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—Me daba miedo verte —dijo Noah. Podía sentir el temblor que sacudía su pequeño cuerpo de niño—. Creía que estarías enfadada conmigo.

—Nunca —dije, y le abracé con más fuerza antes de apartarme para mirarle a los ojos—. Noah, no fue culpa tuya. No fue culpa de nadie, ni del conductor del coche que lo atropelló, ni de Michael por cruzar la carretera, ni siquiera de la ardilla. Fue un accidente.

—¿Crees que le dolió?

Negué con la cabeza.

—No parecía estar sufriendo. Y Noah, no estaba asustado. Michael no tenía miedo a morir.

Rompí el abrazo y él aprovechó para lanzar de nuevo el palo de Oso. A pesar de que ya hacía frío y la nieve formaba pequeños montículos sobre el suelo, Oso se lanzó al agua con la misma energía de siempre. Esta vez, sin embargo, prefirió avanzar por la superficie en lugar de bucear, impulsándose con las patas delanteras y salpicando agua en todas direcciones. Necesitó un momento para localizar el palo y luego desapareció bajo el agua.

—¿Crees que, cuando morimos, nuestra alma va a algún sitio? —preguntó Noah, con el ceño fruncido—. ¿Crees que ahí es adónde ha ido Michael?

—Ahora mismo no sé muy bien qué creer —respondí lentamente—. Eso sí, quiero creer en algo, porque hasta ahora no ha sido así.

—Muchas de las grandes mentes de las matemáticas creían en la vida después de la muerte —explicó Noah.

Oso apareció sobre la superficie del río y cogió el palo. Luego empezó a nadar hacia la orilla.

—Una vez leí algo de un tal Galileo. Según él, todo el universo está escrito en el lenguaje de las matemáticas —continuó—. Y es cierto, no solo con la secuencia de Fibonacci. A veces me pregunto si veo matemáticas por todas partes porque alguien o algo creó el mundo así, o porque me gustan tanto que las impongo en todo lo que veo.

—Esa —dije, cogiendo el palo de entre los dientes de Oso, que me lo ofrecía como si fuera una herencia de valor incalculable— es una excelente pregunta.

—Como la del huevo y la gallina —dijo Noah.

—Exacto.

—Eh, Julia.

—¿Mmm?

—¿Has traído algo para comer?

—¿No se supone que vamos a ir a comer con tus padres cuando terminemos de pasear a Oso? —pregunté.

—Sí —dijo él—, pero todavía falta una hora.

—Mira en esa bolsa, chaval. Podemos hacer el aperitivo con algo de comida basura.

Noah sonrió.

—Me alegro de que hayas vuelto.

Miré hacia la corriente del río y levanté la cabeza para sentir la suave caricia del sol invernal.

—Yo también —dije al cabo de unos segundos, y de pronto sentí la cálida mano de Noah deslizándose en la mía.

Al día siguiente, me senté frente a una de las ventanas de la primera planta y observé la procesión de brillantes sedanes, interminables limusinas y otros coches más viejos y menos caros recorriendo el camino que llevaba a la puerta de casa. Caía una lluvia insistente, por lo que, cuando los asistentes se bajaban de sus coches, sus rostros quedaban ocultos bajo el ala negra de sus paraguas.

En los últimos años había trabajado en la preparación de cientos de eventos, pero el funeral de mi marido fue el más difícil de todos con diferencia. Durante días me debatí entre unas opciones y otras, tratando de imaginar qué habría querido Michael. ¿Una ceremonia íntima al aire libre? ¿Directamente nada? Deseaba con toda mi alma honrar sus últimas voluntades, pero no sabían cuáles eran. Al final llamé a Kate, la antigua ayudante de Michael, que con su voz tranquila y sus sugerencias me ayudó a tranquilizarme lo suficiente para poder tomar decisiones, marcar el número del catering de siempre y de la empresa de alquiler de sillas y explicarles que esta vez era yo quien necesitaba de sus servicios.

Kate me había recomendado que celebrara el funeral aquí, en esta histórica mansión que normalmente se alquilaba para celebrar bodas. Y fue la elección perfecta: la sala principal se extendía de un extremo al otro del edificio, pero las alfombras orientales y las grandes chimeneas a ambos lados del salón suavizaban la grandeza del espacio y lo hacían más acogedor. De las paredes colgaban candelabros, que inundaban la estancia con su luz tenue y amarillenta, mucho más agradable que la clásica iluminación de techo.

Michael quería ser incinerado, así lo había dejado escrito en su testamento, y que sus cenizas fueran esparcidas en el río de nuestra adolescencia, en Virginia Occidental. Pronto cumpliría su última voluntad, a solas, pero hoy se trataba de dejar que los demás se despidieran de él por última vez.

