Michael me había pedido tres semanas de margen, y al pasar por delante del calendario de la cocina me di cuenta de que quedaba menos de una. Me detuve y miré los cuatro cuadros en blanco que recorrían la página. Estaban en blanco, lo cual no dejaba de ser de lo más apropiado. Nunca habría imaginado todo lo que nos había sucedido en los últimos diecisiete días; entonces ¿cómo plantearse siquiera lo que nos deparaba el futuro?
Me serví un vaso de agua y tomé asiento en uno de los taburetes de la isla de granito verde mar que ocupaba el centro de la cocina. De pronto recordé la vez en que me había tocado ser jurado en un juicio y dos testigos tuvieron que testificar sobre el robo a mano armada de una tienda. Según uno de ellos, el ladrón medía metro ochenta; el otro, sin embargo, afirmaba que no superaba el metro setenta y cinco. Sus testimonios no dejaban de divergir, distanciándose y volviéndose a juntar como la doble hélice de una cadena de ADN, mientras los abogados recomponían las piezas del crimen una a una.
Estaban equivocados en muchos de los detalles. En aquel momento me pregunté cómo podía ser posible; ambos estaban presentes y lo habían visto y oído todo.
Durante el alegato final, el fiscal nos pidió que nos concentráramos en un dato de vital importancia: ambos testigos coincidían en que el sospechoso había apuntado al dependiente con un arma y se había llevado el dinero.
—Es bastante habitual confundirse con los pequeños detalles —explicó el abogado, acercándose al jurado. Su aspecto era anodino en todos los sentidos posibles: estatura media, cabello corto y castaño, rasgos muy comunes. Pero recordaba sus ojos azul claro clavados en los míos mientras nos decía—: Los testigos oculares coinciden en los hechos más importantes, que al fin y al cabo son los únicos que cuenta. Y en el caso que nos ocupa, ninguno de los dos tiene la menor duda de que ese hombre —se dio la vuelta y señaló al acusado— fue quien atracó la tienda. Eso es lo que importa. No lo olviden.
La verdad fundamental sobre la que se asentaba nuestro matrimonio, lo que jamás debía olvidar, era que Michael y yo nos queríamos. Nuestro amor había sufrido mucho en el proceso, ninguneado, atacado y finalmente enterrado, pero siempre había estado ahí.
De repente pensé en Isabelle. Tomé un último trago de agua y me dirigí a la sala de estar. Le había enviado correos con regularidad, y ella me había contestado para explicarme que estaba viajando por Italia y que no tenía acceso regular a un ordenador. «Pero me gustan tus notas —me dijo—. No dejes de enviármelas aunque no siempre conteste, ¿vale?».
Había releído aquel mensaje un millón de veces, intentando descifrar sus emociones a través de aquellas palabras. Luego le respondí: «Todos los días. Te escribiré todos los días hasta que regreses a casa».
De vuelta al presente, pensé en el remordimiento que debía de sentir por no haberse puesto en contacto con Beth antes. Por no arriesgarse.
A veces el camino más seguro acababa desembocando en el más doloroso.
A través de las puertas del jardín podía ver a Michael de pie en medio del patio, con las manos en los bolsillos de los vaqueros. Su mirada se perdía a lo lejos. Apoyé la cabeza contra el cristal y le observé. Llevábamos juntos más de media vida. Le había conocido con dieciséis y estaba a punto de cumplir treinta y cinco. En cierto modo, era como si hubiéramos vivido muchas vidas diferentes, todas agrupadas en una: la infancia y la adolescencia en Virginia Occidental, los años invertidos en crear nuestras respectivas empresas de la nada y finalmente el momento en que nos mudamos a esta casa, la culminación de muchos de nuestros sueños.
No sabía qué nos deparaba la otra mitad de la vida, pero no importaba lo que hiciéramos, o dónde viviéramos, siempre que la pasáramos juntos.
Golpeé el cristal con los nudillos, pero Michael no me oyó. Volví a llamar, más fuerte esta vez, y cuando se dio la vuelta, le pedí que entrara con un gesto de la mano.
