Sinceramente, nunca pensé que Michael pudiera estar haciendo otra cosa que trabajar cada vez que se quedaba hasta tarde en la oficina. No sospeché cuando no me cogía el teléfono, o cuando preparaba las maletas y se marchaba de viaje de negocios cada vez con más frecuencia. El único cliché que faltaba era la mancha de carmín en el cuello de la camisa, pero aun así yo no caía en la cuenta, no hasta que una noche Michael y yo asistimos a una cena en el centro en la que se recaudaban fondos para un candidato político.
Era una cena de trabajo disfrazada de evento social; las tarjetas iban de un lado para otro más rápido que los pastelillos de cangrejo y las mini quiches, y las miradas se perdían siempre más allá de la persona con la que se hablaba por si acaso en el grupo de al lado había alguien más importante. Era la clase de evento que yo odiaba y que a Michael le encantaba. Había estado a punto de no ir, pero últimamente pasaba tan poco tiempo con mi marido que al final había cambiado de idea. Quizá podría convencerle para irnos antes, me dije. Nos escabulliríamos con una botella de vino y le pediríamos al chófer que nos hiciera el tour nocturno por los monumentos de Washington.
Pero desde el instante en que llegamos, Michael fue de una conversación a otra, siempre alejado de mí. Por aquel entonces, ya formaba parte de las juntas de media docena de fundaciones benéficas, cuyas reuniones ocupaban casi todas sus tardes. Al parecer, conocía en persona a la mitad de los presentes en la sala. Me había costado darme cuenta, pero al final había comprendido que ser rico no era suficiente. Lo que Michael realmente ansiaba era el poder. Solía donar grandes sumas a políticos para que le invitaran a sus eventos, en los que miembros del Congreso se mezclaban con famosos y periodistas de élite. Le encantaba dar conferencias sobre desarrollo empresarial y nuevas técnicas de marketing. No importaba cuán ocupado estuviera; siempre se quedaba a contestar hasta la última pregunta del público, creciéndose por momentos mientras los presentes escuchaban embobados sus explicaciones. Era como si finalmente le hubieran admitido en el club más exclusivo, después de dedicarse durante años a aparcar los Porches y los Mercedes de sus miembros, con la orden expresa de no rayarlos en el proceso.
Aquella noche volvía a estar en su elemento. Después de aceptar un par de cócteles de uno de los camareros que paseaban por la sala, se nos acercó un tipo, un antiguo secretario de Comercio, con el pecho hinchado como solo los pájaros en celo y los políticos de Washington podían lucirlo. Estrechó enérgicamente la mano de Michael —era casi un deporte en el nuevo círculo de amistades de mi marido— y cuando la conversación derivó hacia el apasionante tema del censo de Estados Unidos, me escabullí disimuladamente antes de que el aburrimiento me hiciera perder el sentido. Paseé por la sala, admirando las flores y saludé con la cabeza a un camarero que había trabajado para mí en algunos eventos. Al final encontré una mesa llena de pequeñas tarjetitas, escritas a mano y dispuestas en fila, con los nombres de los asistentes y la mesa en la que debían sentarse. Localicé el nombre de Michael enseguida —le había tocado en la mesa número doce, justo al lado del podio desde el que el presidente se dirigiría a los presentes—, pero no conseguía encontrar la mía. Repasé las filas de nombres dos veces, tres veces, hasta que de pronto se me empañaron los ojos y los sonidos de la sala me llegaron lejanos y distorsionados, como un disco sonando del revés.
Roxanne Dunhill, mesa 12
Me cogí al borde de la mesa para no perder el equilibrio y cogí la tarjeta, como si con ello pudiera esconder las pruebas, camuflar la ira y la vergüenza que sentía.
—¿Lista? —me preguntó Michael, que se había acercado a mí por detrás. Puso la mano sobre mi cintura y yo me la quité de encima de un manotazo—. ¿Te pasa algo? —Me di la vuelta para mirarle a los ojos y sostuve la tarjeta en alto con gesto tembloroso.
