28

«Bienvenidos a Virginia Occidental», rezaba el cartel a un lado de la carretera. Fue lo único que nos dio la bienvenida. El pueblo estaba tan tranquilo que los únicos sonidos en la calle Mayor eran el zumbido de nuestro motor y el ruido de las ruedas sobre el asfalto. Bajé la ventanilla, sin que me importara que la brisa nocturna me hiciera llorar los ojos, y observé cómo los recuerdos pasaban ante mí: allí estaba Covey’s Dinner, donde a veces comía los domingos por la mañana con mis padres tortitas de arándano cubiertas de jarabe de arce caliente; y al girar aquella esquina estaba el pequeño edificio de la biblioteca, donde Donna Milson, con sus gruesas gafas ovaladas, me recibía siempre con una sonrisa y me enseñaba la pila de libros que había apartado para mí; aquella era la farmacia a la que, con trece años, los ojos fijos en el suelo y las mejillas sonrojadas, había entrado para comprar mi primer paquete de compresas. «Estas son más cómodas», me había dicho Christy, la cajera, cambiando el paquete tamaño gigante que yo había cogido por uno de otra marca mucho más fina, y metiéndome en la bolsa una chocolatina de regalo.

Virginia Occidental era uno de esos sitios de los que hablan los chistes, a pesar de que algunas de las personas más interesantes que he conocido en toda mi vida son de aquí. No era de mi pueblo de lo que necesitaba huir desesperadamente, sino del dolor del último año que viví en él. Durante ese tiempo, algunos habían intentado acercarse a mí: Donna se pasó por casa a dejar unos libros cuando se dio cuenta de que yo evitaba a toda costa la biblioteca, pero los devolví una noche cuando el edificio ya estaba cerrado sin habérmelos leído; unos vecinos, una pareja de jubilados que quitaban la nieve de toda la manzana cada vez que nevaba, se me acercaron una tarde con una bandeja de pastel de plátano y una invitación para hablar, pero yo me los quité de encima mascullando que tenía que hacer los deberes. La única persona que dejé que se me acercara fue Michael.

—¿Estás bien? —me preguntó, y yo asentí mientras arreglaba el delicado ramo de flores que llevaba entre las manos.

Michael giró en varios cruces, uno detrás de otro, antes de enfilar una calle que discurría en paralelo a un pequeño cementerio salpicado de lápidas blancas.

—Aparca aquí mismo —le dije, haciéndole un gesto con la mano. Michael sacó las llaves del contacto y yo me bajé del coche y esperé a que recorriera el pequeño camino de piedras conmigo.

La luna iluminaba el cementerio y, aunque solo había estado allí una vez, pronto encontré el camino, avanzando entre las hileras de lápidas. Nos detuvimos junto a un sauce llorón; yo me arrodillé y tracé con un dedo las letras grabadas en la piedra. «Esposa y madre», decía la inscripción, seguida de las fechas de su nacimiento y de su muerte.

Cerré los ojos y recordé lo que había pasado la noche en que murió.

Me despertó un sonido estridente. Alargué la mano y palpé a oscuras la mesita de noche, tirando un vaso lleno de agua al suelo antes de dar con el teléfono. Comprobé la hora en el reloj con los ojos entornados: las dos de la madrugada. Sentí como si mi pecho se tensara alrededor del corazón, como si con ello pudiera absorber el impacto de lo que estaba a punto de suceder.

—¿Julia?

Mi padre, pero no parecía él.

—Es mamá —dijo.

—¿Qué ha pasado? ¿Está bien?

Pero para entonces ya lo sabía, antes incluso de que dijera las palabras.

—Mamá se ha ido.

Un infarto cerebral, me contó mi padre con voz entrecortada. Pero mamá apenas tenía sesenta años; ¿no era algo más propio de gente mayor? Me levanté de la cama de un salto y caminé por la habitación, sujetando el teléfono con las dos manos. Estaba demasiado aturdida para llorar, demasiado histérica para estar quieta, demasiado anonadada para preguntar algo más que «¿Por qué?» una y otra vez.

