22

Una vez leí un artículo en el periódico sobre qué le pasa al cuerpo humano justo antes de sufrir un accidente importante. Imagina que vas conduciendo por un cruce, jugando con la brisa con la mano sacada por la ventanilla, y haciendo tu mejor imitación de Alicia Keys a todo pulmón mientras ella te hace los coros desde la radio. De pronto, por el rabillo del ojo, ves a un tipo en un camión saltándose un semáforo en rojo, y en ese instante, en esa milésima de segundo, tu cerebro calcula la trayectoria y la velocidad de tu coche y del camión y hace sonar las alarmas: «Vas a recibir un impacto». Es entonces cuando tu cuerpo se prepara para protegerte. La sangre se acumula en los órganos internos para amortiguar mejor el golpe. El instinto te hace levantar los brazos para cubrirte la cabeza y la cara, que son especialmente vulnerables. «Centrémonos en las prioridades, en las cosas que más dolería perder», razona tu cuerpo, y eso es exactamente lo que también hacen los médicos cuando ingresas en urgencias del hospital. A veces las heridas menores, como hombros dislocados o dedos rotos, pasan desapercibidas hasta que alguien detiene las hemorragias internas y los cirujanos se aseguran de que tus pupilas siguen contrayéndose bajo la luz y que recuerdas el día de la semana.

Cuando Michael anunció que quería regalarlo todo, eso es exactamente lo que hice yo: me concentré en la hemorragia más importante, la pérdida potencial de la empresa y de las casas. En ningún momento pensé en las piezas más pequeñas. Entonces un día, mientras me cambiaba de camisa en el vestidor, me golpeó con la fuerza de un rayo.

¿Cómo había podido olvidarlo?

Me di la vuelta y saqué la cabeza por la puerta de la habitación para asegurarme de que Michael no estaba cerca, y luego me encerré en el vestidor. Me dirigí al fondo de la estancia, repasando con la mirada los armarios de puertas acristaladas en los que todo mi vestuario —ropa, zapatos, bolsos— se encontraba perfectamente ordenado. Pasé varias pilas de jerseys a una chaise longue y luego revisé el trozo de pared que había quedado al descubierto. Apoyé la mano y presioné en el punto que hacía tanto tiempo que había memorizado, y una parte de la pared se deslizó a un lado, dejando al descubierto la puerta de una caja fuerte. Introduje la combinación y esperé hasta que la pesada puerta de metal se abrió con un leve clic.

Metí la mano y saqué las cajas forradas de terciopelo que contenían unos pendientes con forma de lágrima de platino y zafiros, y el collar a juego que Michael me había regalado por mi último cumpleaños. Las dejé sobre la estantería y volví a meter la mano. Allí estaban mis brazaletes de oro macizo y los collares de ónice y perlas blancas. Volví a meter la mano una tercera vez y saqué un brazalete de diamantes, dos Rolex y un anillo de esmeraldas. Después les tocó el turno a los aros de diamantes, la esclava con turmalinas de Tiffany y el broche de grosularia y platino. Una a una, con cierta reverencia, fui abriendo las cajas y dejándolas en la estantería. La gargantilla de platino con gemas incrustadas en todos los colores del arco iris —seguramente la pieza más valiosa de todas— me había sido entregada el día después de que la empresa de Michael entrara en bolsa.

Todo aquellas joyas me pertenecían, eran regalos que Michael me había hecho por mi cumpleaños, en el día de nuestro aniversario o en alguna otra fecha señalada. Daba igual lo que pasara en el futuro: las joyas se venían conmigo.

Cerré los ojos y sentí una sensación de alivio casi física, como si me hubiera sorprendido una tormenta y acabara de quitarme un abrigo empapado de encima. Nunca había tasado las joyas, pero sabía que, si me veía obligada a venderlas, aún teniendo en cuenta la pérdida de valor por la reventa, me esperaba un cheque de no menos de seis cifras, suficiente para la entrada de una casa en un bonito vecindario y para guardar un buen pellizco en el banco por si sucedía alguna emergencia.

