25

—¿Qué tal por Seattle? —pregunté, tumbada en el sofá y sujetando el teléfono entre la oreja y el cuello, preparándome para una larga conversación. Apenas habían pasado veinticuatro horas desde que Isabelle se había ido, pero nunca antes la había echado tanto de menos—. Y ¿qué tal Beth?

—Genial, las dos —respondió Isabelle, y podía oír una nota de genuina felicidad en su voz como una campanilla—. Ha venido a buscarme al aeropuerto. Dios, ¡es tan madura para tener solo dieciséis años! Se acercó a mí en la zona de recogida de equipajes, sonrió y dijo: «Hola, soy Beth». Como si encontrarnos después de tantos años fuera la cosa más natural del mundo.

—¿Cómo es? ¿Se parece a ti? ¿De qué habéis hablado?

—Para el carro, de una en una. —Isabelle se rió y de pronto supe que todo había salido bien—. Es alta y delgada y muy amable, y sí, se parece un poco a mí. Pero básicamente es ella. Transmite mucha seguridad en sí misma. Yo no era así cuando iba al instituto, en absoluto, vamos, y Dios sabe que intenté fingirlo. Pero lo hacía con cigarrillos y camisetas ajustadas. La seguridad de Beth emana de sus ojos. Cuando hablas con ella, te mira directamente a los ojos.

—¿Qué le has dicho? ¿Te ha costado hablar con ella?

—¡Ha sido tan fácil! Me ha hecho un montón de preguntas acerca de por qué la entregué en adopción y cómo era mi vida por aquel entonces. Es muy reflexiva, Julia. Su padre dice que le encantan los crucigramas y los sudokus, y juegos como el Scrabble. En cierto sentido, para ella soy como un enigma que tiene que resolver. Puedo ver cómo digiere todo lo que le cuento y encaja las piezas con todo lo que sabe de mí.

—Parece buena chica —dije—. ¿Has estado con los padres?

—Sí, después de recogerme en el aeropuerto, fuimos un rato a su casa. Vive en una casa de verdad, ¿sabes? Es pequeña y acogedora, y hay libros por todas partes y mantas de ganchillo en el respaldo de los sofás. Todos tienen su propia taza para el café, decorada con toda clase de motivos; cada Navidad, Beth le regala una a su padre, cuanto más hortera mejor. La de este año dice: «El sueño es un síntoma de la privación de cafeína». Según cuentan, todos intentan cogerla cada mañana. ¿No es lo más mono que hayas escuchado en tu vida?

Me di cuenta de que Isabelle no había vivido en su infancia ninguno de esos pequeños momentos, a cuál más absurdo, que fortalecen los lazos familiares. En lugar de ello, tuvo criadas y niñeras y luego, casi el mismo día en que cumplía los trece, una maleta de Gucci y un billete de avión a un internado en el extranjero.

—Acaba de sacarse el carnet de conducir y el trayecto al aeropuerto ha sido una de las primeras veces que cogía el coche ella sola. Me gusta saber que siempre formaré parte de ese recuerdo. Y ¿te he hablado alguna vez de mi teoría según la cual puedes conocer la personalidad de alguien por la forma en que conduce?

Disimulé una carcajada con un falso acceso de tos: Isabelle era una maníaca cuando se ponía detrás de un volante. Conducía con un pie sobre el asiento y el brazo colgando por la ventanilla. Una vez se llevó un arbusto por delante y una de las ramas se enganchó al coche como si fuera una bandera; tardamos kilómetros en darnos cuenta.

—Vamos, hombre, ¡sé lo que estás pensando! Da igual, Beth deja que la gente cambie a su carril cuando ponen el intermitente, pero tampoco se deja avasallar. En la autopista un tío se le cruzó y ella no dudó en tocar el claxon. Los padres… En fin, era evidente que estaban nerviosos. La madre, Diane, me ofreció café cuatro veces, una de ellas mientras yo tomaba un sorbo de una taza que me acababa de servir. Pero no los culpo. Al fin y al cabo, solo nos habíamos visto una vez dieciséis años antes y por entonces yo era una adolescente. ¿Cómo podían estar seguros de no tener delante a una lunática?

»Dice mucho de ellos que quisieran que Beth me conociera, aún sin saber qué podía traer a su casa —dijo Isabelle—. La ponen a ella por delante, Julia.

