Cuando tenía nueve o diez años, mi padre y yo salimos un domingo por la tarde a dar uno de nuestros paseos y vimos a una mujer de pie junto a la carretera. Llevaba un práctico abrigo de color marrón, un zapato también marrón en el pie izquierdo y, en el derecho, una zapatilla de estar por casa de color rosa. Llevaba el pelo hecho un desastre en el lado derecho, pero perfectamente peinado en el izquierdo, como si alguien hubiera dibujado una línea para dividir su cuerpo en dos y crear así dos personas completamente diferentes.
—¿Esa no es la señora Underwood? —pregunté mientras papá detenía el coche. Había sido mi maestra de ballet durante un par de años, hasta que decidí que prefería correr detrás de una pelota de fútbol con los niños del barrio antes que hacer pliés.
—¿Señora Underwood? —Papá bajó la ventanilla—. ¿Necesita ayuda?
Ella nos miró y en su rostro se reflejó el alivio que sentía.
—No encuentro el camino de vuelta. —A pesar de su sonrisa, le temblaba la voz y sujetaba el monedero con los puños cerrados.
—Suba —la invitó papá, haciéndome un gesto para que me pasara al asiento de atrás. Se bajó del coche, lo rodeó y la sujetó amablemente por el brazo—. Allá vamos. Julie y yo la llevaremos a casa sana y salva, no se preocupe. Estaba dando un paseo, ¿verdad?
La señora Underwood asintió con gesto vacilante.
—Un paseo.
—¿Por qué ha ido tan lejos? —le pregunté, y antes de que pudiera terminar de hablar, mi padre me cortó, con un tono de voz lo suficientemente alto para silenciar la mía.
—Bueno, no me extraña que prefiriera esperar a que alguien la llevara a casa. De pronto ha empezado a hacer frío, ¿no cree?
Para entonces ya había comprendido que nada de todo aquello tenía sentido: ni la zapatilla rosa de la señora Underwood, ni que papá insinuara que la señora Underwood estaba de pie junto a la carretera porque estaba esperando que alguien se ofreciera a llevarla a casa.
—¿Cómo te llamabas, querida? —me preguntó, dándose la vuelta para mirarme.
—Julie —respondí en voz baja, y entonces supe que era mejor no hacer más preguntas.
—La acompañaré hasta la puerta —le dijo papá a la señora Underwood mientras detenía el coche frente a su casa—. Julie, ¿te importa esperar aquí?
Se bajó del coche sin esperar una respuesta, y le observé mientras se acercaba a la puerta de la casa, que estaba abierta de par en par, a pesar del frío. Entró con ella y no volvió a salir hasta quince minutos después.
—Lo siento, cariño —se disculpó cuando volvió al coche—, vamos a tener que esperar un rato más.
—¿Está bien la señora Underwood? —le pregunté.
—Pásate al asiento de delante —dijo papá en lugar de responder. Esperó a que yo estuviera sentada y luego se puso de lado para mirarme cara a cara. De pronto me di cuenta de que tenía los ojos húmedos. Mi padre, que siempre estaba riéndose.
—A veces, cuando la gente se hace mayor, tienen problemas con la memoria —empezó—. Es normal olvidar cosas. Una vez mi padre guardó el sombrero en la nevera. La abuela le preguntó si quería que se lo calentara para comer.
Me reí y papá sonrió, a pesar de que la tristeza no desapareció de su rostro.
—La mayoría de la gente solo olvida pequeños detalles, cosas sin importancia, como el nombre de algún conocido al que hace tiempo que no ven o dónde han dejado las llaves.
—Tú ya haces eso —señalé.
Papá fingió que me daba una colleja.
—La cosa empeora cuando te haces mayor. Pero lo que le pasa a la señora Underwood es distinto. Es una enfermedad llamada Alzheimer.
—¿Hay alguna medicina que se pueda tomar para encontrarse mejor?
Papá sacudió la cabeza.
—No, cariño. Y con el tiempo irá a peor. Cada vez olvidará más cosas. —Miró por la ventanilla y levantó el dedo índice—. Espera un segundo, ¿quieres?
Se bajó del coche y fue hacia un Honda azul que acababa de detenerse frente a la casa de la señora Underwood. De él se bajó una chica joven, que abrió la puerta de atrás y recogió a un bebé en brazos. Vi cómo papá se acercaba a ellos y hablaban unos segundos. De pronto la mujer apartaba la cara del bebé que tenía en los brazos y se enjugaba una lágrima.
