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La primera persona con la que me encontré después de atravesar las puertas giratorias del hospital hizo que desease darme la vuelta y regresar por donde había venido. Dale, el principal abogado de la empresa de Michael, se había plantado en el centro de la recepción, junto a una pareja joven con un recién nacido llorando en los brazos. Y no podía culpar al bebé; Dale provocaba exactamente el mismo efecto en mí.

Tal vez si agachaba la cabeza y apretaba el paso…

—Hola, Julia.

—¡Oh, Dale! —exclamé—. ¡No te había visto!

¿Existía algún curso por correspondencia que enseñara el noble arte de la mentira convincente? Necesitaba uno y cuanto antes; incluso el bebé, con su simpático gorrito rematado con una borla, pareció detenerse entre berrido y berrido para echarme una mirada de soslayo.

—¿Dónde está Michael? —pregunté. Había hablado con Kate de camino al hospital y me había asegurado que mi marido estaba despierto y hablando. «No para de hablar —me había dicho Kate entre risas—. Por eso sé que está bien».

Y sin embargo había algo en su voz, una nota extraña…

—Espera un segundo. —Dale se acercó a mí y me sujetó por el brazo. Bajé la mirada hasta sus gruesos dedos con los nudillos cubiertos de pelos negros y recordé aquella fiesta en la que yo había tirado mi copa de vino de Borgoña de 1982 sobre un mantel de un blanco inmaculado. Dale se había burlado entre carcajadas: «Puedes sacar a la chica de Virginia Occidental, pero no puedes sacar Virginia Occidental de la chica». Yo me había reído con el resto de ocupantes de la mesa, pero al final de la noche seguía enroscando un mechón de pelo alrededor del dedo índice de mi mano derecha, una y otra vez. Era un tic nervioso de mi infancia del que me había deshecho con veintitantos.

—¿Dónde está? —pregunté, apartando el brazo y reprimiendo un escalofrío.

Dale ignoró mi pregunta.

—Hay algo que deberías saber. —Sus ojos no dejaban de ir de un lado a otro, como si la recepción estuviera plagada de espías—. Michael está… Bueno, él…

—¿Qué? —pregunté con impaciencia—. Está consciente, ¿verdad? Está bien.

—Sí, pero…

Por Dios, cualquiera diría que había sido Dale el que se había golpeado la cabeza al desplomarse sobre el suelo de la sala de reuniones. Y no era que la imagen no me resultara reconfortante, sobre todo si le añadía un toque personal e incluía a alguien sentado a horcajadas sobre el pecho de Dale propinándole bofetadas —violentas, y mucho— en las mejillas para reanimarlo; Dale, testarudo como era, permanecía inconsciente durante un buen rato…

Prioridades, me dije.

—Dale, ¿dónde está?

Dale suspiró, como si con mi insistencia estuviera arruinando su intento por mantener una conversación agradable, y señaló en dirección a uno de los pasillos.

—Está en la unidad coronaria.

Corrí por el pasillo, los zapatos repiqueteaban sobre las baldosas mientras seguía las señales que colgaban de las paredes. Finalmente encontré las pesadas puertas grises de la unidad coronaria; levanté una mano para abrirlas, pero me quedé paralizada.

No había dejado de moverme, no me había parado ni un solo segundo a pensar, desde que había visto el torbellino de mensajes que habían inundado mi BlackBerry. Tras rogarle a Patrick que se ocupara de la recaudación de fondos, me había montado de un salto en el coche que Kate había enviado con el chófer de Michael al volante, y no había dejado de hablar con ella en todo el trayecto hasta que supe todos los detalles de lo sucedido. Kate había llamado a emergencias desde el teléfono de la oficina en cuanto Michael había tocado el suelo, y cuando finalmente consiguieron reanimarlo, un empleado estableció la hora para que los médicos pudieran saber cuánto tiempo había pasado sin oxígeno. No dejaba de maravillarme la habilidad de Kate para tratar con el operador de emergencias mientras me enviaba mensajes desde la BlackBerry de Michael y utilizaba su propio móvil; más de una vez había llegado a la conclusión de que Kate tenía más dedos y más pulgares de los acostumbrados, por no mencionar su inteligencia. Y es que solo una ayudante extraordinaria podía seguirle el ritmo a Michael, que había tenido siete antes de dar con Kate.

