A la mañana siguiente aparté las sábanas a un lado y me incorporé de golpe, sudando a raudales y sin apenas poder respirar.
—Solo era un sueño —dije en voz alta. Miré a mi lado, pero la cama estaba vacía—. ¿Michael? —Pero él no contestó.
Había pasado mala noche. Después de dar vueltas durante horas, al final había conseguido dormirme, aunque con un sueño ligero, suspendida en la fina membrana que separa la vigilia de un descanso reparador. Había soñado escenas oscuras y perturbadoras: Noah y yo nadábamos en el río; él saltaba en el aire, como un delfín, el sol convertía en diamantes las gotas de agua que le cubrían el cuerpo. De pronto se sumergía bajo la superficie con un movimiento tan limpio que no levantaba una sola gota a su paso. Yo le seguía, tratando de encontrarle a ciegas, pero mis brazos se cerraban alrededor de la nada una y otra vez, y de pronto le veía a través de una explosión de burbujas. Movía las piernas con todas mis fuerzas, impulsándome hacia el fondo, pero la cara de Noah se convertía en la de Michael y se alejaba de mí, hundiéndose en el lecho del río. Sonreía; ¿cómo podía hacerlo si se estaba ahogando?
—Por favor, no vayas —había suplicado yo en sueños.
No sabía por qué había tenido una pesadilla en la que perdía a Michael. Tal vez se debía a lo que había dicho sobre no saber cuánto tiempo le quedaba. O quizá empezaba a darme cuenta de que, al final de aquellas tres semanas, no me quedaría a su lado.
Me levanté de la cama y me cubrí con una bata, intentando olvidar las imágenes que se resistían a desaparecer de mi cabeza.
Michael no estaba en su cuarto de baño, ni tampoco en el vestidor. Bajé las escaleras a toda prisa, y la moqueta amortiguó el sonido de mis pisadas.
Me pareció ver una silueta junto a las puertas dobles de cristal que daban al jardín, y tuve que reprimir un grito de sorpresa.
—¡Me has asustado! —exclamé cuando me di cuenta de que era Michael.
—Lo siento —respondió él, volviéndose hacia mí. Me hizo un gesto hacia las puertas de cristal—. Estaba observando ese ciervo.
Nunca antes había visto un ciervo en nuestro jardín, seguramente porque los jardineros tenían un arsenal de trucos para evitar que se comieran los setos y las flores perfectamente arregladas. Una vez les oí hablar de orina de lobo y una especie de químico con un sabor repugnante. Pero los jardineros se habían ido y la lluvia había eliminado los restos de sprays tóxicos.
Me acerqué a Michael y descubrí que había al menos una docena de animales moviéndose por el jardín con la gracia de los bailarines al andar.
—Mira las crías —me susurró. Cuatro cervatillos, con el lomo cubierto de manchas blancas, hundían el hocico en la hierba. Uno persiguió a otro hasta una esquina del jardín, y luego ambos regresaron a la carrera, saltando sin esfuerzo sobre los setos. Una cierva percibió nuestra presencia y levantó la cabeza, pero después de observarnos fijamente durante unos segundos, decidió que no suponíamos una amenaza y siguió comiendo.
—Es increíble —exclamé—. Es como si hubiera un mundo totalmente distinto a nuestro alrededor, y ni siquiera nos habíamos dado cuenta.
Michael me miró pero no dijo nada.
—No creas ni por un instante que es una analogía válida para otras situaciones —le advertí, y él soltó una carcajada. Levantó el brazo, como si pensara rodearme con él, pero enseguida lo dejó caer lentamente a un costado del cuerpo.
Me pregunté qué habría hecho si hubiera intentado abrazarme. Michael solía hundir la cara en mi pelo cuando nos abrazábamos; era una costumbre que me encantaba. «Has cambiado de champú —me dijo una vez, al poco de empezar a salir—. Ahora hueles a manzana verde». Yo seguía sumida en los problemas de mis padres, y me reconfortaba que Michael alabara los detalles más nimios de mí: el lunar de mi hombro izquierdo, el remolino que se me formaba en la coronilla, la forma en que mis ojos reflejaban el color de la camisa que llevara en ese momento.