Más adelante, recompuse las piezas de lo que había sucedido: mamá había salido a dar un paseo después de cenar hasta la casa de unos amigos. «¿Me invitáis a una taza de helado?», preguntó al verlos salir por la puerta de la casa. La mujer miró a mi madre, convencida de no haberla oído bien. «¿Me has preguntado si te invitamos a la casa de al lado?», le preguntó, sin saber por qué querría ir a casa del vecino si habían quedado para ir a caminar. Mamá no respondió. En apenas un metro, tropezó al menos dos veces. Su amiga le sugirió que se sentara a descansar. Al cabo de un rato, la acompañó de vuelta a casa dando un paseo; un paseo, caminando tranquilamente, mientras las células del cerebro de mi madre se morían a millones. Papá estaba allí, y en cuanto vio la sonrisa torcida de mamá, la montó en el coche y se la llevó al hospital. Ya era demasiado tarde.

—¿Puedo verla? —le pregunté a mi padre, sin despegarme del teléfono, todavía a oscuras en la habitación. Casi habían pasado dos años desde la última vez que fui a visitarla. ¿Por qué había dejado pasar tanto tiempo? Debería haberla invitado a casa más a menudo. Debería haber ido a verla.

Intenté pensar en las últimas palabras que habíamos intercambiado. ¿Le había dicho que la quería o había colgado el teléfono con un distante «adiós»?

—Llegaré en unas horas. No dejes que… se la lleven —le supliqué. Colgué y corrí al escritorio a buscar el teléfono móvil, con una sola palabra abriéndose paso entre la espesa niebla que se agolpaba en mi cerebro. Michael. Él sabría qué hacer, me ayudaría a llegar hasta mi madre cuanto antes.

Primero le llamé al móvil. Tuve que repetir la llamada dos veces porque mis manos no dejaban de temblar. Saltó el contestador; seguramente lo había apagado al irse a dormir. Conseguí dejar un mensaje como pude, pidiéndole que me llamara cuanto antes.

¿En qué hotel se alojaba? Cerré los ojos e intenté concentrarme; ni siquiera recordaba la ciudad. ¿Me había dicho el nombre del hotel?

Corrí hasta mi ordenador y lo encendí. La pantalla inundó la estancia con una tenue luz azulada. Revisé la bandeja de entrada de mi correo en busca del último que me había enviado Kate con la agenda de Michael para aquella semana. Normalmente no solía leérmelos, pero no los borraba hasta la semana siguiente.

Los Ángeles. Estaba en Los Ángeles.

Encontré el nombre del hotel y el teléfono, lo marqué casi a ciegas y pedí que me pasaran con la habitación. El teléfono sonó una, dos, tres veces. Estaba a punto de colgar cuando oí la voz de una mujer.

—¿Michael? —Mi voz era casi una súplica.

—Está en la ducha —susurró Roxanne al otro lado del teléfono, y en su voz se intuía una sonrisa de satisfacción. Permaneció callada unos segundos para que yo tuviera tiempo de procesar sus palabras—. ¿Puedo, eh… ayudarla en algo, señora Dunhill?

Todavía hoy no recuerdo qué hice a partir de aquel momento. Seguramente colgué el teléfono, y sé que cogí un montón de ropa a ciegas y la metí dentro de una maleta, toda equivocada, aunque eso no lo supe hasta más tarde. No necesitaba pantalones deportivos ni botas de tacón ni pañuelos de colores para decirle adiós a mi madre por última vez.

Camino del hospital, pisé el acelerador a fondo. Me había puesto un abrigo de invierno encima del camisón, y dependía de las indicaciones del GPS para llegar. Una vez allí, una enfermera con uniforme blanco me dejó entrar y me explicó cómo encontrar la habitación de mi madre. Cuando entré, corrí junto a ella y me dejé caer de rodillas al suelo, sin dejar de besar su fría mano, cobijada entre las mías. Apoyé la cabeza junto a la suya, mientras mis lágrimas empapaban la almohada y se perdían entre su pelo.

