6

Era como si Michael no hubiera movido un solo músculo. El mando a distancia del televisor descansaba sobre la mesilla de noche. Dale y la enfermera habían desaparecido —seguramente habían sido necesarias unas buenas tenazas para sacar a Dale de allí—, así que Michael y yo estábamos finalmente a solas.

—Te he traído tus cosas. —Dejé la bolsa de viaje de piel sobre la silla que había junto a la cama y abrí la cremallera; saqué el neceser de su interior y lo llevé al lavabo—. No sabía si querrías la maquinilla de afeitar eléctrica —dije, levantando la voz para que me oyera—, así que te he traído una cuchilla de usar y tirar. No quiero que tu masculinidad se sienta insultada, pero es rosa.

—Julia —me llamó Michael con un hilo de voz—, ven a sentarte conmigo.

—Claro —respondí yo—. Deja que guarde tus cosas en el armario para que no se arruguen. Ah, y ha llamado Raj. Deberías llamarle. Parecía un poco preocupado.

Sacudí los vaqueros de Michael, y de pronto sentí un deseo incontrolable de doblarlos. Él observaba todos mis movimientos.

—¿Querrás llamar también a Kate? —pregunté, mientras volvía a doblar un par de calcetines. Al parecer, sufría un caso grave de trastorno obsesivo-compulsivo, lo cual me vendría bien porque la mesa de mi despacho estaba hecha un desastre—. ¿Le digo que cancele todas las reuniones para el resto de la semana? A menos que te veas capaz de hablar por teléfono. En ese caso, podrías asistir a distancia. Y sé que dijiste que no necesitabas el ordenador, pero te lo he traído por si acaso…

—Julia —repitió Michael. Su voz amable traspasó el torbellino de actividad al que yo me había entregado, y me hizo parar en seco como si fuera un robot que hubiera sufrido de repente un cortocircuito. Dejé la bolsa de viaje en el suelo y me senté, tratando de dominar la ansiedad que me devoraba por dentro. Michael me cogió la mano. Sucedió de nuevo: en la habitación hacía más bien frío y él estaba cubierto únicamente con una sábana; ¿por qué tenía la mano tan caliente?

—Me ha pasado algo increíble —dijo Michael, sus hermosos ojos azules fijos en los míos. Tanto contacto visual ininterrumpido me estaba poniendo tan nerviosa que me sudaban las manos (o tal vez fuera por culpa del extraño termómetro interno de Michael).

—Es un milagro —susurró.

—Lo sé —salté yo, encantada de poder mantener al fin una conversación normal—. Si no hubieras comprado el desfibrilador…

—No me refiero a eso —me interrumpió Michael, y yo guardé silencio. La habitación era tan austera, tan blanca; vale, era un hospital, pero ¿qué les costaba añadir algún pequeño detalle? ¿Era mucho pedir un miserable cuadro colgando de la pared? Me habría resultado mucho más fácil mantener esta conversación si hubiera tenido algo en lo que fijar la vista aparte de los ojos azules de Michael, que ahora mismo parecían ser la única cosa con un toque de color en toda la estancia. Eran tan vívidos e intensos que casi podía sentir cómo me mantenían inmovilizada en la silla.

—Me ha pasado algo increíble —repitió de nuevo— mientras estaba muerto.

Me miró fijamente, como si acabara de anunciar que había ganado un premio con unos de esos billetes de lotería que se rascan.

—Mientras estabas muerto —repetí lentamente, como si al hacerlo las palabras fueran a cobrar sentido.

—Pasó… algo —continuó Michael—. No sé cómo llamarlo. No existe una palabra con la que definir lo que he sentido, lo que he visto.

Tragué saliva con fuerza.

—¿Quieres que te consiga una aspirina? —me ofrecí.

Michael estalló en carcajadas y acercó la otra mano para rodear la mía.

