segunda operación de mi seno izquierdo y con todos los miedos que surgieron por el procedimiento. Pero ¿mi matrimonio? ¿Cómo podía ser que eso también se estuviera derrumbando ante mis ojos?

El regreso de México, después de un año y medio afuera, no fue nada fácil. Al llegar a casa sentí que mi marido no me había recibido como siempre. Algo entre nosotros había cambiado. En realidad, ya desde México sentí una cierta frialdad que no lograba reconocer pero lo atribuí a la distancia. Pensé que al volver todo caería en su lugar, pero ocurrió todo lo contrario. Su comportamiento, su forma de tratarme, de hablarme, nada de eso era igual. Desde que pisé nuestra casa me di cuenta de que lo que estaba pasando en realidad era mucho peor de lo que yo quería y podía siquiera admitir. Su indiferencia y la falta de intimidad solo empeoraron con el tiempo. Alguna que otra vez intenté sugerir un acercamiento pero rápidamente aprendí que eso ocurriría cuando él dijera y no cuando yo quisiera. Llegó un punto en el que incluso dejamos de hacer el amor del todo. Ya no existía esa conexión. En alguna parte del camino nuestra relación se había quebrado, pero yo seguía sin comprender dónde, cuándo, cómo y por qué.

Inicialmente interpreté todo lo que nos estaba ocurriendo como nuestra primera crisis matrimonial y estaba preparada para luchar y salir adelante. Pero este tipo de lucha se debe hacer de a dos. Una sola persona no puede salvar una relación. Desde ese día que entré a mi casa —después de un tiempo de trabajo en México—, supe que lo que me tocaba hacer sería cuesta arriba pero jamás pensé que en realidad iría cuesta abajo hasta estallar contra el piso y hacerse añicos.

No estaba preparada para ese golpe como tampoco estuve preparada para el cáncer. Fue uno de los momentos más difíciles de mi vida.

En el tiempo en que estuvimos juntos, hubo una etapa en la que fuimos muy felices. Sé y me consta que él estuvo muy enamorado de mí. ¿Cuándo se perdió el amor? Pues no lo sé. No puedo pensar ni sé en qué momento exacto cambió todo, pero cambió. De repente se convirtió en otra persona, con otros intereses, otras necesidades, otros deseos. Seguía siendo el buen ser humano que es, la buena persona que es y el hombre del cual me enamoré, pero al mismo tiempo era otra persona.

La diferencia entre este golpe y el del cáncer fue que lo que yo sentía roto, lo que me dolía por dentro, no era físico sino totalmente emocional. Con el cáncer yo me encontraba físicamente enferma pero tuve una fortaleza emocional que me ayudó a salir adelante. Mi mente le mandaba energía positiva a mi cuerpo para ayudar a sanarse. En este caso, lo que se me estaba desmoronando era lo emocional y eso es mucho más difícil de sanar. Además, durante toda la etapa del cáncer, una de las personas en quien más me apoyé fue en él. Fue una persona clave para recuperarme no solo física sino espiritualmente. Y ahora ese pilar ya no estaba más, ya no me amaba más y era más bien el causante de mi dolor. Me sentía más sola que nunca. ¿Ahora qué quimioterapia iba a usar para curarme este mal? Sin importar cuánta gente me rodeara con amor y apoyo, no había ninguna persona ni acción que me terminase de dar la tranquilidad para poder salir adelante porque yo no estaba lista para recibirla.

NO ERA LA PRIMERA VEZ que teníamos problemas. Al año de haber empezado nuestra relación hubo una infidelidad. Mi reacción fue romper con él. Pero él hizo villas y castillas para que regresáramos. Dentro de su enamoramiento, no quiso perder lo que teníamos. Y yo volví a caer redondita. Al enfermarme fue una fuente de amor y apoyo constante. Estuvo siempre pendiente de mí y sentí que nuestro lazo, en vez de quebrarse, se profundizó. Cuando fijamos la fecha de la boda no había ningún tipo de obligación, simplemente lo hicimos porque sentíamos que ese era el camino que queríamos tomar juntos de la mano. Nos casamos amándonos. Me casé pensando que ese sería el hombre con quien pasaría el resto de mis días. Con quien tendría hijos. Yo no esperaba el dolor que vendría después de uno de los días más felices de mi vida.

