¿Cómo habíamos llegado Michael y yo desde donde empezamos hasta el punto en el que nos encontrábamos, de ser inseparables a convertirnos en auténticos desconocidos? No hay un momento aislado que pueda coger con unas pinzas y darle la vuelta para examinarlo, como uno de esos insectos prehistóricos atrapados en una gota de ámbar, y decir «¿Lo ves? Ahí está; ese es el segundo exacto en el que todo cambió entre Michael y yo». No, nuestro matrimonio era más como una tarde en la playa mientras baja la marea. Puedes estar tumbado sobre la suave arena y no darte cuenta de los cambios microscópicos —las olas retirándose, inexorablemente— mientras el sol te calienta la espalda y los alegres gritos de los niños te llenan los oídos. Entonces levantas la mirada de la última página de la novela que tienes entre las manos y parpadeas, desorientado, preguntándote cómo ha podido retirarse tanto el mar y en qué momento ha cambiado todo a tu alrededor.
Cuando mi marido se desmayó en el trabajo, llevábamos años sin hablar —y me refiero a hablar de verdad, a una de esas conversaciones mano a mano que duran toda la noche—, lo cual era una locura porque hablar era precisamente lo que más nos gustaba hacer. Bueno, quizá no tanto. Éramos adolescentes y teníamos los niveles de hormonas tan alterados que casi dejábamos rastro, como si fueran migas de pan, pero cada día, cuando sonaba el timbre que marcaba el fin de las clases, corríamos hasta la orilla del río en las afueras del pueblo. Estirábamos una manta en el suelo, ignorábamos los deberes de clase y nos entregábamos el uno al otro. Ningún detalle era demasiado oscuro o menor para no disfrutarlo: él odiaba los encurtidos, yo no soportaba el ketchup. «Nunca podremos organizar una barbacoa como Dios manda —se quejaba Michael—. Nos prohibirán la entrada en todos los actos sociales». A los dos nos encantaban los concursos familiares de televisión en secreto y con una admiración que rayaba la humillación. Le conté a Michael cómo había intentado mantener los labios apretados durante todo un año porque unas estúpidas me habían dicho en el patio que mis hoyuelos parecían agujeros en la cara («Les pondré polvos pica-pica en el sujetador —me prometió Michael, acariciándome los hoyuelos con la punta del dedo—. Les pondré tanta vitamina C en la Coca-Cola que se volverán naranjas. Crearemos un ejército de Umpa Lumpas con las tetas irritadas y las obligaremos a obedecer nuestras órdenes.»).
Las conversaciones con Michael eran como matrioskas: con cada nueva capa de pensamientos y miedos y recuerdos que descubríamos, sentíamos ganas de profundizar aún más, de derribar la fachada externa, hasta dejar al descubierto las partes más secretas y escondidas del otro. Alargábamos aquellas maravillosas tardes tanto como podíamos, y solo recogíamos la manta y la guardábamos en la mochila cuando los mosquitos empezaban a comernos a picotazos y yo me imaginaba la cara de angustia de mi madre asomando entre las cortinas de la ventana del comedor.
Aunque tardó un tiempo en abrirse, poco a poco comprendí lo horrible que era la vida familiar de Michael. Antes de irse de casa, sus hermanos mayores le habían martirizado incansablemente; le llamaban sabelotodo y bicho raro, le propinaban puñetazos en sus bíceps escuálidos o le hacían la zancadilla cada vez que pasaba por su lado, absorto en las páginas de un libro. Lo peor de todo era que su padre no hacía nada por detener semejante tormento. Una vez uno de sus hermanos mayores le dio un puñetazo en el estómago; Michael se dobló en dos y buscó a su padre con la mirada en busca de ayuda, pero lo único que encontró fue una sonrisa en sus labios.
—Creo que mi padre me envidia porque soy más inteligente que él —me dijo Michael un día, aunque el tono alegre de su voz no se correspondía con la forma en que su boca se tensaba al pronunciar las palabras—. Y encima me parezco más a mi… a mi madre. Supongo que eso es también parte del problema.
Con el tiempo, yo también le hablé de mi padre. Era la primera persona a quien le contaba lo sucedido.
A veces permanecíamos en silencio durante horas, tumbados y con las piernas, los brazos e incluso los dedos entrelazados, como si no pudiéramos soportar que ni una sola parte de nuestros cuerpos no estuviera en contacto con el otro. Siempre he pensado que aquel año, el último que pasamos en el pueblo, Michael y yo nos salvamos el uno al otro.
