27

Apagué el teléfono móvil en cuanto me senté en el avión, y no lo volví a encender hasta nueve horas más tarde, cuando el avión ya había aterrizado y un taxi nos había llevado de vuelta a casa. Más tarde me pregunté qué habría pasado si lo hubiera cogido cuando me llamó Isabelle. Tal vez se me hubiera ocurrido la manera de convencerla para que volviera a casa. Para ayudarla.

Pero yo estaba flotando sobre el Atlántico, con la piel de las mejillas aún irritada por las patillas de Michael y haciéndome la dormida en mi asiento para no tener que mirar a los ojos a mi marido.

—¿Recuerdas que pensaba que Beth quería hablarme de algún noviete? —empezaba el mensaje de Isabelle. Dejé caer la maleta en el suelo de mi dormitorio al percibir la angustia en la voz de mi amiga—. No podía estar más equivocada. Me ha pedido que me vaya, Julia. Fue muy educada al respecto: dice que se alegra de que haya aparecido en su vida y de que hayamos podido hablar, pero que ahora necesita espacio. Dios, pensé… Bueno, seguro que sabes lo que pensé. Esperaba poder ir todos los meses, llevármela a comer, hablar con ella por teléfono todas las semanas… Qué locura. Incluso esperaba que fuera a la universidad en la Costa Este para poder verla más a menudo. Qué ilusa, ¿eh?

Cerré los ojos al dolor que destilaban sus palabras.

—No me he puesto en contacto con ella en dieciséis años, así que supongo que es normal que ahora, de repente, no vayamos a construir una relación de la nada. Ha sido lo suficientemente considerada para no decirlo, pero sé que se refería a eso. He sido una «sorpresa», Julia, así es como me ha llamado, lo cual no deja de ser irónico porque eso es exactamente lo que fue Beth para mí hace dieciséis años. Y ahora tiene una vida propia, feliz y perfecta, que es lo que quería para ella, pero el caso es que… Nunca pensé que… Julia, nunca me ha echado de menos.

Mientras la escuchaba, una lágrima rodó por mi mejilla.

—Me he contenido como he podido y, cuando me ha dejado en el hotel después de cenar, le he dicho que me llamara siempre que quisiera. Ella me ha mirado con esos preciosos ojos claros que tiene y me ha abrazado, pero no ha dicho nada. Dios, tengo que irme de aquí cuanto antes. —Su voz se rompió en algo a medio camino entre la risa y el llanto—. Voy a coger un taxi al aeropuerto y miraré hacia dónde va el primer vuelo que salga. Puede que me vaya a España a aprender a bailar flamenco, o al sur de Francia a tirarme en la playa durante un mes entero…

El mensaje se cortó, pero yo sostuve el teléfono contra la oreja, como si con ello la conexión entre Isabelle y yo no se rompiera.

—¿Julia?

Michael estaba detrás de mí, y por segunda vez en apenas unos días, dejé que me rodeara con sus brazos. Pero esta vez era diferente: no había pasión alguna en aquel abrazo. Solo me consoló en silencio, mientras yo lloraba por mi mejor amiga y su corazón roto en mil pedazos.

—No puedo creerme que su hija no quiera tener relación con ella —dije más tarde, sonándome la nariz con el pañuelo que Michael me había dado—. Tal vez si fuera alguien problemático o estuviera loca… Pero es Isabelle. ¿Quién no la querría en su vida?

Michael asintió lentamente.

—No creo que su historia se haya acabado aún. Ponte en el lugar de Beth: Isabelle lleva años preparándose para este momento, pero Beth ni siquiera sabía que existía. Necesita tiempo para adaptarse.

—Entonces ¿crees que Beth la llamará? —pregunté.

Michael se apoyó en el cabecero de la cama y se frotó el puente de la nariz.

—Puede que sí, o quizá le mande una carta. Tengo el presentimiento de que se pondrá en contacto con ella en cuanto aclare sus sentimientos. Seguramente han sido demasiadas emociones en tan poco tiempo, primero la carta y luego Isabelle en persona apenas unos días después. No puedo imaginarme qué debe sentirse en una situación así. Puede que Beth sienta que debe ser leal con sus padres, o quizá solo quiere un poco de espacio. Pero estoy convencido de que volverá a escribirle. Pueden empezar de cero, tomárselo con más calma esta vez.

—Eso espero —dije yo—. Si hubieras escuchado su voz, Michael…

—Me pregunto… —Guardó silencio un instante y luego carraspeó—. Me pregunto si Isabelle se ha sentido aún más sola porque tú estabas conmigo.

Le miré, sorprendida; nunca habría imaginado que pudiera ser tan perceptivo. Hacía tanto tiempo que solo tenía la mitad de su atención que había olvidado qué se sentía siendo el centro, la capacidad que tenía para ver todas las dimensiones y los matices que normalmente pasaban inadvertidos al común de los mortales.

—Yo también lo he pensado —respondí—. Me siento muy culpable por haberme ido a París contigo mientras ella pasaba por todo esto sola.

—Se siente sola, ¿verdad? —preguntó Michael.

Yo asentí.

—No deja que mucha gente lo sepa, pero sí.

Michael me miró fijamente.

—La soledad es lo que os ha unido, ¿verdad? —dijo finalmente—. Yo tenía la empresa, pero tú no tenías a nadie.

Me encogí de hombros.

—Es la mejor amiga que he tenido en toda mi vida —respondí.

—Volverá —aseguró Michael—. Te prometo que volverá.

Esa misma noche, mientras Michael llenaba el lavavajillas y yo perdía un concurso de miradas con un bote de Häagen-Dasz, se volvió hacia mí.

—Hay algo de lo que siempre me he arrepentido.

Por alguna extraña razón, sabía exactamente lo que iba a decir. Después de la llamada de Isabelle, la tarde había transcurrido sumida en un aire de melancolía permanente, como preparando el escenario ideal para este momento.

—No fui contigo a visitar a tu madre.

De pronto me di cuenta de que aquel era el punto hacia el que nos habíamos estado dirigiendo desde que él se desplomara en el suelo de la sala de juntas. Por un momento quise seguir los pasos de Isabelle: alejarme corriendo de allí, tan lejos y tan deprisa como me fuera posible. Sin embargo, en lugar de ello, levanté la cabeza.

—Pues vamos.

—¿Ahora? —preguntó él.

Miré el reloj e hice un cálculo rápido en mi cabeza.

—Podemos llegar allí sobre las diez. No será demasiado tarde.

—Voy a coger las llaves del coche. —Cerró la puerta del lavavajillas en silencio y apagó la luz de la cocina.