Él se limitó a fruncir el ceño.
—Han cometido un error. —Se encogió de hombros—. Espera un segundo. No pensarás…
—No sé qué pensar —respondí, y mi voz sonó aguda y demasiado alta. Me quedé allí plantada, temblando y sin saber qué decir, mientras otra pareja se acercaba a la mesa, recogían sus tarjetas y volvían a alejarse.
—Alguien ha cometido un error —insistió Michael.
—Alguien cree que ella es tu mujer. ¿Por qué iban a creer algo así, Michael?
Michael levantó las manos a ambos lados del cuerpo en un claro gesto de inocencia, aunque no pudo controlar el tic nervioso que había presenciado en tantas ocasiones, como aquella vez que le pillaron intentando pasarme una nota en clase de inglés, o todas las veces que se había excusado para librarse de compromisos sociales que no le interesaban. Su voz era demasiado firme, demasiado segura, y el resultado final acababa siendo exactamente el opuesto al que él había pretendido. Sin duda estaba mintiendo.
¿Sabía que aquel momento acabaría llegando?, me pregunté. Cuando conocí a Roxanne, la directora de relaciones públicas que Michael había contratado unos meses atrás, sentí algo, una llamada de atención instintiva, como una pequeña descarga eléctrica. La forma en que le miraba y sonreía, para luego repasarme de arriba abajo, me dejó sin aliento. Con el tiempo le quité importancia. Roxanne era joven, tenía el cuerpo de una bailarina y el nombre de una estrella del porno, y probablemente se había enamorado de Michael. No era el mejor de los escenarios, pero podía vivir con ello.
Eso es lo que me repetí a mí misma unas semanas más tarde cuando abrí el periódico por la mañana y vi una foto de los dos en un palco privado durante un partido de baloncesto. Yo no había ido; Michael me había invitado, pero no me encontraba muy bien y preferí quedarme en casa, consciente de que si iba la noche sería larga y ruidosa. En la foto, Roxanne estaba a su lado, acariciando con las uñas la manga enrollada de la camisa blanca de mi marido. Él miraba directamente a la cámara, pero ella le miraba a él con una sonrisa en los labios.
Parecía un gato, pensé, intentando evaluar objetivamente la forma triangular de su rostro y aquellos enormes ojos de largas pestañas. Lo más probable era que Michael la encontrara atractiva —¿quién no?—, pero en la imagen casi le daba la espalda. Él seguía el partido y ella le seguía a él.
Me pregunté qué habría visto si la cámara hubiera tomado la instantánea unos segundos más tarde. ¿Estaría la cabeza de Michael inclinada hacia ella? ¿Seguiría la mano de Roxanne sobre el brazo de Michael, quizá acariciándole el bíceps?
En la fotografía estaban rodeados de gente, incluidos compañeros de trabajo y el resto de propietarios del equipo. No significaba nada, me dije, doblando el periódico y tirándolo al cubo de reciclar. No podía significar nada
—Julia, esto es absurdo. —Por un instante, creí que Michael se acercaba a mí para abrazarme, pero en vez de eso me quitó la tarjeta de la mano, la rompió y se guardó los trocitos en el bolsillo del pantalón.
Julia. Hacía años que me llamaba así, los mismos que llevaba él presentándose ante la gente como Michael. Para mi marido, las personas que habíamos sido hasta que nos mudamos a Washington eran meras pieles de serpiente de las que deshacerse a conveniencia. Un día, quedamos en la Universidad de Georgetown para comer y descubrí que sus compañeros de clase se dirigían a él por su nombre completo.
—Mike suena un poco infantil —me dijo, encogiéndose de hombros, cuando le pregunté—. ¿Has pensado alguna vez en hacerte llamar Julia?
