24

Cuando unos minutos más tarde sonó mi teléfono móvil, yo aún no había dejado de temblar.

—¿Puedes pasarte por casa? —preguntó la voz de Isabelle cuando conseguí dar con el botón de «responder».

Su voz sonaba más alterada incluso que la mía.

—¿Estás bien? —pregunté, sujetando el teléfono con fuerza.

—Me acaba de llamar Beth. Me… me voy a Seattle a verla. —De pronto me di cuenta de que las lágrimas de dolor que había creído percibir en la vibración de su voz eran en realidad lágrimas de alegría.

—Diez minutos —le prometí—. No te muevas.

—¿Era Isabelle? —me preguntó Michael en cuanto colgué.

Yo asentí.

—Es una historia muy larga. —Pensé que aquello no era más que otro ejemplo de cuánto nos habíamos distanciado en los últimos tiempos: apenas sabía nada de mi amistad con Isabelle.

Michael estudió la expresión de mi rostro durante un instante. Luego cogió las llaves de mi coche de su gancho junto a la puerta y me las tiró.

—Cuéntamelo todo cuando vuelvas, ¿vale?

Salí de casa pisando el acelerador a fondo, conseguí pasar casi todos los semáforos en verde (uno era de un verde un poco rojizo, pero básicamente verde) y detuve el coche frente a la casa de Isabelle trece minutos más tarde. Subí las escaleras que llevaban a la puerta principal de dos en dos y llamé. Abrió de inmediato —seguramente estaba esperándome junto a la puerta— y la abracé.

—Es una locura, ¿no crees? —me preguntó.

—Completamente. En el mejor sentido posible.

—Ven, te lo contaré todo mientras acabo de preparar las maletas. —La seguí escaleras arriba hasta su dormitorio, una zona amplia pero acogedora al mismo tiempo, con alfombras en colores cálidos, una chimenea de piedra y una zona de descanso más grande que todo el primero piso de la casa en la que yo había crecido—. Dime qué necesito. Calcetines gruesos, ¿no?

—Y no olvides el paraguas —le dije—. En Seattle llueve a todas horas. ¡Oh, Dios mío, te vas a Seattle! —Tenía la sensación de que el cerebro me funcionaba a cámara lenta, tanto que siempre iba unos pasos por detrás en la conversación. Lo mismo que me pasaba en clase de aeróbic.

Isabelle metió otro jersey en la maleta y cerró la cremallera. Luego cogió otra a juego, también de Vuitton pero más pequeña, y la abrió encima de la cama.

—Seguramente no debería llevarme todo esto —me dijo, con un puñado de calcetines entre las manos—. Supongo que, si me olvido algo, podré comprarlo una vez allí… Me cuesta pensar con claridad. Todavía no puedo creerme que me haya llamado. Todo está pasando tan deprisa…

—¿Qué te ha dicho? ¿Te ha pedido que vayas a visitarla así, directamente?

Isabelle negó con la cabeza.

—Ha sido idea mía. Ni siquiera lo había planeado, pero de pronto las palabras han salido de mi boca sin más. Al principio parecía sorprendida, pero luego ha dicho que le gustaría conocerme.

—¿Cuánto tiempo crees que estarás fuera?

Isabelle sonrió.

—El que Beth quiera. He dejado la vuelta abierta. Se lo merece, Julia. Tengo que explicarle lo difícil que fue renunciar a ella, y que no fue por su culpa. Y quiero algo más que unas cuantas fotos. Necesito verla en persona. Me parece increíble que ya tenga dieciséis años y esté a punto de conocerla.

Había llegado el día, pensé. La vida de Isabelle había cambiado radicalmente en cuestión de veinticuatro horas. Todas las preguntas que se había hecho a lo largo de los años pronto tendrían respuesta, y solo tenía que coger un avión para conocerlas.

—Así que su familia sigue viviendo en el mismo sitio. —Me dejé caer en la cama, junto a la maleta, con las piernas cruzadas.

Isabelle asintió.

—No se han mudado. Nunca llegué a ver su casa, pero había algunas fotos en el expediente de la agencia de adopciones. Beth es hija única. Tienen dos bulldogs franceses. Beth me ha contado… —sonrió, y pude percibir por el tono de su voz, por la forma en que convertía esa única sílaba en una caricia, cuánto le gustaba decir el nombre de su hija en voz alta—, me ha contado que su padre es alérgico al pelo animal, pero que como a ella le gustan tanto los perros, toma Claritin a diario para que su hija pueda tener mascotas.

—Qué bien lo hiciste —le dije—. Escogiste unos padres geniales para ella.

Isabelle agachó la cabeza, casi con vergüenza.