Papá puso una mano en su espalda y le dio unas palmaditas, sin dejar de hablar con ella. La mujer asintió y se dirigió hacia el interior de la casa.
—¿Quién era esa? —le pregunté a mi padre cuando se volvió a montar en el coche.
—Su hija —respondió—. He encontrado su número pegado en la nevera y he pensado que no estaba de más que viniera a ver cómo está su madre.
—¿Vive sola? La señora Underwood, quiero decir. —A veces todavía tenía miedo de la oscuridad, y me imaginé a la señora Underwood tumbada en su cama a solas, mirando a su alrededor y sujetando el borde de las sábanas con ambas manos, tal y como la había visto sujetar el monedero. De pronto, acabar en un lugar extraño sin recordar cómo se ha llegado allí me pareció una perspectiva horrible.
—De momento vive sola —señaló papá—, pero dentro de poco se irá a casa de uno de sus hijos. Cuidarán de ella.
—Parecía asustada —dije en voz baja.
Mi padre asintió.
—Debe de dar miedo perder partes de uno mismo, que es lo que le está pasando a ella. Intenta pensar que ha tenido una vida feliz, Julie. Y aún tiene gente a su alrededor que la sigue queriendo, sin importar lo que pase.
La mesa de la sala de estar estaba cubierta de tarjetas de alegres colores deseándole a Scott Braverly un muy feliz vigésimo cuarto cumpleaños.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó, regalándome una sonrisa. Era un chico grande, con el pelo corto y a lo afro que no disimulaba la cicatriz que le rodeaba la oreja derecha. Llevaba la camiseta granate de los Redskins y unos vaqueros, y no era difícil imaginarle un domingo por la tarde delante del televisor con un grupo de amigos, gritando a los deportistas sin dejar de engullir alitas de pollo y nachos.
—Julia —respondí. Era la tercera vez que me lo preguntaba.
Su esposa, Kimberly, me dedicó una sonrisa a modo de disculpa. Nos había abierto la puerta entre apretones de mano y ofrecimientos para guardar nuestros abrigos, y yo apenas había dado crédito a lo que veía. Nos trataba como si fuéramos invitados. No sabía qué me esperaba; tal vez que nos cerrara la puerta en las narices en lugar de ofrecernos pastel y un descafeinado.
No tenía ni idea de que Scott estaba casado. Me pregunté si aquello mejoraría o empeoraría las cosas. Físicamente, su esposa y él no podían parecerse menos —Kimberly era menuda y sus rasgos delicados—, pero por alguna razón, viéndolos sentados codo con codo en su sofá de denim azul, eran perfectos el uno para el otro. Había una fotografía sobre la repisa de la chimenea con una versión más joven de los dos, en lo que parecía ser el baile de graduación del instituto. Así que llevaban mucho tiempo juntos. ¿Se quedaría Kimberly con Scott y aprendería a compensar la discapacidad de su marido, o por el contrario acabaría tan frustrada y superada por la situación que optaría por abandonarlo?
Vivían en un amplio piso en Alexandría, Virginia, en una zona a medio camino entre un grupo de casas en primera línea de mar valoradas en más de un millón de dólares y un destartalado complejo de viviendas sociales. Su casa me recordó un poco al segundo apartamento que Michael y yo habíamos compartido, el más bonito, sin bichos. La sala de estar era bastante grande, y la cocina parecía recién renovada. Según nos contó, Kimberly trabajaba de auxiliar administrativa en una asociación de comercio.
—Durante el día su madre se queda con él —nos explicó, con la naturalidad de quien habla de las opciones para cuidar de un bebé—. Tenemos suerte de que viva tan cerca.
Vi cómo Michael cerraba los ojos un segundo. No había sido capaz de probar un solo bocado antes de salir de casa.
—¿Tienes mucha familia? —le pregunté a Scott. Esperaba que me dijera que sí, que había hermanos y hermanas y tías y primos que pudieran ofrecerse a echar una mano, pero negó con la cabeza.
—No, la verdad es que no.
Michael carraspeó y se secó las manos en los pantalones.
—He venido a decirles cuánto lo siento —empezó. Kimberly le miraba con sus hermosos ojos castaños, y de repente me di cuenta de que, a pesar de la forma en que nos había recibido, aún no había tomado una decisión sobre nosotros. Todavía no sabía muy bien a quién culpar por lo que le había sucedido a su marido.