Yo puse los ojos en blanco a modo de respuesta, pero aquella misma noche probé el nombre completo que aparecía en mi certificado de nacimiento, un nombre que nunca nadie había utilizado, a excepción de un profesor suplente cuando iba al colegio. Lo escribí en un trozo de papel y luego lo leí en voz alta. Sonaba elegante y sofisticado, pensé, a pesar de que me sentía como si estuviera robando la identidad de otra persona.
De vuelta al presente, Michael acababa de saludar con la cabeza a un hombre que se encontraba al otro lado de la sala, mientras yo seguía allí plantada, al borde de las náuseas, trastornada por el dolor y los celos.
¿Es que ya no le importaban mis sentimientos? ¿Quién era aquel desconocido?
—Quiero irme a casa —dije, y me envolví con mis propios brazos, sintiendo que en cualquier momento podía romperme en mil pedazos.
—Vamos, Julia —dijo él, levantando la mano para saludar a alguien—. La gente nos espera.
Le miré sin dar crédito a lo que estaba oyendo: le importaba más lo que la gente pensara que mis sentimientos. Sopesé las dos únicas opciones que se me ocurrían en aquel momento: salir de allí a toda prisa o seguirle hasta nuestra mesa. Los encargados de organizar la velada habían dado por sentado que Roxanne era su esposa. Me preguntaba qué habrían visto u oído.
Un camarero pasó a nuestro lado; cogí una de las copas de vino blanco que llevaba y me bebí un tercio de ella de un solo trago, sin molestarme en saborearla.
—Cariño —dijo Michael. Su tono era de súplica, pero la sonrisa no había desaparecido de su cara. Si alguien nos miraba, no tendría ni idea de lo que estaba pasando en realidad.
Miré a mi alrededor y me di cuenta de que allí no tenía ni un solo amigo de verdad. Si me iba, la gente de nuestra mesa comentaría el motivo de que mi silla estuviera vacía, pero ni uno de ellos me echaría de menos. ¿Decidiría Michael irse conmigo? Quizá se quedaría toda la noche, encandilando a todos los presentes en nuestra mesa después de explicar que de pronto no me había encontrado bien a modo de excusa. Unos años antes, no hubiera tenido que preguntarme cuál habría sido su reacción.
Había escogido para la velada un vestido de dos mil dólares de Issey Miyake, y las orejas me dolían por el peso de los aros con diamantes incrustados que llevaba. Mi marido era uno de los hombres más exitosos en una sala llena de gente interesante. Y, sin embargo, en mi vida me había sentido más miserable.
—Por favor… —suplicó Michael, mientras la banda empezaba a tocar y el presidente electo y su esposa entraban en la sala. Todo el mundo se había puesto en pie para aplaudir y vitorear al recién llegado, pero en menos de un minuto volverían a sus sillas y Michael y yo llamaríamos la atención.
Eché los hombros hacia atrás y me dirigí hacia la mesa doce, donde permanecí sentada el resto de la puñetera velada, sonriendo y hablando amigablemente con los dos hombres que se sentaban a mi lado. Fingí escuchar atentamente los parlamentos, aunque en realidad no podría haber repetido ni una sola palabra. Aplaudí hasta que me dolieron las manos, y sonreí hasta que se me agarrotaron los músculos de la cara. Tomé otra copa de Chardonnay, y luego otra, con la esperanza de borrar de mi cabeza la imagen de la mano de Roxanne sobre la manga de mi marido. No lo conseguí.
Las palabras del presidente se convirtieron en un rumor apagado y distante dentro de mi cabeza. Mientras, yo no dejaba de ver la cara de Rosina, la mujer cuya historia explicaba Rossini en su ópera y que luego Mozart había recuperado años más tarde. Para entonces, el conde y Rosina ya llevaban unos cuantos años casados y se habían ido distanciando con el tiempo. Él incluso había intentado engañarla con una empleada.
Rosina también lo había descubierto.