Si finalmente decidía que mi futuro no incluía a Michael… Mis dedos se pasearon sobre el delicado acabado de las piedras y los metales preciosos. Aunque no consiguiera encontrar la manera de romper el contrato prematrimonial, tendría una red de seguridad, brillante y maravillosa.

Me asusté al oír la voz de Michael tras la puerta del vestidor:

—¿Julia?

—Un segundo —grité. Guardé las cajas en su sitio, cerré la puerta de la caja fuerte y deslié el panel que la cubría. Luego volví a colocar los jerseys en la estantería y corrí a la puerta para abrirla.

—Hola —jadeé.

—¿Estás bien? —me preguntó Michael.

—Sí, claro. Me estaba cambiando de camisa —respondí—. Hace más frío del que pensaba.

—Oh. —Michael me miró, extrañado—. Pero ¿esa no es la camisa que llevabas antes?

—Sí, mmm, es que no he encontrado nada más…

Michael arqueó las cejas y paseó la mirada por el vestidor, que estaba tan bien surtido como cualquier boutique.

—Da igual. ¿Querías algo? —pregunté.

—Hace un día muy bonito —respondió Michael—. He preparado algo de comer para llevar. ¿Te apetece dar un paseo?

Yo me encogí de hombros, más predispuesta a llevarme bien con él de lo que lo había estado en mucho tiempo.

—Claro —dije—. Un paseo suena genial.

Eran casi las cuatro de la tarde cuando salimos y, sin haberlo planeado, me encontré a mí misma conduciendo hacia Great Falls. No era mi intención enseñarle aquel lugar a Michael, pero tampoco me apetecía pasear por el centro, que alguien reconociera a Michael y nos viéramos obligados a mantener una conversación en la que yo no tenía ganas de participar. Así pues, le sugerí que fuéramos al lugar en el que había conocido a Noah, al que, según me había contado entonces, acudía muchas tardes después de clase. Me apetecía encontrarme otra vez con él, tal vez porque todavía me sentía extraña junto a mi marido y sabía que la verborrea de Noah rellenaría los huecos de nuestra conversación. O quizá había algo en aquel niño que me atraía, con la intensidad y la persistencia de la resaca en el mar.

Además, aún no había podido averiguar la solución al estúpido enigma del camarero y el dólar desaparecido.

Nos bajamos del coche y caminamos un buen rato en silencio. Se me hacía raro estar en aquel lugar tan silencioso con Michael, y era tan consciente de todo que aquello parecía una cita a ciegas. Me aseguré de que, mientras caminábamos, siempre hubiera espacio entre nosotros. No quería que mi mano rozara la suya y él tuviese una impresión equivocada.

Cuando por fin divisé la delgada silueta de Noah tirándole un palo a Oso, él ya nos había visto y nos hacía señales para que nos acercáramos, señales que se volvieron más efusivas cuando vio la cesta de picnic que llevaba Michael. Desde el momento en que nos juntamos los tres, Noah fue el encargado de llevar el peso de la conversación, sin dejar de derrapar en las curvas del camino o atravesar campos llenos de baches en los que Michael y yo poco podíamos hacer, más que aferrarnos a la vida con todas nuestras fuerzas.

—Esto está buenísimo —dijo Noah, metiéndose medio sándwich en la boca y sin apartar los ojos de las galletas de chocolate que asomaban por el borde de la cesta. Cogí unas cuantas y se las di con una sonrisa, y luego estiré las piernas sobre la roca.

—He estado leyendo cosas del hombre de la ópera, Wagner —dijo Noah. Tenía un poco de chocolate en la nariz y, por extraño que pareciera, también en el pelo—. Tuve que buscarlo en Google porque lo había escrito con uve en lugar de uve doble. Al final me di cuenta.

—¿De verdad? —pregunté, incapaz de disimular la alegría. Era la primera vez que hablaba de ópera con alguien, y la idea de que a Noah le gustara me resultaba inesperadamente encantadora—. ¿Y qué has descubierto?

—Creo que sé por qué era tan imbécil —dijo Noah—. No podía sacarse de encima el número trece.

Yo arrugué la nariz, confundida.

—¿Qué quieres decir?

