El remordimiento se estaba comiendo vivo a Michael. Le habían salido dos huecos debajo de las mejillas, y los pantalones le hacían bolsa alrededor de la cintura. Su metabolismo, siempre tan acelerado, consumía la grasa de su cuerpo con tanta rapidez que parecía imposible. Yo le ofrecía alimentos blandos a todas horas, como plátanos o sándwiches de queso, pero él nunca conseguía tragar más que unos cuantos bocados antes de abandonar el resto en el plato. También volvía a padecer de insomnio; siempre que me despertaba en mitad de la noche, podía oír cómo se movía sin cesar debajo de las mantas.
Desde el día en que Michael se desplomó en la sala de conferencias, fue como si otro hombre, en muchas cosas su opuesto, se hubiera metido en su cuerpo. Sin embargo, ahora era cuando Michael se sentía más atormentado que nunca, con la diferencia que antes el foco de su obsesión era el éxito y ahora, en cambio, le obsesionaban sus errores.
—No sabes cuánto ansiaba arreglar las cosas —me susurró una noche, después de que sus continuos movimientos me despertaran y le preguntara si se encontraba bien. Su voz sonó rota y cansada en la oscuridad del dormitorio—. Pero no puedo.
Michael siempre había tenido una gran capacidad de abstracción; una vez me contó que, cuando leía una novela, veía las escenas sucediéndose ante sus ojos, como en una pantalla de cine. Yo sabía que aquella peculiaridad suya tenía que estar atormentándolo, creando imágenes de Brad y de mí en la cama, o repitiendo la escena de la pequeña Ashley acurrucándose en el cuello de su padre.
A medida que los días iban pasando, Michael se esforzaba por actuar con normalidad. Se sentaba conmigo en el sofá a tomarse la taza de café que yo le había preparado y a hablar, pero las preguntas con las que me acribillaba de vez en cuando daban muestra de su tormento interior.
—¿Dejaste de quererme? —me preguntó una mañana justo cuando yo acababa de lavarme los dientes.
Me limpié la cara con una toalla mojada para ganar tiempo, mientras pensaba en la forma de responder lo más dulcemente posible.
—No lo sé —respondí finalmente, mientras devolvía la toalla a su colgador—. Supongo que no sentía que quedara mucho amor en nuestro matrimonio. Yo quería al Michael del pasado y echaba de menos lo que habíamos tenido, pero…
—No me daba cuenta de nada —dijo—. En el trabajo lo controlaba absolutamente todo. Sabía todo lo que pasaba en la empresa, hasta el detalle menos importante. Sabía la cifra exacta de unidades que vendíamos en Connecticut cada mes, y podía recitar de memoria las medidas que nuestro experto en redes sociales pensaba tomar para llegar a los consumidores más jóvenes a través de Twitter. Pero con todo lo demás, con lo que realmente importa… —Sacudió la cabeza lentamente.
Pensé en el enigma de Noah y en cómo mi punto de vista había transformado las palabras del correo de Roxanne, convirtiéndolas en la imagen que yo esperaba ver. En cierto modo, lo mismo podía decirse de nuestro matrimonio: Michael y yo habíamos intercambiado posiciones y ahora yo era la infiel, la que había perdido la esperanza en nosotros como pareja, mientras que Michael se había mantenido firme todo el tiempo. Pensé en las noches interminables que había pasado imaginando a Michael con Roxanne y sentí que me invadía una sensación horrible. Y pensar que le había traspasado todo aquel dolor…
—Dejamos de hablar —dijo. Vestía una camiseta y unos calzoncillos, y sus piernas lucían delgadas y pálidas bajo la luz. Seguía de pie junto a mí, en el lavabo, como cuando solíamos arreglarnos por las mañanas hacía ya tanto tiempo. Nuestros ojos se encontraron en el espejo y me pregunté si él también estaba pensando en aquellos días.
—Lo sé —dije yo—. Solía echarte la culpa, pero ahora sé que fue culpa de los dos. Yo tendría que haber luchado con más fuerza por lo nuestro, por nuestro matrimonio. Creo que tener tanto dinero, esta casa… Para mí era una especie de intercambio. Si tú no trabajabas tanto, yo no podría tener todo esto, así que dejé que cada vez llegaras más tarde. Tal vez en cierto sentido me asustaba que, si bajabas el ritmo, lo perdiéramos todo.
Michael asintió lentamente.
—Sé que en su momento no entendiste por qué quería vender la empresa, pero ¿lo entiendes ahora? ¿Aunque solo sea un poco? Me estaba envenenando, Julia. La forma en que vivíamos… ha destrozado nuestro matrimonio. Si no hubiera…
De repente sonó el teléfono.
—Yo lo cojo —me ofrecí, manteniendo un tono de voz lo más calmado posible.
Corrí a la zona de descanso del dormitorio, intentando que no saltara el contestador. El día anterior, después de la tercera llamada de un periodista, había apagado el sonido de todos los terminales de la planta baja, pero había olvidado hacer lo mismo con los de la primera.
—¿Sí? Ahora mismo no está —mentí, intentando no levantar la voz. Me puse de espaldas al dormitorio con la esperanza que Michael no me oyera.
—¿Quién es usted? ¿Su esposa? ¿Qué opina de la demanda que se ha interpuesto contra su marido? —Las preguntas del periodista eran tan rápidas y agresivas como la ráfaga de una ametralladora. Colgué el teléfono sin darle tiempo a terminar.
La historia de Michael apenas había desaparecido de los titulares y ya se volvía a hablar de él. Los medios habían descubierto los detalles de la demanda. No habían tardado mucho; tal vez habían recibido un chivatazo del abogado de Scott y Kimberly, o puede que Dale hubiese hecho unas cuantas llamada anónimas. El último giro en la azarosa vida de Michael resultaba irresistible para la prensa. Sin ir más lejos, el Washington Post del día anterior destacaba las siguientes declaraciones en páginas interiores y letras mayúsculas: «Vino a visitarnos, pero no nos ofreció ninguna ayuda. Solo dijo que lo sentía». El artículo también mostraba una fotografía de Scott con su hija en brazos.
Mientras colgaba el teléfono, noté que tenía a alguien detrás, y me di la vuelta para encontrarme a Michael allí de pie, mirándome fijamente.
—No tienes por qué ocultarme lo que está pasando —me dijo—. Kate me llamó ayer al móvil. Quería avisarme porque ella también ha recibido mensajes de la prensa.
—Lo siento —dije—. Pensé que te estaba ayudando.
—¿Sabes lo más absurdo de todo? Hace seis meses, me habría vuelto loco al leer algo así en la prensa. Habría lanzado una ofensiva al instante para intentar acallar la noticia. Ahora, sin embargo, no podría importarme menos. No dejo de pensar en que da igual el dinero que haya repartido. He ayudado a muchas familias, pero mira lo que le he hecho a esta. Es más que suficiente para borrar todo lo bueno que haya podido hacer.
—Michael, eso no es cierto —dije. Nunca le había visto así; parecía derrotado. Tenía unas ojeras enormes y negras, y su cuerpo era el de alguien abatido.
Hizo un movimiento con un hombro, como si intentara levantarlo y se quedara a medio camino.
—¿Te apetece ir a algún sitio? —le pregunté, intentando distraerle—. Podríamos salir al jardín y tumbarnos en la hamaca. O ir a Great Falls. Puede que Noah esté allí.
—Claro, dentro de un rato —respondió Michael, pero su voz no mostraba entusiasmo alguno. Se dio la vuelta, de espaldas a mí, y miró por la ventana. Y de pronto me di cuenta de que estaba perdiendo a mi marido por segunda vez.