—Llevamos tanto tiempo asustados, los dos. El miedo nos ha impedido ver lo realmente importante. Sé que sonará raro, pero ¿crees que puedes abrir tu corazón y escuchar lo que tengo que decirte? El amor que he sentido, pero más allá incluso, la… la comprensión. Llevo toda mi vida viviendo detrás de un velo, y alguien acaba de arrancarlo. Julia, todo lo que creía querer ya lo tenía. Estaba ahí, en mi interior, todo este tiempo.

Michael intentó contener las lágrimas y yo le miré fijamente, sin dar crédito a lo que estaba escuchando. ¿Abrir mi corazón? ¿Vivir detrás de un velo? Mi marido nunca hablaba así. Te miraba fijamente a los ojos y decía cosas como «¿Has visto mi móvil?» y «Estoy pesando en vender algunas acciones de General Electric».

El Valium combinado con un golpe en la cabeza podía provocar aquel efecto en un hombre, me dije. Ya había oído hablar de experiencias cercanas a la muerte antes, pero no estaba dispuesta a aceptar que Michael hubiera pasado por una.

Si ni siquiera creía en el más allá, por el amor de Dios (es una forma de hablar). Nos habíamos casado por lo civil, y no habíamos pisado una iglesia desde el bautizo del hijo de unos amigos, hacía ya unos cuantos años. Aquel día habíamos montado un buen espectáculo al estilo del Gordo y el Flaco, uno sentado y el otro de pie cuando se suponía que debíamos arrodillarnos, o ambos camino de la salida cuando los demás se habían levantado de los bancos para comulgar. De eso tuvo la culpa Michael, que estaba revisando el correo electrónico en lugar de escuchar la invitación del cura a tomar el sagrado sacramento.

—Por favor —suplicó Michael—. Solo te pido que me escuches. Pensaba que quería dinero, que me haría sentir poderoso, pero nunca era suficiente. ¿No lo ves? Cuanto más tenía, más quería. Era como un jerbo en una de esas ruedas que dan vueltas. Corría y corría, pero nunca llegaba a ningún sitio. Todo a mi alrededor no era más que una ilusión.

—¿Les has… mmm… comentado algo de esto a Raj o a Kate? ¿O a Dale? —pregunté, sabiendo cuál era la respuesta.

—Pues claro —dijo él—. Quiero que lo sepa todo el mundo. Si puedo evitar que una sola persona cometa los mismos errores que yo…

Puedo manejar la situación, me dije, poniéndome inmediatamente en modo crisis. Aquello no era nada comparado con una soprano caprichosa con un falso dolor de garganta. Michael estaría un par de días fuera de circulación, pero luego volvería a ser él mismo. Se había llevado un buen susto y no podíamos esperar que actuara con normalidad. Empecé a trazar planes en mi mente: le diría a Raj y a Kate que se hicieran cargo de la oficina. Yo me quedaría en el hospital y mantendría a todo el mundo alejado de Michael.

—Hay tantas cosas que quiero decirte —continuó él.

Me dispuse a escuchar más de aquel galimatías sobre paz y una luz blanca. Paz que, por cierto, bien podía ser consecuencia de una pastilla naranja llamada Xanax, y una luz blanca que tenía su explicación en el golpe que se había dado en la cabeza.

Pero lo que dijo a continuación me cogió desprevenida.

—Julia, siento haberte dicho que no iría a tu cena de cumpleaños. ¿Cuántos de nuestros aniversarios me he perdido por estar de viaje?

Sus manos se tensaron alrededor de la mía.

—Pero lo peor que he hecho jamás fue no volver a toda prisa desde Los Ángeles… No puedo creer que me quedara para una puñetera reunión a la mañana siguiente a pesar de que…

—Michael —le interrumpí—, ¿a qué viene hablar de esto ahora?

—No estuve a tu lado cuando más me necesitabas —prosiguió—. No sabes cuánto me arrepiento.

De pronto sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas, como si no hubiera pasado ni un solo día desde aquella horrible noche. No era justo; me había pillado por sorpresa. Michael y yo no hablábamos de ello, jamás.

—Quiero compensártelo —me susurró con un hilo de voz—. Todo.

—Michael. —Contuve las lágrimas y mantuve la voz firme—. Hemos seguido con nuestras vidas. Aquello fue hace mucho tiempo.