Al cabo de un rato —quizá media hora, quizá mucho más—, me levanté. Había una manta a los pies de la cama; la cogí y tapé a mi madre con ella, con la misma delicadeza con la que ella me había tapado a mí tantas y tantas noches cuando era pequeña. Por aquel entonces, yo tenía un sueño más bien inquieto, y mi madre siempre se levantaba a medianoche y entraba a hurtadillas en mi habitación para taparme con las mantas que se habían acumulado a los pies de la cama, despertándome apenas unos segundos para que pudiera acurrucarme en la calidez de su amor.

Alguien me puso una mano en el hombro y me susurró que era hora de irnos.

—¿Adónde? —quise gritar. Mis dos hogares habían sido destruidos: el de Virginia Occidental, y ahora también el de Washington. No tenía adónde ir.

De pronto me di cuenta de que la mano era la de mi padre y me aparté de él.

—Julie, cariño —empezó a decir.

Le miré y sentí que un torrente de palabras, a cuál más horrible, me subía por la garganta y amenazaba con ahogarme. Me daba vueltas la cabeza de tanto dolor y tanta ira. Mi padre tenía la culpa de todo. Su adicción había destrozado la vida de mi madre, y ahora el estrés la había matado. Pero de algún modo conseguí guardarme las palabras y salir de la habitación, consciente que de algún modo, el que fuera, mi padre también lo sabía. Decirlo en voz alta no sería más que una crueldad innecesaria.

Se quedó junto a la puerta, viendo cómo me alejaba, con los brazos estirados hacia mí.

—Te quiero —gritó.

Y no dejaba de ser curioso, porque Michael me había dicho exactamente lo mismo antes de irse de viaje con Roxanne.

Corrí hasta mi coche y no me detuve hasta llegar a las afueras de la ciudad. Allí paré el motor y me quedé sentada, mirando hacia el horizonte, mientras el cielo cambiaba de negro a gris y luego a púrpura y a azul, los mismos colores que un cardenal. Pensé en las cartas que mamá me había enviado todos los meses —cartas, cuando el resto del mundo intercambiaba correos electrónicos o mensajes de texto—, siempre redactadas a mano en papel de color amarillo. No había en ellas una sola pista de lo que iba a suceder; su escritura no era temblorosa o poco clara. Siempre eran cartas llenas de alegría, con comentarios sobre las últimas noticias del pueblo. «La primavera pasada planté narcisos. Quedan tan bonitos en el jardín», o «¿Te acuerdas de Sadie Robinson? Tiene las tres niñas más bonitas del mundo. Caminan por la calle en fila india como si fueran patitos».

Yo siempre respondía sus cartas, y la llamaba, e incluso la invité en más de una ocasión a Nueva York, tentándola con promesas de hoteles bonitos y compras en la Quinta Avenida, pero ella siempre decía que no. No quería dejar a mi padre solo, pero sabía que entre él y yo las cosas estaban demasiado turbias para que pudieran venir los dos. La lealtad de mi madre fue su perdón. Podría haber tenido una vida tan diferente…

De pronto sonó mi teléfono. Bajé la mirada y vi el número de Michael en la pantalla. Eran casi las nueve de la mañana. Así que había necesitado toda la noche para devolverme la llamada, pensé, y sentí que un rictus de amargura me desdibujaba la línea de mi boca. ¿Estaría Roxanne a su lado, en la cama?

Cogí el teléfono y lo sostuve sobre la palma de la mano. Me di cuenta de que, sin quererlo, estaba siguiendo los pasos de mi madre, a pesar de haber jurado y perjurado que mi vida sería muy diferente. Yo también estaba ligada a un hombre que nunca dejaría de hacerme daño.

El teléfono volvió a sonar; bajé la ventanilla y lo lancé con todas mis fuerzas contra el suelo. Imaginé cómo sería empezar de cero sin Michael, pero la idea fue suficiente para que me bloqueara. Podía verme a mí misma gritándole, enfrentándome a él con las pruebas que tenía, pero luego ¿qué? Era como ver una película que, de pronto, en medio de una escena, se quedaba sin imagen. No tenía ni idea de qué haría, de qué sería de mi vida, si dejaba a Michael.

