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Kate lo había vuelto a hacer. Justo cuando las puertas del ascensor se abrieron y yo me disponía a cruzar la recepción del hospital, recibí un mensaje de texto en el que me informaba de que había hecho traer mi Jaguar al aparcamiento del hospital y que mis llaves estaban en el mostrador de admisiones. No sé cuánto le pagaba Michael, pero sin duda no era suficiente.

Por un instante me imaginé a mí misma saliendo del aparcamiento en la dirección equivocada y pisando el acelerador hacia la autopista. La que fuera, me daba lo mismo. Llevaba varios cientos de dólares encima, suficiente para permitirme conducir durante una o dos semanas si quería permanecer en el anonimato y no dejar el rastro de una tarjeta de crédito tras de mí. Bajaría las ventanillas, subiría el volumen de la radio y mantendría el pie sobre el acelerador. No habría espacio para nada más dentro del habitáculo del coche, ni siquiera para la gélida sensación de que algo se acercaba, algo de lo que no podía escapar.

Con un suspiro, giré la llave en el contacto y sentí que el coche despertaba con un suave ronroneo. Me parecía increíble que hubiera estado a punto de no responder cuando Michael me había dicho que me quería. Si me convirtiera en una fugitiva, nunca me nombrarían esposa del año.

Apenas encontré tráfico, algo inaudito tratándose de Washington, incluso a mediodía, así que pronto estaba recorriendo el sendero que llevaba a nuestra casa, flanqueado por altos pinos que le conferían cierta privacidad. Usé el mando a distancia para abrir la puerta de seguridad, aparqué junto a la fuente que presidía la entrada y corrí a abrir la puerta principal. Necesité dos intentos hasta que lo conseguí; las manos me temblaban de nuevo, pues el subidón de azúcar de los pastelitos se me había pasado hacía ya rato.

Entré en casa y desactivé la alarma. Mis ojos se detuvieron en las obras de arte abstracto que colgaban de las paredes del recibidor, y sentí que la tensión que me atenazaba el cuello y los hombros disminuía por un instante. Cada vez que entraba en aquella casa, me sentía como una invitada en el hotel más escandaloso del mundo, lo cual no distaba demasiado de la realidad: Michael había comprado la casa con su dinero, y un equipo de decoradores se había encargado de escoger hasta el último detalle, desde el color de las paredes hasta los cojines de los sofás. Los decoradores nos habían vuelto locos —aún hoy sigue sorprendiéndome su nivel de excitación sobre los méritos del color marfil frente al ante—, pero al final habían cumplido con lo prometido. Aquellas cuatro paredes no eran una casa; eran una atracción turística, llena de aire y de luz y de enormes paredes de cristal. De los altos techos colgaban enormes lámparas de inspiración art decó, y la reluciente mesa del comedor era tan larga que a su alrededor podían sentarse hasta veinticuatro personas. Las dos cocinas —una más grande en la planta principal y otra más pequeña para uso privado en la primera planta— estaban repletas de granito y cobre, y los seis lavabos de la casa brillaban con detalles como las baldosas pintadas a mano y los lavamanos de cristal. «Perfecta para organizar reuniones estilo embajador», había murmurado nuestro agente inmobiliario señalando las enormes estancias, como si de pronto nos decidiéramos a perpetrar un ataque violento contra el embajador de Suecia.

Michael había cumplido con su promesa de triunfar en la vida, y no se había detenido ahí: la pequeña empresa que había fundado en la minúscula cocina de nuestro viejo apartamento —agua embotellada con sabores totalmente natural y baja en azúcar— le había reportado unas ganancias de setenta millones de dólares tras salir a bolsa, justo antes de que competidores directos como Vitaminwater o Smartwater aparecieran en escena.

Setenta millones de dólares. Me resultaba imposible imaginar semejante cifra; algo así como la reacción que me provocaban los agujeros negros, o los principios de la aerodinámica, o la geometría en los años de instituto.

