29

Solo pasó una vez.

No, no estoy siendo sincera. Dos, fueron dos veces.

Vale, vale, tres. Pero la tercera vez no cuenta porque no terminamos.

Si quisieras vengarte de tu marido por tener una aventura con otra, ¿qué tipo de hombre crees que elegirías? Tal vez un chico joven, un surfero, con el pelo rubio y despeinado, y un tatuaje con forma de corazón sobre su pecho suave y moreno, ¿verdad? Seguramente escogerías a un hombre sensual y viril, alguien que te hiciera sentir joven, maravillosa y deseada, todas esas cosas que has olvidado por culpa de tu marido.

Yo, sin embargo, elegí a un hombre que era exactamente lo opuesto a todo eso.

Por aquel entonces, tenía treinta y pocos y no quería que me compararan con las jóvenes universitarias que podían abrirse de piernas y pelar un plátano al mismo tiempo sin darle mayor importancia. Quería ser la más deseada de todas. Quería un hombre que me susurrara guapa al oído, que no pudiera mantener las manos alejadas de mí. Alguien como Michael.

Así que tuve una aventura con un tipo del montón. Conocí a Brad en el trabajo; era chef en una empresa de catering que a veces trabajaba para nosotros, y preparaba las fresas cubiertas de chocolate más decadentes del mundo. Al principio, ni siquiera creo que él supiera que yo era la esposa de uno de los hombres más ricos de la ciudad; yo no solía llevar la alianza al trabajo, ni ninguna otra joya cara, y Michael nunca se pasaba por los eventos en los que yo trabajaba. Para Brad, yo solo era Julia, la mujer que corría de aquí para allá como una maníaca, con una carpeta en la mano, poniéndose más y más nerviosa a medida que la hora de la boda o de la fiesta se acercaba, y que luego, como el actor que aparece en escena, se transformaba en alguien completamente distinto, una mujer tranquila y sonriente que podía ocupar el puesto de un camarero y preparar cosmopolitans, o arreglar la pata de una mesa con un poco de cinta aislante.

Un par de semanas después de la muerte de mi madre, supervisé la celebración de una boda por la tarde. Después de que los novios se montaran en su coche y los invitados se marcharan a sus casas, me quedé de pie en medio de la sala, observando cómo el equipo de limpieza aspiraba los pétalos de rosa y desmontaba la fuente de chocolate. Michael estaba en la ciudad para variar, lo cual significaba que quería estar tan lejos de casa como pudiera.

Todavía no me había enfrentado a él. Primero quería reunir pruebas suficientes para protegerme en caso de que nos divorciáramos. Había dado con el nombre de un buen detective y pensaba llamarle a la mañana siguiente. Michael volvía a salir de viaje de negocios esa misma semana; sería la ocasión perfecta para seguirle. Luego buscaría los mejores abogados especializados en divorcios y averiguaría si su infidelidad era suficiente para anular nuestro acuerdo prematrimonial.

La idea de lo que se me venía encima —las batallas, las acusaciones, el dolor— hacía que me sintiera como si me estuviese rasgando por dentro. Estaba tan agotada que siempre caminaba a través de una gruesa capa de niebla, que además se estaba colando en mi cerebro, haciendo que mis pensamientos se volvieran torpes y pesados. Hasta cepillarme los dientes por la mañana me suponía un esfuerzo, y hablar por teléfono con los clientes —forzando la voz para que sonara alegre y despreocupada— me dejaba tan agotada que a veces apoyaba la cabeza sobre la mesa y me quedaba dormida en cualquier momento del día. De pronto me di cuenta de que estaba cayendo en una depresión. Había perdido a mi madre y mi matrimonio en el mismo día y no era suficientemente fuerte para soportarlo.

Lo peor era cuando me preguntaba si Michael estaba enamorado de Roxanne. Quién sabe, quizá estaba dispuesto a soltar unos cuantos millones para poner fin a nuestro matrimonio.

Roxanne había llamado la noche anterior, pero no había dejado ningún mensaje; había visto su número en el registro de llamadas de Michael mientras él se duchaba y lo había borrado, apretando el botón con saña una y otra vez, como si con ello pudiera borrarla también a ella.