Luego comenzaron a aparecer las infidelidades. La primera ocurrió cuando éramos novios: yo me enteré porque lo averigüé, porque mi instinto me decía que algo andaba raro. Vi las cuentas de sus tarjetas de crédito y hasta hablé con la muchacha, pero él me lo negó. Y lo hizo hasta que no le quedó más remedio porque era demasiado evidente. En medio de la desesperación de ver lo que estaba ocurriendo, en medio de la sospecha constante de que estaba con otras, había una prueba hacia el final de la relación que no me fallaba. Para cada viaje que le tocaba de trabajo yo le hacía la maleta. Siempre me aseguraba de que entre su ropa estuviera su cepillo de pelo. Como para las presentaciones él contaba con su propio peluquero y maquillador, ese cepillo que le empacaba en cada viaje era el de uso personal, el que quedaba en su cuarto. Al regresar de sus viajes, nuevamente era yo la que le desempacaba la maleta; de inmediato agarraba el cepillo y lo miraba detenidamente. Muchas de las veces había pelos largos atrapados entre las cerdas. Pelos largos que, con cada viaje, variaban de color. Pelos largos que él definitivamente no tenía.

Llegué a un punto tal que la ansiedad me invadía el pecho y, cuando podía, le revisaba las cosas en busca de pruebas. Me volví paranoica —y con razón— porque esas pruebas existían y eran innegables: desde llamadas telefónicas con algunas de las otras hasta una foto que me rompió el corazón.

Al principio lo confrontaba, le preguntaba de dónde habían salido esos pelos, ese mensaje, esa llamada, pero en general me lo negaba todo. En algún momento bajé los brazos y dejé de luchar. Dejé de confrontarlo. Era más doloroso hacerlo porque veía cómo me mentía en la cara. Lo único que yo deseaba era que me hablara con la verdad. Sentía que si podíamos hablar de una manera más directa, existía la posibilidad de salvar la relación y de volver a reestablecer algo de esa confianza perdida. Pero eso no ocurrió.

Con el paso del tiempo hubo muchas heridas, mucho rechazo, mucho aparentar frente a la gente —incluso frente a nuestras familias— que estaba todo bien, cuando poco a poco se iba desmoronando lo que yo pensé sería mi relación de por vida. Cada vez que nos bajábamos del carro yo le decía: «Por favor, que tu familia no se dé cuenta. Que nadie se dé cuenta». Me encontraba nadando sola sin saber hacia dónde dirigirme; realmente no sabía qué hacer. Por lo menos con el cáncer tenía una guía. Aquí estaba a la deriva, sin entender siquiera por qué estaba nadando.

Yo estaba aferrada a él y eso no me hacía feliz, no era sano. Mientras sufría los engaños yo lo que hacía era luchar para ver si él se fijaba en mí, a ver si lo podía reconquistar. Pero me costaba horrores porque mi autoestima no era la misma de siempre. Mi cuerpo había cambiado, tenía un seno nuevo —pero con una cicatriz evidente que nunca se iría—, estaba más grande y me costaba enormemente volver al peso que tenía cuando era más joven. Hasta el sol de hoy es una lucha diaria, pero ahora es una lucha más sana. En ese entonces sentía que me ahogaba porque, para cuidarlo, me tragaba no solo mis inseguridades y dolores sino también sus silencios y engaños. No emitía palabra porque no quería que él se viera perjudicado. Sentía que no me quedaba otra, que me tenía que conformar con eso, que eso era lo que me había tocado y que no había vuelta atrás.

Es terrible lo que voy a decir ahora, y he aprendido que ese no es el camino correcto, pero en ese momento yo no me daba cuenta: aunque yo supiera que él hacía cosas por fuera de nuestra relación, mientras yo sintiera que me quería pensaba que podía llegar a comprender esa necesidad de hombre de coquetear o tener otra mujer. Pensaba incluso que lo podía aceptar siempre y cuando él siguiera queriendo estar a mi lado. Yo sentía que él había sido tan espectacular conmigo, que me había brindado tanto amor y apoyo durante mi cáncer, que, pues, si se deslizaba algún día, la mejor opción era mirar para otro lado y seguir como si nada.

Hoy día pienso todo lo contrario: no quiero a nadie al lado mío por lástima y no aceptaría una relación bajo esas condiciones porque me doy cuenta de que no lleva a nada, que solo causa dolor y crea rencor. Te sigues estrellando, te pierdes. Yo vivía para él, yo no me daba la importancia que merecía. Cuando estaba con mi esposo, él podía decir todo lo que quisiera y, aunque no tuviese la razón, yo no me animaba a refutarlo. Quizá porque tenía miedo de perder su amor.