—No quiero hacerme ilusiones, ¿sabes? Sé que me ha hablado de su padre porque le es leal, y me parece bien. No quiero aparecer allí de la noche a la mañana y actuar como si tuviera algún derecho sobre ella. Pero si hay un espacio para mí en su vida, por pequeño que sea… No sé, si quisiera hablar conmigo de vez en cuando, o si pudiera ir de visita y llevármela a comer por ahí…

—Has metido al menos veinte pares de calcetines —le dije, apartándola de la maleta—. Tienes sujetadores, ¿verdad? ¿Zapatos? ¿Un abrigo? ¿Medicinas?

Isabelle asintió a todo sin prestarme mucha atención.

—Esto no creo que vayas a necesitarlo —dije, sacando unas medias de rejilla del montón de calcetines.

—Me las regaló un ex —explicó, entornando los ojos—. Quería que instalara una barra de stripper en la habitación. Creo que lo sacó de un reality de la tele.

—Quedaría genial con la decoración —me burlé—. ¿Le dejaste por la barra o por los realities?

—Por las dos cosas —respondió Isabelle, admirando la maleta con el ceño fruncido—. En cualquier caso, cuando vaya a visitar a Beth… No sé, pero desde hace tiempo siento que me falta algo. No sé si puedo seguir así mucho más.

—¿Así cómo? —pregunté, sacando algunos calcetines de la maleta y levantándome de la cama para devolverlos a su cajón de la cómoda.

—¡Así! —Extendió los brazos, como un niño que juega a volar—. ¡Viviendo esta vida! Tengo treinta y cuatro años, y ¿qué he hecho? Gastarme el dinero de mi padre, o al menos los intereses que genera, y echar una mano de vez en cuando con alguna causa benéfica. Juego a tenis, asisto a fiestas, voy de compras y viajo. Estoy ocupada todos los días de la semana y no es suficiente. Me aburro, Julia, no te imaginas cuánto, y llevo así un tiempo. Nunca pensé que mi vida sería así. Ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí. Me he dejado llevar, y de pronto resulta que la mitad de mi vida ha desaparecido.

»No sé qué haré cuando vuelva. Puede que trabaje para alguna asociación benéfica, pero de verdad, no solo apareciendo en un acto público con un vestido bonito y un cheque en blanco en la mano; o quién sabe, quizá adopte un niño y cierre el círculo. Tú tienes un trabajo que te apasiona y un hombre que te adora. Porque te adora, Julia, no importa lo que haya sucedido en el pasado.

Agaché la cabeza y seguí doblando ropa y metiéndola en la maleta para que Isabelle no se percatara de las emociones que se reflejaban en mi cara. Ella no sabía todo lo que había pasado entre Michael y yo; si lo supiera, quizá no sería tan optimista.

—Yo también necesito algo más en mi vida.

Asintió lentamente.

—¿Quieres que te lleve al aeropuerto?

—Me encantaría —respondió Isabelle. Se puso en pie y abrió otro cajón de la cómoda para añadir a la maleta un par de pantalones de pijama decorados con pequeños corazones rojos. Se los había regalado yo por su cumpleaños; ese mismo día habíamos ido a clase de danza del vientre y nos habíamos reído tanto que la instructora nos había pedido que nos marcháramos.

—¿Qué más necesito?

—¿Calcetines? —le sugerí, y me tiró un par a la cabeza.

—Podrías llevarte algunas fotos tuyas en distintos momentos de tu vida para enseñárselas. Tal vez le guste saber cómo eras de pequeña.

—Una idea genial. Me llevaré un álbum. —Se dirigió hacia la puerta del dormitorio, pero en el último momento se dio la vuelta y me miró—. Hoy en día hay familias de todas las formas y tamaños, ¿verdad? —dijo—. No sería tan extraño que Beth quisiera mantener una relación conmigo, ¿no crees?

La incertidumbre era evidente en su rostro. Me levanté, fui hacia ella y la abracé.

—Le vas a encantar —le susurré—. Y sus padres… Parece la clase de gente que te aceptaría sin problemas en su vida si es lo que Beth quiere.

—Estoy asustada —dijo Isabelle.

Pensé en los días que me esperaban sin las constantes llamadas y mensajes de texto de mi amiga. Me imaginé a Beth y a su familia recibiendo a Isabelle e incorporándola a sus vidas. Me sentía feliz por Isabelle, pero si empezaba a pasar mucho tiempo en Seattle, sobre todo si Michael y yo nos separábamos… La echaría mucho de menos.

Nuestras vidas tomaban rumbos opuestos, lo mismo que me había sucedido con Stephenie.

Yo también estoy asustada, pensé, pero no dije nada.