Me enfrenté a Michael aquella misma noche —grité y lloré y exigí saber qué había ocurrido exactamente entre ellos—, pero él lo negó todo. Su rostro era como una máscara, la viva imagen de la inocencia.
—Estás teniendo una aventura —le dije. Me acerqué a él, le miré cara a cara y volví a escupir las palabras, con la esperanza de arrancarle la verdad. Pero él se limitó a sacudir lentamente la cabeza.
—No es más que un malentendido —respondió—. Estás haciendo una montaña de un grano de arena.
Pero yo no estaba tan segura. Por supuesto que no lo estaba.
Una vez en la cama, recordé un día, cuando Michael y yo aún vivíamos en nuestro viejo apartamento, en que había quedado con tres vecinas del edificio para tomar algo en el restaurante japonés de abajo, una tradición que ellas conocían como «domingo de sake». Nos habíamos hecho amigas gracias a la típica relación entre vecinos —nos recogíamos las cartas, regábamos las plantas si alguien se iba de viaje— y ya me habían invitado a su reunión semanal unas cuantas veces, pero los domingos por la tarde se celebraban muchas bodas y yo casi siempre tenía algún evento programado.
A pesar de que acababa de llegar al grupo, me animé a participar en la conversación gracias a las copas de sake caliente. Marnie, una de las chicas, se había divorciado hacía unos meses, y justo aquella tarde, antes de venir a la reunión, le había llevado a su ex marido el último cargamento de cosas que quedaban en su apartamento.
—Unos cuantos CD, un par de calzoncillos que no sé cómo habían acabado en el cajón de la ropa interior, y algunas pizzas congeladas que le encantan pero que yo no puedo soportar. Se me ha hecho tan extraño verle en su nuevo apartamento… —explicó Marnie, acariciándose sin darse cuenta el dedo anular de la mano izquierda, en el que todavía podía intuirse la marca de la alianza sobre la piel—. Mis padres intentaron que cambiara de opinión. Mi hermana también. Todo el mundo piensa que es una buena persona… pero yo no era feliz a su lado. La forma en que sorbía los cereales por la mañana o tiraba el periódico por el suelo después de leerlo, todos esos pequeños detalles me volvían loca.
—Yo también tengo que ir recogiendo detrás de mi marido a todas horas —dijo otra de las chicas. Era un poco mayor que las demás y llevaba más años casada—. Es algo con lo que he aprendido a vivir.
—No, si recogía el periódico después de leérselo entero —dijo Marnie—. Pero la forma en que lo extendía por el suelo, en lugar de dedicar dos segundos a doblarlo de nuevo por si yo quería leer alguna sección… Miró alrededor de la mesa y se sonrojó—. Quizá os parezco un poco quisquillosa. Puede que lo sea… Pero es que siempre he pensado que, si quieres a alguien, ¿no deberías ser capaz de ignorar esa clase de cosas? Yo nunca pude hacerlo, no con Brian. Creo que algún día seremos mejores amigos que pareja. A veces, por la noche, oírle respirar por la boca era suficiente para hacerme perder los nervios… Sentía que tenía que irme antes de que empezara a odiarle. Suena horrible, ¿verdad?
—¿Por qué te casaste con él? —pregunté, envalentonada por las cuatro copas de sake, con su sabor ligeramente medicinal.
Marnie se inclinó sobre la mesa, con los codos apoyados, y su hermosa melena rubia cayó como una cascada desde sus hombros, enmarcando su rostro ovalado.
—Antes de conocer a Brian, estuve saliendo con una especie de chico malo. Me ponía los cuernos, se emborrachaba a todas horas… Una vez empezó una pelea en un bar porque a un tío se le ocurrió intentar ligar conmigo. Era una pesadilla, pero Dios mío, era tan guapo… —Su mirada parecía ausente—. El caso es que cuando conocí a Brian, supe que él no haría ninguna de aquellas cosas. No me gustaba por lo que era, sino por lo que no era, y por eso me casé con él. No fui justa. Se merece algo mejor.
