8

Juro que en su momento el acuerdo prenupcial parecía una buena idea. De hecho fue —y eso que se oye de fondo es mi cabeza golpeando repetidamente la mesa— idea mía. Pero para entender qué me llevó a querer un acuerdo prenupcial, primero hay que entender mi relación con mi padre.

Siempre fui el ojito derecho de mi padre, desde el día en que nací. ¿Cómo no serlo? Mi padre era el tipo de persona a la que pedirías ayuda si necesitaras mover unos muebles, o al que llamarías si te sobrara una entrada para ver un partido; era el tipo de padre que convertía la cena de un miércoles cualquiera en una fiesta de Nochevieja.

—El señor Tolson ha vuelto a robar un Snickers de la tienda —explicaba papá un día cualquiera, mientras se servía un generoso plato de pechuga de pollo y puré de patatas y nos explicaba cómo le había ido el día en la pequeña tienda que él y mamá regentaban—. Se la ha metido en la parte delantera de los pantalones. Ese tipo es un genio. Sabe que nunca me atrevería a meter la mano ahí por si encuentro la barrita equivocada.

—¡Steven! —le reprendía mamá, mientras yo me reía a carcajadas. Papá se inclinaba hacia ella y la besaba, y entonces mamá se unía a las risas. Mamá siempre decía que, cuando yo era un bebé, papá era el único que conseguía dormirme entre sus brazos. De niña, me encantaba colgarme de sus anchos hombros, y cuando llegué a la adolescencia, papá y yo salíamos todos los domingos por la tarde, los dos solos, a hacer recados. No encendía la radio ni una sola vez; en vez de eso, me preguntaba por los profesores del instituto y por mis amigos. Estaba tan atento a mis palabras y se reía con tanta facilidad que yo también me creía una gran comunicadora. Los sábados, el día en que teníamos más clientes en la tienda, toda la familia trabajaba codo con codo. Mamá se ocupaba de despachar la fruta y la verdura, papá de la caja y yo reponía la mercancía de las estanterías.

Éramos felices, más que la mayoría de las familias, o eso me parecía a mí. A pesar de ser solo tres, nuestra casa nunca parecía vacía o silenciosa, y aunque a veces me habría gustado tener una hermana, sabía lo afortunada que era por que mis padres me quisieran tanto.

A veces me pregunto cómo y por qué cambió todo. Papá siempre había sido un hombre de grandes apetitos, un tipo que vivía su pequeña vida a lo grande. Se servía una segunda ración cuando nosotras todavía no habíamos terminado el primer plato. La gente revoloteaba a su alrededor. Cruzaban la calle para saludarle y detenían sus coches para asomarse por la ventanilla y hablar con él cuando le veían trabajando en el jardín de casa. A veces me preguntaba si aquel hambre había estado siempre enterrado dentro de mi padre, como una semilla esperando las condiciones adecuadas para romper la superficie y crecer grande y fuerte y dar sombra en los días más soleados.

Nunca sospechamos nada. Las llamadas entre susurros, el cinco por ciento de descuento que papá empezó a ofrecer a los clientes de pronto si pagaban en efectivo, ni siquiera la vez que nos cortaron la luz en casa y tuvimos que guardar la comida en la nevera de un vecino y cenar a la luz de las velas.

—El cheque debe de haberse perdido en el correo —se lamentó mi padre, mientras mi madre y yo le mirábamos en silencio, incapaces de preguntar por qué la compañía de la luz no había enviado un aviso con una copia de la factura.

Entonces, durante mi segundo año de instituto, un año antes de que Michael y yo nos conociéramos, un tipo llamado Brian Lucker se detuvo frente a mi taquilla y me pidió que le acompañara al baile de graduación de su curso. Conseguí cerrar la boca el tiempo suficiente para responder un sí tembloroso. Si hubiera habido un manual de rompecorazones en mi instituto, Brian habría sido el chico de la portada: era alto, moreno y jugaba en el equipo de fútbol americano.

Había ahorrado algo de dinero haciendo canguros, y decidí utilizarlo para comprar mi primer vestido formal. Sabía que no podía pedirles a mis padres que me compraran uno. Papá había tenido un pequeño choque con la camioneta, que se había quedado sin parachoques, y todavía no la había arreglado. El mes anterior nos habían cortado el teléfono durante una semana, y aunque papá había musitado algo acerca de lo estúpidos que eran en la compañía telefónica y que probablemente habían confundido nuestra factura con la de algún delincuente, supe al instante que algo iba muy mal. Mi madre ya no sonreía como antes, y una vez que me levanté a medianoche para ir al lavabo, me la encontré sentada a la mesa de la cocina. Tuve que llamarla dos veces antes de que levantara la cabeza.

