Aparqué el coche y estudié la casa por un instante. Apenas había estado allí unas cuantas veces, hacía años; las paredes del pequeño módulo, antes del color de la madera, ahora eran de un brillante color azul. Alguien había añadido un porche delantero, y unas guirnaldas de color azul y blanco, probablemente el último vestigio de unas Navidades, decoraban los arbustos de la entrada. Quedaban tan bonitas que me pregunté por qué la gente no las dejaba puestas todo el año. Diciembre no debería ser el único mes de las celebraciones.
Bajé del coche y me desperecé con los brazos por encima de la cabeza, hasta que mi columna crujió con un pequeño y agradable sonido. Acto seguido me aseguré de que el sobre amarillo seguía dentro de mi bolso. Subí lentamente los escalones hasta la entrada, levanté la aldaba de latón y la hice chocar varias veces contra la puerta, sin dejar de oír en todo momento el latido desbocado de mi corazón.
No había ningún motivo para estar nerviosa, me dije. Me erguí cuanto pude y, pasados unos segundos, volví a llamar.
Silencio.
No pude reprimir una sonrisa. Había necesitado meses —no, años— para llegar hasta allí, y resulta que no había nadie en casa. La próxima vez llamaría primero.
Estaba abriendo la puerta del coche cuando oí que me llamaba por mi nombre, con una pregunta implícita en la voz. Me di la vuelta.
—Hola, papá.
Estaba en una de las esquinas de la casa, con unos guantes de jardinero en las manos y cargando con una escalera de aluminio.
—Eres tú —dijo al cabo de unos segundos—. Estaba quitando una rama del techo. Creí que eran imaginaciones mías.
—Recibí la tarjeta. Quería darte las gracias.
Dejó la escalera en el suelo, se quitó los guantes y se frotó las manos contra los pantalones caqui.
—Cogí el coche en cuanto me enteré. Julie, lo siento.
—¿Cogiste el coche? —pregunté—. ¿Hasta Washington?
—No estabas en casa. Esperé un par de días… y pensé en ir al funeral, pero no estaba seguro…
—¿Me esperaste? —Noté que se me arrugaba la frente—. ¿Quieres decir en un hotel?
—Me llevé un saco de dormir por si acaso. Y cuando hacía frío ponía la calefacción del coche —explicó.
Tragué saliva, imaginándome a mi padre aparcado delante de mi casa durante tanto tiempo.
—Estuve unos días fuera de casa, y no se me ocurrió revisar el correo hasta hace unos días. Por eso no te había contestado.
Él inclinó la cabeza.
—Me habría gustado estar a tu lado.
—Y habrías estado —dije yo, respirando profundamente—, si te hubiera dejado.
No sé quién de los dos dio el primer paso, pero de repente estaba abrazando a mi padre. Había perdido mucho peso: podía abarcar su cintura con los brazos sin problema. Pero seguía oliendo a Old Spice.
—No puedo creer que hayas venido —dijo, su voz silenciada por mi pelo.
—Tengo que decirte algo. —Me enjugué las lágrimas de las mejillas, di un paso atrás para mirarle a la cara y vi preocupación reflejada en sus ojos—. No —me apresuré a añadir—, son buenas noticias.
Aquella misma mañana había hecho cálculos hasta dar con la fecha: París.
Metí la mano en el bolso y le entregué el sobre. Lo abrió y sacó un trozo de papel. Lo miró atentamente y de pronto sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Esto es…? ¿Estás…?
Yo asentí.
—Es la primera foto de tu nieto. Nacerá en verano.
Isabelle ya había comprado un armario entero de camisetas y pantalones y zapatos —sí, zapatos— en miniatura, y el día anterior, al despertarme de la siesta, me la había encontrado guardando un paquete de pañales en un cajón.
—¿Qué? —me había preguntado al verme con la ceja levantada—. Las girl scouts me enseñaron a ser previsora.
—Primero, nunca fuiste una girl scout —respondí yo—. Y segundo, no voy a tener octillizos. ¿De verdad crees que necesitamos ocho cajas de pañales?
Ya le había pedido a Isabelle que fuera mi acompañante durante el parto, y ella insistía en que el bebé y yo nos quedáramos a vivir con ella todo el tiempo que fuera necesario.
—Fui yo quien dijo que las familias vienen en todas las formas y tamaños —me recordó—. ¿Por qué no podemos crear nosotras la nuestra?
—Pero ¿y si conoces a alguien?
—Te echaré a la calle de una patada y dejaré de cogerte el teléfono, claro está —respondió—. Vamos, Julia, tengo siete dormitorios en casa. Vayamos día a día, ¿vale? Quiero que te quedes. Que os quedéis, los dos.
Yo bajé la mirada y me puse una mano en la barriga. Había empezado a hincharse, apenas unos milímetros, como el principio de una sonrisa.
—¿Tener hambre a todas horas es un síntoma del embarazo?
—Déjame que lo compruebe —dijo Isabelle. Metió la mano en una bolsa de la compra y sacó media docena de libros.
—¡Isabelle! —exclamé entre carcajadas—. ¿Qué te parece si preparamos unos sándwiches y una macedonia?
—Oh, genial. A todas las embarazadas les apetece comer helado y a mí va y me toca la única con antojos saludables —se lamentó—. Yo también tengo que coger unos kilitos por empatía, ¿sabes? No me lo pongas más difícil.
De vuelta al presente, mi padre no apartaba la mirada de la ecografía, mientras yo le señalaba la cabeza del bebé y su pequeño torso redondeado. Según uno de los libros, con cuatro meses ya tenía el tamaño de una naranja, pero cada día estaba más grande y más fuerte.
Recordé aquella mañana en París, cuando salí corriendo del hotel y de pronto solo veía niños por todas partes. Michael no se había acordado de meter mis pastillas anticonceptivas en la maleta, y ninguna de los dos había pensado en la posibilidad de usar protección aquella noche.
¿Sabía ya, aunque no fuera consciente de ello, que dentro de mí las células habían empezado a multiplicarse, preparando el terreno para que una personita pudiera formarse y crecer?
—Es perfecto —se asombró mi padre, y luego sacudió la cabeza—. Vas a tener un hijo. No me lo puedo creer.
Miré a mi padre mientras él no apartaba los ojos de la ecografía. Tenía la cara llena de arrugas profundas, y el pelo gris había empezado a ganarle terreno al castaño. La chaqueta de lona que llevaba parecía demasiado grande para él; seguro que ni se había molestado en comprarse otra cuando empezó a perder peso. Mi madre siempre se había encargado de cocinar, y limpiar, y comprar calcetines cuando se le llenaban de agujeros. Tenía que haber sido duro aprender a vivir sin ella.
Había envejecido mucho desde la última vez que lo vi.
De pronto levantó la mirada y me sorprendió mirándolo.
—¿Te… te apetece entrar a tomar algo? —me preguntó. Yo respiré profundamente y él se apresuró a añadir—: Lo siento. Seguro que tienes que irte.
—Papá. —Puse mi mano en su brazo—. Había pensado quedarme un par de días. Quería preguntarte si querrías hacer la cuna del bebé, y si el mes que viene te importaría venir a Washington para ayudarme a pintar su habitación.
Me miró a los ojos durante un instante y luego me abrazó.