Pero el éxito no había detenido a Michael ni un solo instante. Estaba trabajando en nuevos productos, como barritas energéticas ecológicas y comida para niños preparada respetando la pirámide alimentaria, y todo parecía indicar que algún día serían tan valiosas como su DrinkUp Water.

«¿Llegará el día en que la sed de éxito de Dunhill se extinga?», rezaba el titular a doble página de un artículo de la revista Fortune que colgaba enmarcado sobre la mesa de Michael (mi respuesta: no; ni una caída por las cataratas del Niágara serían suficiente para aplacar su sed).

Evité el ascensor y subí por la gran escalera en espiral que llevaba a la habitación principal de la casa. Corrí al lavabo de Michael y busqué en el botiquín y en los cajones de las toallas hasta que finalmente di con su neceser en el fondo de uno de ellos. Veamos, me dije, necesitaría desodorante, una cuchilla de afeitar, tal vez loción para la cara… Cogí un bote negro con un nombre indescifrable en francés, pero de pronto descubrí dos marcas más. ¿Cuál de ellas usaba Michael? Me encogí de hombros y decidí meter los tres botes en el neceser. ¿Qué más? ¿Dónde estaba su cepillo de dientes? Miré dos veces en el armario hasta dar con uno eléctrico colocado a un lado del lavamanos. Pero si Michael odiaba los cepillos eléctricos, pensé, sintiéndome extrañamente descentrada. Siempre decía que el sonido le recordaba la consulta del dentista. ¿Cuándo había cambiado de opinión?

Mientras estaba allí plantada, mirando el cepillo de dientes con el ceño fruncido, un recuerdo cruzó por mi mente. En el viejo apartamento, el que Michael y yo habíamos alquilado cuando nos mudamos a la ciudad, compartíamos el que debía de ser el lavabo más pequeño del mundo. Michael siempre se duchaba primero, puesto que cada mañana saltaba de la cama como si le hubieran despertado con la punta electrificada de una picana para el ganado, y cuando sonaba la alarma y yo me arrastraba hasta el lavabo, entre bostezos y frotándome los ojos, él ya se estaba afeitando.

—Buenos días, preciosa —canturreaba con voz de profesor de preescolar.

—Déjame en paz —murmuraba yo, apartándolo de un codazo para poder meter una mano entre las cortinas de plástico de la ducha estampadas con palmeras y abrir el grifo. El chorro de agua, ahora frío, ahora caliente, me ayudaba a volver a la vida (la temperatura de la caldera nunca se mantenía estable, pero yo había decidido concentrarme en otras batallas que valiese más la pena librar, como por ejemplo la nevera rota). Era entonces cuando Michael y yo hablábamos de todo y de nada en concreto, con la boca llena de pasta de dientes y con el rugido del secador de fondo. Comparábamos nuestros horarios y hacíamos chocar las caderas como coristas mientras nos peleábamos por un pedazo de espejo. Michael me pasaba el cepillo del pelo sin que tuviera que pedírselo, y yo le limpiaba los restos de espuma de afeitar de detrás de las orejas con una toalla.

Cuando Michael y yo recorrimos esta casa por primera vez, estuve a punto de desmayarme al ver mi baño con el sol entrando por los tragaluces y el balcón con vistas al jardín trasero. En la sauna cabían hasta doce personas al mismo tiempo (algo que yo no me sentía especialmente inclinada a comprobar), y la grifería del lavamanos doble de piedra caliza era tan delicada que parecía una obra de arte. Las noches en que me sentaba en la fría taza de porcelana del inodoro a las tres de la madrugada y luego despertaba a Michael de una patada como venganza por haber dejado el asiento levantado ya eran cosa del pasado.

En nuestra primera mañana en la casa, me había adentrado en un mar de baldosas de porcelana verde con los dedos de los pies erizados de puro placer.