—Su nombre, por ejemplo. Richard Wagner. Tiene trece letras, ¿no? Nació en 1813. Y adivina cuántas óperas compuso. Trece.

—Creo que tienes razón —dije yo, tratando de recordarlas.

Michael no dejaba de mirarnos, como si habláramos en un idioma desconocido para él, pero en ningún momento nos interrumpió.

—Tengo razón —insistió Noah con una sonrisa en los labios—. Y hay más. Suma los números del año en que nació, 1813: da trece. Y ¿sabías que tuvo que exiliarse de Alemania?

Cerré los ojos.

—Creo que sí. Lo leí en alguna parte…

—Durante trece años —continuó Noah—. Su primera ópera, la que no sé pronunciar. ¿Tann algo?

Tannhäuser —asentí con entusiasmo—. Fue un desastre… La gente le abucheó y todo.

—Trece de marzo —dijo Noah—. Es la fecha del estreno en París.

—Dios mío —exclamé.

—Ya te dije que me encantan los números —explicó Noah—. Además, murió el trece de febrero. ¿Qué culpa tenía él de ser tan estúpido? Tuvo mala suerte toda su vida. Seguro que no dejaba de pillarse los dedos con la tapa del piano y tropezándose él solo. Puede que la razón por la que no escribió más óperas fuera que se le quemaron por accidente en la chimenea. Si lo piensas, con todos esos treces, su vida debía de ser bastante miserable.

Noah no dejaba de sonreír, como si todo aquello fuese una especie de chiste. Michael y yo le mirábamos sin dar crédito a lo que estábamos presenciando.

—¿Has… has sacado todo eso de Google? —pregunté finalmente—. ¿Te ha llevado mucho tiempo?

—¿Te refieres a lo de las óperas y la chimenea? Era broma.

—Los números, Noah, todos esos treces. ¿Cuánto tiempo has necesitado para llegar a esa conclusión?

Noah se encogió de hombros.

—No sé. Puede que un par de minutos.

—¿Cómo lo has hecho? —intervino Michael, con un tono de voz tranquilo y un interés más que evidente.

—A veces, cuando veo algo, como una historia aburrida… —Me miró y se le escapó una sonrisa—. No te ofendas, pero había muchas cosas aburridas en su vida, no sé, como lo del viaje en barco. El caso es que es como si los números flotaran delante de mí, incluso cuando no los estoy buscando.

—¿Te pasa a menudo? —preguntó Michael, inclinándose ligeramente hacia delante.

—Sí —respondió Noah, metiéndose la última galleta en la boca—. Suelo leer mucho sobre matemáticas. Seguramente por eso siempre las tengo en la cabeza.

—Creo que hay algo más —dijo Michael, casi en voz baja, sacudiendo lentamente la cabeza.

—La mayoría de la gente solo ve números en sitios aburridos —explicó Noah—, como en un cheque —se miró los dedos, que acababa de lamerse— o cuando cuentan con los dedos. Pero hay números por todas partes.

—¿Dónde, por ejemplo? —le preguntó Michael.

Para entonces ya me sentía una intrusa en aquella conversación; yo siempre contaba con los dedos. ¿No era lo que hacía todo el mundo?

Noah miró a Michael, como si estuviera sopesando si se burlaba de él o realmente le interesaba lo que estaba contando.

—Ahora mismo las matemáticas nos rodean por todas partes —explicó Noah, y señaló un árbol—. Ahí, por ejemplo.

—¿Cómo? —pregunté. Si su perro era capaz de bucear, quién sabe si había encontrado un árbol capaz de recitar las tablas de multiplicar.

—¿Te suena un tipo llamado Fibonacci? ¿Un italiano? —preguntó Noah, elevando la voz, ya de por sí aguda, al final de cada frase a niveles dignos del helio—. Da igual. El caso es que se le ocurrió una sucesión de números: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55… Lo que tienen de especial…

—Cada número es la suma de los dos anteriores —le interrumpió Michael—. Ocho es tres más cinco. Trece es ocho más cinco.

Noah abrió los ojos de par en par, sorprendido.