Ahora tengo claro que la importancia y la atención nunca pueden recaer en una sola persona. En una pareja, ambas personas son importantes y merecen esa importancia. Cuando se centra en un solo lado, esa relación se desequilibra, lo que no es sano para ninguno de los dos. Yo estaba actuando como si fuese de una generación a la que en realidad no pertenecía. Apliqué lo que aprendí de los grandes que me rodearon en mi infancia pero me doy cuenta de que, para la pareja de hoy, eso ya no va. De chica no solo vi el amor incondicional de mis padres sino que también vi cómo otros hombres podían hacer cosas; mientras regresaran a la casa, sin embargo, estaba todo «bien». Al ver la repetición de ese comportamiento en varias parejas, yo me casé pensando de esa manera. Yo sabía en lo que me estaba metiendo y usaba la justificación que aprendí de niña: mientras él regrese a la casa y me quiera y me abrace y me bese, lo demás no importa. Además, viniendo de una familia religiosa, aprendí también de niña que el matrimonio era algo sagrado, que una vez que entrabas en ese acuerdo ante Dios había que cumplirlo «hasta que la muerte nos separe». Tenía una presión autoimpuesta porque para mí esa unión debía ser para toda la vida, sin importar lo que hiciera el otro para destruirla.

Pero ahora tengo claro que los engaños no se deben ignorar sino enfrentar y que, si uno está casado, hay que darle la oportunidad a la pareja para trabajarlo, sea yendo a terapia, a la iglesia o simplemente hablándolo. Nosotros desafortunadamente no peleamos por nuestra relación, no logramos comunicarnos para ver por qué habíamos llegado a ese punto. Quizá por eso me costó tanto comprender por qué de un momento a otro se había terminado todo. Él tomó la decisión y no hubo otra forma. Recibí el clásico: «Soy yo, no eres tú, dame un tiempo», y luego se acabó. Ni siquiera hubo momento para hablar de una posible terapia de pareja o de una posibilidad para luchar por lo nuestro porque, para él, eso ya se había terminado. Me hubiese encantado charlar sobre lo que podíamos hacer para revivir ese amor perdido pero lo que me tocó fue un golpe seco, un desamor repentino, un fin inesperado.

La decisión de separarnos no fue tomada en una conversación cara a cara en la que nos tomamos de la mano y acordamos que era lo mejor para los dos. No. Fue mientras estaba de viaje promocionando la campaña de Save Lids to Save Lives. De pronto uno de esos días recibí una llamada suya; me dijo que se quería separar. En realidad, la palabra que usó fue «divorciar». Era como si él ya hubiese tomado la decisión. Al cortar, con la desesperación que me invadía el corazón, me nació llamar a su mamá en busca de algún consuelo o refugio. Sentía que si alguien podía hacerlo razonar era ella. El dolor y el shock eran tan grandes que ni me atreví a llamar a mi familia. No sabía ni cómo comenzar a explicar lo que nos estaba ocurriendo. Mi suegra se sorprendió con lo que le conté y enseguida lo llamó, pero él le dijo a ella que nunca había mencionado la palabra «divorcio» sino que lo que buscaba era separarse por un tiempo para ver cómo se sentía.

La realidad es que él ya había tomado la decisión en su mente pero, en vez de confrontar la situación cara a cara, prefirió jugar el jueguito sabiendo que a la final se saldría con la suya. Comenzó a buscar apartamento para mudarse durante nuestra separación pero mientras tanto permaneció en la casa. Irónicamente vivimos juntos el comienzo de esa separación. Dormíamos en la misma cama, en la que me abrazaba todas las noches. Para mí era todo muy confuso. Yo interpretaba ese abrazo como una luz de esperanza. Pensaba que todavía nos quedaba una oportunidad para salvar el matrimonio.

En medio de todo ese dolor y confusión, me tocó aquella segunda operación en Jacksonville para reemplazar el implante y asegurarme de que estuviera libre de MRSA. Manejando de ida hacia el hospital me llamó para hablar sobre un comunicado de prensa sobre nuestra separación que quería emitir. Su idea era que emitiéramos un comunicado en conjunto, diciendo: «Hemos tomado la decisión…». Pero «hemos tomado» me sonaba a coliseo porque fue él quien tomó esa decisión. Yo quería que él hablara por sí mismo porque la realidad es que a mí no me había dado otra opción. Yo no quería separarme ni divorciarme: esa fue decisión suya Por ende, no quería participar de un comunicado en conjunto porque me parecía que no estábamos enfrentando el tema con la verdad. Mi intención no era hablar mal de él, simplemente quería que él se hiciera cargo de la decisión que había tomado. Me parecía lo más correcto y honesto. De pronto me di cuenta de que yo no estaba con la cabeza como para seguir hablando del tema. Estaba rumbo a operarme, estaba en el carro con toda mi familia escuchando nuestra discusión, estaba preocupada por cómo saldría de esta cirugía, estaba agobiada. Le pedí que por favor me dejara operar tranquila y que al recuperarme podíamos volver a tocar el tema.

