26

—Dame una pista —dije—. Ya sabes que odio las sorpresas.

—¿En serio? —preguntó Michael, frunciendo el ceño.

—No —admití yo—. Venga.

—Te voy a llevar a una plantación de lavanda para que puedas pasarte el día oliéndola. —Gracias a Dios, Michael continuó antes de que pudiera tirarme a su yugular—: Es broma, es broma. Estoy seguro de que te gustará. Y no diré más.

Me acomodé en el asiento del taxi y permanecimos en silencio durante unos minutos. De pronto divisé los carteles del aeropuerto Dulles. Michael se inclinó hacia el conductor, le susurró algo al oído y luego le entregó unos cuantos billetes doblados. El taxi se detuvo en la zona de United Airlines.

—Cierra los ojos —me dijo Michael.

—Michael —me quejé.

—Por favor, Julia.

—Está bien. —Algo se deslizó sobre el asiento del taxi. Escuché el sonido de la puerta al abrirse, seguido, unos segundos más tarde, por el golpe metálico del maletero. Espié por un ojo y vi a Michael hablando con alguien que esperaba de pie en la acera.

—Vale, ya puedes mirar. No quiero que te hagas demasiadas ilusiones —me dijo, ofreciéndome una mano para ayudarme a salir del coche. Dudé un instante antes de aceptar la ayuda—. No he reservado habitación en un hotel caro. Volamos en turista. Y solo serán tres días. Lo vamos a hacer como tendría que haber sido en su momento. Quiero… quiero que lo disfrutes, Julia.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

Pero él se negó a decir ni una sola palabra más, no mientras pasábamos por el control de seguridad, ni tampoco mientras compraba una botella de agua y una pieza de fruta para cada uno en una tienda del aeropuerto, ni siquiera mientras hacíamos cola para embarcar.

—No mires —me dijo, entregándome mi billete—. ¿Podría no decirle adónde vamos? —le suplicó a la azafata de tierra—. Es una sorpresa.

Ella sonrió y me devolvió la parte más pequeña de mi billete.

—Disfruten del vuelo.

Quince minutos más tarde, una vez sentados en nuestros asientos, sentí cómo el avión cogía fuerza y despegaba. Unos segundos más tarde, la voz de la piloto llenó la cabina para comunicarnos el estado del tiempo y la hora prevista de llegada.

—Parece ser que tendremos un vuelo tranquilo hasta París —concluyó la piloto.

Me volví hacia Michael. Estaba sonriendo.

—¿Vamos a París? —Me acerqué a la ventana, esperando poder ver ya la Torre Eiffel. De pronto me volví hacia Michael—. Pero no he hecho las maletas…

—Las he hecho yo por ti. Las ha facturado por nosotros el hombre que nos esperaba en la acera.

—¿Y la oficina?

—Gene sabe cómo ponerse en contacto contigo. Me ha dicho que van a ser unos días tranquilos y que no te perderás nada importante.

—No puedo creer que hayas organizado todo esto —le dije.

—¿Te parece bien? —preguntó Michael, frunciendo el ceño—. No quería entrometerme demasiado…

Asentí lentamente, apoyé la frente contra la fría ventanilla y contemplé cómo el paisaje se hacía cada vez más pequeño, hasta desaparecer tras una explosión de nubes blancas.

Durante las siguientes setenta y dos horas, me dije a mí misma que no perdería el tiempo pensando en un matrimonio que cada vez era más complicado, o en la decisión que tendría que tomar a finales de mes y que no dejaba de planear sobre mi cabeza. Esas setenta y dos horas no formaban parte de la vida real, no contaban. Hacía años que soñaba con aquella ciudad y no tenía intención de permitir que nada ni nadie lo estropeara. Quería rendirme a la magia de París.