—Lo sé, pero no hemos seguido con nuestras vidas —dijo.

Ya había tenido más que suficiente; Michael me estaba avasallando. ¿Cómo se atrevía a resucitar el dolor del pasado, de mi pasado, para ser exactos, porque a él no parecía haberle afectado lo más mínimo?

—Necesito beber algo —dije, apartando mi mano de las suyas—. Voy a bajar un rato a la cafetería.

De pronto sentí que una cólera antigua y largamente enterrada me recorría el cuerpo mientras me apresuraba hacia la puerta, acabando de un plumazo con cualquier instinto protector que pudiera sentir por Michael.

—Espera —dijo él, mientras intentaba incorporarse. Oí el pitido de alarma de uno de los monitores que había junto a la cama, pero aun así le ignoré—. Tengo que contarte algo importante…

Dejé que la puerta se cerrara detrás de mí, silenciando el resto de sus palabras. Que parloteara tanto como quisiera sobre la comprensión y la paz como uno de esos barbudos con toga que regalan margaritas en el aeropuerto. Que se apañara con las consecuencias de sus actos, que probablemente le llevarían a protagonizar la columna de cotilleos del Washington Post. Ya habíamos aparecido dos veces en ella: la primera cuando Michael se convirtió en copropietario de los Blazes y organizó una fiesta para celebrarlo a la que asistió el mismísimo Shaquille O’Neal, y la segunda cuando compramos la casa. Las operaciones inmobiliarias no solían ostentar la consideración de interesantes, pero era una semana con pocas noticias destacables y nuestra casa de nueve millones de dólares seguramente inspiraba la misma sensación de asombro en otros que en nosotros mismos. Los dos párrafos del artículo detallaban el fresco pintado a mano del techo de la biblioteca, la sala de cine con capacidad para veinte personas y la sauna en el gimnasio.

Podía imaginarme el titular: «Magnate psicótico se compara con un jerbo».

De pronto se me apareció la cara sonriente de Dale. Podía confiar en la discreción de Raj y Kate, pero en cuanto a Dale era bastante probable que él mismo hiciera correr el rumor.

Pulsé el botón del ascensor y bajé hasta la cafetería, no sin antes obligarme a saludar con un gesto de la cabeza a la mujer de mediana edad que iba en el ascensor conmigo.

—Bonito día —dijo ella alegremente.

Claro, pensé, si tu marido no se está comportando como un lunático, y el acto benéfico que llevas planeando desde hace un mes no se está, más que probablemente, yendo al traste, y si has tenido tiempo de comer poco más que un pastelito de quince dólares.

—¿Que dice qué? —me preguntó Isabelle, mi mejor amiga, unas horas más tarde—. Espera, necesito un momento para recuperarme.

Cogió la jarra de sangría de la mesa y rellenó las copas.

—Yo llevo recuperándome desde que llegué a casa —protesté, tomando otro trago generoso—. Si me recupero un poco más, acabaré por los suelos.

—Entonces mejor que sigas sentada —dijo Isabelle—. Además, esto es básicamente fruta con un poco de energía añadida. Somos lo que se llama dos virtuosas. —Dobló las piernas y se sentó encima de ellas—. Ahora, cuéntamelo otra vez, desde el principio.

Se recostó en el sofá, su brillante melena negra sobre el blanco inmaculado de la tapicería. Sabía que podía confiar en Isabelle; por aquel entonces, era mi única amiga de verdad. Aquella era otra complicación que no había tenido en cuenta cuando Michael de pronto empezó a ganar tanto dinero. Y es que no siempre te puedes fiar de las motivaciones que se esconden tras la amabilidad de la gente, algo que yo había aprendido de la peor manera.

—Dice que ahora lo entiende todo. —Sacudí la mano en el aire y estuve a punto de manchar la tapicería de sangría. Es curioso que un accidente doméstico como aquel aún pudiera arrancarme una mueca de espanto, a pesar de que podíamos comprarnos un sofá nuevo cada día de la semana. «Puedes sacar a la chica de Virginia…»

Tomé un trago y sentí la explosión de dulzura de las frambuesas y las naranjas sobre la lengua. Isabelle tenía razón; deberían vender sangría en las tiendas de comida sana.