Me quedé allí sentada durante horas. Al final, conduje de vuelta a casa, y cuando Michael entró por la puerta esa noche e intentó consolarme, le di la espalda. Él malinterpretó mi reacción, dando por sentado que yo estaba enfadada porque se había quedado en Los Ángeles para asistir a la reunión de la mañana en lugar de volver a casa directamente. «Lo siento», me susurró una y otra vez, pero yo me negaba a hablar con él. Me encerré en el lavabo y me quedé allí toda la noche, acurrucada en el suelo. Me sentía como si me hubieran arrancado la capa más superficial de la piel y el contacto más leve, o incluso un sonido, me provocara un dolor insoportable. Sabía que no podía enfrentarme a él, no por el momento, no mientras aún estuviera llorando a mi madre. No soportaba la idea de saber qué había entre Michael y Roxanne. ¿Era solo una aventura? Si realmente sentía algo por ella, quizá acabaría dejándome. Igual que lo habían hecho mi madre y mi padre antes que ella. Ya no tenía a nadie.

Un día más tarde, Michael me preguntó cuándo sería el funeral y entonces sí que le grité. Vi cómo retrocedía al escuchar el horrible sonido de mi voz: ¿cómo se le ocurría pensar que iría al funeral como si nada y vería a mi padre, que seguramente aprovecharía para pedirle dinero prestado al cura que oficiaba la ceremonia?

—Vuélvete a Los Ángeles —le espeté, y mi mente se llenó de imágenes de su cuerpo abrazando las formas finas y gráciles de Roxanne—. No sé por qué te has molestado en volver a casa.

El levantó las manos en alto como si se rindiera y se marchó.

—Cuando te apetezca hablar… —empezó, pero cerré la puerta de golpe detrás de él.

Dejé el ramo de tulipanes amarillos sobre la tumba de mi madre. Eran sus flores favoritas, aunque nunca las comprara para sí misma. «Demasiado caras», solía decir, decantándose por un ramo variado y mucho más práctico, algo que durara meses.

Cada semana, desde el día de su muerte, enviaba una docena de tulipanes a su tumba. Aquella era la primera vez que los llevaba en persona, y es que no había vuelto a pisar el pueblo desde la noche de su muerte. Aparte de alguna breve llamada en Navidad, tampoco tenía contacto con mi padre. Aún no le había perdonado. Algo se había torcido dentro de mí aquella noche, convirtiéndome en otra persona, alguien en quien no me reconocía. La niña que montaba sobre los hombros de su padre, riéndose a carcajadas mientras él pisoteaba el suelo e imitaba el relincho de un caballo, también había muerto aquel día.

Levanté la mirada de las sencillas palabras grabadas en la lápida y miré a Michael.

—Cuando murió mi madre… —empecé, pero no pude continuar; era como si tuviera un objeto afilado alojado en el centro del pecho.

—No estuve a tu lado —dijo Michael, y se arrodilló junto a mí—. Debería haber cogido el primer vuelo de vuelta a casa. No puedo creerme que asistiera a aquella reunión. Julia, no sabes cuánto lo siento.

Finalmente había llegado la hora de enfrentarme a él.

—No fue tanto la reunión como que Roxanne respondiera una llamada a tu teléfono en medio de la noche —dije—. En tu habitación del hotel de Los Ángeles.

Levanté los ojos y le miré. Honestidad, eso era lo que me había prometido. Si se atrevía a mentirme allí, frente a la tumba de mi madre…

—¿Cogió el teléfono? —preguntó, y en su rostro creí ver confusión y algo más, algo oscuro.

—Tuviste una aventura con ella —continué. Podía sentir la ira hirviendo bajo la piel, tensándola, haciéndola arder; crucé los brazos sobre el pecho.

Michael cerró los ojos durante unos segundos.