Podría haberle parado si hubiera intentado tocarme… o tal vez me hubiese dejado hacer para sentir una vez más sus brazos rodeándome, aunque solo fuera por un instante. Le miré y reprimí un suspiro.
Hacía demasiado tiempo que las cosas no funcionaban entre los dos, pensé, y de repente sentí un cansancio muy intenso, como si llevara meses sufriendo de insomnio. Mi angustia se mezclaba con la rabia que sentía hacia él por no haberse entregado más, y hacia mí misma por no habérselo exigido. Estar con Michael era una lucha continua. En nuestra relación las cosas ya nunca volverían a ser sencillas.
—Creo que los ciervos se van —dijo Michael—. ¿Quieres que salgamos al jardín para ver cómo sale el sol?
Consideré la oferta por un instante. Sabía que no podría dormirme otra vez, y no me apetecía estar a solas.
—Vale —respondí.
Todavía en pijama, bata y zapatillas de estar por casa, le seguí hasta el exterior de la casa.
—Oh, Dios mío —exclamé al ver el pequeño estanque rodeado de piedras. ¿Cómo podía haberme olvidado? Corrí hacia allí, cogí un bote de plástico de entre dos piedras, metí la mano y la saqué llena de unas bolitas oscuras. Cuando las lancé al agua, en la superficie aparecieron unas pequeñas bocas hambrientas. Saqué más comida del bote y observé cómo el agua se llenaba de destellos naranjas, blancos, rojos, negros.
Michael no apartaba la vista del estanque, con una mirada inescrutable en el rostro.
—Ni siquiera sabía que tuviéramos peces.
—¿En serio? —No me lo podía creer—. Michael, los compramos hace dos años.
Rebusqué en mi memoria y fue como si viera de nuevo a los jardineros, proponiéndomelo mientras yo alargaba el primer café de la mañana y ojeaba la sección de moda del Washington Post. Michael no estaba en casa aquel día, pero seguro que había pasado junto al estanque de las carpas en los dos últimos años. Si no había ni cincuenta metros desde la casa. Alguna vez tenía que haber bajado la mirada, en lugar de fijarla siempre en el punto al que se dirigía.
—Apártate, Pugsley —le ordené a una de las carpas, mientras tiraba otro puñado de comida—. Tú ya has comido suficiente.
Michael sonrió.
—¿Les has puesto nombre?
Le miré por encima del hombro. Era uno de mis pequeños secretos y no me apetecía compartirlo con él. De pronto quería saberlo todo de mí, y su interés no hacía más que provocar mi silencio. Me di cuenta de que no dejaba de ser una forma de castigarlo por no haber mostrado ningún interés hasta entonces. Quería que se diera cuenta de que la distancia que nos separaba no era tan fácil de superar; que yo no era tan fácil. Al final me encogí de hombros e intenté quitarle importancia al asunto.
—El más pequeño se llama Nemo y el de las aletas largas es Cenicienta. Pugsley es el que está engullendo el desayuno.
—Hablando de desayuno, ¿quieres que comamos aquí fuera? Puedo traer las cosas en un bandeja.
—No tengo hambre —respondí—, pero no me vendría mal algo para beber.
—¿Café? —preguntó Michael.
Negué con la cabeza.
—Creo que prefiero un zumo.
—Ahora mismo vuelvo. —Y se dirigió hacia la casa a paso ligero mientras yo le seguía con la mirada. Durante años, mi marido no se había acercado a un fogón, ni había lavado un mísero calcetín o llenado el depósito del coche. Ahora, sin embargo, se comportaba como si fuera mi asistente personal.
Oí un leve chapoteo y tiré otra bolita al agua.
—Solo una más, Pugsley —le advertí. No podía resistirme a sus esponjosas mejillas. Parecía un niño amenazando con contener la respiración hasta salirse con la suya—. Pero después de comer tienes que limpiar tu habitación, ¿vale?
Pugsley me miró y luego desapareció bajo la superficie con un rápido movimiento de la cola, un gesto que yo interpreté como el primer «¡A que no me pillas!» de su vida. Cogí la red que descansaba junto al estanque y limpié el agua de hojas y trozos de rama. Por eso Pugsley nunca me hacía caso: sabía que acabaría haciendo sus tareas por él.