Cuando llegué a casa, ya anochecía. Paré el motor del Jaguar y me quedé allí sentada, en silencio, describiendo círculos con la cabeza para relajar los músculos del cuello. Luego me detuve y levanté la cabeza para mirar hacia la casa. El césped de la entrada, de un verde tan brillante que casi parecía la hierba falsa que se usa en los circuitos de minigolf, se extendía a ambos lados y a una distancia absurdamente generosa según los estándares de Washington, hasta encontrarse con los límites de las fincas vecinas. Y se habían encendido algunas de las luces que iluminaban las columnas que flanqueaban la entrada y la gran escalera central. El juego entre el blanco inmaculado y la oscuridad de la noche convertía la entrada en un conjunto todavía más impresionante. El espacio, el silencio… Todo era diferente a mi casa en Virginia, donde los vecinos vivían tan cerca que si mi madre necesitaba un limón o una cucharada de levadura, lo único que tenía que hacer era abrir la doble puerta —cuando hacía buen tiempo, nunca cerrábamos la puerta principal, ni nosotros ni ningún vecino— y levantar la voz. Si llegaba tarde a clase, saltaba por encima de la valla de casa y acortaba a través del jardín del vecino, deteniéndome para acariciar al chucho que vivía allí. A veces, si se despertaba y me miraba con sus tristes ojos castaños, le daba un pedazo de galleta. Nuestro patio de atrás no era nada del otro mundo, pero en el jardín delantero papá había atado una cuerda con un neumático en un extremo a una de las ramas más gruesas del roble que crecía allí. Todos los niños del barrio venían a montarse en ella, y papá nos empujaba tan arriba que si estirábamos las piernas, casi podíamos rozar el techo de nuestra casa.

—¿Dónde veraneas? —me preguntó alguien en la primera cena que organizamos en casa Michael y yo. No recuerdo quién fue —había una mujer llamada Holiday y otra Etienne en nuestra mesa, y yo aún estaba intentando recuperarme—, pero sí recuerdo que bebí un trago del sorbete de limón antes de responder a la pregunta.

Me habría gustado contestarle con cierto aire de grandeza: «Siempre he veraneado en un columpio», y luego ver cómo la mujer y sus amigas murmuraban: «¿Ha dicho Columbia? No, no, debe de ser el nombre de su yate».

En lugar de ello dije algo parecido a que nos quedábamos en la ciudad, y enseguida vi, o mejor dicho sentí, la inquietud de Michael desde el otro lado de la mesa. Un mes más tarde, Michael compró la casa en Aspen sin ni siquiera haberla visto. A veces nos las arreglábamos para ir una semana entera en agosto, pero como Michael siempre se llevaba un portátil, un teléfono móvil y la BlackBerry, en realidad no eran unas vacaciones, sino más bien un cambio de escenario. Una vez cogimos un vuelo a mediodía; después de comer, Michael recibió una llamada de la oficina. En menos de una hora estaba volando de nuevo, lo cual significaba que había pasado mucho más tiempo en el aire que de vacaciones.

De vuelta al presente, abrí la puerta del coche y me bajé, sin apartar la mirada de la casa. ¿Cómo sería dejar todo aquello atrás?, me pregunté, mientras mis ojos se paseaban por el tejado en pico y las cubiertas de madera y los balcones laterales. ¿Lo echaría de menos cada segundo de mi futura vida o acabaría acostumbrándome? Lo que no echaría de menos, y estaba segura de ello, era tener una asistenta a tiempo completo. Aunque la noche anterior hubiera trabajado hasta las tres de la madrugada, siempre me sentía demasiado culpable para relajarme mientras ella estaba cerca, limpiando lavabos o lavando a mano mis sujetadores de encaje. Y a pesar de que habíamos pagado los servicios de un sumiller en más de una docena de catas en casa, seguía siendo incapaz de diferenciar un Chardonnay de veinte dólares de uno que costara diez veces más.

Había algunas cosas a las que no me importaba renunciar, pero aun así lo más probable era que mirara a mi alrededor en nuestra —o mi— nueva casa, y el resentimiento me comiera por dentro al ver golpes en la pintura de las paredes o la cesta de la ropa sucia hasta arriba. Cada vez que el lavavajillas se rompiera o mi coche se recalentara, maldeciría a Michael.

No tenía ni idea de qué sentiría cuando diera un paso atrás de vuelta a nuestra antigua vida, pero lo que sí sabía era que mudarse aquí, a esta mansión de película, no había sido como yo esperaba. Era la primera vez que lo reconocía, incluso a mí misma. Pensé que vivir en esta casa acabaría con todos mis miedos y curaría las heridas, que un entorno como aquel me transformaría en la clase de mujer elegante y segura de sí misma que solo podía vivir en una casa como aquella, pero, por alguna extraña razón, siempre sentí que todo era temporal, como una alfombra bajo mis pies de la que alguien tiraría en cualquier momento. Nunca llegué a sentir que encajara.

Sin embargo, eso no quería decir que estuviera dispuesta a renunciar tan fácilmente, no al jacuzzi y a las baldosas con calefacción incorporada.

