Cuando a la mañana siguiente sonó el timbre de casa, abrí lentamente los ojos y levanté la cabeza del sofá. Estaba tan aturdida que necesité unos segundos para procesar aquel sonido y comprender qué significaba.
Michael.
Ya había muerto otra vez para luego volver a la vida, y de alguna forma se las había ingeniado para repetirlo una segunda vez. El policía que había intentado apartarme del cuerpo de mi marido; la mujer que se había bajado de su coche para echarme por encima de los hombros una de esas mantas plateada de emergencia, sin dejar de repetir «lo siento»; y el sanitario que había puesto dos dedos en el cuello de Michael y luego había mirado a su compañero, sacudiendo lentamente la cabeza, todos ellos se equivocaban.
Michael había vuelto a mi lado.
Me puse en pie y corrí hacia la puerta, pero resbalé en el brillante suelo de madera y me caí de rodillas.
—¡Espera! —grité, arrastrándome hacia la entrada. Me sujeté al borde de la mesa que había junto a la puerta principal y me levanté del suelo, mientras dentro de mi pecho el corazón me latía desbocado. Me peleé con los cerrojos hasta que finalmente conseguí abrir la puerta. El sol me golpeó en la cara y me dejó ciega por un instante. Lo único que podía ver era la silueta de un hombre alto y delgado.
«Michael», intenté susurrar, pero no conseguí que saliera un solo sonido de mi garganta.
—Espero no molestarla —dijo el hombre.
Cuando mis ojos se fueron acostumbrando a la claridad, descubrí que aquel hombre debía de rondar los setenta, tenía el cabello blanco y fino, y llevaba un bastón de madera pulida en una mano. No le conocía de nada.
Sentí que mi cuerpo implosionaba sin remedio. Me sujeté al marco de la puerta y la noticia cayó otra vez sobre mí, con más fuerza que el día anterior: Michael estaba muerto. Sentí un espasmo en el estómago y estuve a punto de vomitar.
—Sé que es un momento muy difícil para usted —dijo el desconocido—. Por favor, acepte mis más sinceras condolencias. No es mi intención molestarla bajo estas circunstancias, pero soy el abogado de Michael. Mi nombre es Jonathan Boright.
Apenas podía respirar. El mareo iba a más y empezaba a ver borroso.
—No sabe cuánto lo siento —dijo Jonathan. Se acercó y me dio unas palmaditas en el brazo—. Puedo volver en otro momento.
Empezó a darse la vuelta, pero se detuvo al oírme exclamar:
—¡No!
Había pasado la noche temblando, hecha un ovillo sobre el sofá de la sala de estar. Ya no podía soportar estar sola ni un segundo más.
—No se vaya —le dije—. Entre, por favor.
—No la entretendré mucho tiempo —prometió Jonathan.
Solté el marco de la puerta y le guié lentamente hasta la biblioteca, sintiéndome más cansada que si hubiera envejecido sesenta años en una sola noche.
—¿Le importa que tome asiento? —preguntó. Parpadeé con fuerza y me di cuenta de que llevábamos varios minutos allí de pie, en silencio.
—Lo siento, por supuesto. Yo…
—No se preocupe —me interrumpió, y volvió a darme una palmadita en el brazo con la ternura de un abuelo—. Lo comprendo.
Abrió el maletín de piel que llevaba y se puso las gafas antes de buscar entre un montón de papeles. Estaba sentado en el sitio que Michael había ocupado apenas unos días atrás. Si cerraba los ojos, podía verle otra vez, con los brazos extendidos e invitándome a que me uniera a él. Me dejé caer en el sofá al lado de Jonathan; mis piernas ya no aguantaban mi propio peso.
—No la molestaré con toda esta jerga legal —me dijo con voz amable—. El seguro de vida de su marido estaba valorado en dos millones de dólares. Usted es la única beneficiaria.
Necesité un momento para procesar las palabras.
—¿Tenía… un seguro de vida?
—Desde hacía ya bastante tiempo —respondió Jonathan—. Siempre decía que, si a él le pasaba algo, no quería que a usted le faltara de nada.
Yo sacudí la cabeza.
—Nunca… Pero si él nunca… me dijo nada.
Jonathan me acarició la mano con la suya, huesuda y llena de manchas, y yo la giré para poder estrecharla.
—Hace tres años perdí a mi mujer —me explicó con un hilo de voz—. Puede cogerse a mi mano todo el tiempo que quiera.
Yo asentí y noté que se me llenaban los ojos de lágrimas.