Dejé el salón de baile del hotel, mis zapatos crujiendo sobre el arroz que la gente había lanzado a la feliz pareja antes de irse. De pronto encontré uno de los recuerdos de boda tirado en el suelo. Era una galleta cubierta con la imagen de los recién casados. «Liam y Lisa», rezaba la inscripción de color rosa en la base de la galleta. Alguien, puede que incluso la novia con sus zapatos de tacón corriendo hacia el coche, la había pisado y ahora había un pequeño agujero entre los rostros de los tortolitos. La observé durante un buen rato, y luego metí la mano en mi bolso en busca del tacto metálico de mis llaves.

—No pensarás comerte eso, ¿verdad? —preguntó una voz. Levanté la mirada de la galleta y vi a Brad apoyado contra la pared exterior del edificio fumando un cigarrillo—. Si quieres, puedo prepararte algo mucho mejor.

Forcé una sonrisa y recogí los trozos de galleta para tirarlos a la basura; luego me detuve a su lado.

—¿Quieres uno? —preguntó, ofreciéndome un paquete de Marlboro.

Yo empecé a sacudir la cabeza para declinar su ofrecimiento, pero de pronto dije:

—¿Por qué no?

Brad lo encendió por mí. Tenía los dedos largos y gráciles, como si pertenecieran a otro hombre, a un pianista quizá, o a un pintor de paisajes, no a un tipo ligeramente entrado en carnes cuyo cabello rubio empezaba a clarear por la parte de arriba. Pero era gracioso y amable, y a veces me dejaba probar los platos que estaba preparando para alguna recepción: vieiras doradas con tanta perfección que la capa superior estaba casi caramelizada, tallos tiernos de espárrago con salsa holandesa al limón o esas fresas escandalosamente buenas encerradas entre capas de chocolate negro, blanco y con leche.

Ahora aquellos dedos cargados de talento estaba frente a mí, dándome fuego. Di una calada e intenté no toser; no había fumado desde la universidad, donde de vez en cuando me fumaba algún cigarrillo con Stephenie entre clase y clase. Ella lo había dejado cuando decidió quedarse embarazada, y sin un compañero de tropelías, alguien a cuyo lado sentirse malvado, yo también había terminado dejándolo.

—Has hecho un gran trabajo, como de costumbre —dijo Brad.

—El tiempo ha sido de gran ayuda —respondí yo, levantando la mirada hacia el cielo. Estaba despejado y no soplaba ni una ligera brisa—. A ninguna novia le gusta que llueva el día de su boda, a pesar de que dicen que trae buena suerte.

Miré a Brad y me sorprendió ver que se había acercado a mí. ¿O era yo la que se había movido?

—Unos cuantos vamos a ir a Matchbox a tomar una copa —me dijo—. ¿Te apuntas?

No tuve que pensármelo ni un segundo.

—Encantada.

La copa acabó convirtiéndose en tres. Los camareros y el personal del catering con los que habíamos ido empezaron a irse del Matchbox, en parejas, algunos en tríos, hasta que solo quedamos Brad y yo. El local se había ido vaciando; conseguimos agenciarnos un par de taburetes, pero seguía habiendo suficiente gente para que tuviéramos que sentarnos con los taburetes pegados el uno al otro. Brad tenía las piernas abiertas y yo aprovechaba aquel espacio para meter las mías. Estábamos todo lo cerca que se puede estar sin tocarse.

Aquella noche me sentía diferente; había algo que me impulsaba desde el interior, una necesidad que no acababa de identificar. No era lujuria o ira, ni tampoco deseo de venganza, sino la oscura sensación de que tenía que hacerlo. Me desabroché disimuladamente otro botón de la camisa y me reí con más entrega que nunca. Clavé la mirada en los ojos castaños de Brad y no la aparté ni un solo momento, mientras tomaba pequeños sorbos de mi Martini y luego me pasaba la lengua por el labio superior. Cuando sonó mi teléfono móvil, metí la mano en el bolso y lo apagué sin molestarme en comprobar quién me estaba llamando.

En cierto momento de la noche, la pierna de Brad rozó la mía y de pronto el ambiente se cargó de electricidad. Sabía que era una prueba; la noche estaba a punto de tomar una dirección entre dos opciones posibles. Podía apretar las rodillas con más fuerza y rehuir el contacto, o levantarme para ir al lavabo, o mil cosas más para cambiar el rumbo de los acontecimientos. Pero no lo hice. Dejé que mi pierna se relajara contra la suya. Podía sentir el calor que despedía su cuerpo a través de la tela de sus vaqueros y de la fina seda de mi vestido. Al no apartarme, me había decantado por el segundo camino.

