A las diez en punto entré en una lujosa tienda en Chevy Chase, uno de los barrios más exclusivos de Washington, sonriéndole a la vendedora que se había apresurado a abrirme las pesadas puertas de cristal. Sabía que no sería capaz de concentrarme en el trabajo en todo el día, así que le había pedido a mi ayudante que se ocupara de anotar los mensajes y que me avisara solo si había algo urgente. De modo que allí estaba, esperando a Isabelle para ayudarla a escoger el modelito que llevaría a su cita con Norm, el tipo que, sospechaba Isabelle, cambiaba rifles por recetas de Viagra. Al final resultó que todo había sido un malentendido: el abuelo de Norm le había regalado un mosquetón de la Guerra Civil que había llegado por FedEx el mismo día en que Norm e Isabelle se conocieron, razón por la cual el tema había salido a relucir en la conversación.
—¿Pensaste que me dedicaba a coleccionar armas? ¡No me extraña que cancelaras la cita! Me sorprende que no cambiaras de número de teléfono y dejaras la ciudad —se había reído Norm cuando Isabelle le llamó para darle las gracias por las flores que le había enviado.
—Tiene potencial. Muchos tíos envían rosas después de la cita —me dijo Isabelle tras saludarnos con un abrazo—. De hecho, tacha lo que acabo de decir. Muchos tíos ni siquiera hacen eso, aunque deberían. ¿Dejaron de hacerlo por culpa de la liberación de la mujer? ¿Tiene Hillary Clinton la culpa de todo?
—Tiene que ser eso, aunque también puedes suscribir la teoría de que a los hombres les gustan las mujeres que no los tratan bien —respondí, sujetando en alto una camiseta de tirantes dorada—. ¿Por qué no le das una buena patada en la entrepierna esta noche a ver si así te propone matrimonio?
Isabelle acarició la tela de la camiseta y arrugó la nariz.
—Vale, pero te quedaría bien —dije, devolviendo la prenda a su sitio. Yo jamás me habría comprado algo así (demasiado exótico para mí), pero los ojos de gata de Isabelle y su cuerpo anguloso le permitían vestir con un estilo mucho más dramático—. En resumen, Norm no intenta compensar nada —continué, deseando retomar la conversación para no tener que pensar. Aquello era exactamente lo que necesitaba, una conversación de mujeres de las de toda la vida para alejar mis pensamientos de lo que Michael estuviera haciendo en aquel preciso instante.
—Eso parece —asintió Isabelle—. Si en algún momento decido que necesito una investigación, no te preocupes que te pasaré el informe. Esta noche hemos quedado para cenar. Y he pensado que si él es el tipo de hombre que manda flores cuando una chica cancela una cita en el último momento, lo menos que puedo hacer yo es comprarme algo nuevo para esta noche.
—Muy noble por tu parte —dije, agitando un vestido de seda azul entallado en la cintura frente a ella. Isabelle lo sujetó contra su cuerpo y las dos sacudimos la cabeza al mismo tiempo.
De pronto sonó mi móvil, que llevaba en el bolsillo, y me di tal susto que Isabelle me cogió del brazo.
—¿Estás bien?
—Claro —respondí, pero me temblaba la voz e Isabelle se quedó mirándome fijamente. Mis esfuerzos no servían para nada; ya no podía mantener aquella fachada por más tiempo.
—No puedo creer que Michael sea capaz de hacer algo así —susurré, y sentí que mis hombros se hundían en señal de derrota. Michael había recibido el alta la tarde anterior, y aquella misma mañana había salido hacia la oficina a las siete en punto, como siempre, aunque por primera vez no porque se muriera de ganas de entregarse a su trabajo, sino porque se disponía a desvincularse por completo de su empresa. Había programado una reunión a las diez de la mañana para comunicar la noticia a sus empleados. Miré el reloj: las diez y cuarto. Seguramente ya había dado su discurso y les había asegurado a todos que haría cuanto estuviera en sus manos para garantizar la continuidad de sus puestos de trabajo. Para endulzar la noticia, iba a entregar a cada miembro del personal un pequeño paquete de sus propias acciones de la compañía. Y ¿por qué no? ¿Por qué no repartir el dinero que a punto ha estado de costarte la vida como si fuera el confeti de un desfile de carnaval? En estos momentos lo más seguro era que sus empleados le hubieran aupado a hombros y le estuvieran paseando por toda la oficina, con la esperanza secreta de que se les escapara de las manos, se golpeara de nuevo la cabeza y les entregara también las llaves del Maserati.