Ahora, cuando repaso mentalmente la trayectoria de nuestra relación —y si algo he tenido ha sido tiempo para hacerlo, noches y noches en silencio, sola en casa—, me doy cuenta de que nunca hubo un punto de ruptura o una pelea subida de tono que nos llevara al lugar en que nos encontrábamos ahora. Y, sin embargo, cuando me pregunto cómo y por qué cambiaron las cosas entre nosotros, siempre me viene a la cabeza una noche en concreto. Fue la noche en la que asistí a una ópera y me enamoré por segunda vez en mi vida.
Ya había escuchado ópera antes, claro está, pero siempre cambiaba de emisora o me limitaba a seguir la conversación mientras la música sonaba de fondo durante alguna cena de celebración. Pero ¿ir a la ópera? Seamos sinceros: si lo que buscas es esa clase de emociones, ¿no sería mejor que te presentaras como árbitro voluntario para un torneo de petanca en un crucero para la tercera edad?
Entonces un día accedí a ocuparme de los actos de la Compañía de Ópera de Washington sin cobrar nada a cambio. Todo eran ventajas: mi empresa podría desgravar parte de sus ingresos, y la Ópera necesitaba desesperadamente la inyección de dinero que mis actos benéficos solían atraer. Para agradecerme mi trabajo, la compañía me envió dos entradas para el estreno de Madama Butterfly.
—¿Te apetece ir? —me preguntó Michael mientras se arreglaba la corbata frente al espejo del recibidor. Aquella mañana se disponía a marcharse más pronto de lo habitual; acababa de hacerse con un paquete de acciones de los Blazes e iba a reunirse con el alcalde de la ciudad para hablar sobre la construcción de un nuevo estadio de baloncesto.
—Claro. —Me encogí de hombros y bostecé, sin apartar la mirada de las entradas que sostenía en la mano—. No me vendrá mal saber algo acerca de mi nuevo cliente.
—¿Es el viernes por la noche? ¿Qué más tengo el viernes? —preguntó Michael.
Yo entorné los ojos.
—Será mejor que no te hayas olvidado.
Michael sonrió y levantó el maletín en alto a modo de escudo para protegerse de la mirada asesina que le estaba dedicando.
—Es broma. El viernes tengo que ir a Nueva York —dijo. Abrió la puerta principal y salió por ella; un segundo más tarde, asomó la cabeza de nuevo y me besó—. Nos vemos allí.
A medida que el viernes se acercaba, el plan se me antojaba más apetecible. Al menos Michael y yo podríamos reírnos de los esnobs de la ópera —ya no utilizaban esos ridículos binoculares en miniatura, ¿verdad?—, y después iríamos a cenar juntos. Le daría una sorpresa, decidí de pronto, y cogí el teléfono para reservar mesa en un italiano elegante en el que cada mesa estaba aislada del resto con gruesas cortinas de terciopelo.
A las cinco de la tarde aparqué el trabajo para tomar un largo baño de vapor en el jacuzzi. Dediqué más tiempo del habitual a maquillarme: colorete melocotón en las mejillas y difuminado en negro alrededor de los ojos. Me puse mi nuevo conjunto de ropa interior, de seda color esmeralda. Michael me había dicho una vez que le gustaba la forma en que el esmeralda resaltaba el verde de mis ojos almendrados. Si el sujetador push-up levantaba y moldeaba con el mismo entusiasmo que prometía, no estaba muy segura de que Michael se fijara en mis ojos en toda la noche.
Unas horas más tarde, mientras subía los primeros peldaños de la elegante escalera de mármol de la sede de la ópera, creí que me mareaba. Teníamos que hacer más cosas como aquella, me dije, mientras el frío aire de la noche traía recuerdos de hogueras y sidra caliente y el crujido de las hojas bajo mis pies. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que compartimos una cena tranquila, los dos a solas?
Levanté la mirada hacia el Monumento a Washington y a punto estuve de estallar en carcajadas al recordar la primera vez que lo había visto, más de una década atrás. Michael y yo éramos unos niños, recién graduados del instituto, y conducíamos hacia nuestra nueva vida juntos en un viejo coche familiar destartalado al que le faltaba un panel lateral y cuyo maletero contenía todas nuestras pertenencias guardadas en bolsas de basura. Cada ochenta kilómetros, más o menos, teníamos que parar para llenar el radiador de agua fría y asegurarnos de que la rueda pinchada que habíamos intentado arreglar no perdía aire.
Entonces cruzamos la frontera entre Virginia Occidental y el estado de Washington y el enorme monumento con forma de lápiz apareció en el horizonte. Michael detuvo el coche a un lado de la carretera y ambos lo admiramos embelesados. Lo habíamos conseguido: habíamos escapado del pueblo, de la familia, y nos disponíamos a cruzar el umbral de una nueva vida juntos.
—No me lo puedo creer —dijo Michael con un nudo en la garganta.
Yo me concentré en contener las lágrimas, demasiado emocionada para hablar.