—¿Lo entiende todo? Demasiado vago. —Isabelle arqueó una de sus cejas perfectas. Ella era la que me había presentado a Sasha, el gurú de la perfilación, que podía permitirse cobrar lo que cobraba porque trabajaba con instrumentos afilados a escasos centímetros de tus córneas. ¿Quién era el valiente que se atrevía a cuestionar sus precios? Habría sido como burlarte del tupé de tu neurocirujano segundos antes de que la anestesia te hiciera efecto.

—Ah, y me ha pedido perdón por todo el mal que haya podido hacer —continué, frunciendo el ceño—. De pronto se cree la Madre Teresa.

—Pero la idea de un más allá… No sé, ¿no te intriga?

—Mira, sé que no es la primera persona que asegura haber vivido una experiencia de ese tipo —respondí—. Pero ahora mismo ni siquiera puedo pensar en ello. Estoy demasiado ocupada preocupándome por Michael. Su comportamiento es tan extraño…

—¿Y si realmente hay vida después de la muerte? —murmuró Isabelle—. ¿Y si lo que le ha pasado a Michael es real?

Hice girar la pesada copa de cristal entre mis manos, dibujando círculos perfectos y comprobando cómo el líquido rosado formaba un torbellino en miniatura.

—Es todo muy extraño —respondí finalmente—. ¿Por qué tendría que pasarle algo así a un no creyente? ¿Quienquiera que esté al mando no debería decir «Eh, si no crees, no entras»?

—Dudo que haya un gorila en las puertas del cielo —dijo Isabelle, golpeándome en la rodilla con un cojín—. ¿Michael sintió una presencia? ¿Vio algo?

—No me lo ha contado. —Podía notar la calidez de la sangría en mi interior, mientras el miedo y la incertidumbre desaparecían lentamente. Isabelle nunca dudaba de sí misma, de dónde estaba o de lo apropiado de su presencia, y cuando estaba con ella su seguridad resultaba contagiosa. Supongo que cuando se nace con dinero, el aplomo viene de serie. Su familia era la propietaria de un imperio de comida congelada —«Desde verduras hasta pastel de manzana»—, me había explicado Isabelle la noche en que nos conocimos, durante una cena. «Las coles de bruselas pagaron los años de internado en el extranjero». Entonces no había sabido qué responder. ¿Era aquel el sentido del humor de los ricos? La empresa de Michael había salido a bolsa un mes antes, con la cobertura mediática que eso implicaba; de pronto habíamos entrado a formar parte de un mundo tan nuevo para nosotros que yo aún no había averiguado cuál de los cuatro tenedores debía utilizar para cada ocasión. Pero entonces Isabelle me había guiñado un ojo, suficiente para desarmarme por completo.

—Sabes que todos los niños odian las coles de Bruselas, ¿verdad? —me preguntó—. En mi caso es personal, porque el internado era horrible.

Me reí, una risa natural e inesperada, e Isabelle hizo lo propio. Pasamos el resto de la noche hablando de libros y cotilleando sobre la boda sorpresa en Las Vegas entre un actor de cine muy conocido y ya entradito en años y una camarera («¿Es que ya nadie cree en el amor verdadero? —se preguntaba Isabelle—. Creo que esa pareja va a durar»). Cuando Michael se zampó nuestro postre, después de dar buena cuenta del suyo, ambas pusimos los ojos en blanco al unísono.

—¿Siempre tiene tanto apetito? —preguntó Isabelle.

—No, creo que está a dieta.

—Deberíamos acabar con él —anunció Isabelle—. Hay hombres que han muerto por menos.

—Pero entonces, ¿quién te llevaría a casa? —me preguntó Michael.

—¡Oh! ¿Quieres decir que no…? —preguntó Isabelle, deteniéndose a media pregunta.

—¿No qué? —repetí yo.