En cuanto el avión tocó tierra, dejamos las maletas en la habitación del pequeño y tranquilo hotel del Barrio Latino y paseamos por la ciudad, comiendo helado de avellanas de una pequeña tienda que preparaba una docena de sabores diferentes. Las fachadas de los viejos edificios de piedra en tonalidades azules y grises aún seguían mojadas tras la reciente lluvia. La visión me hizo sentir como si me hubiera caído dentro de una pintura impresionista. Me olvidé del jet lag y del cansancio mientras caminábamos durante horas, visitando tiendas y deteniéndonos sobre los puentes del Sena para ver los barcos que pasaban por debajo. «Pardonnez-moi», murmuró una mujer al pasar a mi lado en la intersección de tres calles estrechas y adoquinadas, y yo la seguí con la mirada, susurrando las palabras y sintiendo cómo se deslizaban por mi lengua.

Cuando el sol empezó a ponerse, compramos un par de baguettes recién hechas a un vendedor ambulante, que las abrió por la mitad y las rellenó con un delicioso queso blanco que nunca antes había probado. Luego puso el pan al fuego durante unos segundos, lo envolvió con un trozo de papel y nos lo entregó, y nosotros nos lo comimos allí mismo a modo de cena.

—¿Estás cansada? —preguntó Michael, mientras me pasaba una botella de agua.

—Un poco —admití, muy a mi pesar.

—¿Qué te parece si conseguimos una botella de vino y nos sentamos un rato? —me preguntó—. Hay una tienda ahí mismo.

El dueño, que hablaba un inglés perfecto, nos recomendó un Pinot Noir bastante barato. Acabamos bebiéndonoslo en el pequeño balcón de la habitación del hotel, desde donde todavía podíamos disfrutar de las vistas, los olores y los sonidos de la ciudad.

—Salud —brindó Michael, haciendo chocar el vaso que había cogido del lavabo contra el mío.

Pensé por qué podíamos brindar; no quería hacer aquel viaje al pasado o al futuro. Mientras, calle abajo rugía una moto con un hombre y una mujer a bordo, ella rodeando el pecho de él, tan cerca el uno del otro que casi parecían una sola persona.

—Por París —dije finalmente.

Aquella noche dormí tan profundamente que no recordaba haber soñado. A la mañana siguiente, nos levantamos temprano y fuimos hasta el Arco del Triunfo dando un paseo. Luego nos sentamos en la terraza de un bistró y tomamos una taza de café mientras contemplábamos el lento despertar de la vieja ciudad.

—Las mujeres son guapísimas, ¿no crees? —le dije a Michael al ver a una chica que pasó junto a nuestra mesa, su hermosa melena castaña balanceándose con cada paso. Alrededor del cuello llevaba una bufanda de color cereza atada de una forma original y descuidada al mismo tiempo que yo nunca sería capaz de reproducir.

—Sí —respondió Michael. Pero cuando me volví hacia él para saber si se había fijado en la misma chica que yo, me estaba mirando. Bajé los ojos y me acabé el café con leche de un trago, sintiéndome molesta y encantada al mismo tiempo.

Cuando nos terminamos la cesta de cruasanes, fuimos hasta la Torre Eiffel dando un paseo, y desde allí hasta el Louvre, antes de sucumbir al jet lag y volver al hotel para una siesta rápida. Una hora más tarde volvíamos a estar en la calle, duchados y hambrientos de tanto andar. Esa noche cenamos ostras asadas y ensalada niçoise. Más tarde, de camino al hotel siguiendo la ruta más larga, encontramos un viejo tiovivo, allí mismo, en medio de la ciudad.

—¿Te apetece dar una vuelta? —preguntó Michael, y yo asentí en silencio. Nunca me había montado en un tiovivo. Mientras Michael compraba un puñado de tíquets, yo me paseé entre los caballos tratando de decidirme por uno, hasta que finalmente encontré uno con cintas rosas, púrpura y plateadas atadas a las crines. Mientras el tiovivo giraba, incliné la cabeza hacia atrás y sentí la brisa en el pelo con cada giro. Michael, por su parte, estuvo a punto de caerse.