—No debería haber firmado aquellos papeles —dijo Michael—. Te fallé. Merecías mucho más.
Se hizo el silencio. Me pregunté si Scott recordaría algo de aquella conversación, o si desaparecería por completo de su cabeza, como cuando un profesor borra la pizarra y la deja preparada para el día siguiente.
—Pero aún no ha terminado. —Kimberly frunció el ceño—. Creí que habíais venido por eso. Por la demanda.
Michael negó con la cabeza.
—Entiendo que queráis demandarme. No os culpo por ello. Yo solo he venido a pediros perdón.
Kimberly dejó salir todo el aire de los pulmones con un sonoro bufido. Todavía tenía el ceño fruncido.
—¿No habéis venido a ofrecernos más dinero o a convencernos de que lleguemos a un acuerdo?
Michael volvió a hacer un gesto de negativa.
—Ojalá pudiera, pero ya he repartido todo lo que tengo. Pero si hay algo que pueda hacer…
Kimberly le hizo callar con un gesto de la mano.
—El otro hombre nos dijo que denunciáramos, que podríamos sacarte más dinero.
Todos permanecimos en silencio.
—¿Otro hombre? —preguntó finalmente Michael, sin un ápice de titubeo en la voz.
—El hombre del pelo negro que trabaja contigo. Vino hace unas semanas. ¿Cómo se llama? ¿Dan? ¿Dave? Algo con de.
Dale.
De pronto se oyó un sonido agudo procedente del pasillo. Me di la vuelta, esperando ver a Dale allí plantado, frotándose las manos y riendo a carcajadas como los malos de los dibujos, pero solo era una niña pequeña vestida con un pijama rosa, bostezando y tambaleándose por el pasillo. Al verla, no pude reprimir una exclamación de sorpresa.
Kimberly se levantó del sofá y fue a coger a su hija en brazos, pero la niña corrió al regazo de su padre.
—Ashley es la niña de los ojos de su padre —explicó Kimberly, orgullosa—. Siempre lo ha sido, desde el día en que nació.
—Es preciosa —dijo Michael. Yo asentí y observé a Ashley, que había apoyado la cabeza en el hombro de su padre.
—Eh, amor mío —le dijo Scott a su hija, con la voz tan dulce como una nana—. ¿Te hemos despertado? ¿Quieres que te prepare un biberón?
—Deberíamos irnos para que la niña pueda descansar. —Michael se puso en pie rápidamente, y lo mismo hicieron Kimberly y Scott, este último sosteniendo a Ashley con su brazo izquierdo.
Fue entonces cuando Scott hizo algo que me cogió por sorpresa: le tendió la mano derecha. En lugar de estrecharla, Michael sujetó la enorme mano de Scott entre las suyas, que en comparación parecían mucho más pequeñas.
—Lo siento —repitió Michael por última vez, y a continuación salió del apartamento como alma que lleva el diablo.
Conseguí alcanzarlo en el ascensor.
—¿Puedes conducir? —me preguntó.
—Claro. —Me dio las llaves, y vi que le temblaban las manos.
Nos montamos en el coche y tomamos el camino de vuelta a casa. A lo lejos podía ver el Monumento Washington, pálido y majestuoso contra el cielo nocturno. Recordé lo que había sentido el día en que Michael y yo llegamos a esta ciudad, lo conscientes que éramos de que teníamos la vida por delante y que todo era posible.
Me di cuenta de que no me sorprendía que Dale quisiera hacer daño a Michael, dejarle públicamente en ridículo. Se me hacía un nudo en la garganta cada vez que le imaginaba sopesando las posibilidades, como quien le da vueltas a una manzana antes de hincar el diente en ella. Dale sabía que lo que más le importaba al nuevo Michael era conseguir ser una buena persona. Animar a Scott para que le llevara a juicio era lo peor que Dale podía hacerle, pero no por el dinero, sino porque a Michael no le quedaría otro remedio que pensar en el tipo de persona que había sido hasta entonces.
Subíamos por el camino privado que llevaba a casa cuando Michael finalmente se decidió a hablar.
—Hoy me han entregado los papeles de la demanda, mientras tú estabas en la ducha. Scott no solo ha denunciado a la empresa, Julia. Me ha denunciado también a mí.