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—¿Cómo has llegado tan pronto? —pregunté.

—En chárter —respondió Isabelle, con la misma naturalidad con la que otra mujer habría dicho: «Me he encontrado todos los semáforos en verde». Tiró el abrigó sobre la barandilla de las escaleras y me abrazó.

Llevaba tiempo esperando aquel momento, deseando desesperadamente que Isabelle regresara.

—Cariño, sé que esto te parecerá extraño, pero Michael me llamó hará unas semanas, justo después del paro cardíaco, y me preguntó si podías pasar una temporada en mi casa, por si alguna vez le pasaba algo.

—¿En serio? —Sentí que me quedaba sin voz. Otra vez la misma sensación: Michael lo sabía. No sé cómo, pero lo sabía.

—¿Qué le dijiste tú?

—Que por supuesto que no. ¿Qué se supone que es mi casa? ¿Un hotel?

La miré, sorprendida, y empecé a reírme a carcajadas. Me incliné con los brazos cruzados sobre el estómago, y de pronto sentí las lágrimas rodando por mis mejillas, tan rápido que era como si alguien hubiese abierto un grifo.

—Oh, cariño —dijo Isabelle. Me rodeó con sus brazos, manteniéndome erguida—. Estoy aquí, contigo. Deja que salga todo.

—No puedo hacerlo —susurré sobre su hombro—. No sin él.

—No tienes que hacer nada —dijo ella—. Yo me ocuparé de todo. Vente conmigo a mi casa, Julia. El tiempo que quieras.

—No dejo de pensar que en cualquier momento aparecerá por la puerta —me lamenté entre sollozos—. ¿Cómo puede ser que se haya ido? ¿Que alguien esté aquí un momento y al siguiente ya no?

—No lo sé. No es justo. —Isabelle me apartó el pelo de la cara, intentando tranquilizarme.

—¿Vendrás conmigo? —me preguntó—. No puedo soportar la idea de que estés sola. Si quieres, puedo venir yo…

Tomé aire e intenté concentrarme. ¿Me sentía capaz de abandonar la casa que Michael y yo habíamos compartido? Pero él ya no estaba aquí, en estas estancias frías y elegantes, sino en las orillas de los dos ríos que habían marcado nuestras vidas, fuera, al cobijo de un árbol bajo la lluvia, y al calor del sol.

—Iré a preparar la maleta —respondí finalmente, intentando pensar—. Necesito mi cepillo de dientes.

—Julia, ¿qué clase de rica heredera crees que soy? —me preguntó—. Puedo permitirme un cepillo de más. Cariño, vayámonos ya.

Durante los primeros días, no me moví de la cama. Era incapaz de comer y ni siquiera podía hablar. Me pasaba el día entre el sueño y la vigilia, en ese limbo en el que se funden los recuerdos y los sueños. Vi a Michael cuando era un adolescente, sentado junto a mí en clase, y un segundo después me guiñaba el ojo mientras removía la masa de mi pastel de cumpleaños. También le vi en el tiovivo de París, dando vueltas montado en uno de los caballos, y luego levantando una copa en alto y brindando por mí, la mirada seria y enamorada. A veces me despertaba en la oscuridad gritando su nombre. Era entonces cuando la tristeza se apoderaba de mí, envolviéndome con tanta fuerza que sentía que no podía respirar. Pero siempre había algo más: la voz de Isabelle.

—No pasa nada —me susurraba, sosteniendo un vaso de Ginger Ale sobre mis labios. Me lavaba la cara y las manos con paños mojados, mientras murmuraba—: Estoy aquí.

Al quinto día, descorrió las cortinas para que entrara la luz del sol.

—Te voy a ayudar a incorporarte —me dijo, pasando un brazo por detrás de mi espalda.

—No —dije yo, y me cubrí los ojos con el antebrazo—. Todavía no.

—«No» no es una opción, querida. Es hora de levantarse de la cama. Vamos.

Me dolía todo el cuerpo, pero de algún modo, y con la ayuda de Isabelle, conseguí levantarme. Me dio un albornoz azul y un bote de jabón y me acompañó a la ducha, donde el agua ya corría y había llenado el lavabo de vapor.

—¿Necesitas que te ayude a quitarte la ropa? —preguntó Isabelle, y yo respondí que no con la cabeza.

—Entonces esperaré fuera a que termines.

Permanecí bajo el chorro de agua un buen rato, lavándome el pelo y frotándome la piel con el jabón que Isabelle me había dado. Cuando cerré el agua y envolví mi cuerpo con el albornoz, descubrí que mi pijama había desaparecido y en su lugar había un par de braguitas y un jersey Juicy Couture sin estrenar.