Aquí viene, pensé.

—Oh, Dios, tengo que contártelo. Es cierto que te mentí… en algunas cosas, antes… Pero nunca dijiste nada de que cogiera el teléfono de mi habitación. Julia, ¿por qué no me lo dijiste?

Ignoré la pregunta; tenía una buena razón, pero todavía no estaba preparada para hablar de ello.

—No te atrevas a mentirme otra vez.

—Hubo una noche —empezó—, pero no fue en Los Ángeles. Fue más o menos un mes antes de que tu madre muriera. Habíamos ido a Nueva York, un grupo de gente de la empresa. Yo me tomé un par de copas durante la cena, y luego fuimos a un bar y pedimos unos coñacs. Cuando volvimos al hotel, no sé cómo, acabamos a solas en el ascensor. Ella me besó. Nos separamos cuando se abrieron las puertas porque había gente en el pasillo, así que acabamos yendo cada uno a nuestra habitación.

Tragó saliva.

—Pero, ah, esa misma noche llamó a mi puerta.

Le miré fijamente, sintiendo que algo dentro de mí se endurecía.

—Nos volvimos a besar, y esta vez fuimos más allá.

Apartó la mirada, y supe que estaba luchando por contener las emociones y mantener el tono de voz.

—Empezó a hacer cosas, a frotarse contra mí, a tocarme. Yo… yo le quité la blusa… pero luego bajé los ojos y vi que tenía un condón en la mano, y de pronto —me miró de nuevo a los ojos— me di cuenta de que no era capaz de hacerlo.

—¿No tuvisteis una aventura? —le pregunté, incrédula—. Entonces ¿por qué respondió ella al teléfono? Estaba en tu habitación. Te llamé la noche en que murió mi madre y ¡me dijo que te estabas dando una puta ducha!

—Julia, siempre que voy a Los Ángeles me hospedo, o me hospedaba, en el mismo hotel, en la suite del ático. Es enorme. Tiene comedor y sala de estar, y a veces organizo reuniones allí mismo, sobre todo cuando trabajamos hasta tarde. La gente entra y sale de allí a todas horas.

Para mí eran las dos de la madrugada, pero en la Costa Oeste solo eran las once, una hora más que prudente para organizar una reunión, según los estándares del antiguo Michael.

—A veces, cuando se hacía tarde, llamábamos al servicio de habitaciones —continuó Michael—. No sé por qué no cogí el teléfono; puede que no lo escuchara o que creyese que era del servicio de habitaciones. Tal vez estaba atendiendo otra llamada, o manteniendo una conversación con alguien del equipo. Incluso es posible que estuviera en la ducha, si acababa de llegar del gimnasio del hotel. Pero ¿de verdad crees que, si estuviera teniendo una aventura, permitiría que otra mujer respondiera mis llamadas?

—No te acostaste con ella —esquivé la pregunta, empeñada en mantenerme a la ofensiva—, pero tonteasteis. Te lo pasaste en grande, ¿verdad? Hiciste de todo menos tirártela.

—Julia, entonces yo era otro hombre… Tienes razón, me gustaba que me persiguiera. Cuestión de ego, supongo. Pero Roxanne no me quería a mí, solo codiciaba lo que podía darle. Y lo cierto es que ni siquiera me gustaba. Aquella noche en mi habitación recuperé la cordura. Sé que lo que hice estuvo mal, pero no duró más de dos minutos. Y fui yo quien lo detuvo.

Michael intentó cogerme de la mano, pero yo la aparté. Cada vez que pensaba en aquella noche con Roxanne, mi mente creaba un escenario completamente diferente. Jamás se me había ocurrido aquella versión.

—Creo que Roxanne quería que pensaras que había pasado algo entre nosotros —continuó—. Estaba intentando interponerse entre nosotros, Julia. Sino ¿por qué iba a decirte algo así? Estaba un poco… fuera de lugar.