—Exacto. ¿Cómo lo has sabido?

—Las matemáticas también era mi asignatura preferida —respondió Michael.

—Leí en un libro que en la naturaleza se encuentra la secuencia de Fibonacci por todas partes —nos explicó—. Y es verdad. Si cuentas los pétalos de una flor, normalmente te da un número de Fibonacci. Y si miras ese árbol, o cualquier otro, y cuentas las ramas que hay entre una de la parte baja y otra de la parte alta que esté justamente en línea, normalmente te dará un número de Fibonacci. He descubierto que pasa lo mismo en las piñas.

Noah inclinó la cabeza a un lado y sonrió.

—Una vez encontré espirales de Fibonacci en una coliflor que mi madre me iba a preparar para la cena. Intenté convencerla para que me dejara quedármela, pero no quiso y me la tuve que comer.

Michael y yo nos miramos. Había oído hablar de los niños prodigio. Mozart escribió la ópera Bastien und Bastienne a los doce años. Y con quince, Rossini podía ir a la ópera, volver a casa y escribir arias enteras, tanto la parte vocal como la partitura, de memoria. Pero era la primera vez que conocía a uno en persona.

¿Cómo era posible que aquel niño con la camiseta manchada, aquel chaval flaco y desaliñado que se pasaba las tardes tirando un palo a su perro subido a una piedra junto al río, poseyera un cerebro tan increíble?

—Hay otra cosa en la que he encontrado la secuencia de Fibonacci —dijo Noah, esta vez mirándome a mí. Por primera vez desde que nos conocíamos, creí notar cierta timidez en él, como si me estuviera ofreciendo un regalo sin estar seguro de que me gustara—. He pensado en ti. Como te gusta tanto la música… investigando sobre la ópera en Google, he leído que cada octava tiene trece notas. En un piano, en cada octava ocho teclas son blancas y cinco negras, y las negras están agrupadas de dos en dos y de tres en tres. Todo son números de Fibonacci, del primero al último.

¿Había descubierto aquello pensando en mí? ¿Aquel niño dulce e inteligente que con los auriculares de mi iPod en las orejas, los ojos cerrados y una sonrisa en los labios había escuchado atentamente la música de Wagner?

¿Quién eres? ¿De qué te conozco?, quise preguntarle. Porque conocía a Noah de algo, de algún sitio. Estaba segura de ello. Me resultaba tan familiar…

De pronto, Noah se puso en pie y lanzó un palo al río para Oso.

—¿Habéis traído algo para beber? —me preguntó—. Con tantas galletas me ha entrado la sed.

—Claro —dijo Michael. Cogió la cesta, sacó una botella de DrinkUp y sirvió un poco en un vaso de plástico—. Toma… Eh, Noah, ¿ves a tu perro?

—Está bien —respondimos los dos al unísono.

Michael frunció el ceño.

—Pero no lo veo…

—Confía en mí —le interrumpí—. Oye, Noah, ¿cuál es la solución del enigma? Me estoy volviendo loca.

Noah sonrió.

—Vas a comer con dos amigos y cada uno paga su parte de la cuenta, que son diez dólares, ¿vale? Pero al rato el camarero se da cuenta de que en total eran veinticinco dólares, y no treinta, así que coge cinco dólares de la caja y, de camino a vuestra mesa, se queda dos como propina. Luego os devuelve uno a cada uno, así que tú y tus amigos pagáis nueve dólares cada uno, que suman veintisiete. Y el camarero se ha quedado dos, por lo que en total son veintinueve. ¿Qué ha pasado con el dólar que falta?

Michael no pudo contener la risa.

—Te lo sabes, ¿verdad?

—¿Por qué no se lo explicas, por si acaso? —intervine, impaciente.

—Es como una ilusión óptica —explicó Noah—, una pregunta con trampa. Los dos dólares deberían restarse de lo que pagan los clientes, no sumarse.

Pensé en ello por un instante. No acababa de entenderlo, pero de pronto ya no me importaba el enigma ni su solución. Porque en aquel preciso instante, mientras les miraba, tuve una revelación: la persona a la que me recordaba Noah era a Michael de joven.