—Lo siento, iba a decir si no tenéis chófer. Yo normalmente vengo a las fiestas con el mío para no tener que preocuparme de conducir si he tomado unas cuantas copas.

Michael y yo nos miramos, y pude ver cómo añadía una línea más a su lista mental de cosas pendientes de hacer: contratar un chófer. Buscar un cocinero. Aprender de vinos (la pareja de Isabelle y otro hombre de la mesa se habían pasado un cuarto de hora comentando los distintos matices del blanco de Borgoña que estábamos bebiendo, y saltaba a la vista que Michael se moría por participar en la conversación). Intentábamos adaptarnos tan deprisa como nos era posible, y yo sentía que todos se daban cuenta de lo difícil que nos resultaba.

—¿Cómo fue? —me preguntó ahora Isabelle, inclinándose hacia mí—. No sé, es todo tan extraño… ¿Vio una luz blanca?

Yo negué con la cabeza.

—No creo. Tampoco hablamos demasiado de ello. Solo dijo que había sido una sensación increíble.

—¿Mejor que el sexo?

—Eres la única persona en todo el planeta que preguntaría algo así.

—¿Y qué más te dijo?

Justo entonces sonó el teléfono de casa. Cogí el inalámbrico y miré la pantalla para ver quién llamaba.

—Es Bettina —murmuré entre dientes.

—¿Por qué será que las llamadas no vienen con etiquetas de aviso? —se preguntó Isabelle, dibujando distraídamente el contorno de su copa con la punta del dedo—. Contesta bajo tu propia responsabilidad: el contenido puede ser tóxico.

Bettina era la esposa de Dale. Parecía dibujada con un cartabón: era rubia y llevaba la melena a la altura de la mandíbula, siempre perfectamente alisada; la ropa se adaptaba a su cuerpo con tanta perfección como lo haría a una percha; y su nariz era un triángulo perfecto. Incluso sus frases eran entrecortadas. Una vez organizó un cóctel en su casa y se pasó toda la tarde hablando de las cualidades de las distintas asistentas que había tenido como si fueran simples aperitivos.

—He probado con las hispanas, pero las asiáticas son mejores —había anunciado mientras su asistenta pasaba a escasos metros de nosotros.

Dale y ella estaban hechos el uno para el otro.

—Deja que salte el contestador —me aconsejó Isabelle.

—No, será mejor que lo coja —dije yo—. Por si es una emergencia o algo.

—Julia, ¿cómo estás? —preguntó Bettina al otro lado del teléfono. Ni siquiera esperó a que yo contestara—. He oído lo que ha pasado. ¡Increíble!

—Lo sé —respondí, ansiosa por redirigir la conversación hacia terreno más seguro—. Michael se está recuperando muy rápido. Es probable que le den el alta el martes.

—Ya veo —dijo Bettina—. Y ¿qué harás después?

—¿Después? —pregunté—. ¿Qué quieres decir?

Bettina guardó silencio, y pude escuchar cómo le daba una calada a uno de sus cigarrillos largos y delgados.

—Michael le ha dicho a todo el mundo que no tiene intención de volver al trabajo. Dale dice que no ha dejado de repetirlo desde que subió a la ambulancia.

No pude evitarlo; ahogué una exclamación de sorpresa. Casi podía ver la sonrisa triunfal dibujándose en los labios de Bettina. Seguro que esta noche quemaría los teléfonos describiendo mi reacción a todos sus conocidos.

—¿No te ha dicho nada? —preguntó con voz empalagosa.

«¿Qué?», me preguntó Isabelle formando las palabras con los labios. Yo sacudí la cabeza; me había quedado sin palabras. Isabelle leyó la sorpresa en mis ojos y me arrancó el teléfono de las manos.

—Soy Isabelle. ¿Qué pasa? ¿Michael está bien?

Isabelle permaneció en silencio mientras escuchaba; su mandíbula se tensaba por momentos.

—Encantadora —dijo finalmente—. Michael ha estado a punto de morir hoy y tú llamas a su mujer para ponerla todavía más nerviosa. ¿Has pensado alguna vez en trabajar en alguna revista de cotilleos? Tienes el toque perfecto. Ah, por cierto, no estaría de más que empezaras a llevar vestidos más largos. Empiezas a tener las rodillas llenas de arrugas.