Unos minutos más tarde, Michael apareció de nuevo con dos botellas de DrinkUp en la mano y un plato cubierto con papel de aluminio.
—¡Provisiones! —anunció a medida que se acercaba—. He traído cruasanes y mermelada por si cambias de opinión. Siento haber tardado tanto. Me ha llamado Dale mientras estaba dentro.
—¿Qué quería? —Arrugué la nariz inconscientemente, como si el viento acabase de traer un olor rancio.
—No es importante —respondió Michael—. Aunque Dale crea que sí lo es.
—¿Pasa algo con la empresa? —pregunté tratando de aparentar normalidad. Volví a coger la red y me dispuse a recoger unas hojas imaginarias.
—Un antiguo empleado, que se queja por algo. No es nada. Dale dice que está intentando sacarnos dinero. No dejemos que nos estropee el día. ¿Un poco de limonada? —Me ofreció una de las botellas.
Interesante, pensé mientras asentía lentamente. Era raro que Dale llamara por algo sin importancia. Al fin y al cabo, era el abogado principal de la empresa, y uno de los más interesados en que Michael no se fuera, si quería conservar su trabajo. ¿Podía ser que estuviera buscando excusas para que Michael no tuviera más remedio que volver al trabajo?
¿Y si Dale se convertía en un aliado inesperado?, me pregunté, mientras tomaba un sorbo de la limonada que, tantos años atrás, yo había ayudado a perfeccionar en la minúscula cocina de nuestro viejo apartamento.
—¿En qué piensas? —me preguntó Michael—. Estás a cientos de kilómetros de aquí.
—¿Mmm? —Levanté la mirada del suelo y me detuve en nuestro pequeño jardín de plantas aromáticas—. Tengo una idea. ¿Por qué no cogemos un poco de menta para la limonada?
—Buena idea. —Michael me siguió hasta la pequeña parcela dispuesta en líneas verdes—. ¿Es esto de aquí? —preguntó, señalando un grupo de plantas que crecían muy altas.
Yo sacudí la cabeza.
—Eso es lavanda.
Michael se arrodilló y acercó la nariz a la planta para olerla.
—Julia, ¿has olido esto? ¡Es increíble! —Sopesé la posibilidad de explicarle que los jardineros llevaban años cortando los tallos más bonitos y decorando nuestra habitación con ellos, pero preferí no hacerlo—. No puedo creer lo bien que huele —continuó, los ojos cerrados de placer. Siguió así unos minutos, respirando el aroma de la lavanda y sonriendo como en un anuncio de pasta de dientes. Vestía unos vaqueros viejos y una sudadera de manga larga de la Universidad de Georgetown, y el pelo le había crecido tanto que ya no podía dominar sus rizos. Tenía el aspecto inocente de cuando íbamos a la universidad, del Michael que yo adoraba. Me había sentido alejada de mi marido durante mucho tiempo; ahora él estaba despertando en mí emociones que creía olvidadas, tan poderosas que era como si el suelo se moviera bajo mis pies.
Finalmente Michael se levantó, arrancó una hoja de una de las plantas de la fila contigua y la frotó entre los dedos.
—¿Esta qué es?
Me acerqué para olerla.
—Albahaca. Y esta otra menta. —Arranqué unas ramitas y le di una. La metió en su botella y me guió hasta la hamaca que colgaba entre dos álamos cercanos.
—¿Te apetece sentarte un rato? —me preguntó.
—Claro —respondí yo, encogiéndome de hombros.
Sujetó el borde de la hamaca para que yo pudiera subirme y luego se subió él, con tanto ímpetu que estuvimos a punto de irnos al suelo. Me cogí con fuerza al borde de la lona hasta que dejamos de balancearnos peligrosamente.
—Quería preguntarte algo —me dijo, estirando las piernas—. ¿Te gusta tu trabajo? Me refiero a si te gusta de verdad.
—Claro que sí —respondí yo sin tener que pararme a pensarlo ni un solo instante.
Michael tenía el ceño fruncido, pero lo relajó al escuchar mi respuesta.
—Bien —suspiró—. ¿Cuál ha sido la mejor fiesta que has organizado? Y no quiero decir la más elegante o la más lujosa. La que te haya gustado más.