Al final, cuando volvimos a hablar, recibí tanta presión que una vez más cedí y el comunicado salió en conjunto a pesar de lo que yo sentía o quería. Yo no deseaba hacerle daño, no quiero ni quería que su carrera se viera afectada, así que cedí. En definitiva, aunque dije que sí a eso, se enojó porque no salí en su defensa en cuanto a sus infidelidades; se enojó y me lo sacó en cara como si yo no hubiera estado ahí para apoyarlo y ayudarlo. Lo que no entiendo es cómo pretendía que yo saliera diciendo que no era verdad si la que sufría, encima de todo, era yo. Hasta tuve que lidiar con un mensaje de una de las mujeres con quien lo involucraron: ¡me pedía que por favor saliera a hablar en defensa de Fonsi! ¡¿Que yo saliera a hablar de qué?! Ni salí en su defensa ni le contesté el mensaje a esa mujer que me llamó. Y lo más gracioso es que eso no me lo perdonó.

La noche antes de que me dieran el alta en Jacksonville, llegó él y bajamos juntos a Miami en carro. A los dos o tres días de regresar llamó a su asistente para que lo ayudara a buscar las cosas de la casa. Ya le habían entregado el nuevo apartamento y ya se había llevado la mitad de sus pertenencias de la casa. Ese día, mientras mudaba sus cosas, se fue en un momento y me dijo: «Vengo ’horita». Pero no volvió más. Por la noche recibí una llamada: me dijo que se daba cuenta de que ya tenía todo lo que necesitaba para quedarse en su apartamento y que no era necesario volver. Eso fue todo. Ni siquiera nos despedimos como para darle un cierre a esos años juntos de alguna manera. No tuvo la valentía de decirme en la cara que había llegado el final.

En el tiempo que transcurrió entre la separación oficial y el divorcio, hablábamos por teléfono más que todo. Él me insistía en que lo llamase si así lo necesitaba, pero esas conversaciones no me hacían bien. Sentía que no había razón para llamarlo si al fin y al cabo su decisión ya estaba tomada y no me iba a decir lo que yo más quería escuchar. Sin embargo, si él me llamaba a mí, yo contestaba. Siempre.

Lo que yo sufrí en ese último tiempo no lo compartí con nadie. Me lo tragué todo en silencio. No quería que mi familia lo supiera, no quería que su familia lo supiera, ni quería contárselo a mis amigos más íntimos. Lo más íntimo, lo más doloroso, me lo he callado y guardado en una cajita interna. Pero sin darme cuenta entré en un estado depresivo que me tomó un buen tiempo superar.

Nuevamente, como con el cáncer, no me permití expresar lo que me carcomía por dentro ni me permití sufrirlo abiertamente. Mi familia me rodeó y me acompaño de una manera constante. Nunca estuve sola. El gesto vino de un lugar de amor y apoyo, lo sé, pero el no estar sola durante casi seis o siete meses seguidos hizo que no me desahogara como necesitaba hacerlo. A solas me hubiera permitido gritar y llorar y sacar algunas cosas para afuera, aunque sea para que las escucharan las paredes de mi casa, pero ya rodeada de gente no podía hacerlo. Quizá por eso me tomó tanto tiempo procesar este evento de mi vida.

Sí, con mis amigas más cercanas logré hablar de algunas cosas, pero solo de lo que yo sentía que podía decir, no necesariamente de lo que realmente pasó. Es probable que por un lado lo hiciera para protegerlo a él, por la costumbre de proteger nuestra privacidad, por la esperanza de que quizá hubiera vuelta atrás. No quería hablar mal de él en frente de todos por si todavía existía la posibilidad de reavivar nuestro amor. ¿Y qué pasaba si él terminaba siendo el padre de mis hijos? No quería hablar mal de él. Pensaba más bien seguir el viejo dicho: «Calladita me veo más bonita». Al mismo tiempo, verbalizar ciertas cosas las vuelve más reales. Al no hablarlas también estaba protegiendo de alguna manera mi propio corazón. De todas formas, hasta el sol de hoy siento que nadie tiene por qué saberlo todo.

Durante esos tiempos, una de las pocas personas a quien le confié algunas de mis intimidades fue a mi hermana Adilsa. De mi familia, ella era la persona con quien más me desahogaba y quien más sabía lo que estaba ocurriendo en mi relación. Pero eso no me sirvió de mucho, más bien nos llevó a tener varios encontronazos. Quizá por eso también terminé callándome tanto. De pronto, en medio de mi dolor, tuve que lidiar con el enojo de mi hermana y las consecuencias de que con su rabia pudiese hablar de cosas que se debían mantener en privado. Encima, la familia de él también se quejaba y la acusaba de decir cosas que ella, a mi entender, no había dicho. Yo lo que más deseaba era mantener la paz.