—¿Va todo bien? —me preguntó al entrar en la sala de estar.
Le miré por un instante, preguntándome si tendría el coraje necesario para seguir adelante.
—¿Jules? —dijo, y yo di un paso atrás de la impresión.
Michael me había puesto aquella especie de diminutivo cuando nos conocimos, pero hacía tiempo que no lo utilizaba. Yo nunca había creído en las señales, pero de pronto me di cuenta de que uno de los puntos de inflexión de nuestro matrimonio había sido la interpretación equivocada que yo había extraído de un puñado de palabras en un correo. Y ahora, por segunda vez, fue como si una palabra hubiese pasado a través de un caleidoscopio hasta convertirse en algo con un significado totalmente distinto.
—Ven conmigo —le dije.
Por la expresión de mi cara, supo que era mejor que no hiciera preguntas. Guié a Michael escaleras arriba hasta mi vestidor. Abrí la puerta del armario, me metí hasta la pared del fondo, cogí una pila de jerseys, la dejé en el suelo y abrí la caja fuerte.
Por un instante, creí escuchar el eco de las palabras que Michael me dijo el día en que me propuso que nos fugáramos: «Solos tú y yo. Siempre ha sido más que suficiente para nosotros, ¿no?».
Eso espero, pensé ahora. Eso creo. Sí.
Saqué las cajas forradas de terciopelo y empecé a apilarlas sobre la chaise longue.
—Mis joyas —empecé—. Dáselas a Scott. O haz que Christie las subaste en su nombre. Lo que prefieras.
—Espera —dijo Michael, los ojos abiertos de par en par. Cogió una de las cajas y la abrió; aquel era el brillo de mis aros de diamantes—. ¿Quieres que me lleve tus joyas? Pero no… Nunca he…
—Por favor, hazlo y que sea ya. —Sentí que se me hacía un nudo en la garganta y supe que estaba a punto de ponerme a llorar—. Llévatelas. Yo esperaré fuera, así no tengo que verlo, ¿vale?
Michael sostenía los aros en alto, y la luz que entraba por las ventanas se descomponía al pasar por sus facetas, llenando la estancia de pequeños arcos iris. Aquellos pendientes habían sido un regalo de cumpleaños, aunque técnicamente no era esa la intención. Cuando el gerente de la joyería llamó a la puerta de casa, supuse que Michael había acordado la entrega del regalo con la tienda porque sabía que me encantaba todo lo que la rodeaba: la pequeña caja de terciopelo negro, entregada junto con una botella de champán, que imaginé que sería para aquella noche. Me los puse inmediatamente y no me los quité en horas, ni siquiera cuando me cambié la ropa del día por un camisón de seda blanco. Cuando finalmente oí el coche de Michael deteniéndose frente a la casa, corrí a recibirle a la puerta, posando como una modelo con la cadera ladeada.
—Eh, hola —dijo él. Dio un paso atrás, miró los pendientes (me había recogido el pelo detrás de las orejas para conseguir un mayor efecto) y sonrió. Yo le devolví la sonrisa—. Has olvidado algo.
—Ah, ¿sí? —pregunté yo, con cierto aire de provocación. No sé qué esperaba que dijera él; tal vez que los pendientes me quedarían mejor si no llevara nada puesto. Pero en lugar de eso, se acercó a mí y me tocó el lóbulo de la oreja.
—No pensarás acostarte con esto puesto, ¿verdad?
Le miré fijamente, y de pronto supe que era la primera vez que veía aquellos pendientes. Debería haber sabido que Kate escogía los regalos por él y que luego le ponía las tarjetas de felicitación delante para que las firmara con su letra ilegible. Mi marido no tenía tiempo de ir a Harry Winston o a Cartier a pasearse entre las vitrinas, tratando de decidir qué regalarme. Y si se hubiera encargado él mismo de escoger las tarjetas, en lugar de románticas habrían sido más bien estúpidas.
Entonces me dije que no tenía importancia. Abrí la botella de champán y esa noche Michael y yo hicimos el amor. Nunca dije una sola palabra al respecto. Me repetí una y otra vez que era la mujer con más suerte del mundo por vivir en aquella casa y tener un marido que podía permitirse un regalo de cumpleaños tan caro. ¿Qué más daba si no tenía tiempo de escogerlo él en persona?