—¡Están calientes! Michael, ¡tienes que probar esto!

Pero al otro lado de la habitación, más allá de la zona de estar, la puerta del lavabo de Michael estaba cerrada; no me había oído. Me encogí de hombros y me metí en el enorme jacuzzi.

¿Por qué estaba recordando todo aquello?, me pregunté, tratando de ignorar aquellas viejas imágenes. Tenía que regresar cuanto antes al hospital. Metí un cepillo de dientes de viaje en el neceser y una bata larga de cachemira en una bolsa. Añadí unos vaqueros y una camisa cómoda para que Michael no tuviera que volver a ponerse el traje y la camisa rota. Probablemente cuando saliera del hospital no querría que nada le recordara lo sucedido. De camino a la puerta principal, me detuve un instante, volví sobre mis pasos y cogí el ordenador portátil de la mesa de su despacho. Sin duda, en pocas horas lo necesitaría.

Puse la bolsa en el asiento del copiloto, arranqué el motor y pisé el acelerador. Cuando todavía no había llegado a la puerta de salida, sonó mi móvil. Reconocí el número al instante y apreté el botón del manos libres.

—Eh, Raj —dije, aliviada al escuchar una voz amiga. Raj era uno de los antiguos profesores de Michael en la escuela de negocios, y desde que había entrado en la empresa habíamos entablado una relación muy cercana con él.

—Julia —me saludó con su adorable acento indio—. Menuda tardecita.

—Las hemos tenido mejores —asentí mientras introducía el nombre del hospital Universitario George Washington en el GPS. Estaba tan alterada que no me creía capaz de encontrarlo sin ayuda—. Pero lo importante es que Michael está bien.

—Gracias a Dios —dijo Raj, y guardó silencio—. Siento molestarte.

—No pasa nada —dije yo—. Voy de camino al hospital.

—Oh. —De pronto creí percibir un tono extraño en la voz de Raj—. ¿Todavía no has visto a Michael?

Ahí estaba otra vez: ese destello de ¿ansiedad?, ¿confusión?, que todos los que habían entrado en contacto con Michael desde el paro cardíaco parecían experimentar.

—No, no, ya le he visto —dije—. Me he acercado a casa a cogerle una muda.

—¿Cómo…? —Raj se aclaró la garganta y empezó de nuevo—. ¿Cómo se encontraba?

—Creo que le habían dado algo —respondí—. Estaba mucho más calmado de lo habitual. —Se me escapó la risa, pero Raj no me secundó.

—Estaba allí, ¿sabes? —me dijo—. Cuando pasó. Estaba al otro lado de la mesa y acababa de darme la vuelta para servirme una taza de café. No le vi desplomarse, pero oí cómo se golpeaba al caer al suelo.

Raj guardó silencio. Me pregunté por qué me habría llamado. Era casi como si esperara que yo le contara algo.

—Le diré a Michael que has llamado —dije finalmente.

—Hazlo, por favor —respondió él—. Estoy aquí para lo que necesitéis cualquiera de los dos. Lo que sea.

—Gracias.

Me disponía a colgar cuando la voz de Raj me detuvo.

—¿Julia? —preguntó—. ¿Michael ha… ha dicho algo en el hospital?

—¿Como qué? —pregunté. Detuve el coche en un semáforo en rojo y bajé la mirada hasta la pantalla del móvil; un escalofrío me recorrió la espalda.

—Solo preguntaba. No es nada. —Su voz había cambiado, sonaba más forzada—. Parecía un poco desorientado, eso es todo. Llámame cuando quieras —insistió Raj—. Tendré el móvil encendido toda la noche.

Pulsé la tecla «Finalizar llamada» y, mientras cruzaba la frontera que separaba Virginia Occidental de Washington, subí el volumen del CD de Puccini que estaba escuchando, tratando de acallar los pensamientos que se amontonaban en mi cabeza.