Por otro lado, en privado sentía que a veces Adilsa lo defendía más a él que a mí. Me recomendaba que hiciera y dijera cosas que no me nacían. Hubo momentos en los que fue muy hiriente y dura conmigo, cuando lo que más necesitaba era una aliada. Tengo claro que su intención jamás fue hacerme sentir mal, pero eso no quita lo bailado. Llegó un punto en el que me tuve que alejar de ella; decidí no hablarle más durante un tiempo porque cuando la llamaba terminaba más lastimada que apoyada. Una vez que pasó todo y se apaciguaron las aguas, nuestra relación volvió a la normalidad, pero la verdad es que ese fue otro paso duro en medio del desastre que estaba viviendo.

No solo tuve problemas con Adilsa. Durante el proceso de separación yo sentía que las dos familias se transformaron en dos bandos opuestas y la que más sufría sus ataques era yo. Estaba atrapada en medio de ese campo de batalla sin saber adónde refugiarme. Los míos querían ayudarme pero la forma en que me decían las cosas, sumada a mi vulnerabilidad, hacía que yo interpretara sus consejos y opiniones como ataques personales. Y el bando de él pues obviamente estaba de su lado. Yo a su mamá le tengo un respeto, una admiración y un cariño inmensos —y siempre se los tendré—, pero claramente en ese caso, a quien ella iba a apoyar a muerte era a su hijo. Ingenuamente intentaba contarle algunas cosas a mi suegra pero ella solo creía lo que decía su hijo. Y no la culpo: ese es su hijo. Hay muchas cosas que ni siquiera les mencioné. Llegó un momento en el que no sabía qué más hacer. Además de que me dejaba el marido, me atacaba mi hermana, me atacaba su familia y la única que seguía sufriendo por mantener una paz imaginaria era yo.

De pronto, encima de todo, hubo un momento en el que él quiso que desmintiera cosas. Yo sentía que eso no me correspondía a mí. Y al decirle que no me llegó a sacar en cara todo lo que estuvo conmigo cuando me enfermé. ¡Qué dolor! Ahora ya ni sabía por qué había permanecido a mi lado durante esa etapa. ¿Fue por pena o fue por amor? Hoy día, mirando hacia atrás, me gusta pensar que fue por amor. Todas esas dudas que surgieron en mi mente durante el divorcio tenían más que ver con las palabras cruzadas y los enojos del momento. Todo lo lindo que hizo por mí en un momento lo deshizo por otro lado. Y en aquel instante sentí que la pérdida de su amor fue más dura que el mismo cáncer de seno. Me dio rabia con todo el mundo y al final no me podía desahogar con nadie. Esa soledad acompañada me estaba ahogando.

Lo que siguió a esa separación fue el proceso de divorcio y mi única preocupación en ese punto eran los embriones. ¿Ahora qué pasaría con esos hijos que podríamos llegar a tener? Busqué ayuda para asesorarme legalmente porque me di cuenta de que, al irse de la casa, él ya no iba a volver. Por lo único que estaba dispuesta a luchar era por esos embriones. No me interesaba su dinero, no lo necesitaba. Yo trabajaba y podía ganarme la vida sin la ayuda de nadie, pero después de mi cáncer no sabía si tendría la posibilidad de tener un hijo que no viniera de esos embriones.

Le mencioné a Fonsi que iba a asesorarme con respecto a los embriones y elegí un abogado que me recomendaron para que me representara. Dio la casualidad de que el abogado de Fonsi y el mío eran enemigos mortales. De pronto el divorcio —nuestra disolución como pareja— parecía más una pelea personal entre ellos dos.

Desafortunadamente, en esa riña de gallos la que terminó perdiendo fui yo. No me interesaba pelear por plata, solo quería luchar por lo que algún día podían llegar a ser mis hijos. Fue tal la lucha, tal el dolor, que llegó un punto en el que me di por vencida y le dije a mi abogado que ya no podía seguir luchando. Decidí que era hora de firmar y de una vez por todas terminar con todo ese asunto. Pero él me respondió: «Si tú firmas, yo no te puedo representar legalmente porque eso no me parece justo para ti».

Yo sabía todo esto, comprendía que no salía bien parada si firmaba ese divorcio, pero ya no daba más. Encima, si seguíamos luchando, lo más probable era que termináramos en la corte y lo último que yo quería era revelar todas mis intimidades para que quedaran plasmadas en un registro público. Se me había acabado la energía. La pelea tenía que terminar de una vez por todas. Se lo expliqué al abogado y, tal como me lo había advertido, renunció a mi caso. Así que en medio de toda esa angustia no solo le tuve que pagar por sus servicios sino que tuve que buscarme otro abogado para terminar de llevar a cabo el divorcio.

Y con el dolor de mi alma, lo firmé.