—Es decir, no puedo creer que construyeran esa cosa en mi honor —continuó, cogiendo mi mano y colocándola sobre su regazo—. ¿No te parece que es una réplica perfecta?
Yo aparté la mano de un tirón.
—Freud tenía razón sobre los hombres —dije—. ¿De verdad crees que todo gira en torno a tu anatomía?
—¡Pues claro que no! Los pepinillos y los frankfurts no podrían ser más diferentes. —Michael me dedicó una mirada lasciva y yo le propiné un manotazo, para luego besarle apasionadamente mientras los coches nos adelantaban a toda velocidad, tocando el claxon y cambiando de carril.
Pero cinco minutos antes de que empezara Madama Butterfly la sonrisa se borró de mi cara. Estaba acostumbrada a enviar tarjetas de disculpa cada vez que Michael decidía en el último minuto que no podía asistir a una cena, e incluso había cancelado un viaje a París: las primeras vacaciones que habíamos planeado en nuestra vida. ¿De verdad pensaba hacerme esto, a sabiendas de que estaría esperándole fuera?
Como si se tratara de una señal, mi BlackBerry vibró con un nuevo mensaje: «La reunión se alarga. Volveré a casa por la mañana. Lo siento».
Me quedé allí de pie, sin saber qué hacer, viendo cómo los últimos rezagados se apresuraban a entrar.
No tienes derecho a enfadarte, me dije, tratando de controlar la ira y el dolor que se habían apoderado de mí. Querías que Michael tuviera éxito, y por eso tiene que trabajar hasta tarde; es parte del trato. Ahora no puedes cambiar las reglas.
La energía imparable de Michael era una de las cosas que más me habían gustado de él, hacía ya tanto tiempo y en unas escaleras muy distintas a aquellas. Me había dado la clase de vida con la que cualquier mujer soñaba; había cumplido cada una de sus promesas, y no se había detenido. ¿Cómo podía quejarme yo ahora?
Así que no respondí el mensaje ni le llamé. No dejé que Michael supiera cuánto deseaba estar con él, tal vez porque no quería saber su respuesta si le obligaba a escoger entre el trabajo y yo, o quizá porque parecía más fácil dejar pasar el momento, como otra ola alejándose apenas unos centímetros de la playa. Fuera como fuese, ya era demasiado tarde. La noche había resultado ser un desastre.
Lo mejor que podía hacer era volver a casa y ponerme una película, me dije mientras empezaba a deshacer el camino que me había llevado hasta lo alto de la escalera. Me quitaría el vestido nuevo y me pondría algún pijama bien cómodo. Quizá incluso me diera un paseo por la bodega para escoger una buena botella de vino que degustar. El chef que venía a casa dos veces por semana siempre dejaba la nevera llena de mis platos preferidos: tallarines con cacahuete al estilo tailandés, y quesadillas de gamba con guacamole fresco, además de todo tipo de ensaladas. Casi lo había conseguido, casi me había convencido a mí misma de que no valía la pena dejar que me afectara, como quien engatusa a un niño que está a punto de tener un berrinche. Fue entonces cuando recordé la cena romántica que había planeado en secreto —solos Michael y yo bajo la luz de las velas— y un sentimiento de profunda soledad estuvo a punto de dejarme sin una gota de aire en los pulmones. Bajé la cabeza y me cubrí con los brazos, sin apartar la mirada de la escalera.
No podía volver a casa y ahogar mis sentimientos con unas copas de Chardonnay como había hecho tantas otras noches. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
—Disculpe, ¿va a entrar?
Me di la vuelta y vi a un acomodador vestido con un abrigo rojo preparándose para cerrar la puerta.
—No… —empecé, pero entonces mis pies tomaron el control, me obligaron a dar media vuelta y a subir los escalones de dos en dos. Me escurrí entre las enormes puertas cuando las luces ya parpadeaban, con el tiempo justo para que el acomodador me guiara hasta mi butaca.
Noventa minutos más tarde, las luces se volvieron a encender para la media parte. A mi alrededor, la gente se levantaba de sus butacas y aprovechaba para estirar las piernas mientras cuchicheaban de camino al bar y a los lavabos, pero yo no me moví. Me quedé allí sentada, parpadeando lentamente, sentía como si estuviese despertándome de un hermoso sueño. Todo los huecos vacíos en mi interior estaban ahora llenos de belleza y color. ¿Cómo había podido entenderlo todo al revés? La ópera no era en absoluto pesada, sino caótica y apasionada y… real.
La historia que se contaba a través de la música era la de una joven y bella mujer japonesa llamada Cio-Cio San que lloraba la ausencia de su esposo estadounidense, quien había regresado a Estados Unidos y se había olvidado de ella. No sabes cómo te entiendo, hermana, pensé mientras ella cantaba su pena y su dolor tras ser abandonada. Sentí que me hervía la sangre cuando apareció en escena la nueva esposa del estadounidense, y me enjugué las lágrimas cuando Cio-Cio San se dio cuenta de que su esposo no la quería, al menos no de la forma que ella ansiaba ser amada. No como ella lo amaba a él.