—Vaya, pues no lo sé —dije yo, sacando una pierna por el borde de la hamaca e impulsándola con la punta de los dedos.
—Vamos, me gustaría saberlo —insistió Michael.
No había ninguna razón para no responder. Bueno, tal vez sí; podía castigarle negándole las conversaciones que durante tanto tiempo él me había negado a mí. Y no dejaba de ser una buena razón, por mucho que no me sintiera mucho más madura que Pugsley.
—Ha habido muchas —respondí finalmente, cruzando los brazos detrás de la cabeza con aire distraído como si durante aquellos segundos de silencio hubiera estado buscando entre mis recuerdos—. Supongo que puedo eliminar las bodas directamente. Siempre hay algún conflicto en los días previos, entre la madre y la novia, o si los padres se han divorciado y luego se han vuelto a casar, el problema son las fotos y dónde sentarlos. A veces los familiares se enfadan si no se les permite traer a sus hijos… No sé, siempre hay algo. El día en sí suele ser mágico…
De pronto se me ocurrió algo y sonreí.
—¿En qué piensas? —preguntó Michael.
—Cuando la novia empieza a avanzar por el pasillo en dirección al altar, todo el mundo se da la vuelta para mirarla. Pero yo nunca lo hago —le expliqué—. Prefiero mirar a la gente que la rodea. Hay tanta esperanza y tanto amor en esa sala… A veces sorprendo a una pareja mayor dándose la mano en ese preciso instante, o al padre de la novia luchando por contener las lágrimas…
Michael no apartaba los ojos de mí.
Me aclaré la garganta. De repente me sentí inexplicablemente molesta con él, y conmigo misma por permitirle entrar en mi mundo de aquella manera.
—En definitiva, que las bodas están muy bien, pero organizarlas es muy estresante.
—¿Y las fiestas de aniversario? —preguntó Michael—. ¿Son mejores?
—Normalmente sí —respondí—. Con el paso de los años, la gente tiende a relajarse. Pero no se me ocurre nada. Déjame pensar…
Busqué entre mis recuerdos.
—Una vez organicé una reunión familiar —empecé. Levanté la mirada al cielo y fruncí el ceño. Estaba cubierto de nubes delgadas y grises, y a un mes para el invierno, el aire ya olía a frío; se acercaba una tormenta.
Michael no dejaba de mirarme, como si saber cuál era mi celebración favorita tuviera una importancia que solo él conocía.
—La reunión familiar —repitió.
—Era para tres hermanos que habían vivido separados durante muchos años —empecé de nuevo, dejándome llevar por las imágenes de aquel día—. Se habían criado en Virginia y uno de ellos seguía viviendo allí, pero los otros dos se habían mudado muy lejos, a Inglaterra uno y a Australia el otro. Se habían casado y tenían hijos, y por esas cosas de la vida habían ido pasando los años sin que apenas se dieran cuenta. Se mandaban tarjetas por Navidad y hablaban por teléfono, pero no se habían visto en años. Querían recuperar el contacto, entre ellos y sus familias, así que invitaron a todo el mundo —padres, tías, tíos, primos, familia política— y acabaron juntándose más de cuarenta personas.
»Nunca he tenido unos clientes tan fáciles de contentar, pero ese no es el único motivo por el que los recuerdo con tanto cariño. No les preocupaba la comida o la decoración; solo querían estar todos juntos y pasárselo bien. Antes de empezar con los preparativos, les llamé para preguntarles qué recordaban de los años que pasaron juntos. Los tres admitían haber tenido una infancia feliz. Se pasaban el día fuera de casa, jugando a fútbol y a canicas. Detrás de su casa había un pequeño arroyo al que iban a pescar todos los fines de semana, a pesar de que nunca pescaban nada. Ni siquiera estoy segura de que hubiera peces en ese arroyo. Pero lo importante no eran las presas, sino compartir los días, buscar gusanos para el cebo y lanzar la caña y atrapar libélulas en tarros de cristal cuando se hacía de noche. Una vez incluso intentaron construir una balsa, como Huckleberry Finn. Se hundió cuando apenas se había adentrado unos metros en el agua.
Michael se rió.