Un día sonó el teléfono y era Fonsi diciendo que quería pasar a verme porque tenía algo que decirme y algo para darme en persona. Colgué y lo único que me imaginé fue buenas noticias. De pronto se me llenó el corazón de una ilusión que pensé había perdido. ¿Se acercaba la oportunidad de ser madre?

Acordamos un día y una hora, y cuando llegó a mi casa nos fuimos a hablar al balcón; en la casa estaba mi sobrino y luego llegarían mi maquillista y peluquero porque tenía una grabación más tarde. Quería asegurarme de que podíamos hablar en privado, pensando que sería sobre ese tema tan sensible. Sensible sí fue, eso seguro, pero totalmente inesperado. Resultó ser que lo que venía a entregarme era su disco nuevo. Pero la bomba me explotó con la noticia que me venía a dar: Fonsi iba a ser papá. Quiso decírmelo en persona porque estaban por sacar un comunicado de prensa y no quería que me agarrara desprevenida. Aquel golpe, debo confesar, todavía me duele en el alma. Ver la facilidad con la que él podía seguir adelante con su vida —mientras yo esperaba ansiosa para ver si podía rehacer la mía— me dejó boquiabierta.

Cuando se fue de la casa, la noticia ya estaba siendo anunciada por televisión. Ese fue uno de los pocos días en los que me permití llorar y gritar abiertamente en frente de personas, sin pensar cómo les afectaría a ellos. Siento que fue la primera vez que demostré tanta debilidad y vulnerabilidad en público. ¡Qué dolor, qué rabia, qué coraje, qué todo! Él en el fondo sabía que no sería una conversación fácil de digerir, así fue que antes de llegar a mi apartamento llamó a una amiga para asegurarse de que yo tuviera apoyo. Al no encontrarla, llamó a mi otra amiga y mánager, quien ya estaba en camino por el compromiso de trabajo que teníamos ese día. Tenía razón: esa charla me revolvió todo por dentro, como si nuevamente estuviéramos pasando por el divorcio. Lo que sentía era la necesidad de gritar, gritar, gritar y hacer cualquier cosa para sacarme esa sensación tan desgarradora.

Luego de recibir ese baldazo de agua fría, pegar esos gritos y derramar esas lágrimas, tuve que hacer lo posible para recomponerme y seguir adelante ya que tenía un compromiso de trabajo al que no podía fallar. Me maquillaron, me peinaron y partí con mi mánager a la grabación de ese día, con la mejor sonrisa que pude asomar en mi rostro y lista para dar lo mejor de mí, sin importar cuáles fueran mis circunstancias personales.

Curiosamente, lo que estaba yendo a grabar era un segmento para el programa Viva la familia de Todobebé, al que me habían invitado para entregarle un reconocimiento a una señora que había sobrevivido al cáncer y que luego se había dedicado a crear conciencia y a ayudar a otros que estaban pasando por la enfermedad.

Gracias a Dios no era un medio de chismes; si ese hubiera sido el caso, habría cancelado porque no estaba nada preparada para responder ese tipo de preguntas con la noticia tan fresca. Ha pasado casi un año desde que recibí esa noticia y dos años desde el divorcio, y todavía me resulta difícil responder ciertas preguntas.

Hace poco, en Puerto Rico, un periodista que me estaba entrevistando me preguntó: «¿Ya conociste a la bebé de Luis Fonsi?».

En el microsegundo que transcurrió me pregunté: «¿Qué contestó?». Lo primero que me nació fue mandarlo al diablo pero ese es un lujo que, dentro de mi carrera, uno no se puede dar tan fácilmente. No sabía qué decir. No quería responder algo que me hiciera quedar mal a mí, no lo quería dejar mal a él y quería que fuese algo digno de respeto.

Lo único que se me ocurrió fue decir: «Ay, pero qué pregunta más indiscreta», y me di media vuelta y me fui.

Lógicamente, todos estos acontecimientos me llevaron a pensar si realmente valía la pena seguir en esa lucha para tener a esos bebés. ¿Para qué tener un hijo con alguien que no quiere tenerlo conmigo? Yo quiero un hijo para ser feliz y para hacerlo feliz, no para causar aún más problemas. Y si hacerlo de esa manera me va a traer más problemas que felicidad, pues mejor no hacerlo.