El pasillo del hospital estaba vacío y en silencio, tanto que sentí que el estómago me daba un vuelco. El olor a antiséptico —Lysol seguramente, mezclado con un poco de lejía— se me metió en la nariz y en la boca y en los pulmones, dificultándome la respiración. La voz temblorosa de Kate, la indecisión de Dale… ¿Qué me esperaba al otro lado de aquella puerta?

Oí los pasos de Dale detrás de mí y decidí superar mi estupor cuanto antes empujando las puertas no sin cierta precipitación, tanta que a punto estuve de chocar con una enfermera de cabello oscuro y dulces facciones que caminaba con la vista fija en la carpeta que llevaba en las manos, mientras se dirigía hacia el mostrador circular que presidía el centro de la sala.

—Soy la esposa de Michael Dunhill —me presenté.

—¡Oh! —exclamó ella, y casi se le cae la carpeta de las manos. Rápidamente me miró de arriba abajo, algo a lo que, con el paso de los años, ya me había acostumbrado. Muchas mujeres me observaban detenidamente, tratando de descubrir a qué clase de mujer había escogido Michael para casarse, cuando podría haberlo hecho con cualquiera. De forma automática, respiré hondo y me erguí cuanto pude, al tiempo que escuchaba la voz de una asesora de imagen a la que había acudido en un momento de inseguridad resonando en mi cerebro: «¡Hay un hilo tirando de tu cabeza hacia el techo! ¿Lo notas, cariño? ¡Estírate, estírate!». Si algo había conseguido aquella mujer —delgada como un galgo y perfectamente bronceada, la imagen ideal de su propio negocio— había sido lanzarme en brazos del alijo de helado que guardaba en el congelador con más ganas que nunca. No, es evidente que nunca he sido una de esas esposas trofeo, a pesar de haber perdido una talla y ser dos tonos más rubia desde que me fui de Virginia Occidental. En mis mejores días, soy más una esposa de medalla de bronce.

—El señor Dunhill está en esta habitación, pero si prefiere hablar antes con el jefe de cardiología, puedo avisarle ahora mismo. —La enfermera señaló una de las pequeñas habitaciones que había alrededor de la sala circular. Podía ver a Michael a través del cristal, tumbado en una estrecha cama, cubierto con una sábana blanca como la nieve y rodeado de un montón de enormes máquinas.

Algo no va bien. La idea retumbó en mi cabeza hasta que de pronto supe de qué se trataba: no estaba acostumbrada a ver a mi marido descansando en una cama.

Tenía que calmarme o acabaría sedada en la cama contigua a la de Michael, y ni siquiera llevaba la ropa interior adecuada, tal y como nuestras madres nos habían aconsejado durante generaciones para situaciones como aquella. Llevaba una faja. Vale, tenía un nombre simpático (Spanx), las había en colores de lo más divertido y las anunciaban mujeres alegres y delgadas, pero no me engañaban. Cuando algo te aprieta con tanta fuerza, solo puede tratarse de una pitón hambrienta o de una faja absurda y anticuada, diseñada para hacer desaparecer las pruebas tras meses devorando kilos y kilos de helado.

—Me gustaría hablar antes con el médico —dije, y la enfermera apretó un botón del teléfono y habló con alguien en voz baja.

—¿Señora Dunhill? —Un hombre delgado y de corta estatura apareció por la puerta de la sala unos minutos más tarde—. Soy Walter Kim, jefe de cardiología. Me ocupo del tratamiento de su esposo.

No pude evitar preguntarme si habría aparecido tan rápido si Michael hubiera sido, no sé, basurero en lugar de uno de los principales donantes del hospital.

—¿Ha tenido un ataque al corazón? —pregunté—. Me han dicho que se desmayó…

El doctor Kim negó con la cabeza.

—Michael ha sufrido un paro cardíaco. Su corazón simplemente dejó de latir. No sabemos por qué. A veces sucede de repente, incluso a gente joven y sana. Los circuitos eléctricos del corazón fallan sin más.

—Pero ya está bien —dije—. Porque Michael está bien, ¿verdad?