Esto no es la vida real, me repetí. Michael se había puesto de pie en la silla del caballo y me estaba haciendo una reverencia, y yo no podía contener la risa. No es más que un indulto temporal.

Para la última noche, encontramos un bistró y mojamos palitos de pan y vegetales crudos en una fondue de queso caliente.

—Ha estado bien —le dije a Michael después de comerme el último bocado—. Gracias.

—¿Solo bien? —Se llevó la mano al corazón y luego le hizo una señal al camarero para que nos trajera otra botella de Cabernet—. Si hubiéramos venido de luna de miel, habría organizado una cena romántica para decirte todas las cosas que me encantan de ti.

—A menos, claro está, que estuvieras demasiado ocupado con la BlackBerry —dije yo, manteniendo un tono de voz ligero. Apuré la copa y le di las gracias al camarero que se apresuró a rellenarla.

Touché —dijo Michael—. Pero tristemente cierto. Esto es lo que debería de haberte dicho entonces: me encanta que bebas de la misma taza de café toda la mañana. Tomas un trago, la dejas en cualquier sitio y te olvidas durante una hora. Luego la recalientas en el microondas y tomas otro trago. Nunca he visto a nadie que racione una taza de cafeína como tú.

—¿Es lo mejor que se te ocurre? —pregunté sin dar mayor importancia a mis palabras—. Y hay quien dice que el romanticismo está muerto.

—No he hecho más que empezar —dijo—. Me encanta cómo te peleas con la báscula; una mañana te oí llamarla zorra.

—Seguro que fue en Navidades —respondí—. Es su época favorita del año.

—Me encanta la forma en que apenas levantas los pies del suelo cuando andas, pero sin arrastrarlos. Verte caminar es lo más elegante que he visto en mi vida —continuó Michael—. Me encantan las pecas minúsculas que te salen en la nariz cuando te da el sol; casi forman un triángulo perfecto. Me encanta que tengas arrugas de reírte (no te preocupes, son tan superficiales que apenas se ven), pero ni una de fruncir el ceño.

Tragué saliva sin apartar los ojos de él. Aquel era el Michael que tanto echaba de menos, el tipo al que todo lo relacionado conmigo le parecía adorable, el que me hacía sentir especial.

—Y me encanta que tengas un corazón tan generoso —añadió—. Cualquier otra mujer me habría dejado en el acto.

De pronto un sonido me hizo volver la cabeza: un pianista acababa de empezar con su actuación. Estaba en una esquina del pequeño restaurante, separado de nosotros por media docena de mesas decoradas con manteles rojos y pequeñas velas. Agradecí que empezara a tocar; en ese momento no quería pensar en todos las razones por las que podía dejar a Michael.

—¿Más vino? —Michael levantó la botella y yo asentí. Y como quería probar el champán estando en París, también me tomé una copa de Brut.

Podría decir que el alcohol tuvo la culpa de lo que pasó a continuación, o que la ciudad hizo un pacto con Michael y creó un escenario ridículamente romántico: la noche era cálida, así que abrimos las puertas del balcón de la habitación. La brisa agitaba las largas cortinas blancas, y las velas azules del gran candelabro que descansaba sobre la cómoda bañaban la estancia con una suave luz.

Después de cerrar la puerta, Michael me miró, y sin decir una sola palabra supe que me estaba haciendo una pregunta. Había perdido la cuenta del tiempo que había pasado desde la última vez que nos acostamos; últimamente un revolcón ocasional a última hora de la noche era lo único que nos quedaba.

Michael no dijo ni una palabra, solo dibujó con el dedo la línea de mis mejillas y mi nariz, y luego empezó a desabrocharme la blusa. Y yo me repetía una y otra vez: «Nada de esto es real».

A la mañana siguiente me desperté en sus brazos.

—Eh, tú —me susurró al oído con la voz más ronca de lo habitual.