—Hola, cariño… No podía dormir, así que me he venido a la cocina a picar algo —dijo mamá; sin embargo, la mesa estaba vacía.

Pero cada vez que el miedo se volvía insoportable, que el nudo en el estómago se hacía tan grande que me costaba comer, papá aparecía por la puerta con una caja de los caramelos cubiertos de chocolate negro que tanto le gustaban a mamá y una pila de mis revistas favoritas para mí. Luego se sentaba con la chequera en la mano y se dedicaba a pagar las facturas con gesto triunfal. «¿Por casualidad están mis chicas libres para cenar?», preguntaba, y nos llevaba a la pizzería, donde le dejaba una propina más que generosa a la camarera e insistía en comprar helados con cubierta de caramelo de postre. «¡Sea generosa con los toppings!», exclamaba, y la gente que ocupaba los taburetes en la barra se volvían para mirarle, mientras él levantaba el puño en alto y sonreía. «¡Somos una familia de adictos a los toppings y no nos avergonzamos de ello!» Era en esos momentos tan mágicos cuando yo creía que todo iría bien. No, no lo creía; me permitía creerlo.

Una semana antes de ir a comprar el vestido con mi amiga Sara, que también iba al baile con uno de los compañeros de Brian, papá me sorprendió. Me estaba esperando a la salida de clase en su vieja camioneta Ford. Todavía le faltaba el parachoques delantero.

—He pensado que podría llevarte a casa de Becky —dijo papá—. Esta tarde trabajas, ¿verdad?

Yo asentí y me subí de un salto a la camioneta, que olía a madera, como la colonia Old Spice que usaba papá. Hacía tiempo que no íbamos juntos a ninguna parte. Últimamente papá estaba demasiado ocupado para nuestros paseos de las tardes de domingo.

—¿Mamá está sola en la tienda? —pregunté.

—Mmm —respondió papá un tanto ausente sin apartar los ojos de la carretera.

—Debe de ser un día muy tranquilo para que te hayas podido escapar —aventuré, pero papá no dijo nada más. Permanecimos en silencio, y yo podía sentir la tensión, tan palpable y evidente como un tercer pasajero sentado entre los dos. Por primera vez, mis dedos lucharon contra la necesidad de encender la radio.

—Odio tener que pedírtelo —dijo finalmente, los ojos fijos en el horizonte—. Julie, la cuestión es que este mes un montón de gente no ha pagado sus cuentas. He tenido que aumentar su crédito. Todos tienen familia, ¿qué podía hacer? Pero tengo que pagar a los proveedores y no me llega. Sería solo unos días.

Le dije dónde podía encontrar el dinero de mis canguros que había estado guardando todo este tiempo en el cajón de los calcetines de mi cómoda, e intenté ignorar el sabor agrio que me llenaba la boca.

Solo unos días, había dicho papá. Pero pasó una semana y él no mencionó el dinero.

Al viernes siguiente, Sara se me acercó en clase de gimnasia mientras esperábamos en fila para subir por la cuerda.

—Lo de mañana sigue en pie, ¿verdad? —Su madre se había ofrecido a llevarnos al pueblo de al lado, en el que había un centro comercial más o menos decente—. Creo que me voy a comprar algo con la espalda al aire —anunció Sara—. He visto a una modelo con un vestido así en una revista. Le quedaba tan bien…

Podía sentir las miradas de envidia de las chicas sobre nosotras, pero ese no era el motivo por el que no respondí.

—¿Hola? ¿Julie? —insistió Sara, un tanto molesta.

—Lo siento —le dije. Tenía un nudo en la garganta que apenas me dejaba hablar.

—Está pensando en Brian —dijo alguien riéndose.

—¿Y quién no lo haría en su lugar? —suspiró otra de las chicas—. Qué suerte tienes, Julie.

—¿Te recogemos mañana a las nueve? —dijo Sara mientras la fila se movía—. También me voy a hacer la manicura. Quiero llegar pronto.

Dudé un instante y finalmente asentí.

—Vale.

Esa misma noche me acerqué a papá no sin cierta cautela. Había evitado mirarme a los ojos durante toda la cena, y cuando mamá le preguntó si quería más ensalada, le contestó con un ladrido. Acto seguido le pidió disculpas, se levantó de su silla y abandonó la mesa, a pesar de que su plato seguía medio lleno.