—Alquilé una especie de cabaña rodeada de mesas de picnic, barbacoas al aire libre y dos campos, uno de fútbol y otro de béisbol. Llevamos un montón de cosas con las que recrear juegos antiguos, como carreras a tres patas, lanzar la herradura y sóftbol. Luego servimos cuencos gigantes de mazorcas de maíz con mantequilla, rodajas de sandía, perritos calientes y hamburguesas. Cuando se hizo de noche, los niños buscaron ramas y quemaron nubes de azúcar al calor de las barbacoas. Casi todos los adultos acabaron uniéndose.
—¿Se lo pasaron bien los hermanos? —preguntó Michael—. ¿Recuperaron el tiempo perdido?
Asentí.
—Contraté a una fotógrafa que estuvo todo el día haciendo fotos. Hice copias de una en concreto y se las regalé unos días después. En ella se ve a los tres hermanos hacia el final del día, los tres de pie delante del fuego. Está tomada desde detrás, y el del medio tiene los brazos alrededor de los hombros de sus hermanos. La junté con otra de los tres cuando eran pequeños y les regalé una copia a cada uno enmarcada.
—Después de tantos años, nada había cambiado, ¿verdad? —me preguntó Michael.
—No sé cuándo se volverán a ver —dije yo, y la idea fue suficiente para entristecerme—. La mujer del que vive en Australia es de Sydney y toda su familia vive allí. Sus hijos ya van al colegio y han echado raíces allí. No creo que se muden. El hermano que vive en Inglaterra comentó la posibilidad de pedir algún día un traslado de vuelta a Estados Unidos, pero quién sabe si lo hará. Yo solo quería regalarles aquel día. Puede que sea suficiente para ellos, al menos durante los próximos cinco o diez años.
—Ojalá yo hubiera tenido algo así con mis hermanos —dijo Michael con un hilo de voz.
Le miré, sorprendida. Michael no hablaba de sus hermanos ni de su familia. Nunca.
Bajó la mirada hacia el suelo y se limpió una mancha de tierra de la palma de la mano con aire ausente. Luego levantó la cabeza y me miró a los ojos.
—¿Te he contado alguna vez qué hice el día después de que la empresa saliera a bolsa? —me preguntó—. No dejaba de recibir llamadas de periodistas que deseaban entrevistarme, y tenía todo el día ocupado con reuniones. Todo el mundo quería tener un trocito de mí. Pero les hice esperar. Le dije a mi secretaria que no me pasara llamadas ni visitas, por muy urgente que fuera. Luego me senté a mi mesa, saqué el talonario y extendí cheques para mis padres y mis hermanos, uno para cada uno. Nada exagerado, mil pavos a cada uno. A partir de aquel día, todos los meses les enviaba un cheque, siempre de la misma cantidad. Mil dólares. —Tomó aire y continuó—: Siempre me tomaba mi tiempo para firmarlos y escribía las direcciones en los sobres de mi puño y letra. A principios de cada mes, los echaba al buzón yo mismo y me quedaba mirando cómo caían uno detrás de otro. Quería que mi familia no olvidara nunca que las cosas me habían ido mejor que a ellos, que yo era la única historia con final feliz de la familia. Y también quería que se preocuparan por si un día los cheques dejaban de llegar. Por eso no enviaba sumas más grandes; quería que dependieran de mí, que si se compraban un coche nuevo o un sofá o lo que sea, fuera yo quien lo pagara. Quería que me tuvieran presente a todas horas sin tener que estar cerca de ellos.
Permanecí en silencio. No sabía qué decir.
—No te dije nada porque una parte de mí se avergonzaba de ello —continuó Michael—. Fingía que les ayudaba, cuando en realidad todo giraba alrededor de mi ego. Incluso cuando firmaba los cheques, hacía la firma más grande de lo normal. Era mi forma de decirles: «A ver si ahora seguís ignorándome, cabrones».
Habíamos puesto todo nuestro empeño en dejar atrás Virginia, pero era evidente que habíamos fracasado en el empeño. Para seguir adelante con tu vida se necesita algo más que un cambio de domicilio. Por mucho que trabajara Michael, por muchas cosas que compráramos, nuestro pasado seguía ahí, respirándonos en la nuca, vigilando hasta el último de nuestros movimientos. Era la tercera persona en nuestro matrimonio, y, como en todos los casos de infidelidad, nos había separado.