Me incorporé de golpe, cubriéndome el pecho con la sábana y recordando escenas de la noche anterior: los dedos de Michael acariciándome suavemente el vientre y los muslos, sus cálidos labios sobre mi cuello, el movimiento rítmico de su cuerpo dentro de mí, mientras yo le sujetaba por los hombros y abrazaba su cuerpo con las piernas y gritaba de placer.

De pronto me di cuenta de que sus manos seguían sobre mi cuerpo, abrazándome posesivamente por la cintura, y no pude evitar una exclamación de sorpresa. Me levanté de la cama de un salto, llevándome la sábana conmigo y dejando a Michael desnudo.

—¿Qué es todo esto? —grité—. Me traes a París ¿y me emborrachas para acostarte conmigo?

—Julia, tranquilízate. No hemos hecho nada malo.

—Es evidente que no, Michael. Estamos casados. No le hemos puesto los cuernos a nadie. —Escupí las palabras como si fueran puñales—. Anoche bebí demasiado. Eso no significa que esté enamorada de ti o… ¡o que me vaya a quedar contigo!

—Julia… Por favor, cariño… Espera un segundo —suplicó Michael. Se había levantado de la cama y se estaba poniendo la camisa, que antes había recogido del suelo. Mientras, yo iba de un lado a otro de la habitación, recogiendo los vaqueros, el jersey y las botas, como si aquello fuera un concurso de televisión para saber quién se vestía más rápido.

—¿Podemos hablar un segundo? —me preguntó, mientras me ponía la ropa.

Pero yo no podía soportar estar cerca de él ni un segundo más. Cogí la chaqueta y el bolso y salí dando un portazo, dejándole allí plantado, en medio de la habitación, intentando ponerse los calzoncillos, con una pierna en alto como si fuera un flamenco.

Tenía un sabor amargo en la boca, me dolía la cabeza y sabía que mi pelo era un desastre; me sentía como si hubiera vuelto a la universidad y la noche anterior hubiera cerrado el bar local después de una noche de fiesta. Encontré un restaurante abierto y me refugié en su interior. Pedí un café y una botella de agua, e intenté evitar mantener cualquier tipo de contacto visual con la camarera. Nadie se creería que acababa de acostarme con mi marido; estaba tan nerviosa y tan estresada como si llevara una efe de «fresca» cosida en el pecho. Mientras esperaba a que me sirvieran, corrí al lavabo para comprobar los daños; me lavé la cara con una toalla de papel mojada, me puse brillo rosa en los labios y traté de desenredarme el pelo con los dedos. Me brillaban los ojos y tenía las mejillas coloradas. Cuando me acerqué al espejo, vi que la piel de la barbilla estaba un poco irritada por la barba incipiente de Michael.

Apoyé la frente contra el espejo y cerré los ojos. No podía creer que me hubiera acostado con él. Hasta ese momento me había comportado con tanta lógica, manteniendo a Michael a distancia y dejando que me cortejara y abriera su corazón, mientras yo consideraba fríamente si aceptarle de nuevo o no. Ahora, sin embargo, las normas ya no estaban tan claras.

Regresé a mi mesa y me tomé el café y el agua en pequeños sorbos mientras trataba de recomponerme. Sabía que en algún momento tendría que regresar al hotel —el avión salía esa misma tarde— pero necesitaba pasar unas horas a solas. Pagué la cuenta, me levanté de la mesa y me dirigí a un pequeño parque cercano. Me dejé caer en un banco de hierro forjado y rodeé mi cuerpo con los brazos, mientras observaba a un hombre mayor con un viejo abrigo que daba de comer a un grupo de palomas hambrientas.

No tenía por qué estar tan enfadada, me dije. Haberme acostado con Michael no cambiaba nada; no significaba que tuviera que quedarme con él. Tampoco le daba ninguna ventaja. Yo seguí teniendo el control sobre mi propia decisión. Entonces ¿por qué no podía contener las lágrimas?

Porque había sido genial.