—¿Cariño?

Me volví hacia la voz de Isabelle. Estaba de pie junto a la puerta.

—Es hora de empezar —me dijo.

Aquella era la estancia donde las novias se preparaban para el día más importante de sus vidas, donde esperaban que alguien les diera la señal con esas mismas palabras. Muchas de ellas se habían sentado frente a la misma ventana que yo, ataviadas con un vestido del color opuesto al mío, anticipando el momento en que se unirían para siempre al hombre que habían elegido.

No me di cuenta de que estaba llorando hasta que Isabelle se acercó a mí y me puso un pañuelo en la mano. Me ayudé de su brazo para levantarme y luego bajamos las escaleras juntas. Mientras avanzaba hacia la primera fila de sillas plegables, vi al doctor Rushman y a algunos de los jugadores de los Washington Blazes, sus cabezas destacando por encima de la multitud. Localicé a Noah, sentado entre sus padres y tirando de una corbata a rayas azules y rojas que a todas luces le resultaba incómoda. Un antiguo senador, fácilmente reconocible por su nariz prominente y una poblada mata de cabello cano, acabó de escribir un mensaje en su BlackBerry y se la guardó en el bolsillo de la camisa. Y hacia el fondo estaba Sandy, la joven cuya hermana había muerto de cáncer y que nos había regalado una cesta de galletas caseras. Prácticamente todas las sillas que había alquilado, unas trescientas, estaban ocupadas. Kate estaba en lo cierto; necesitábamos un espacio como aquel.

El servicio fue sencillo. Raj, seguramente el único amigo que Michael tenía en la oficina, explicó historias divertidas de los primeros tiempos de la empresa, como la vez en la que Michael se quedó trabajando toda la noche y, a la mañana siguiente, fue a la nevera y se comió un pastel entero que era para celebrar el cumpleaños de alguien. «Fue corriendo a la tienda y compró otro —explicó Raj—. Nadie se enteró de lo sucedido, al menos no hasta ahora».

Cuando le pedí a Kate que dijera unas palabras, ella se negó, al menos hasta que le recordé cuánto había dependido Michael de ella y cómo la apreciaba. El suyo fue un bonito parlamento; recordó, con la voz rota por el dolor, la vez que Michael le envió una tarjeta de Navidad que incluía un cheque para la universidad de su hija.

Noah fue el siguiente. Se puso en pie y avanzó con paso decidido hacia el estrado. Ahora que podía verle mejor, sentí que mis labios se curvaban esbozando una sonrisa. Alguien había intentado domar su pelo, pero sus remolinos no estaban dispuestos a rendirse tan fácilmente.

—Michael me salvó la vida —empezó con su voz dulce y aguda—. Yo estaba persiguiendo a mi perro Oso y, de pronto, se me tiró un coche encima. —Su barbilla empezó a temblar—. Me asusté mucho. Sabía que no podría apartarme de su camino a tiempo. Y de pronto Michael estaba allí. Me levantó y me empujó a un lado. Me puso a salvo. Ojalá… —Ya no podía contener el llanto, pero aun así consiguió decir las palabras—. Ojalá pudiera decirle que lo siento. Y darle las gracias. Porque nos estábamos haciendo amigos y me caía muy bien.

Cuando Noah terminó, volvió a su silla cabizbajo y vi cómo sus padres lo esperaban con los brazos abiertos. La sala permaneció en silencio durante un minuto, excepto por los murmullos y el ruido de la gente sonándose la nariz.

Y entonces sonó la música.

Aquella canción de amor escrita por Puccini era mi último regalo. Nunca habíamos ido juntos a la ópera, pero por lo menos podía regalarle aquel momento, compartir con él la luz y la esperanza y el corazón de su música.

Seguí la letra de La Bohème en silencio, con los ojos cerrados y formando las palabras con los labios, y fue como si pudiera ver a mi marido otra vez: Ho tante cose che ti voglio dire, o una sola ma grande come il mare, come il mare profonda de infinita… Sei il mio amor…

Hay tantas cosas que quiero decirte, o al menos una grande como el mar, profunda e infinita como el mar: te quiero.

—¿Julie?

Me di la vuelta, sorprendida al escuchar aquel viejo diminutivo, y me encontré mirando directamente a los ojos del padre de Michael. Parecía imposible, pero no había cambiado con el paso de los años. Ahogué una exclamación de sorpresa y estuve a punto de retroceder un paso, hasta que de pronto caí en la cuenta que debía de tratarse de uno de los hermanos de Michael.