—¿Te apetece que vayamos a otro sitio? —me preguntó Brad, y yo asentí en silencio. Pagamos la cuenta, y yo miré a mi alrededor con el temor de encontrarme con alguna cara conocida. Sin embargo, la iluminación del local era tenue y yo sabía que estaba a salvo. Además, tampoco había hecho nada malo. No de momento.

Salimos a la calle y Brad me puso un casco de moto y abrochó el cierre bajo mi barbilla. Me subí a su moto y me sujeté con fuerza a su cintura. Mientras nos alejábamos de allí, vacié mi mente de cualquier cosa que no fuera el rugido del motor.

Brad vivía en un apartamento en Adams Morgan, un barrio al noroeste de Washington, en un tramo de la calle Dieciocho lleno de bares y restaurantes. En cuanto crucé la puerta de su casa, el pánico se apoderó de mí. Brad cerró la puerta a mi espalda, y yo me sentí como si me estuviera encerrando allí dentro para siempre. Todavía estoy a tiempo de irme, me dije, al borde del ataque de nervios. Aún no era demasiado tarde.

—¿Quieres algo para beber? —preguntó Brad.

Yo respondí que no con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra. Seguía plantada en el recibidor, con el abrigo puesto y el bolso sobre el pecho como si fuera un escudo. Si Brad se hubiera acercado a mí en aquel momento, o me hubiese dicho algo sugerente, lo más probable es que le hubiera golpeado con el bolso, como las ancianas, antes de salir de allí gritando. Sin embargo, lo que hizo Brad fue tan sorprendente que me desarmó por completo.

—¿Quieres que te prepare algo para comer? Apenas has probado bocado en toda la noche.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté, sorprendida. Mi voz sonaba oxidada, así que me aclaré la garganta.

—Ven aquí —me dijo. Me cogió el bolso de las manos, lo dejó sobre el sofá y luego me guió hasta la cocina con ambas manos. No dijo nada del abrigo; quizá sabía que yo todavía no estaba preparada para deshacerme ni siquiera de esa primera capa de ropa—. Siéntate —añadió, ofreciéndome una silla.

Abrió la nevera y empezó a hurgar en su interior, enumerando el contenido.

—Veamos… Pollo frito, fettuccine primavera, sopa de calabaza… —Me miró y tomó una decisión por mí—. Una tortilla francesa.

Desabroché los botones del abrigo, pero no me lo quité. Sabía que no sería capaz de probar un solo bocado, pero mientras observaba los dedos de Brad picando cebolla y cortando tiras finas y regulares de Jarlsberg, sentí que mi cuerpo se relajaba. Rompió tres huevos con una mano mientras mezclaba los ingredientes con la otra. Era la demostración de un virtuoso; conocía tan bien su pequeña cocina que se movía de un lado a otro con la economía y la gracia de un bailarín, cerrando un cajón con la cadera izquierda mientras abría la nevera con la mano derecha, para luego echar un poco de mantequilla en una sartén con un rápido movimiento de muñeca. Allí, en aquel humilde apartamento, con las ventanas abiertas que dejaban entrar los sonidos de la ciudad —gritos y bocinas y el rugido de mil motores—, Brad había concentrado toda su atención en preparar la tortilla perfecta. Me di cuenta de que ya no llevaba la camisa blanca por dentro de los pantalones. Pasó la tortilla de la sartén al plato con un movimiento de muñeca, y la hizo aterrizar justo en el centro.

Y luego cogió un tenedor y me la fue dando.

Aquel detalle fue definitivo; la ternura con la que pinchaba cada trozo y lo levantaba hasta mis labios consiguió derretir hasta la última de mis defensas. Toda su atención estaba concentrada en mí. No me había dado cuenta de lo hambrienta que estaba hasta que probé el primer trozo de tortilla. Era tan ligera y esponjosa que casi parecía un soufflé.

Aún estábamos a tiempo de redirigir la velada, transformarla en poco más que un ligero tonteo provocado por un exceso de Martinis, me repetí una y otra vez, incluso mientras cubría la mano con la que Brad sujetaba el tenedor. Aún podía abrocharme el abrigo, darle un beso en la mejilla y coger un taxi de vuelta a casa. Al día siguiente le enviaría un correo electrónico bromeando sobre lo borracha que estaba, tanto que se había visto obligado a darme de comer como a una niña pequeña. «La próxima vez me llevaré un babero», le escribiría.