No se trataba solo de la liberación física; Michael me había besado en todos los puntos sensibles de mi cuerpo, los que tan bien conocía, desde la parte trasera de las rodillas hasta el interior de los muslos o los párpados. Me repitió una y otra y otra vez lo hermosa que era, cuánto me quería. Podía sentir ese amor; era como una presencia física más en la estancia. Y la forma en que me miraba, con tanta ternura en los ojos… Era como si volviera a tener diecisiete años y me estuviera descubriendo por primera vez. Después me había acariciado la espalda, y cuando me puse de lado, demasiado exhausta para permanecer despierta ni un minuto más, hizo encajar nuestros cuerpos y entrelazó sus dedos con los míos. Exactamente como solía hacerlo cuando nos enamoramos por primera vez, hacía ya tantos años.

Hacer el amor con Michael me obligó a pensar en todo a lo que iba a renunciar si le dejaba. Podíamos estar bien los dos juntos, como en los viejos tiempos. Y sin embargo no sabía si podía vivir con él, ni siquiera confiar de nuevo en sus palabras.

Dos jóvenes madres pasaron a mi lado empujando sendos carritos de bebé y charlando animadamente. Levanté la vista del suelo para mirarlas y de pronto me di cuenta de que estaba rodeada de niños. Dos de ellos perseguían a las palomas, y un tercero jugaba con un pequeño barco de plástico amarillo en una fuente cercana. Otro grupo se dirigía a la escuela que había al otro lado de la calle, más parecida a un museo, balanceando sus mochilas y llamándose los unos a los otros con sus jóvenes y agudas voces.

Si me quedaba con Michael, si encontrábamos la manera de solucionar todos nuestros problemas, ¿tendríamos hijos? ¿Qué clase de padre sería Michael? Si aceptaba un trabajo como asesor y trabajaba menos horas, si entre los dos encontrábamos la manera de reconciliarnos con todo lo sucedido en el pasado, revelar todos nuestros secretos y no dejar que nos destruyeran…

Si decidía quedarme con él, pensé, hundiendo la cara entre las manos. Si conseguía perdonarle por regalar todo el dinero, y por todo lo que había pasado antes de eso.

Llamé a la puerta de la habitación y escuché las pisadas de Michael antes de que abriera.

—Hola —me saludó. Estudió mi rostro, pero no hizo ni una sola pregunta sobre dónde había estado—. Tengo algo para ti. —Me entregó una pequeña bolsa de papel. Miré dentro y vi una pequeña boina verde. La había visto el día anterior en un puesto callejero y me había encantado, pero no sabía que Michael se hubiera dado cuenta.

—Gracias —le dije, aclarándome la garganta—. Es hora de irnos, ¿no?

—Ya he hecho las maletas de los dos —respondió él, señalándolas con un gesto—. Pero he dejado tu neceser fuera.

Yo asentí.

—Tengo que usar el lavabo.

Me recogí el pelo en una coleta y me di una ducha rápida. Luego me cepillé los dientes y me puse crema en la cara, siguiendo con los dedos el mismo ritual de siempre, mientras mi mente intentaba decidir qué hacer a continuación. No estaba preparada para hablar con Michael; necesitaba espacio. Me puse la misma ropa y escondí los ojos tras unas enormes gafas de sol.

Nos montamos en el ascensor como lo harían dos desconocidos, dejando espacio suficiente entre ambos para dos personas más. El botones ya había llamado un taxi, que esperaba frente a las puertas del hotel. Me monté en el asiento trasero y, cuando empezamos a movernos, fijé la mirada más allá de la ventanilla y vi el amplio curso del Sena, los maravillosos puentes que lo cruzaban, las calles estrechas y una mujer corriendo por ellas con unos zapatos rosas de tacón muy poco prácticos para ello. Levanté la mano casi instintivamente para tirar del brazo de Michael y señalar a aquella mujer, pero enseguida me di cuenta de mi error y la dejé caer sobre el regazo.

Sabía que Michael había puesto muchas esperanzas en que aquel viaje nos uniera, y sin embargo en ese momento apenas soportaba la idea de estar cerca de él.