En cuanto a tener hijos por mi cuenta, pues los doctores no me dan mucha esperanza: los exámenes muestran que no es demasiado probable que pueda ocurrir. Claro que siempre puede ocurrir un milagro, de eso no hay duda, pero a nivel científico no parece muy posible. He pasado hasta ocho meses sin que me llegue la menstruación. Además, mis niveles de estrógeno y progesterona son bajitos porque la medicina que tomo para evitar recaer en otro cáncer me baja estas hormonas. Si quedo embarazada, me arriesgo a que me vuelva el cáncer porque lo que uno más necesita y segrega durante un embarazo es estrógeno y progesterona. Lo difícil también sería tener que volver a dejar de tomar las pastillas para el tratamiento del cáncer. Ya hice esto una vez, dos años después de finalizar mis sesiones de quimioterapia, para ver si lograba quedar embarazada de manera natural con Fonsi. En esa época nosotros todavía estábamos pasando por un buen momento. Pero la prueba no funcionó. No tenía períodos normales, ya tenía más de treinta y cinco años, había pasado por el proceso de quimioterapia… En fin, no era tan fácil y no se dio.

Sigo tomando las pastillas para el tratamiento del cáncer llamadas Tamoxifen, que normalmente se toman por cinco años, pero como yo las interrumpí por un año para ver si quedaba embarazada, debo ahora recuperar el tiempo perdido para cumplir los cinco años completos de tratamiento y remisión.

Me han preguntado si me arrepiento de no haber seguido con el primer abogado. Y sí, me arrepiento de no haber escuchado al abogado, pero también sé que me sentía entre la espada y la pared. En fin, Diosito sólo se encarga y Diosito sólo sabe. ¿Fue justa la forma como terminó todo eso? Pues no. ¿Me arrepiento? Sí. ¿Lo hubiese hecho de otra manera? No, porque me negaba a ir a la corte.

EL FIN DE MI RELACIÓN con Fonsi fue, para mí, un momento tormentoso. Pensar en salir con alguien nuevo entre todas las idas y venidas del divorcio me creaba un poco de ansiedad. Sin embargo, encontré el remedio perfecto.

A la novia de un gran amigo puertorriqueño a quien conozco hace muchos años, se le ocurrió que sería bueno que yo conociera a un muchacho con quien ella trabajaba. Según ella, quizá podíamos colaborar en un trabajo. Así fue que un buen día nos invitaron a ambos a un juego de los Miami Heat y luego a una cena, junto con un grupo de personas. Esa noche nos conocimos, charlamos un rato y ahí quedó la cosa.

Al día siguiente mi amigo me llamó para comentarme que el muchacho estaba interesado en llamarme y quería mi número de teléfono. Lo primero que le pregunté fue si su interés era por trabajo porque, de lo contrario, a mí no me interesaba. Mi amigo me confirmó que sí, que era por trabajo, así que le dije que no había problema con que le diera mi número. Me llamó y salimos a comer y, bueno, entre la labia del trabajo y su excelente sentido del humor, terminamos saliendo varias veces más.

Ese hombre conquista con la palabra. No te roza la mano ni te toca la espalda, él simplemente habla. Y sus palabras a mí me resultaron tan interesantes que caí como abeja al panal. Yo no conocía bien su historia y como él la cuenta con ese encanto que tiene, te terminan dando hasta ternura detalles que, de lo contrario, te causarían mucha impresión. Y, aunque yo todavía me encontraba muy afectada por mi divorcio, me dejé conquistar.

Ahora me doy cuenta de que ese muchacho llegó en el momento más oportuno, cuando la soledad me abrumaba. Fue el salvavidas del que me aferré para salir a flote. No estaba enamorada, me gustaba, me sentía intensamente atraída hacia él y simplemente me dejé llevar por el agua de sus palabras y su cariño. Sin embargo, al poco tiempo me di cuenta de que era un hombre bastante mujeriego y de pronto me vi cayendo en el mismo patrón del pasado, algo con lo que yo en realidad deseaba romper. Comencé a sentir ciertas cosas que no deseaba volver a sentir. Me revolvía demasiado dolor. Por eso, al cabo de un tiempito, dejé de salir con él. Esa relación terminó en noviembre, o por lo menos pensé que había terminado. De pronto, durante las navidades de ese mismo año en Puerto Rico, apareció él. Se presentó de sorpresa en casa de mi hermano, a quien había conocido anteriormente.

Para explicar mis acciones, primero debo aclarar que la atracción que había entre nosotros era muy fuerte, y en ese momento me nubló la vista. Ese hombre me había hecho sentir cosas que hacía demasiado tiempo no había sentido. Quizá era justo lo que necesitaba —sí, definitivamente era lo que necesitaba— ya que venía de una relación en la que esa parte se había acabado hace mucho. De pronto, encontrarme con alguien que se preocupaba por cómo me estaba sintiendo, fue la luz al final del túnel oscuro en el que me encontraba después de mi divorcio. Me hizo sentir como una reina. Y con todas las inseguridades que tenía, después de Fonsi fue la primera persona que me vio sin mis propios senos. No me pudo haber tocado mejor persona con quien pasar esa barrera. Al principio no me animaba a sacarme el sostén al frente de él, no me atrevía a que me viera con mis cicatrices de guerrera. Pero me hizo sentir tan deseada —sensación que casi había olvidado—, me brindó tanta confianza y se aseguró de tal manera de que yo me sintiera bien y disfrutara, que finalmente conquisté mi miedo y pude sentirme bien mostrándole mi cuerpo. Fue todo un caballero y me ayudó a salir de un lugar en el que me encontraba atascada desde hacía mucho.