—¡Quedároslo! —Casi podía ver cómo Michael les gritaba a sus empleados—. ¡Volveré a casa en autobús! No, tomad también el bono del autobús. ¡Iré andando! ¡Pero antes quedaos con mis zapatos!
¿Qué le había pasado? ¿Por qué no quería escucharme cuando le decía que estaba cometiendo un terrible error? Durante los últimos días había ido alternando entre los gritos y las súplicas, pero nada que yo dijera parecía suficiente para convencerle. Era como si el antiguo Michael hubiera sido suplantado por un hombre totalmente diferente, alguien que no atendía a razones. Todo lo que le había impulsado en la vida, todas las metas que llevaba décadas alimentando, habían desaparecido en el momento en que su corazón dejó de latir.
Cogí otro vestido y lo examiné, pero se me habían empañado los ojos y ni siquiera habría acertado de qué color era. Suspiré y me froté la frente con la mano. De pronto me sentía exhausta. Apenas había dormido desde que Michael me comunicó su absurdo plan. Sentía como si tuviera arena en los ojos y me dolía la mandíbula; seguramente había estado apretando los dientes en sueños.
Isabelle no apartaba los ojos de mí.
—Sentémonos un momento. —Señaló hacia dos enormes sillas que ocupaban una de las esquinas de la tienda y luego se volvió hacia la vendedora que esperaba discretamente a nuestro lado, dispuesta a llevar al probador cualquier cosa que quisiéramos probarnos—. ¿Le importaría traernos dos cafés con leche?
Me dejé caer en la suavidad aterciopelada de la silla y suspiré agradecida.
—Todavía no sé qué voy a hacer —empecé, como si Isabelle y yo hubiéramos dejado una conversación a medias.
Y en cierto modo así era. Sabía que ninguna de las dos podía dejar de pensar en lo que estaba sucediendo. Era igual que cuando la adicción de mi padre se convirtió en algo público. La gente me miraba y hablaba de cualquier cosa inocua —el tiempo o el próximo desfile del Cuatro de Julio—, pero yo sabía que bajo sus palabras se escondía una corriente subterránea, que añadía otra dimensión, más fea, a la percepción que tenían de mí: la hija del ludópata, la chica de aquella familia arruinada.
Tenía la garganta hinchada e irritada; tal vez estaba incubando una gripe. O quizá se debía al esfuerzo por contener las lágrimas durante tantos días.
—No dejo de darle vueltas, pero lo único que consigo es liarme todavía más —dije—. No sé si puedo soportar seguir casada con él.
—¿Qué pasaría si te marcharas? —preguntó Isabelle.
—Podría pedir el divorcio e intentar que un juez interviniera sus bienes. —Me encogí de hombros—. Claro que eso querría decir que yo tampoco tendría acceso a ellos en una buena temporada. Me mudaría a una casa nueva, supongo. —Una casa muy diferente en la que tendría que vivir sola. No, sola no. Adoptaría un gato abandonado que estaría tan agradecido que dormiría acurrucado a los pies de mi cama todas las noches. Le pondría Ralph de nombre, y compartiríamos latas de atún para cenar. No estaría tan mal, ¿verdad?
—¿Y si te quedaras con Michael? —preguntó Isabelle.
—No lo sé. No hemos hablado mucho del futuro. Estoy tan furiosa con él que apenas puedo soportar su presencia. No tengo ni idea de qué planea.
—¿Señoras? —Era la vendedora con una tacita de porcelana china para cada una—. ¿Les apetece un poco de canela recién molida por encima? —nos preguntó—. ¿O un bollo de arándano? Aún están calientes.
De pronto, con aquellas frases tan sencillas, todo a lo que Michael pretendía hacerme renunciar se hizo real: pequeñas y encantadoras tiendas de ropa con vendedoras que te traían cafés con leche o copas de Chardonnay helado a última hora de la tarde; jacuzzis con olor a vainilla y lavanda bajo un cielo estrellado; un coche nuevo que olía a cuero nuevo y brillaba gracias al pulido de cada semana… Apenas habíamos tenido tiempo para disfrutar de aquella nueva vida.