El médico dudó un instante.

—Estamos monitorizando su estado. Tendrá que quedarse durante un tiempo, pero sí, parece que ha tenido suerte. Ha estado clínicamente muerto durante más de cuatro minutos, pero conozco casos de pacientes que han estado en parada hasta seis o siete minutos y se han recuperado sin problemas. Otros, sin embargo, han sufrido daños cerebrales en apenas dos minutos. Cada persona sale de algo así de forma distinta.

—Acababa de comprar un desfibrilador hacía tan solo unos meses —expliqué, sacudiendo la cabeza.

—E hizo bien —dijo el doctor Kim, antes de aclararse la garganta—. De cualquier forma, estoy seguro de que tendrá ganas de verle.

—Así es. —Sonreí y me dirigí sin prisa a la habitación—. Hola, cariño —saludé a Michael, y me situé a su lado. Me había decidido por un tono de voz seguro y alegre, como el que usaría un entrenador de instituto durante el descanso de un partido para animar al equipo, pero mi voz sonó demasiado fuerte en aquella estancia blanca y estéril, y no pude reprimir una mueca de sorpresa.

Cogí la mano de Michael. Estaba caliente, algo extraño teniendo en cuenta la temperatura de la habitación. Tenía un tubo de oxígeno saliendo de la nariz, y unos cuantos cables asomaban bajo la bata y serpenteaban hasta una enorme máquina que monitorizaba el estado de su corazón.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.

—Al menos no me han atacado con un bote de helado asesino —respondió Michael, y me guiñó el ojo.

Yo parpadeé, sorprendida. Era una de nuestras bromas de siempre, que había acabado llena de polvo tras años de desuso. Solíamos susurrarla cada vez que había examen sorpresa en clase, o cuando no nos quedaba más remedio que sentarnos junto a Roy Samuels y su esposa en alguna de las solitarias sesiones del cine del pueblo (él, medio sordo, necesitaba que le susurraran los diálogos para poder seguir el argumento de la película). Pero no habíamos repetido aquella broma en… ¿Cuánto tiempo hacía?

Miré a Michael. Aún no había exigido su teléfono móvil, ni se había quejado por tener que permanecer en cama; ni siquiera había empezado a revisar la siempre interminable lista de correos electrónicos en su BlackBerry. Dos años atrás, Michael había sufrido un grave cuadro de gripe, pero se había arrastrado hasta la oficina, donde los pobres becarios corrían de un lado a otro rociando con desinfectante todo lo que él tocaba.

Por primera vez desde el día en que nos conocimos, mi marido estaba absolutamente quieto.

—Te quiero —dijo Michael. Me miró fijamente a los ojos mientras pronunciaba las palabras y me apretaba la mano.

Me volví hacia la enfermera que rellenaba la jarra de agua de Michael, y luego hacia Dale, que montaba guardia en una esquina de la habitación y escuchaba nuestra conversación sin molestarse siquiera en disimular. Todos me miraban. ¿Era porque mi cara reflejaba lo aturdida que me sentía o…? ¡Oh, Dios mío!

—Yo… yo también te quiero —respondí finalmente. Las palabras se me antojaban extrañas y oxidadas en la boca. ¿Por qué me miraba Michael con aquella expresión de adoración en los ojos? ¿Acaso actuaba delante de la enfermera por si a esta se le ocurría hablar con la prensa? Me había quedado petrificada, consciente de mí misma como si estuviera en el rodaje de una película, con las cámaras rodando, pero sin que nadie me hubiera enseñado el guión. ¿Cómo se suponía que debía actuar?

—Necesitan que me quede unos días —dijo Michael.

—Lo sé —respondí yo, sintiéndome aliviada al instante mientras intentaba pensar en algo práctico sobre lo que hablar—. ¿Te parece bien? Porque podemos hacer que venga el doctor Rushman ahora mismo y quizá él pueda…

Me apretó la mano de nuevo y yo dejé de balbucear.

—No pasa nada. —Sus ojos no se apartaban de mí, esos ojos azules que eran de las pocas cosas que aún quedaban del adolescente escuálido y larguirucho que Michael había sido. Los gruesos rizos habían sido meticulosamente dominados, y los dientes corregidos y blanqueados. Michael seguía siendo delgado —y también nervioso, y siempre comía como si cada ocasión fuera Acción de Gracias—, pero los batidos de proteínas y las horas de gimnasio con su entrenador personal habían ensanchado su espalda y su pecho con una gruesa capa de músculos.