De pronto me di cuenta de que era cierto, que había intentado interponerse entre nosotros. Ya el día en que nos conocimos miraba a Michael de una forma que solo podía tener como finalidad ponerme nerviosa. Si él realmente hubiera estado en la ducha… lo más probable era que ella no me hubiese dicho la verdad. Pero su voz transmitía un mensaje muy diferente, uno que no dejaba lugar a dudas. Roxanne quería que yo pensara que había algo entre ellos dos, quería provocar una disputa entre Michael y yo.

Me di la vuelta con una nueva acusación en los labios.

—¡Pero si te enviaba correos! ¡Te decía que quería tus labios y tu cuerpo!

Antes de que Michael dijera una sola palabra, cerré los ojos y escuché el eco de sus palabras: «Ella quería más».

Era la amenaza de una acosadora, no un mensaje de amor. Al igual que con el enigma de Noah sobre el camarero y el dólar desaparecido, la respuesta dependía del punto de vista desde el que se mirara. «Es como una ilusión óptica», había dicho Noah. Yo había leído aquel mensaje a través de la lente de lo que esperaba ver. Había mantenido los ojos fijos en la baraja de cartas en lugar de vigilar las mangas del mago.

—¿Qué pasó después de aquella noche? —pregunté.

—Me estuvo enviando mensajes durante una temporada. Mensajes de voz y correos electrónicos. Yo estaba atrapado. No podía despedirla porque habíamos intimado, al menos hasta cierto punto. Tampoco podía rechazarla con demasiada dureza. Y encima se había hecho muy amiga de Dale; cuando las cosas empezaron a funcionar mal en la empresa, los dos trabajaron codo con codo para mantenerlo en secreto. La conocía lo suficiente como para saber que podría haber… complicado las cosas. Pero Julia, tú eras la única mujer a la que había besado, al menos hasta entonces.

Tragó saliva y guardó silencio durante un instante.

—Tengo que contarte algo más. Dale nos vio. Estaba en el pasillo cuando salí de la habitación de Roxanne. Era como si me estuviera esperando. Seguramente fue él quien llamó para que cambiaran la tarjeta con tu nombre en aquella cena. Es la única opción que tiene sentido.

—¿Por qué? —pregunté otra vez.

—Era su forma de hacerme saber que tenía algo contra mí. Creo que quería joderme de todas las formas posibles. Y a mí me gustaba constatar que era más listo que él, pero, por encima de eso, sabía que su futuro estaba ligado al de la compañía. Sabía que estaba atrapado. Por una vez en mi vida, el abusado podía con el abusador.

Suspiró.

—Pero volvamos a Roxanne.

—Hazme un favor —le dije—. Jamás vuelvas a decir su nombre.

—Lo siento —se disculpó Michael—. Después de aquella noche me aseguré de que nunca volviéramos a quedarnos a solas. Ignoré sus correos. Al cabo de un tiempo, aceptó otro trabajo. Yo mismo se la recomendé al dueño de otra empresa.

»Julia. —Cubrió mis mejillas con sus manos y me obligó a mirarle a los ojos—. Hay otra razón por la que puse fin a todo aquello, la más importante de todas… No dejaba de ver tu cara. —Le miré y de pronto lo vi claro: estaba diciendo la verdad. Podía sentirlo.

Las lágrimas desdibujaron las palabras grabadas en la tumba de mi madre. Me levanté y salí corriendo, dejando tras de mí pequeñas bocanadas blancas flotando en la fría brisa nocturna, como fantasmas diminutos. Michael corrió detrás de mí, gritando mi nombre. Al final me detuve y apoyé el peso de mi cuerpo contra el tronco lleno de nudos de un roble. Sentía las piernas tan débiles que no sabía si serían capaces de mantenerme en pie.

—Julia, no sabes cuánto lo siento. Por favor, créeme.

—Te creo —susurré.

—Estás temblando —me dijo, y rodeó mi cuerpo con sus brazos. Me apoyé en su calidez durante un segundo y luego me aparté, antes de que pudiera hacerlo él.

—No tuviste una aventura —repetí. Me obligué a mirarle a los ojos antes de decirlo—: Pero yo sí.