—¿Papá? —Asomé la cabeza por la puerta de su habitación. Estaba tumbado en la cama, sobre un edredón de poliéster y completamente vestido. Llevaba puestos los zapatos. No se había molestado en apagar la luz del techo y se cubría los ojos con el antebrazo derecho. Por un momento pensé, presa del pánico, que estaba muerto. Entonces vi que su pecho subía y bajaba lentamente—. ¿Estás durmiendo?

—No —respondió después de un silencio tan prolongado que estuve a punto de dar media vuelta e irme.

—Estaba pensando en el dinero que te dejé el otro día. —Tragué saliva y clavé la mirada en los dedos de mis pies, mientras trazaba una línea imaginaria siguiendo el umbral de la puerta.

Papá no dijo nada.

—Si quieres, puedo cogerlo de tu cartera. —Papá siempre dejaba la cartera y las llaves sobre un pequeño plato blanco en su mesita, que podía ver desde donde me encontraba. Empecé a cruzar la habitación. Cuando su voz explotó, fue como si me dieran un puñetazo en la boca del estómago.

—¡Maldita sea, Julie! No tengo tu dinero. ¡Haz el favor de largarte de aquí!

Me quedé petrificada. Papá nunca me había hablado de aquella manera, ni a mí ni a nadie. Aquel era el hombre que me lanzaba al aire en el río y siempre me cogía justo cuando me sumergía en el agua entre gritos y risas; el padre que se echaba azúcar en polvo en los pies en Nochebuena y recorría la casa para que, al levantarme por la mañana, yo pensara que Papá Noel había dejado la casa llena de pisadas de nieve, cuando yo ya era demasiado mayor para creer en magia y cascabeles.

—¡Vete de aquí! —gritó de nuevo papá, y mientras yo salía corriendo de la habitación, recordé sus nudillos blancos sobre el volante de la vieja camioneta mientras me pedía que le prestara dinero, y más tarde alejándose de casa de Becky, sin ni siquiera despedirse y dejándome sola en la acera.

A la mañana siguiente, bien temprano, llamé a Sara para decirle que me dolía la garganta y no podía ir al centro comercial. Ella me creyó, imagino que porque yo tenía la voz ronca de tanto llorar. Dos días después, le dije a Brian que al final mis padres no me dejaban ir al baile. Acabó yendo con otra chica, y a partir de aquel día me ignoró por completo.

Papá nunca volvió a mencionar el dinero y yo tampoco.

Pero la razón por la que me enfadé con mi padre no fue un estúpido vestido, sino porque estaba destruyendo nuestra familia.

Para el otoño, los acreedores ya habían empezado a llamar a casa y a la tienda. Papá había pedido préstamos importantes con ambas propiedades como aval y no pagaba las cuotas. Se lo había jugado todo en la lotería, apuestas deportivas, en partidas de póquer: cualquier oportunidad de apostar que encontrara. Para entonces ya iba a Atlantic City más o menos una vez por semana.

—Trabajo muy duro —le espetaba a mi madre cada vez que ella se atrevía a quejarse en voz alta. Mamá odiaba los conflictos, y era demasiado débil para enfrentarse a papá cuando él se enfadaba. De hecho, nunca lo había usado contra ella, no hasta que el juego había empezado a consumirlo por dentro. Entonces la ira se había convertido en su arma más efectiva para acabar con cualquier conversación—. Por eso me tomo una noche para mí mismo de vez en cuando —decía papá levantando la voz, justo antes de abandonar la estancia dando un portazo—. ¿Qué tiene de malo?

Una noche, más o menos un mes después del baile al que no había asistido, abrí la puerta de casa y avancé de puntillas hacia mi habitación. Llevaba días evitando a mis padres todo lo que podía. Pero oí la voz de mi madre en la sala de estar y algo me dijo que me detuviera y escuchara.

—¿Cuánto hemos perdido? —le estaba preguntando ella.

—Me recuperaré. No es más que una mala racha —dijo papá. Su voz transmitía tanta tensión que apenas resultaba reconocible—. Te lo juro, todo irá bien.

Estaban sentados en el sofá, el uno al lado del otro, sin mirarse. Ninguno de los dos se había molestado en encender la luz, y la estancia estaba tan oscura que casi no les veía la cara.

—¿Cuánto? —repitió mi madre—. ¿La tienda? Por favor, dime que no te has apostado la tienda.

—Eliza, te prometo que la recuperaré —dijo papá.

—¿La casa? —preguntó mi madre. Mientras la voz de mi padre sonaba ansiosa, casi estridente, la de mi madre parecía cansada, apagada, como el reverso de una moneda que brilla bajo el sol pero que en realidad ha perdido el lustre.