Durante mucho tiempo, me dije que aquellas joyas eran una mezcla entre un premio de consolación y la recompensa por todo lo que faltaba en mi matrimonio, pero en realidad no eran más que símbolos de todo lo que funcionaba mal en él.
—¿Estás segura? Piénsatelo bien… —empezó Michael.
Mis ojos seguían fijos en los pendientes, pero no podía dejar de pensar en aquella niña con su pijama rosa, corriendo hacia su padre, que la esperaba con los brazos abiertos.
—Michael, por favor, llévatelas ya. Ahora mismo. Largo de aquí. Porque no quiero cambiar de idea, y si no te vas, me temo que eso es lo que pasará.
Me miró una última vez a los ojos, guardó los pendientes en su caja, metió todas las joyas en un bolso y salió por la puerta.
Cuando Michael volvió a casa, yo estaba cómodamente instalada en el jacuzzi de mi cuarto de baño. Antes había corrido durante una hora en la cinta, escuchando música a todo volumen en el iPod, música que parecía decidida a sacarme de mis casillas. Aguanté bastante bien el «Money, money, money» de ABBA, pero cuando Madonna empezó a cantar «Material Girl», salté de la cinta de correr y me bebí dos vasos de agua, seguidos de un dedo del whisky obscenamente caro que guardábamos en el bar. Luego repetí con el agua, decidí que era contraproducente y fui en busca del whisky por segunda vez.
Ya había tenido suficiente, me dije, mientras me secaba las mejillas y me sonaba la nariz. Repetí las palabras como un mantra, sin dejar de repasar mentalmente las cifras que había anotado en mi pequeño cuaderno. No me moriría de hambre, nunca me faltaría un techo bajo el que vivir, jamás tendría que hacerme un vestido con la tela de unas cortinas como Scarlett O’Hara.
Tenía miedo, pero sabía que tenía que hacerlo. No era mi penitencia personal por haber tenido una aventura o por no confiar más en Michael. Las razones estaban un poco confusas, pero intuía que tenía tanto que ver con ayudarme a mí misma como con salvar a Michael. Tenía que confiar en él, en nosotros, y aquella era la única manera de demostrar que estaba preparada para ello.
—Hola —me saludó Michael cuando entró en el lavabo, y se sentó en el borde del jacuzzi.
—¿Qué has hecho con ellas? —pregunté.
—Christie’s las va a subastar —respondió—. Al parecer, esperan sacar más de su valor por, ya sabes, la persona a la que pertenecen.
Mi rostro se contrajo en una mueca.
—¿Recuerdas que me dijiste que siempre serías sincero conmigo? Ahórrame la parte de la sinceridad extrema.
—Después he ido a ver a Scott y a Kimberly —continuó—. Ella me ha recibido otra vez en la puerta, y esta vez me moría de ganas de entrar. Les he dicho que esto no tiene nada que ver con la demanda, que pueden seguir adelante con ella si quieren. Pero ahora estoy seguro, Julia, seguro de que el dinero ya no será un problema para ellos, al menos no durante una buena temporada. Con tus actos, con lo que les has regalado, has sido más generosa que yo. Significa mucho más.
—No lo he hecho solo por ellos —dije—. También por su hija. Y por ti. Y también por mí.
Michael sonrió.
—Lo sé.
Se inclinó para recoger algo del suelo y vi que había traído una bolsa de papel consigo.
—Te he traído algo. No es mucho, pero…
Miré dentro de la bolsa y vi un bote de medio litro de helado de chocolate.
—Me parece un trato justo —dije—. Un millón de pavos en joyas a cambio de un poco de helado.
—Iba a comprarlo de fresa, pero supuse que no valdría más de medio millón.
—¿Sabes qué harías si realmente me quisieras? —le pregunté, y él negó con la cabeza.
Tenía la garganta irritada y seca de tanto llorar. El helado me vendría genial.
—Coge una cuchara y ven a hacerme compañía.