7

—Debería haber hablado contigo primero.

Michael intentaba mostrarse arrepentido, pero sus ojos no estaban por la labor. Desprendían alegría y paz, como si acabara de disfrutar de una noche de sueño excepcionalmente larga. Pero el sueño era en realidad el enemigo mortal de Michael; todos los días sin falta se arrepentía de las cuatro o cinco horas que perdía durmiendo. Si hubiera podido llevar el sueño a juicio por robo, o retarlo a una pelea callejera, lo habría hecho sin dudarlo un solo instante.

—No puedes… no puedes tomar una decisión así sin hablar antes conmigo —me lamenté.

—Julia, cariño, no tengo elección. Siento que debo hacerlo.

—Así que es verdad, lo vas a dejar. Genial. Y ¿qué pasará dentro de seis meses cuando te aburras y quieras volver a trabajar? Te conozco, Michael. Te garantizo que acabarás al borde de la locura. Y no será dentro de seis meses, sino de seis días. Y luego ¿qué? Si contratas a alguien para llevar la empresa en tu lugar, las cosas pueden complicarse. Intentarán hacerse con las acciones y tal vez te lleven a juicio…

—No pienso cambiar de opinión.

Entró una doctora en la habitación y yo me volví hacia ella, aliviada.

—¿Doctora? Disculpe, pero ¿puedo hacerle una pregunta? Soy su esposa y necesito saber qué medicación está tomando. Se comporta como si fuera otra persona.

La doctora negó con la cabeza, y la coleta con la que se había recogido la rubia melena se balanceó de una forma muy poco profesional.

—Nada que pueda afectar a su cerebro.

—¿Le han recetado Xanax? —pregunté—. ¿Está usted segura? ¿Podría comprobarlo? Porque yo misma he tomado esas pastillas y estoy bastante segura de que se las han prescrito a mi marido. Tal vez se hayan confundido con la medicación de otro paciente.

—El jefe de cardiología se está ocupando personalmente de atender a su marido —dijo la doctora, arrugando su diminuta naricilla—. Le aseguro que no ha habido confusión alguna.

—Cariño —intervino Michael—, sé que son muchas cosas de golpe, pero confía en mí. Te prometo que es lo correcto.

—Claro —dije yo, dedicándole una sonrisa postiza—. Y ¿qué me dice de la cabeza? —le susurré a la doctora—. Seguramente se dio un golpe al caer al suelo.

—Te oigo perfectamente, y no me he golpeado la cabeza —protestó Michael.

—No le escuche —le dije a la doctora—. Compruebe sus pupilas.

O quizá era la doctora la que lo había liado todo, me dije, entornando los ojos mientras la observaba detenidamente. Parecía demasiado joven, demasiado alegre para ser médico de verdad. Puede que solo fuera residente, aunque ¿no se suponía que siempre estaban exhaustos y ojerosos? Me fijé en el nombre que llevaba cosido con hilo azul en la bata, con el firme propósito de buscarlo más tarde en Google e incluso, me dije, proponerla como candidata para algún programa sobre asesinatos.

—Julia —suplicó Michael. Me volví hacia él, hacia aquel desconocido en una cama de hospital que se hacía pasar por mi marido. ¿Que no quería trabajar? Michael sería incapaz de hacerlo—. ¿Podría dejarnos un minuto a solas? —le pidió a la doctora, que salió de la habitación, demasiado lentamente para mi gusto. Probablemente llamaría a sus amigas animadoras para reunirse alrededor de un bol de palomitas para disfrutar del espectáculo.

Michael tomó aire.

—No he sido un buen marido —empezó con voz amable—. Quiero que empecemos de cero. Te voy a hacer feliz, si me dejas.

Le miré fijamente, tan asombrada que apenas podía hablar. En los primeros años de nuestro matrimonio, la sinceridad de sus palabras habría arrancado las gruesas capas de protección que rodeaban mi corazón. Incluso tal vez me habría empujado a los brazos de Michael, como si formáramos parte de la escena final de alguna comedia romántica de Hollywood, la pareja que se enamora, se separa y al final se reconcilia, mientras los monitores pitan acelerados celebrando su amor y las entregadas enfermeras corren a la habitación para romper en un sentido aplauso.

¿Michael quería empezar de cero? El momento no dejaba de ser curioso, si en realidad no fuera triste. En aquel preciso instante llevaba la tarjeta de un abogado especializado en divorcios dentro de la cartera. Llevaba allí un tiempo, si bien todavía no me había decidido a llamar. Aquella tarjeta era mi colchón de seguridad; significaba que podía irme cuando quisiera, eso si estaba dispuesta a dejar atrás nuestro estilo de vida. Pero las cosas no estaban tan mal, al menos no de momento.

—Digamos que dejas el trabajo —dije finalmente, ignorando su pregunta—. ¿A qué piensas dedicarte?

Michael sonrió, como un concursante al que le acaban de hacer la pregunta que estaba esperando.

—Voy a vender la empresa —dijo.

Contuve una exclamación de sorpresa y me cogí a los brazos de la silla. De pronto la habitación daba vueltas a mi alrededor. Las náuseas me revolvieron el estómago y sentí que un intenso mareo se apoderaba de mí.

—¿Vender la empresa? —repetí estúpidamente.

Pensaba que nada que Michael pudiera decir me sorprendería más que aquello, pero me equivocaba.

—Quiero donarlo todo a causas benéficas. —Me miró como si con sus palabras no estuviera destruyendo todos nuestros sueños. Como si su decisión fuera un regalo para mí—. La empresa me ha arruinado la vida, Julia, y ha estado a punto de destruirnos. Sé que no eres feliz; hace años que no lo eres. Las cosas que he hecho, la gente a la que he jodido…

Guardó silencio, pensativo, mientras en mi mente se aparecía la imagen de Roxanne, una antigua directora de publicidad que había trabajado para él. Michael podía culpar a la empresa tanto como quisiera, pero lo que había acabado con nuestro matrimonio había sido su aventura con Roxanne.

—Tengo una segunda oportunidad para hacer bien las cosas —continuó Michael—. ¿Cuánta gente puede decir lo mismo? Tengo que arreglar todo lo que he hecho mal en mi vida.