—Te lo juro —repitió papá—. He tenido una mala racha, pero ¿sabes cuánto gané la semana pasada? Dos mil dólares. ¡En una noche! Estoy a punto de darle la vuelta a la tortilla. Cariño, aguanta un poco, ¿quieres? Volveremos al punto en el que empezamos y luego lo dejaré.

—Oh, Steven —dijo mi madre, y la desolación que transmitía su voz me rompió el corazón.

Papá nunca dejó las apuestas, no cuando el banco nos desahució de la tienda ese mismo invierno, tampoco cuando subastaron la camioneta unos meses más tarde, ni siquiera cuando el verano antes de mi último año en el instituto se quedaron con la casa y tuvimos que mudarnos a casa de un hermano de papá.

Si no hubiera conocido a Michael unos meses antes, no sé qué habría hecho. Quizá escaparme, o dejar el instituto para ponerme a trabajar y así poder independizarme. Todos lo llevábamos fatal; a mi tía le molestaba tanto nuestra presencia en su casa que iba de un lado para otro con el ceño fruncido, sin abrir apenas la boca excepto cuando ella y mi tío discutían encerrados en su habitación, y mi madre siempre estaba pálida, sin color en las mejillas, como si hubiera renunciado a la vida y estuviera esperando que llegara el final. Habíamos perdido la alegría de vivir, y lo peor de todo, lo que jamás pude perdonarle a mi padre, fue que no dejara de apostar. Intentó pedir dinero prestado a los vecinos, a sus amigos, incluso al mecánico del taller, un tipo con los brazos tatuados de arriba abajo que puso una de sus grasientas manos en el hombro de papá y le susurró: «Busca ayuda… Sé por lo que estás pasando…», mientras yo observaba extasiada la Marilyn Monroe azul que flirteaba conmigo desde su antebrazo y me preguntaba cuándo había empezado a sentirme tan mayor.

Fue como si alguien abriera nuestra familia en canal y la expusiera al escarnio público, con todos nuestros problemas esparciéndose por los descosidos como el sucio relleno de un osito de peluche que hace mucho que no sonríe. A veces papá desaparecía varios días y yo sabía que había vuelto a Atlantic City, seguramente haciendo autostop. En esas ocasiones apenas soportaba estar en casa porque sabía que papá volvería histérico e intentaría compensar el dolor de todo un año con regalos y promesas que pronto se evaporarían, o estaría pensativo y de mal humor.

Mi padre y yo nunca volvimos a ir de paseo juntos.

Así pues, el acuerdo prematrimonial fue una forma de intentar protegerme. Cuando Michael y yo nos casamos, él todavía estaba luchando para conseguir que su empresa tuviera éxito, y debía varios miles de dólares en préstamos a la universidad y a la escuela de negocios. En aquel momento, yo ganaba más dinero que él y tenía menos deudas. Jamás dudé que Michael tendría éxito, pero por mucho que le quisiera, por mucho que lo intentara, aún no podía apostarlo todo por él.

Nuestro acuerdo prematrimonial era tan claro que el abogado solo necesitó una hora para redactarlo: estábamos casados, pero en lo referente al dinero, éramos dos personas separadas. Todo lo que cada uno de nosotros aportara al matrimonio y lo que ganáramos permanecería dividido, como si alguien hubiera levantado una pared de ladrillo entre nuestras respectivas finanzas.

—Entiendo por qué lo necesitas —me dijo Michael aquel día mientras guardaba los papeles en un cajón de su mesa. Luego se puso su mejor camisa para la ceremonia civil con la que en apenas unas horas el juez nos uniría en matrimonio, y la corbata, y vi cómo se le movía la nuez al tragar con fuerza. De pronto su cuello se me antojó muy delgado, casi vulnerable, y me sentí fatal por obligarle a empezar nuestro matrimonio a partir de aquel papel.

—No pensemos más en ello, ¿vale? —me dijo, sin mirarme a los ojos.

Y no lo hice, no hasta el día en que Michael me miró desde su cama de hospital y me dijo que quería regalarlo todo.

Hay una ópera llamada Arabella, de Richard Strauss, en la que un padre que se ha arruinado apostando intenta casar a su hija con un rico pretendiente. La hija acaba casándose con otro hombre, también adinerado, pero el resultado es el mismo: la hija logra librarse del legado de su padre y consigue lo que ha deseado toda su vida.

Siempre he identificado mi propia historia, la de Michael, la de mi padre, con esa ópera, pero a veces me gustaría que Strauss hubiera escrito un cuarto acto, porque nunca he dejado de preguntarme qué ocurrió después de la caída del telón. ¿El dinero fue suficiente para hacerla feliz? ¿Arabella y su marido envejecieron juntos, o se distanciaron con el tiempo?

¿Cómo acabó su historia?