30

—Vaya, no esperaba oír eso —dijo Michael. Intentó sonreír, pero lo único que consiguió fue esbozar una mueca.

—Lo siento mucho. —Levanté una mano, y acto seguido la retiré. No tenía derecho a tocarle.

—Dame un segundo, ¿quieres? —Se dio la vuelta y su mirada se perdió por encima de hileras de lápidas.

—Tendría que haber hablado contigo —le dije con voz suplicante—. Pero es que cuando te imaginaba con Roxanne… Da igual, no tengo excusa.

—No —dijo él, furioso. Podía ver las lágrimas brillando en sus ojos—. Es culpa mía. Yo te abandoné primero.

—Pero fui yo quien…

—Julia, ¿qué clase de persona era yo? —Apoyó la espalda en el tronco del árbol y se dejó caer hasta el suelo, a mi lado—. Te empujé a tener una aventura, engañé a un chaval para que aceptara una indemnización ridícula, jugué con Dale por diversión y le restregué el dinero por la cara a mi propia familia, a pesar de que no les habría venido mal una ayuda económica de verdad… ¿En qué me convertí?

Hundió la cara entre sus manos y apenas pude escuchar lo que dijo a continuación.

—Nunca pensé que acabara siendo así.

—Michael, escúchame. Eres una buena persona —intenté animarle, pero él sacudió la cabeza.

—Es como una bola de nieve, Julia. Cuanto más me esfuerzo por hacer el bien, más gente descubro a la que le he hecho daño. He estado a punto de perderte. De hecho, te perdí durante mucho tiempo, y lo peor es que ni siquiera me di cuenta.

—Lo de Brad… no significó nada —me excusé, odiándome por usar un cliché tan manido—. No le quería. Apenas nos conocíamos.

Michael asintió lentamente, pero yo sabía que ya no estaba conmigo, sino muy lejos de allí, imaginándonos a Brad y a mí abrazados entre las cálidas sábanas de una cama. Y sabía que aquellas imágenes le torturarían durante mucho tiempo; yo misma había pasado muchas noches intentando no pensar en otras muy parecidas.

Seguía sentado en el suelo. Tenía la nariz roja del frío y el gorro de lana que llevaba apenas podía contener la maraña de rizos castaños que era su cabellera. Aquel era el pueblo en el que todo había empezado para nosotros hacía ya muchos años; no podía ser que también terminara.

Te quiero.

Las palabras se materializaron de la nada en mi cabeza. Quizá nunca había dejado de quererle, pero ahora lo sentía de una forma diferente. Le quería a pesar de las heridas que nos habíamos infligido mutuamente, y por los buenos tiempos, aunque también por los malos. Le quería a pesar de que intentara arrancarme de la vida tan extraordinaria que él mismo me había dado, y aunque una parte de mí se negaba a renunciar a ella, la otra se mostraba ilusionada por lo que pudiera depararnos el futuro, por las cosas que construiríamos los dos juntos empezando otra vez de cero. Nuestro amor era más rico y más complejo de lo que lo había sido hasta entonces.

Abrí la boca para repetir las palabras en voz alta, pero de repente mis pulmones se quedaron sin aire, con tanta fuerza que fue como si me hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago.

—¿Qué pasa? —me preguntó Michael, levantando la cabeza—. ¿Julia?

Se dio la vuelta para seguir la dirección de mi mirada.

No era una aparición. Era él.

La altura, el abrigo de tweed gris, el paso rápido y diligente… Necesitaba desesperadamente huir de allí, poner tanta distancia entre nosotros como fuera posible, pero mis piernas no se querían mover.

—¿Julia? —repitió Michael, y su mano se puso tensa sobre mi brazo—. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que nos vayamos?

Me obligué a mirar por última vez, y fue entonces cuando pasó bajo una farola y me di cuenta de que aquella persona no era mi padre, solo un hombre más paseando por la calle, a las puertas del cementerio.