Me dirigí a la puerta principal, pero Michael la abrió antes de que pudiera meter la llave en la cerradura.

—¿Estás bien? —le pregunté.

Tenía unas ojeras enormes y los ojos hundidos. Era la primera vez que le veía alterado desde que salimos del hospital.

—No es n… —empezó, pero de pronto me miró y sacudió la cabeza—. Cuando… cuando pasó todo, hice una promesa. Quiero que lo sepas todo de mí, incluso aquello de lo que me avergüenzo. No pienso mentirte nunca más. Julia, estoy preocupado.

Le miré fijamente y esperé, mientras en mi cabeza aquellas dos palabras no dejaban de dar vueltas: «Nunca más». ¿Exactamente cuántas veces me había mentido hasta entonces?

—Después de que te fueras a casa de Isabelle, no podía dejar de pensar en la llamada de Dale. Tenía el presentimiento de que algo no iba bien, así que he hecho que me enviaran la documentación por fax. Hace unos meses, un chico que trabajaba para nosotros tuvo un accidente mientras trabajaba. Dale se ocupó de todo; no, mejor dicho, yo dejé que Dale se ocupara. A eso se dedica, a hacer que los problemas desaparezcan. El caso es que el chaval tuvo un accidente mientras conducía uno de nuestros camiones, y le despedimos, Julia. Sufre daños cerebrales, algo relacionado con la memoria a corto plazo. Tiene veinticuatro años y le presionamos para que tomara una decisión cuanto antes. Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo. Su familia es pobre, así que aceptó la indemnización y firmó el despido.

Me quité el abrigo y lo colgué en el armario de la entrada, mientras procesaba las palabras de Michael.

—¿Cuánto le disteis? —pregunté, y me di la vuelta para mirarle.

—Setenta y cinco mil. Recibirá una pequeña pensión, y además le pagamos las facturas médicas, pero nunca volverá a encontrar trabajo, al menos no uno en el que le paguen lo suficiente. Quizá pueda fregar platos o embolsar en un supermercado, no lo sé. Le hemos jodido la vida, Julia. Nunca volverá a tener una normal, y la culpa es nuestra.

—Pero fue un accidente —apunté.

—Da igual, deberíamos habernos hecho cargo de él —repitió Michael, frotándose las sienes con la punta de los dedos, algo que solía hacer para liberar presión siempre que le dolía la cabeza—. Los frenos del camión fallaron, cuestión de mala suerte, pero eso no nos exime de no haber hecho lo correcto. Era nuestro camión. Él solo quería ganarse la vida. Era un buen trabajador, he comprobado los archivos. Quería saber qué estaba pasando. Cuando el otro día me llamó Dale, me lo explicó de forma que parecía que el chico solo iba detrás del dinero. Pero he llamado al médico que le trató y dice que necesitará ayuda el resto de su vida. No puede vivir solo, ya que podría olvidar apagar un fuego de la cocina o algo así. ¿Qué clase de vida le espera, Julia?

Guardé silencio por un instante.

—¿Y no puedes hacer nada? —le pregunté—. No es demasiado tarde, ¿verdad?

—Voy a intentarlo —respondió Michael.

De pronto pensé en la mano sudorosa de Dale sobre mi brazo en el vestíbulo del hospital, y la forma en que sus ojos no se apartaban de Michael en cualquier evento al que asistíamos juntos.

—¿Qué interés tiene Dale en tergiversar la historia? —me pregunté—. ¿Por qué no te ha dicho la verdad?

Michael dejó escapar una bocanada de aire que sonó casi como una carcajada.

—Dale me odia, Julia.

Abrí los ojos de par en par, sorprendida.

—¿Por qué lo dices?

Michael me dedicó una mirada irónica.

—Sinceridad, ¿no? Dale me tiene envidia. Quiere todo lo que tengo, mi dinero, mi vida. Me gustaban sus celos, Julia. Los alimentaba. Sabía lo astuto y ambicioso que puede llegar a ser. Pero le tenía bajo control, así que no me preocupaba.

—¿Y ahora? —pregunté.

—Ahora ya no puedo controlarlo —dijo él—. Y no tengo ni idea de qué se trae entre manos. Pero no quiero perder el tiempo pensando en Dale. Tengo que encontrar la forma de ayudar a ese chico.

Por algún motivo de repente me vino Becky Hendrickson a la cabeza. Recordaba a Michael leyendo en voz alta uno de sus adorados libros de Nancy Drew mientras ella le miraba con ojos que parecían demasiado adultos para su cara. Intenté reconciliar esa imagen con la de un Michael que consentía que despidieran, con engaños, a un hombre de veinticuatro años que lo único que le quedaba era la promesa de una vida vacía.

—Tienes que hacer algo —le dije.

Michael asintió.

—No sé cómo, pero te juro que lo haré.