—Mi matrimonio… —La mujer que se pasaba el día limpiando detrás de su marido se aclaró la garganta y tomó otro trago antes de volver a empezar. Tenía los dientes manchados de carmín; quise hacerle un gesto para que se lo limpiara y más tarde no se avergonzara al descubrir la mancha, pero ella no levantaba la mirada de la copa de sake—. Mi matrimonio no es un cuento de hadas precisamente. ¿Acaso alguno lo es?
—Todas tenemos que cargar con algo —asintió Marnie.
—Los maridos también. Sé que al final Brian se hartó de que tuviera tan mala leche con él… Pero cuando empecé a fantasear con la idea de dormir en el sofá (y deberíais ver nuestro sofá, se hunde en el centro), ya era demasiado evidente. No podía seguir casada con él o ambos acabaríamos perdiendo la razón.
—Yo no creo que pudiera dejar a mi marido —intervino la mujer del carmín en los dientes—. No es que quiera hacerlo —se apresuró en aclarar—, pero a menos que hiciera algo realmente horrible, como pegarme, no sería capaz de dejarle.
—Si te pega, te tienes que ir —dijo otra de las chicas.
—O si abusa de ti verbalmente —añadió Marnie—. No tienes excusa.
Si se juega todo tu dinero, te vas, pensé, deseando una vez más que mi madre hubiese tenido la fortaleza necesaria para tomar esa decisión.
—Pero ¿qué haces si las líneas no están tan claras? —preguntó la mujer del carmín, sin levantar la mirada de la copa—. Supongamos que tu marido rompe la promesa que te hizo en el día de vuestra boda y deja de cuidarte. Quizá te quiere, pero no actúa como si siguiera enamorado de ti. ¿Deberías divorciarte de él?
De algún modo sentí que la respuesta era de vital importancia para ella, a pesar del convencimiento con el que acababa de afirmar que nunca sería capaz de dejar a su marido.
—Todos nos comprometemos hasta cierto punto —empecé con sumo cuidado—, pero cuando la mayor parte del tiempo se es infeliz…
—¿No hay una de esas consejeras que escriben en el periódico que dice que siempre te tienes que preguntar a ti misma si estás mejor con él o sin él? —añadió Marnie.
—¿Qué pasa si no fantaseas con la idea de dormir en el sofá? —preguntó, levantando la mirada de la mesa y deteniéndose en cada una de nosotras—. ¿Qué pasa si las cosas no son terribles, pero tampoco una maravilla? ¿Si no eres feliz, pero tampoco infeliz? ¿Cómo saber qué hacer?
Rellené las copas de todas mientras pensaba en ello.
—Creo que si tuvieras que dejarle, lo sabrías —respondí finalmente—. Tienes que confiar en ti misma.
Al poco rato la conversación derivó hacia temas menos transcendentales, pero yo no podía olvidar los ojos confundidos y suplicantes de aquella mujer. Estaba atrapada en tierra de nadie —no era feliz, pero tampoco infeliz— y necesitaba una respuesta cuanto antes. Quizá, cuando estaba a solas, repasaba mentalmente las cosas buenas de su matrimonio y luego hacía lo propio con las malas. Puede que escuchara a sus amigas quejarse de sus maridos y pensara «Bueno, al menos el mío no hace eso». Tal vez había momentos de esperanza camuflados entre la monotonía del día a día; noches en las que su marido, profundamente dormido, la rodeaba con un brazo y se acurrucaba contra su cuerpo; o días en que se burlaba entre risas de una película que a ambos les había parecido horrible. Quizá le resultaba imposible responder a la sencilla pregunta de una columnista de periódico.
Entonces sentí pena por ella, con su mirada triste y los dientes manchados de pintalabios. Pero no pasó mucho tiempo hasta que supe cómo se sentía en mis propias carnes, antes de que me convirtiera en ella.