—He venido a presentar mis respetos —dijo. Yo asentí, sin dejar de pensar en que no tenía ni idea de qué hermano era—. Los cheques que enviaba Michael… Bueno, significaban mucho para nosotros —continuó. Se sonrojó y bajó la voz, frotando sus curtidas manos de duro trabajador—. Aunque no estoy muy seguro de que nos los mereciéramos.

Me miró a los ojos durante unos segundos y comprendí que algo había cambiado. Michael habría dicho que la gente cambia. Casi podía oír su voz. Al menos alguien de su familia había acudido al funeral.

—Gracias —le dije, antes de pasar a la siguiente persona que esperaba para hablar conmigo, un hombre de pelo oscuro y unos cuarenta o cincuenta años.

—Soy Carl Shevinski, de la Universidad Johns Hopkins —se presentó, estrechándome la mano—. No conocía a su marido, pero quería estar aquí igualmente. Su donación para la investigación de los infartos cerebrales es la más cuantiosa que jamás hayamos recibido. Era un hombre increíble.

Durante un momento fui incapaz de articular palabra. Infarto cerebral. En honor a mi madre. Respiré profundamente, con la esperanza de no quedarme sin voz al hablar.

—Me alegro de que haya venido.

Él empezó a decir algo más, pero yo ya no le oía. Había visto a dos personas acercándose a mí desde el otro extremo de la sala. El corazón me latía con tanta fuerza que era el único sonido que oía, y podía sentir la ira que corría por mis venas. No podía creerme que se hubieran atrevido a venir.

Isabelle, pensé desesperada, y miré a mi alrededor en su busca, pero estaba enfrascada en una conversación. No podía ver lo que estaba a punto de suceder.

—Mis condolencias —dijo Dale. Roxanne se detuvo junto a él, mirándome con aquellos ojos felinos y sin decir una sola palabra.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —susurré, a punto de ahogarme con las palabras. Estaba tan enfadada que me hubiera abalanzado sobre ellos para sacarlos de allí a empujones.

—Hemos venido a presentar nuestros respetos —dijo finalmente Roxanne.

—¿Vuestros respetos? —repetí yo, incapaz de creer lo que estaba oyendo. Habían intentado hundir a Michael y a mí con él. Y ahora se permitían el lujo de arruinar la paz que aquel funeral pudiera reportarme.

—Quiero que os vayáis —les espeté.

Dale arqueó una ceja, pero no se movió. Me di cuenta de que no podía hacer nada, que no podía montar una escena, no en el funeral de mi propio marido, y sentí que la rabia me quemaba por dentro. ¿Habría contado Dale con ello?

De pronto noté que un brazo me rodeaba por la espalda.

—Creo que la señora les ha pedido que se vayan —intervino una voz profunda.

Levanté la mirada: Scott Braverly.

Dale frunció el ceño hasta que al fin cayó.

—Scott, ¿verdad? Nos conocimos hace un tiempo. Hablamos de la demanda contra Michael.

La esposa de Scott, Kimberly, interceptó la mano de Dale cuando este se disponía a ofrecérsela a su marido. La apartó de un manotazo, como si fuera un insecto.

—Michael y Julia nos han ayudado —dijo Kimberly—. Al principio las cosas se liaron un poco, pero él se encargó de aclararlas. No hay ninguna demanda contra Michael. Y ahora haga el favor de irse.

De repente Isabelle estaba junto a mí, y Noah delante, los brazos estirados con gesto protector. Otra voz atravesó el murmullo de la multitud como un cuchillo, clara y firme y elegante.

—De verdad, Dale, será mejor que te vayas. ¿No deberías estar buscando trabajo? —Era Kate.

Miré el pequeño ejército que se había formado a mi alrededor y sentí que una carcajada se formaba en mi interior, e iba creciendo hasta desbordarse.

Dale dio media vuelta y, sin mediar palabra, se dirigió hacia la puerta, seguido de cerca por Roxanne.

—Me aseguraré de que encuentran la salida —dijo Scott, retirando el brazo de mi espalda y guiñándome un ojo. Yo asentí y le di las gracias.

—¿Te apetece algo para beber? —se ofreció Kate.

—¿Y una galleta? —sugirió Noah—. He estado echándole un vistazo a la comida y acaban de sacar unos platos llenos de galletas de chocolate.

—¿Estás bien? —me preguntó Isabelle.

Miré sus caras, tan queridas todas, una tras otra, y solté el aire que había acumulado en los pulmones, sintiendo que la tensión abandonaba mi cuerpo. La sala olía a café recién hecho y a pastas, y había gente esperando para hablar conmigo, para compartir sus recuerdos de Michael conmigo.

—Sí —respondí finalmente—. A las tres preguntas.