Entonces, al verlo parado en la entrada de la casa de mi hermano en aquella Navidad, la razón se fue por la ventana y nos volvimos a juntar. Habremos durado unos cinco meses más pero, desde ese momento, yo en realidad ya sabía que no era lo que buscaba en una relación. El día de mi cumpleaños número cuarenta tuvimos un gran desacuerdo que desató el final de la relación. No obstante, siempre le estaré agradecida por hacerme sentir toda una mujer nuevamente.

A LO LARGO DE LOS años, lo que siempre me ha servido de gran apoyo tanto en los momentos malos como en los buenos son mi fe y mi actitud positiva ante los altibajos de la vida. Esa fortaleza, esa fe y esas ganas de vivir —así como el apoyo incondicional de mi familia— me han ayudado a salir adelante de los golpes que tuve que vivir. Una buena actitud ante todo, tarde o temprano, siempre rinde buenos frutos. A veces no entiendo por qué me toca enfrentar ciertas pruebas en la vida, pero me toca, y prefiero darles la cara con una sonrisa y empujar hacia adelante que rendirme en son de víctima.

Dentro de todo, y por más dolor que me haya causado, Fonsi quizá cumplió su función en mi vida. Tal vez Dios me lo puso en el camino como pilar durante mi camino por el cáncer. Para brindarme ese apoyo y amor esencial que yo requería en ese momento para salir de la enfermedad. Siento que debo intentar olvidar lo demás, lo doloroso, porque durante esa crisis de salud estuvo ahí, y por eso le estaré agradecida de por vida.

Ahora que lo pienso, quizá él ya no estaba tan enamorado como antes cuando nosotros nos casamos. Quizás se sintió comprometido por haberme hecho una promesa de matrimonio antes de que me enfermara. No dudo de que me haya querido en ese momento, pero ya no estoy tan segura de si estaba realmente enamorado. Sea lo que sea, igual no me arrepiento de haberme casado porque yo sí estaba enamorada y esa decisión en aquel momento me nació del fondo de mi corazón. También tengo claro que la enfermedad me afectó y me cambió, que yo también dejé de ser la que era antes. Perdí la seguridad, perdí mi autoestima, me perdí. Siempre mantuve el buen ánimo, siempre contenta, siempre demostré deseos de salir adelante, pero algo de la esencia de lo que era yo antes, de la que él conoció años atrás, cambió. La fortaleza abismal que demostré tener durante mi enfermedad pudo haber agotado mis recursos emocionales. Indudablemente ambos cambiamos y claramente tomamos caminos que, en vez de unirnos, nos separaron.

¿Sufrí? Sí. Pero la realidad es que él no es un mal hombre. No creo que todo lo que haya podido vivir, todo lo que haya podido sufrir, me lo haya hecho a propósito. Simplemente no supo cómo manejar lo que sentía y sin querer me terminó hiriendo.

La verdad es que es muy difícil dejar todo atrás y buscar rehacer mi vida sin saber bien por qué se desmoronó mi relación anterior. Pero debo seguir caminando y buscarme la vuelta, quitarme esa inseguridad de encima y bajar las defensas para volver a sentir lo que me merezco sentir.

Después de haber vivido una relación tan importante, a veces me pregunto cuándo pasará ese sentimiento de amor por la otra persona. Me doy cuenta, sin embargo, de que no pasará. El amor es así, se te instala en el corazón y nunca se va del todo. Lo voy a querer toda la vida. Él siempre será importante para mí. También he visto cómo ese amor se ha ido transformando en otro, en uno quizá menos fuerte, pero siempre presente. Eso me ha creado el espacio en mi corazón para abrirme a algo nuevo.

También estoy tranquila con las decisiones que he tomado en mi vida. No me arrepiento de lo vivido pero tengo claro que nunca más podría volver atrás. El hombre del cual me enamoré perdidamente ya no existe y el que ahora está en su lugar ya es una persona diferente; no es con quien elegiría pasar el resto de mis días ni quien querría como padre de mis hijos. Probablemente a él le pase lo mismo. Yo tampoco soy la misma mujer de la que él alguna vez estuvo enamorado. Muchas veces uno se aferra a un recuerdo y no se da cuenta de que es simplemente eso: un recuerdo. Ya no existe. Ahora tengo la oportunidad de ser feliz de verdad otra vez.