Me apoyé en Michael, sintiendo que me temblaba todo el cuerpo.

—No pasa nada —respondí, más para mí misma que para él.

—¿Nos vamos? —me preguntó, buscando mi cara con la mirada, y yo asentí en silencio. Me sujetó por el brazo durante todo el camino de vuelta al coche, y yo me cogí al suyo, incapaz de decidir quién de los dos sostenía el peso del otro.

—Lo superaremos —dijo Michael, y no supe si era una promesa o un juramento—. Todo saldrá bien, Julia.

Condujimos de vuelta a casa sin detenernos, recorriendo a toda velocidad la oscura y solitaria carretera. Únicamente nos cruzamos con unos cuantos camiones y algún viajero nocturno, el destello de las luces iluminando brevemente nuestros rostros. Apenas cruzamos unas cuantas preguntas de compromiso «¿Tienes hambre?» «¿Quieres que paremos a descansar?» antes de caer de nuevo en largos y pesados silencios.

Sabía que Michael había sido totalmente sincero con lo de Roxanne. Cuando había dicho que le bastaba con saber que le deseaba, reconocí al instante la verdad de aquella afirmación, más convincente aún que la intensidad de su voz o su mirada firme y clara. Casaba a la perfección con el lado secreto y herido de mi marido que nadie más que yo conocía.

Cerré los ojos y recordé la vez, unos meses después de que la empresa de Michael saliera a bolsa y el precio de las acciones se disparara, en que al llegar a casa me encontré su Maserati —tan nuevo que todavía llevaba las matrículas provisionales— aparcado delante de casa.

Extrañada, miré la hora en el reloj del salpicadero: solo eran las seis y cuarto de la tarde. Michael no había vuelto a casa tan pronto desde hacía años, literalmente. Le llamé por su nombre nada más entrar por la puerta, escuchando el eco de mi voz rebotando contra el suelo de mármol del recibidor, pero Michael no respondió. Subí a la planta de arriba y miré en el dormitorio, y luego volví a bajar y recorrí el pasillo hasta su despacho.

Fue allí donde le encontré, de pie en el centro de la estancia y con la mirada clavada en la pared que él mismo había llenado de recortes de prensa enmarcados: el artículo de la revista Fortune, una foto de Oprah Winfrey y su botella de DrinkUp, un perfil de tres columnas en la sección de negocios del Washington Post.

Algo en la expresión de su rostro hizo que me dirigiera a él con un hilo de voz.

—¿Michael?

Se dio la vuelta y me miró, y sus ojos parecían vacíos.

—Me ha llamado mi madre.

Di un paso atrás y luego, instintivamente, corrí a su lado.

—¿Qué te ha dicho? —le pregunté.

Su boca se torció en lo que debería haber sido una sonrisa.

—Quería felicitarme por mi éxito. Al parecer, siempre ha sabido que me haría un nombre por mí mismo, lo cual no deja de ser curioso, porque nunca antes había compartido sus premoniciones conmigo. De pronto quiere que tengamos relación.

Volvió a fijar la mirada en la pared y su voz sonó tan dura que me costó reconocerla.

—Vaya, me pregunto qué le habrá hecho cambiar de opinión.

Le rodeé entre mis brazos, intentando absorber su dolor.

—Y tú, ¿qué le has dicho?

—Le he dicho que estaba ocupado y que ya la llamaría cuando pudiera.

—¿Lo harás? —pregunté.

Él sacudió la cabeza.

—Desde que cumplí los doce años, todo lo que he recibido de ella ha sido una puñetera tarjeta para felicitarme por mi cumpleaños. No te imaginas la de veces que soñé con que un día volvería a buscarme. ¿Sabes cuál es uno de los recuerdos más claros que conservo? Tenía seis o siete años y mis hermanos se estaban peleando como siempre, y mi padre estaba sentado en el sofá cambiando de canal con una cerveza en la mano. Teníamos un cuadro que a mi madre le encantaba —nada del otro mundo, una imagen del océano, si no recuerdo mal, pero era una de las pocas cosas bonitas que había en casa—, y uno de mis hermanos tiró algo, rompió el cristal y destrozó el cuadro. Se rompió el lienzo. Y mi madre se quedó allí plantada, y vi cómo miraba a su alrededor, y a mi padre, y su expresión… No sé, se desmoronó. Oí que susurraba «No tenía que ser así».