—Te traeré un portátil —intervino Dale. Miró a su alrededor y resopló tal y como lo haría, no sé, un animal de granja, por poner un ejemplo al azar—. Y también haré que te trasladen a una habitación mejor.

—Gracias, no hace falta —dijo Michael.

Se produjo otro silencio incómodo; al menos yo me sentía incómoda. Michael estaba tumbado como un turista en una playa del Caribe. Solo le faltaba cambiar la vía por una bebida de frutas con sombrilla incluida.

—Debería ir a casa cuanto antes a traerte el neceser y una bata —me ofrecí cuando el silencio ya había durado demasiado—. ¿Necesitas algo más?

Michael sacudió la cabeza. Tenía una sonrisa soñadora en los labios, como si alguien le hubiera susurrado un secreto al oído.

—Es increíble lo poco que necesito para vivir —dijo—. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?

Dale se aclaró la garganta con cierto aire teatral.

Lo he pillado, Dale, pensé, exasperada. Vale que Michael estaba actuando de forma extraña, tenía que haber una explicación sencilla a lo que estaba ocurriendo. Tal vez le habían medicado; aquella mirada ausente en sus ojos solo podía ser obra del Valium. Dios sabe que cada vez que me tomaba uno antes de montarme en un avión, sentía que se me iba la cabeza como a un payaso en una fiesta infantil de cumpleaños. Aquello también explicaba todas las miradas de lunático que Michael me estaba dedicando.

Claro que, ¿por qué le habían dado Valium para un paro cardíaco?

—Entonces voy a buscar tus cosas —repetí, y me sorprendió lo ansiosa que sonaba mi voz.

—No tardes, ¿vale? —dijo Michael—. Tenemos muchas cosas de las que hablar. Muchas.

Sus ojos no se habían apartado de mi cara desde que había entrado en la habitación, y para entonces empezaba a estar un tanto histérica. El hombre que descansaba en la cama se parecía a mi marido, pero en realidad era un impostor.

—Volveré pronto —le prometí, apartando mi mano de la suya. Di media vuelta y me dirigí hacia la puerta, sintiéndome culpable por el alivio que me proporcionaba poner tierra de por medio entre ambos.

Algo que he aprendido de la ópera es que es sinónimo de pasión. Pasión en el trémulo poder de los violines, en las líneas del libreto, en el repiqueteo de los dedos sobre las teclas del piano y en el arco imposible del aria de la soprano. Algunas de mis favoritas —La Bohème, Fidelio, La Traviata— cuentan las historias de amantes que retan a sus celosos rivales, a intrusos maquinadores, o capa tras capa de malentendidos y mentiras, para acabar juntos contra todo pronóstico. Incluso cuando el final es triste —algo que sucede a menudo porque la muerte es casi siempre un personaje principal en la ópera— es también agridulce porque el amor casi siempre triunfa.

Pero existe una ópera distinta a las demás. En El barbero de Sevilla de Rossini, la joven y hermosa Rosina es cortejada por el conde Almaviva. El conde no quiere que Rosina se enamore de él por su título nobiliario, así que finge ser un soldado borracho (porque obviamente las mujeres no pueden resistirse a ellos). Más tarde, el conde, a quien no le vendrían mal los consejos de alguna web de contactos, escoge otro disfraz e intenta hacerse pasar por el profesor de música de Rosina. Al final ella descubre su verdadera identidad y acepta casarse con él, desafiando al vejestorio que ansiaba desposarla. Rosina y el conde son sumamente felices, pero a diferencia de otros personajes, no se congelan en el tiempo cuando el telón cae.

Mozart recuperó su historia unos años más tarde en una ópera llamada Las bodas de Fígaro. Para entonces, el conde y Rosina llevan años casados. La pasión que un día compartieran ha desaparecido. La magia se ha evaporado de su matrimonio y apenas se dirigen la palabra.

Adoro a Mozart, pero ya nunca voy a ver esa ópera.