Entonces recordé la voz grave que, disimulando una sonrisa, había respondido al teléfono en la habitación de hotel de Michael; me incliné hacia delante, casi como si me fuera a caer de bruces, apoyé la cabeza en el pecho de Brad y cerré los ojos. Él empezó a acariciarme el pelo, deslizando los dedos y masajeándome la nuca y el cuero cabelludo. Unos minutos más tarde levanté la cabeza, todavía con los ojos cerrados, y él me besó.

Si hubiese forzado las cosas, si hubiese intentado desabrocharme la camisa o tocarme el culo, quizá yo habría corrido hasta la primera esquina para parar un taxi y regresar a casa.

Pero se tomó su tiempo. Al final dejé que me desnudara con sus gráciles dedos y le seguí hasta el dormitorio. No sentía pasión, pero al fin y al cabo aquel no era el motivo por el que había acabado allí.

Con Brad todo era muy diferente. Tenía el pecho cubierto de pelo rizado y rubio, mientras que Michael no tenía ni uno. Me susurró al oído mientras hacíamos el amor, repitiéndome una y otra vez cuánto me deseaba. Michael y yo nunca hablábamos en la cama, pero a veces, sobre todo al principio de la relación, nos mirábamos a los ojos. Los labios de Brad eran más gruesos y utilizaba más la lengua cuando besaba. También olía diferente. Desprendía el aroma de todo lo que había cocinado a lo largo del día: sus dedos olían a frambuesa, la lengua a coñac y su piel parecía haber sido aderezada con especias.

Cuando terminamos, Brad me rodeó con sus fuertes brazos —tan distintos de los de Michael; ni mejores ni peores, solo diferentes— y permaneció un rato así, abrazándome desde detrás. Yo esperé a que, en cualquier momento, el sentimiento de culpa se apoderara de mí, pero nunca llegó. En realidad no sentía nada en absoluto.

Al cabo de un rato, me levanté de la cama y me vestí mientras Brad me observaba, todavía tumbado y con la cabeza apoyada en una mano.

—Supongo que no puedes quedarte —me dijo.

—No —susurré yo—. Pero volveré.

En la tercera visita, Brad empezó a hablar de irnos un fin de semana juntos.

—Podríamos alquilar una habitación en un precioso hostal que conozco en Virginia —me propuso, mientras dibujaba círculos alrededor de mi ombligo con la yema del dedo—. Pediremos que nos suban la comida a la habitación y nos pasaremos el fin de semana en la cama.

Me aparté de él y le miré, sorprendida. Fue entonces cuando me di cuenta de que, para él, aquello significaba mucho más que unas cuantas noches compartidas en secreto.

—No puedo, lo siento —dije yo, con la esperanza de que notara que mi voz también escondía una disculpa por no sentir lo mismo. Ni siquiera me había parado a pensar que quizá Brad esperaba más de mí que yo de él: quería una relación de verdad.

—¿Por qué no le dejas? —Se levantó de la cama y fue hasta la ventana, siempre de espaldas a mí. Su voz parecía calmada, pero la postura de su cuerpo era tensa.

—¿Dejar a Michael? —pregunté. Las palabras se atascaron en mi garganta, y carraspeé.

Brad sacudió la cabeza.

—Ni siquiera sabía su nombre. Nunca hablas de él, Julia.

Me senté en la cama y me incliné para recoger la camisa del suelo. Cuando Brad se dio la vuelta, me concentré en los pequeños botones de perla para no tener que mirarle a los ojos. Me había bebido media botella de vino tinto; me pesaba el cuerpo y tenía los ojos llorosos. De repente fue como si me viera a mí misma desde arriba —desnuda a excepción de la alianza, el rímel corrido y el pelo despeinado— y finalmente me sentí culpable, pero no por Michael, sino por lo que le había hecho a Brad. Creí que entendía que aquello solo era temporal, que se beneficiaba de ello tanto como yo; que como hombre que era, estaría encantado de acostarse conmigo siempre que no hubiera compromisos de por medio. Qué sexista por mi parte, y qué poco le conocía.