Y con estas palabras colgó el teléfono con gesto furioso.

—Buitre.

—¿Qué quería decir? —pregunté cuando conseguí recuperar la voz.

Isabelle sacudió la cabeza.

—Es una chismosa. Está rabiosa porque no la hemos invitado a tu fiesta de cumpleaños. Ignórala.

—¿Crees que es verdad eso de que Michael quiere dejar el trabajo?

—No le hagas caso. Te lo habría dicho antes. Quizá quiere tomarse unos meses de descanso y viajar. Seguro que se refiere a eso.

—Isabelle —susurré—. Michael quería hablar conmigo de algo importante, pero yo estaba tan enfadada con él por… Da igual, por algo de lo que ahora no quiero hablar. Me he ido de la habitación. No quería oír ni una sola palabra más… He vuelto una hora después, pero se lo habían llevado para hacerle unas pruebas. No hemos acabado de hablar.

Podía ver cómo Isabelle barajaba las posibilidades en su cabeza. Quería consolarme, pero solo si para hacerlo no tenía que mentirme.

—Vale —dijo finalmente—, este es el plan. Mañana por la mañana vas al hospital a primera hora y hablas con Michael. Averigua qué está pasando. Cuando lo sepas, ya decidiremos cómo actuar.

—Tienes razón —respondí. Mi voz sonaba segura, a pesar de que la cabeza no dejaba de darme vueltas presa del pánico. ¿Michael quería dejar de trabajar? ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Qué le había pasado en realidad en esos cuatro minutos y ocho segundos perdidos?

Cogí una manta del brazo del sofá y me cubrí los hombros con ella. De pronto tenía frío.

—Oh, Dios, la fiesta. Si Michael sigue actuando así…

Isabelle se encogió de hombros.

—Pues nada, la cancelamos. Más pastel para nosotras.

—¿Te molestaría? Es que no sé si Michael se habrá recuperado para entonces —dije.

Isabelle me miró y frunció el ceño.

—Creo que esto se merece un margarita. Prepararé un par de copas. No te preocupes, no tendrás resaca. El margarita y la sangría pertenecen a la misma familia de bebidas.

—¿En serio? —pregunté, un tanto ausente.

—Claro. Los dos acaban en «a», ¿no?

No pude contener una sonrisa.

—Pero si tienes una cita esta noche —le dije, aunque por dentro estaba deseando que no fuera—. Deberías ir pensando en irte.

—Primero, la cita es con un tipo llamado Norm cuyo máximo orgullo y alegría es su colección de rifles antiguos. A ver si eres capaz de convencerme de que no intenta compensar algo.

—No hay nada que podamos hacer esta noche —respondí, respirando lenta y profundamente—. Yo estoy bien. De verdad.

—No pienso dejarte sola para salir con Norm, orgulloso propietario de un mosquetón.

Se me escapó una carcajada, graciosa y comedida, claro está. Tengo entendido que enseñan mi estilo de carcajada en las escuelas de protocolo.

—Está bien. —E inmediatamente sentí que la capa de hielo que me envolvía empezaba a resquebrajarse, y mi cuerpo recuperaba el calor. Le estaba tan agradecida a Isabelle por hacerse con el control de la situación que tuve que disimular las lágrimas. Pero Isabelle ya las había visto; no hay muchas cosas que se le escapen.

—Y segundo —continuó. Cubrió mi mano con la suya y la apretó—, sí hay algo que podemos hacer esta misma noche. —Cogió el mando a distancia del televisor y lo levantó en alto como si fuera un trofeo, mientras esbozaba la mejor de sus sonrisas—. Están dando Project Runway.[1]

Sentí que los últimos vestigios de pánico me abandonaban.

—Creo que tengo un poco de chocolate escondido en alguna parte. Solo para emergencias, claro.

Project Runway, chocolate y margaritas —dijo Isabelle—. De pronto todo vuelve a cobrar sentido.