—Un paseo corto —intentó convencerme Isabelle, mientras me secaba el pelo con un secador—. Hasta el final de la calle y volver.

Mostré mi descontento con un gruñido, pero al final cedí, y me sorprendió lo bien que me sentó un poco de aire fresco en la cara. Al cabo de unos minutos, mis pasos ganaron en seguridad y, antes de que me diera cuenta, habíamos recorrido casi un kilómetro.

—¿En algún momento se hace más llevadero? —pregunté tras dar media vuelta para volver a casa—. Me refiero a cuando pierdes a alguien a quien quieres.

Los ojos de Isabelle se oscurecieron y supe que estaba pensando en Beth.

—Sí —respondió—. Pero nunca acabas de superarlo.

—Supongo que tienes razón —dije yo, asintiendo—. Pero nosotras insistiremos en poner un pie detrás del otro, ¿vale?

Me apretó en el hombro.

—Es lo único que podemos hacer.

Seguimos caminando un rato más en silencio.

—Mañana necesito pasar por casa, a ver cómo está todo.

—¿Quieres compañía? —preguntó Isabelle.

Dudé un instante y luego negué con la cabeza. Algo me decía que tenía que hacerlo sola.

—Estaré bien —dije—. No será mucho rato.

Esta casa nunca había sido un verdadero hogar, me dije, mientras hacía una pila sobre la mesa con el correo atrasado y levantaba una fina capa de polvo. Subí por la escalera en forma de espiral, recorriendo la barandilla con la mano, y entré en el dormitorio. Mis ojos se detuvieron en los lavabos, uno para cada uno, en ambos extremos de la habitación, y la enorme cama king size. ¿En qué momento habíamos decidido, Michael y yo, que necesitábamos tanto espacio?

La casa era una metáfora de nuestros problemas: maravillosa por fuera, pero por dentro éramos incapaces de encontrarnos el uno al otro.

Di con una pequeña maleta y metí en ella algunas cosas: mis calcetines de estar por casa favoritos, una foto de Michael con su delantal de DrinkUp sosteniendo un vaso con una muestra en alto como si brindara, y un diario con una bonita cubierta para capturar algunos recuerdos de mi marido antes de que se volvieran borrosos. Escuché los mensajes del contestador: algunos de periodistas, otros dándome el pésame y uno de los padres de Noah agradeciendo una y otra vez que Michael salvara la vida de su hijo. Querían verme. Apunté su teléfono y me prometí a mí misma que los llamaría en cuanto pudiera.

Aclaré un vaso en el fregadero y lo metí en el lavavajillas; luego abrí la nevera y tiré una lechuga vieja y un cartón de leche pasada. Mientras limpiaba los estantes con un estropajo, recordé algo. Abrí el congelador y lo vi allí, escondido al fondo. Aparté un paquete de espinacas congeladas que había comprado hacía tiempo con la esperanza de comérmelas algún día y saqué un bote de helado de chocolate.

Cuando me disponía a sentarme, me di cuenta de que había algo pegado a la tapa. Me dejé caer en una silla sin apartar los ojos del bote. Era un nota escrita en un trozo de papel blanco doblado varias veces. Tenía escrito mi nombre con la letra de Michael. De pronto la sensación de añoranza cayó sobre mi como una losa. Crucé los brazos sobre el estómago y me acurruqué sobre mí misma. Al cabo de unos segundos, abrí la nota.

Querida Julie:

Lo sé, cariño, yo también te echo de menos. No te imaginas cuánto.

Estas son algunas de las cosas que recuerdo: acompañarte a casa desde la de Becky Hendrickson sabiendo que ya me había enamorado de ti, bailar en el viejo apartamento al son de «What a Wonderful World», sentirte entre mis brazos mientras duermes; ver tu rostro a la luz de las velas en París, la expresión de tu cara, entre el horror y la determinación, cuando me diste las joyas. Sé exactamente cuánto te costó, y no estoy hablando del dinero.

Sé que piensas que estaba loco por regalar todas mis pertenencias, pero, Julie, sabía que este día se acercaba. No podía darte el año que me pediste, porque sospechaba —no, sabía— que no tenía tanto tiempo. Pero al menos nos ha llegado para encontrarnos otra vez. Y te prometo lo siguiente: volveremos a encontrarnos una tercera vez. Algún día.

Quiero que me prometas unas cuantas cosas: come helado, disfruta del aroma de la lavanda, deshazte de esa maldita báscula, vuelve a París, o a Australia, pero no olvides sentarte por la noche en el jardín a contemplar las estrellas.

Quiero que vuelvas a enamorarte. Por favor, ten hijos. Serás una madre excepcional.

Te quiero, y eso me lo llevo conmigo, ¿recuerdas?

Y nunca dejaré de quererte.

M.