—Es complicado —respondí finalmente. Y ahora me las había ingeniado para que lo fuera aún más—. No puedo abandonarle. Al menos ahora no.

—Es rico, ¿verdad? —Brad se puso los Levi’s—. Alguien hizo un comentario al respecto el otro día. Se preguntaba por qué sigues trabajando si tu marido tiene tantísimo dinero.

—Brad, no es lo que crees —le dije, pero una voz en mi interior se preguntaba si realmente no lo era—. Me enamoré de Michael mucho antes de que tuviera dinero —protesté—. Llevamos juntos desde el instituto.

—Entonces ¿por qué te acuestas conmigo?

Volví a mirarme la camisa, sin saber qué responder.

—Tengo que irme —dije finalmente—. Lo siento.

Brad se encogió de hombros como si no le importara, pero era evidente que estaba conteniendo las palabras. Seguramente quería decirme algo cruel e hiriente; le había hecho daño y quería devolverme el golpe, pero era demasiado buena persona para ceder al impulso. Con mi comportamiento, lo había estropeado todo.

Salí del apartamento de Brad sin intercambiar una sola palabra más, y pasaron meses antes de que volviera a verle. Una vez le llamé de madrugada, pero cuando respondió me quedé sin voz y tuve que colgar. Seguía sin saber qué decirle, cómo explicar lo que había pasado entre nosotros. Pasarían meses antes de que yo misma encontrara las respuestas.

Cuando volvimos a trabajar juntos, era evidente que Brad había superado lo sucedido, me había superado a mí. Me sonrió y me apretó el brazo a modo de saludo, y luego centró su atención en el filete empanado que estaba cocinando. Después de preparar los postres —quesos artesanos decorados con higo y las tartaletas de queso con bayas por encima—, se quitó el delantal y se lavó las manos. Me sorprendí a mí misma observando cómo aquellos dedo tan elegantes se frotaban los unos contra los otros. De pronto alguien dijo su nombre, y cuando me volví vi a una mujer con gafas y el pelo corto y rubio acercándose a la zona en la que se celebraba la recepción. Sus ojos buscaron entre la multitud, y cuando vio a Brad, su sonrisa me aclaró todo lo que necesitaba saber. Se marcharon juntos unos minutos más tarde, y Brad ni siquiera se dio la vuelta para despedirse de mí.

Me sentí aliviada, y mucho, al saber que no me odiaba. Aliviada y más sola que nunca.

Otelo es considerada por muchos la mejor ópera de Verdi. El moro Otelo está convencido de que su mujer, Desdémona, le está engañando, y tiene pruebas de ello. Claro que no puede estar más equivocado: Yago —alguien muy parecido a Dale— no deja de susurrarle al oído, alimentando sus sospechas.

Siempre me preguntaré qué habría pasado si, durante aquellos días aciagos, hubiera hablado con Michael. ¿Habría cambiado el rumbo de nuestro matrimonio? Podría haberme deshecho de su móvil y también retenido la BlackBerry como rehén hasta que hubiéramos aclarado todo lo sucedido, no solo con Roxanne sino también entre nosotros.

Necesité mucho tiempo para darme cuenta de por qué le había sido infiel, pero al final me di cuenta de que no tenía nada que ver con la venganza. Por aquel entonces me enfrentaba a una elección imposible: si le obligaba a admitir que estaba teniendo una aventura, sabía que no podría seguir casada con él. Pero si le dejaba, lo perdía todo: la casa, los coches, el lujo que tanto había ansiado. Al tener mi propia aventura, me había inventado una segunda opción. Podía fingir que había igualado las cosas, y así seguir casada con Michael y conservar nuestra lujosa y brillante vida.

Creo que una parte de mí lo hizo porque seguía queriendo a Michael y no podía soportar la idea de perderle, por muy absurdo que parezca. Pero otra parte de mí estaba dispuesta a cambiar el amor y la confianza por seguridad y lujo. Nunca le había explicado a nadie lo que había hecho, ni siquiera a Isabelle. En mi cabeza, la ofensa de Michael era peor porque había ocurrido primero. O al menos eso era lo que yo me repetía para justificarme.

Tener mis propios secretos significaba que nunca tendría que obligar a Michael a contarme los suyos. Así pues, dejé que los silencios y los malentendidos crecieran y se multiplicaran como setas en un bosque todavía húmedo de lluvia, separándonos más que nunca.