Me está cantando a mí, me dije al inicio de su desgarradora aria.
Después de aquella noche, compré un abono para una persona en la sección de orquesta, tan cerca del escenario que casi podía tocar el vestuario de los cantantes, siempre tan pomposos y coloridos como joyas; tan cerca que podía sentir la música como si fuera aire llenándome los pulmones, a punto de arrancarme de mi butaca con su fuerza atronadora. Pronto la ópera se convirtió en mi gran adicción y en mi terapia, mi vía de escape secreta de una vida que, al menos en la superficie, era todo lo que podría haber soñado y más.
Cuando llegué a casa aquella noche, con el eco del aria de Cio-Cio San todavía en la cabeza, abrí la puerta de la entrada y mis ojos se posaron en la mesa que presidía el recibidor. En ella descansaba un enorme jarrón de cristal repleto de rosas rojas. Naddy, nuestra asistenta, las habría colocado allí para que yo las viera en cuanto entrara en casa.
Al menos Michael todavía se acordaba de lo que me había susurrado al oído después de prometernos. Me había regalado una única rosa perfecta —cuanto podía permitirse por aquel entonces— con la promesa de regalarme el día de nuestro aniversario una docena por cada año que lleváramos casados.
—¿También cuando cumplamos cincuenta? —pregunté entre risas, rodeándolo entre mis brazos.
—Sobre todo en el cincuenta —respondió él, acariciándome el cuello con los delicados pétalos de la rosa.
Me acerqué al jarrón y conté. Cinco docenas de rosas, tal y como me había prometido. Cogí la tarjeta y leí el mensaje que algún florista habría escrito por él: «Te lo compensaré en nuestro sesenta aniversario. Te quiere, M».
Después de aquella noche, fui a la ópera todo lo que pude, y nunca me sentí decepcionada. Soñaba, sin embargo, con poder volver atrás en el tiempo para disfrutar del espectáculo tal y como este había sido ideado. Un par de siglos atrás, no existían las butacas a precios exorbitantes, ni los pañuelos de encaje con los que enjugarse las lágrimas, ni los gentiles murmullos de «¡Bravo!». La ópera, en su momento de máximo apogeo, era un deporte sangriento, doloroso y estridente.
Los espectadores abucheaban a los cantantes cuando no aprobaban una canción, y rugían con más entrega que una turba de hooligans enloquecidos cuando les gustaba. Los lugares en los que se representaba ópera eran sitios llenos de gritos y peleas y vítores. En los primeros días de la ópera, el decoro era algo que nadie había visto jamás; probablemente se había escondido debajo de una butaca, aterrorizado ante la posibilidad de que alguien le metiera una bebida por el gaznate y le obligara a bailar por los pasillos.
La gente que habitaba en el mundo de la ópera estaba totalmente fuera de sus cabales, lo cual seguramente tenía algo que ver con el caos que lo envolvía todo. Una vez, cuando la soprano Francesca Cuzzoni se negó a cantar un aria del compositor George Frideric Handel, este amenazó con colgarla de una ventana hasta que ella compartió su punto de vista (algo que sucedió a una velocidad inaudita). Luego estaba aquel tipo que vio a su esposa tonteando con un tenor durante La prohibición de amar de Wagner. El marido se dejó llevar por un ataque de celos, subió al escenario en plena actuación y le propinó un puñetazo al tenor, quien al menos pudo consolarse con la certeza que su actuación había resultado creíble. Y siempre me había encantado la historia sobre la mujer que le dijo a su rival, en medio de una representación, que se le había caído una de las cejas postizas que llevaba. La rival se arrancó la otra y continuó como si nada, sin saber que a la primera ceja no le había pasado nada, por lo que la pobre mujer pasó el resto de la ópera luciendo un aspecto ligeramente trastornado.
¿Acaso no es evidente? ¿Toda esa gente unida para ver el espectáculo, desconocidos que se convertían en amigos cuando tomaban las calles con algún compositor exitoso a hombros, reviviendo el brillo incomparable de la música más gloriosa jamás inventada?
Hoy en día es como si al público se le negara el caos y la locura que se desarrolla entre bambalinas. Y no es que los cantantes de ahora sean menos estrafalarios —Luciano Pavarotti era tan supersticioso que se negaba a actuar hasta haber revisado el escenario en busca de un único clavo doblado—, pero por algún motivo se ha puesto de moda la creencia de que la ópera tiene que ser más espesa que un buen dolor de cabeza.
¿Por qué habían tenido que cambiar las cosas?