Ni siquiera me había acostumbrado; en algunas cosas, todavía sentía que era un fraude. Por las mañanas, cuando Naddy, nuestra asistenta, aparecía por la puerta de la cocina, yo me levantaba de un salto y escondía el periódico que estuviera leyendo aquel día, como quien, sabiéndose culpable, esconde las pruebas de su crimen. Luego regresaba a mi habitación corriendo para hacer la cama o limpiar las gotas que hubieran quedado alrededor del lavamanos, para que Naddy no pensara que era una holgazana. Pagaba las facturas en cuanto llegaban a casa, semanas antes de la fecha límite, no porque me preocupara que el dinero desapareciera, sino por el simple placer de extender esos talones a sabiendas de que había dinero suficiente para hacerlos efectivos. Seguía comprobando el precio de todo lo que compraba, aunque a veces me permitía la libertad de entrar en una tienda y llevarme algo, a veces un simple par de guantes, sin mirar el precio en la etiqueta.
Apenas me había mojado los dedos de los pies en aquella nueva existencia tan increíble. Nos habíamos pasado tantos años trabajando y haciendo planes y luchando, y ahora todo estaba a punto de desaparecer, y por culpa de la misma persona que lo había hecho posible. Era tan injusto que quería gritar. De hecho había gritado ayer mismo de camino al hospital, mientras avanzaba por la carretera tan deprisa que los árboles se desdibujaban en una única forma borrosa de color verde.
—Ah, está muy bueno —dijo Isabelle tras tomar un sorbo de su café con leche—. Vamos, Julia, pruébalo.
Clavé la mirada en mi taza de café con leche cubierto de crema, consciente de que cualquier cosa que pidiera —almendras marcona saladas, un portátil para revisar el correo electrónico, un masaje en la espalda a manos de un noruego de nombre Sven que murmuraría preocupado sobre la tensión de mis hombros— se convertiría en realidad gracias a la vendedora.
Pero nunca más. No a partir de mañana.
Cerré los ojos y repetí las palabras en silencio: «Nunca más». Me levanté y fui hacia la exposición de zapatos para no tener que encontrarme con los ojos de Isabelle.
—¿Julia? —Isabelle se puso en pie y se acercó a mi lado en un único y fluido movimiento—. ¿Seguro que estás bien? Estás muy pálida.
—Solo… solo quería ver estos zapatos —le dije, y me dispuse a cogerlos uno de los pares del expositor. Pero estaban más lejos de lo que había calculado y mi mano se cerró alrededor de la nada. Isabelle dijo algo, pero lo único que oía eran aquellas palabras aporreando las paredes de mi cerebro como el ritmo frenético de una batería: «Nunca más. Nunca más».
Isabelle seguía parloteando, pero sus palabras sonaban tan distorsionadas como si estuviera hablando bajo el agua. Mi respiración era superficial, errática; no conseguía que el oxígeno recorriera todo el camino hasta mis pulmones.
—Yo… yo…
Era incapaz de articular una sola palabra. De pronto vi el gesto de preocupación en la cara de Isabelle y se me doblaron las rodillas. Oí que una de las vendedoras gritaba, y luego la voz firme de Isabelle: «Por favor, necesitamos un poco de intimidad». Sentí algo cálido y suave sobre la mejilla; era tan agradable como la manta que tanto me gustaba cuando era pequeña. Solía frotarme aquella manta vieja y raída contra la mejilla una y otra vez hasta que me quedaba dormida. La usé durante tanto tiempo que casi me da vergüenza decirlo, pero mis padre nunca me hicieron sentir mal por ello. Ahora volvía a experimentar aquella misma suavidad, hasta que me di cuenta de qué era: la alfombra. Notaba la cara mojada. De pronto supe que me había golpeado la nariz al caer. Estaba sangrando sobre aquella bonita alfombra. Tenía que levantarme del suelo, encontrar unos pañuelos y limpiar la alfombra antes que se manchara, pero no quería moverme.
Sentí algo sobre la espalda, tan delicado como el roce de las alas de una mariposa en pleno vuelo: la mano de Isabelle. Entonces me di cuenta de que lo que me corría por la cara no era sangre, sino lágrimas.
—Todo saldrá bien —repetía Isabelle, pero su voz sonaba como un eco lejano. Oí que hacía una llamada y, en apenas unos minutos, un par de fuertes brazos me levantaban y me llevaban al exterior, hacia la luz del sol.