—¿Estuvieron casados mucho tiempo?
—Sí —respondió él.
Tres años; la idea de que aquel hombre entrañable llevara tanto tiempo sufriendo se me antojaba insoportable.
—Lo siento —le dije.
Él inclinó la cabeza.
—Yo también lo siento, por usted. —Carraspeó—. Pero estoy aquí para hablar de lo que le ha dejado Michael. Hay una cláusula en la póliza que dobla la cuantía de la indemnización en caso de que la muerte se produzca por un accidente, lo cual es más que probable, así que la cantidad final serán cuatro millones de dólares.
Jonathan puso una pila de papeles delante de mí.
—¿Cuánto tiempo hace…? —pregunté, pero fui incapaz de terminar la frase.
—Contrató el seguro hace ya algunos años. Puedo buscar la fecha exacta si lo desea.
—No importa —dije, sacudiendo la cabeza—. Lo siento, es que… —Me falló la voz y no pude continuar.
—Un día entró en mi oficina y contrató la póliza allí mismo —explicó Jonathan—. La empresa ya empezaba a funcionar, pero me dijo que quería algo extra, un cojín para usted, por si en algún momento pasaba dificultades económicas. Pagaba religiosamente cada año. Y entonces… —Jonathan inclinó la cabeza y volvió a empezar—. Después del paro cardíaco, pidió cita para pasarse una tarde por el bufete. Me contó lo que había pasado. Dijo que quería asegurarse de que todo estaba al día y que la póliza seguía vigente. Le aseguré que ya se había realizado el pago correspondiente a ese año, pero quiso verlo por sí mismo. Me hizo mil preguntas hasta estar seguro de que no había ningún resquicio legal. Una mente privilegiada la suya.
—Era muy inteligente. Y muy bueno. —Me temblaban los labios, pero aun así me obligué a decirlo en voz alta.
—La quería mucho —dijo Jonathan. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo blanco. Ni siquiera me había dado cuenta de que las lágrimas corrían por mis mejillas. Michael nunca se haría viejo ni llevaría bastón, y yo nunca le vería envejecer. No volvería a despertarme por la mañana con la cabeza sobre su pecho, escuchando el rápido latido de su corazón.
Quería salir corriendo de allí, pero me pesaban tanto las extremidades que era como si estuviese pegada al sofá.
—Me dijo que quería asegurarse de que su mujer nunca tuviera que preocuparse por el dinero. La compañía de seguros no pondrá ningún problema. Me ocuparé de todo y la avisaré en cuanto reciba el cheque. No creo que tarde más de unas semanas.
Asentí e intenté respirar profundamente, pero tenía los pulmones bloqueados.
—Necesitaré su firma —me explicó Jonathan con amabilidad, señalando los papeles—. A menos que antes quiera llevárselos a otro abogado para que los revise.
Respondí que no con la cabeza y firmé a ciegas.
—Era casi como si Michael supiera… que iba a pasar esto —continuó Jonathan—. Espero que no le moleste que sea tan franco. Me dijo que la llamara inmediatamente si le pasaba algo, que no esperara ni un minuto. Y ayer por la noche, cuando vi las noticias…
De pronto algo me arrancó del letargo y todo a mi alrededor se concentró en un único punto: ayer hacía exactamente veintiún días desde el paro cardíaco de Michael. Tres semanas. El mismo tiempo que me había pedido a modo de regalo final.
¿Lo sabía? ¿Cómo podía ser posible?
Miré a Jonathan mientras guardaba los papeles en su maletín.
—Con esto bastará por el momento —dijo—, pero hay algo más que Michael quería que le comunicara. —Sonrió—. Me dijo que usted entendería lo que quería decir. Cuando lo necesite, hay más helado de chocolate en el congelador.
Cerré los ojos y los apreté.
—Gracias —le dije cuando recuperé la voz.
—Ya la dejo tranquila.
Por favor, no se vaya, pensé, sintiendo que el pánico se apoderaba de mí. Por favor, no me deje aquí sola.
—¿Quiere un poco de agua? —le pregunté—. O… —Intenté pensar qué más podía ofrecerle—. ¿Un té? ¿Un zumo, quizá?
Jonathan se disponía a declinar mi oferta, pero de pronto miró a su alrededor, como si viera la casa por primera vez, tan grande y tan vacía. Era la primera persona que no parecía sentirse intimidada.
Sus ojos volvieron a posarse en mí.
—Hoy no tengo más citas pendientes. Me encantaría tomar un té con usted.