Le abracé con más fuerza.

—¿Se fue después de eso?

Michael asintió.

—Unas semanas más tarde. Sé que era muy joven cuando se casó con mi padre, y que aquello no era lo que había planeado para su vida. Seguramente mi padre le había parecido guapo cuando era una adolescente; jugaba al fútbol americano y era un tío popular. La cuestión es que entiendo cómo se sentía, Julia. Sé que lo más seguro es que se levantara una mañana y se diera cuenta de que se había casado con un tío que había dejado de madurar en el instituto y había creado pequeños clones de sí mismo. A mí tampoco me gustaba aquella vida. Sabía exactamente a qué se refería cuando dijo que no tenía que ser así; sé por qué les abandonó. Pero ¿y yo, Julia? ¿Por qué me abandonó a mí?

Su voz se había convertido en un susurro.

—Se buscó una familia nueva. Ha tenido una niña y un niño con su nuevo marido.

Le miré sin dar crédito a lo que oía.

—¿Te lo ha contado ella?

Él se encogió de hombros.

—Quiere que conozca a mis hermanastros. Nos ha invitado a cenar. Todos juntos como una familia feliz, sentados alrededor de la mesa y recordando los viejos tiempos: «Eh, mamá, ¿recuerdas que pasé las primeras Navidades después de que te fueras sentado todo el día junto al teléfono porque estaba convencido de que llamarías para avisar que volvías a por mí?». Por aquel entonces habría matado por una llamada suya. Hoy le he dicho a mi secretaria que nunca vuelva a pasármela; no importa lo que ella diga.

Apoyé la cabeza contra su pecho y oí los latidos desbocados de su corazón contra las costillas. Él tenía los brazos alrededor de mis hombros, pero sus manos seguían siendo puños.

—No fue culpa tuya —le susurré.

Nos quedamos así, inmóviles en medio del despacho, durante un buen rato. En cierto momento Michael dejó escapar un suspiro que parecía más un sollozo reprimido y dijo algo que me rompió el corazón.

—Eres la única persona en el mundo que me quiere.

A la mañana siguiente, se levantó temprano, se dio una ducha y se puso un traje azul marino y una camisa blanca recién estrenada. Luego se debatió entre tres corbatas distintas antes de decantarse por una azul y roja, que ató dos veces, hasta que el nudo estuvo perfecto.

Le observé mientras se arreglaba, apoyada en el marco de la puerta.

—¿Estás bien? —le pregunté al cabo de un rato.

Él se acercó y me besó en lo alto de la cabeza.

—Solo si no me dejas nunca.

Durante un par de semanas, aquello volvió a unirnos. Michael me llamaba a media mañana para saber cómo estaba. Una noche nos dimos un baño en el jacuzzi y compartimos una botella de vino. Yo le hacía masajes en la espalda cuando no podía conciliar el sueño, hasta que la tensión desaparecía de su cuerpo y conseguía dormir unas cuantas horas seguidas.

Pero pronto nos fuimos distanciando de nuevo: Michael volvía cada vez más tarde de la oficina, y empezó a viajar más. Yo solía trabajar las noches del fin de semana —las pocas veces que él estaba en casa— y los móviles y las BlackBerrys se negaban a permanecer en silencio. Michael compró acciones de los Blazes y luego entró en las juntas de varias organizaciones benéficas. Las invitaciones no dejaban de llegar, y nuestra vida crecía y crecía, tanto que al final fue como si se tragara nuestro matrimonio.