—Tú también lo hiciste —le recordé.

—No me digas esas cosas o me pondré a llorar —se quejó—. Es lo único que hago últimamente. Al principio de alivio al saber que Beth es una chica estupenda, o mejor que estupenda, es increíble; y ahora porque siento que he tenido mucha suerte. Voy a poder disfrutar de un pedacito de su vida. Y también voy a poder quererla.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —le pregunté, con un ligero temblor en la voz; esperaba que Isabelle no se hubiera percatado. La noche anterior había tenido otra pesadilla. Michael y yo íbamos en coche; de pronto él se levantaba del asiento y atravesaba el cristal delantero —no lo rompía, solo lo atravesaba como si se fundiera con él— y luego se alejaba de mí. Yo intentaba seguirle, pero las puertas del coche estaban cerradas y, por mucho que apretara el botón para desbloquearlas, no conseguía abrirlas. Michael se alejaba andando mientras yo golpeaba la ventanilla y, aunque yo le oía silbar, él no oía mis gritos. Me desperté sin poder respirar, y necesité horas para poder conciliar el sueño de nuevo.

—No estoy segura. Seguramente unos días más —respondió Isabelle—. Ahora estoy en el hotel, pero esta noche he quedado con Beth para cenar. Y tú, ¿qué tal? ¿Michael ya te ha convencido?

Le di vueltas a la pregunta antes de responder, intentando encontrar las palabras adecuadas. ¿Cómo explicar que Michael y yo nos tratábamos con la cordialidad de dos personas que se sientan juntas en el tren durante un viaje al otro extremo del país? ¿Que a veces me daba miedo enamorarme otra vez de él, y otras, en cambio, estaba convencida de que le dejaría pasara lo que pasase?

—Las cosas siguen más o menos igual —respondí finalmente—. Ya te contaré los detalles cuando vuelvas. Háblame más de Beth.

—Es curioso porque todos nos esforzamos por tener en cuenta los sentimientos de los demás. Les pregunté a los padres si podía llevarme a Beth a cenar, y los dos se mostraron encantados. Luego pensé que quizá les apetecía acompañarnos pero no se habían atrevido a decir nada, así que les aseguré que eran más que bienvenidos. Ellos no dejaban de repetir: «Pero ¿quieres que vayamos? Porque podemos ir, si tú quieres. Pero si preferís ir las dos solas…». Al final Beth no pudo aguantar la risa y se hizo cargo de la situación. Les dijo que esta vez iríamos las dos solas. Julia, dijo «esta vez», como si hubiera posibilidad de una segunda.

—Y ¿por qué no? —le pregunté—. Si Beth y tú queréis volver a veros…

—Pero cuando su madre se fue a la cocina para fregar los platos, Beth me dijo que estaría bien que habláramos a solas. Sentí que había algo que le preocupaba, aunque intentara quitarle importancia. Y atenta, en cierto momento empezó a morderse el pulgar.

—¿El pulgar derecho? —pregunté.

Podía intuir una sonrisa en la voz de Isabelle.

—Igual que yo cuando estoy nerviosa.

—Pues ayúdala, sea lo que sea —le dije—. Y luego llévatela a que os hagan la manicura a las dos.

Isabelle permaneció en silencio por un instante.

—Ahora que la he visto… Julia, no podría soportar perderla. Si acude a mí en busca de ayuda, no puedo fallarle de ninguna manera.

—Y no lo harás —le aseguré—. Lo estás haciendo genial. Ella sabe que puede contar contigo, y además estás siendo considerada con los padres y sus sentimientos. ¿Por qué no iban a quererte en sus vidas, Isabelle? ¿Cualquiera de los tres?

Guardó silencio y cuando volvió a hablar, lo hizo con un hilo de voz.

—Supongo que no estoy acostumbrada. A la familia, digo. En la mía todo iba tan mal que supongo que no sé cómo funciona una familia de verdad. Puede ser que tenga la sensación de que no merezco formar parte de una.

—Claro que sí, Isabelle —dije—. Te lo mereces.

Nunca le había dado las gracias por todo lo que había hecho por mí, no solo durante las últimas semanas, sino desde el día en que nos conocimos, así que se lo dije, utilizando otras palabras.

—Tú eres mi familia, Isabelle. Los has sido durante mucho tiempo.