—¿Piensas recuperar el contacto con ellos? —le pregunté.
Michael sacudió la cabeza.
—Les he escrito cartas explicándoselo todo con un último cheque. Y he abierto cuentas de ahorro para las universidades de sus hijos. Pero ninguno de ellos me ha llamado. Tal vez estén cabreados porque no van a recibir más dinero. Quizá simplemente no saben qué decir. No lo sé, pero tampoco tengo intención de preocuparme por ello. La única persona en la que me quiero centrar a partir de ahora eres tú.
Maldita sea, se me había olvidado: estar con Michael me relajaba y me cargaba las pilas, todo al mismo tiempo. Mientras hablábamos, las horas pasaban sin que me diera cuenta, hipnotizada por sus palabras, ajena al resto del mundo. Pero ahora la incertidumbre de nuestro futuro volvía con más fuerza que nunca.
—¿Y si ni siquiera soy capaz de perdonarte por regalarlo todo? —le pregunté. Mantén la calma, me dije. No discutas con él; limítate a plantar semillas que le hagan dudar de sus actos.
—Sé que no vemos las cosas del mismo modo, y es normal, porque no has experimentado lo mismo que yo. Solo quiero que estemos juntos y que no nos preocupemos por el dinero durante un tiempo.
Sentí que las uñas se hundían en las palmas de mis manos.
—Pues así no lo vas a conseguir —le dije—. Al contrario, estás haciendo que me fije más en el dinero, no menos.
—Julia, sé que esto te está costando —continuó, la voz tranquila pero el tono urgente—. Te conozco mejor que nadie, o al menos así era. Espero volver a conocerte a ese nivel. Y puede que no esté haciendo las cosas todo lo bien que debería, pero es la única forma que sé.
Empecé a decir algo, pero un trueno ahogó mis palabras.
—Va a llover —dije, levantando la vista al cielo.
—Pero mira. —Michael señaló hacia lo alto de los árboles, cuyas pobladas copas formaban una cubierta perfecta sobre la hamaca—. Estamos completamente protegidos.
—¿Quieres quedarte aquí fuera?
Él asintió.
—¿Te quedas conmigo?
—¿En serio? —pregunté. Si se ponía a llover con fuerza, estaríamos atrapados y a una distancia considerable de la casa—. Aún estamos a tiempo de volver corriendo.
—Julia, no nos espera nadie, ¿verdad? Tenemos provisiones. —Michael levantó la botella de limonada aderezada con una ramita de menta y sonrió—. Esperemos a que pase la tormenta.
Reprimí un suspiro y me tumbé de nuevo en la hamaca. Al cabo de un rato, me había olvidado de toda mi frustración escuchando las historias de Michael y los primeros días de su empresa, como la vez en la que estaba tan absorto pensando en una reunión muy importante que no vio la señal de altura máxima en la rampa de entrada de un aparcamiento, y destrozó la parte superior de un camión de DrinkUp contra el techo de hormigón.
—Tendrías que haber visto la cara del encargado del aparcamiento. Seguro que estaba pensando «Este tío es millonario, y ¿no es capaz de leer una señal gigante?».
—¿Cómo sacaste el camión? —pregunté.
—Mucho más lento de lo que lo metí —respondió él.
No pude contener la risa. De pronto me di cuenta de que Michael no apartaba la mirada de las copas de los árboles.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Estaba contando las ramas. Noah tiene razón. No dejo de encontrar números de Fibonacci.
—Es un niño increíble —dije, preguntándome si hablar de sus hermanos, de sus verdugos, le había hecho pensar en Noah. Sabía por experiencia propia que los niños listos y un tanto especiales podían convertirse con facilidad en objetivos; los dos esperábamos que para Noah las cosas fuesen más fáciles.
—Por favor, no te enfades conmigo por decir esto —dijo Michael—, pero no dejo de preguntarme: si hubiéramos tenido un hijo, ¿se parecería a Noah?
Esperé a sentir la oleada de ira, pero nunca llegó.
«Quiero tener un hijo». Las palabras resonaron en mi cabeza con tanta fuerza que casi tuve que reprimir una exclamación de sorpresa. Había enterrado mis esperanzas hacía ya muchos años, pero con el paso del tiempo no habían hecho más que hacerse más poderosas. Hacía apenas unos días, estaba en la cola de un Starbucks detrás de una joven madre y su niña, y no pude dejar de mirar los ojos líquidos del bebé y sus rollizas mejillas. Casi podía sentir la calidez de su cabecita sobre mi hombro. La dependienta tuvo que preguntarme dos veces qué quería, y solo cuando la madre se dio la vuelta para mirarme aparté los ojos de ella, sonrojándome de la vergüenza.
Miré a Michael y empecé a decir algo, pero de pronto en mi cabeza resonaron las palabras de siempre, las que tantas veces se habían materializado ante mis ojos, y me sentí como si me hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago.
«Quiero tus labios, tus manos, tu cuerpo… ¿Podemos escaparnos un poco antes esta noche?», le había escrito Roxanne a Michael en un viejo correo electrónico. Aquella única línea contenía todas las razones por las que nunca le había insistido a Michael con el tema de los hijos. No me parecía justo tener uno cuando nuestro matrimonio era poco más que una farsa.
La lluvia empezó a caer con más fuerza, empapando el suelo y creando pequeños charcos. Mientras, yo pensaba en la aventura de Michael. Hacía ya un tiempo que todo había terminado entre los dos; estaba segura de ello porque seguía cogiéndole la BlackBerry a escondidas y comprobando el listado de llamadas. Sin duda el nuestro era un matrimonio ejemplar, pensé con ironía, y moví las piernas para que no rozaran las de Michael. Estar con él era como un chachachá emocional: cada vez que dábamos un paso al frente, retrocedíamos otro a la misma velocidad. Hablar con él hacía que fuera imposible ignorar el dolor y las traiciones del pasado, tal y como suponía que pasaría.
Tal vez Michael había cambiado. Le estudié mientras él observaba detenidamente los árboles. Pero ¿cuánto duraría?
Al cabo de un rato dejó de llover. Caminábamos de vuelta a casa cuando el mundo tembló a nuestro alrededor.
—Sé que necesitas controlar todo lo que pasa en la oficina —me dijo Michael—, pero si no has planeado nada especial para el próximo…
Una explosión, potente como un trueno, ensordeció el resto de la frase.
Me lancé hacia delante instintivamente y levanté la mirada hacia el cielo. Michael estaba allí de pie, paralizado; no sé cómo conseguí tirarme sobre él con la fuerza necesaria para que los dos saliéramos despedidos a un par de metros. Yo aterricé sobre Michael y me golpeé la mandíbula con su nuca. En el preciso instante en que tocábamos el suelo, algo cayó detrás de nosotros con tanta fuerza que la tierra tembló.
Nos quedamos unos segundos tumbados en el barro. Luego Michael se levantó lentamente, me ofreció la mano y me ayudó a hacer lo propio. Me temblaban tanto las piernas que creía que volvería a caerme.
—¿Estás bien? —me preguntó, apartándome el pelo de la cara.
—Ni un rasguño. ¿Y tú?
Michael asintió.
—Me habría caído encima —dijo, con un tono de voz extrañamente calmado y sin apartar los ojos de la rama.
Levanté la mirada y localicé el punto en el que la rama se había separado violentamente del árbol: ocho, quizá diez metros. Tenía casi medio metro de grosor y dos de largo, y en un extremo estaba cubierta de pequeñas ramas con hojas. Pero la parte más gruesa, la más peligrosa, había aterrizado cerca de nosotros.
—La lluvia debe de haberla debilitado —dije. Me froté la mandíbula dolorida y me acerqué a la rama para observarla más de cerca—. Seguramente estaba podrida.
—No lo parece —intervino Michael, poniéndose de cuclillas para examinarla. Tocó el extremo por el que había roto con la punta del dedo y levantó la vista de nuevo hacia el árbol—. Me habría matado —dijo lentamente—. Si me hubiera golpeado en la cabeza.
—Pero no lo ha hecho. Vamos —le dije, tirando de su manga y deseando alejarme de aquel lugar cuanto antes—. Démonos prisa antes de que empiece a llover otra vez.
Miró detenidamente la rama unos segundos más y luego caminamos de vuelta a casa. A nuestro alrededor, el aire se había vuelto denso, cargado de todas las palabras que no estábamos diciendo.