20

Virginia estaba a solo unas horas de Washington, pero a pesar de ello iba muy pocas veces de visita. Una de las últimas había sido después de que Michael y yo nos escapáramos, básicamente porque me sentía culpable por no haber invitado a mis padres a la boda. Acababan de mudarse de casa de mis tíos a una casa que pertenecía a una mujer mayor que se había ido a vivir con su hija. En lugar del alquiler, mi padre, que siempre había sido un manitas, se había comprometido a arreglarla, después de muchos años sin hacer una sola reparación.

Aquellas veinticuatro horas fueron las peores de mi vida. La casa, pequeña y desvencijada, no podía contener la cantidad de sentimientos que se agolpaban en su interior, y aunque todos tratamos de ser optimistas, intentamos disimular la ira y el dolor del pasado que nos unía, aunque solo fuera durante un día, no dejábamos de tropezar. Las conversaciones parecían forzadas, los recuerdos escondían minas, y la distancia entre mis padres y yo parecía haber crecido exponencialmente desde mi marcha, dejando tras de sí un abismo imposible de superar.

Era evidente que mi padre se esforzaba, aunque fuera a su manera, por arreglar las cosas entre nosotros reparando problemas más tangibles: cambió el aceite de mi coche, fue corriendo a comprar una caja de Lipton cuando me oyó preguntar si había té en la casa, e insistió en subir mi maleta a la habitación de invitados.

—La pinté la semana pasada —me dijo, y yo sonreí y fingí que me encantaba el rosa pétalo de las paredes. Y lo cierto era que sí había sido mi color favorito, pero cuando tenía dieciséis años, el último año en que mi padre y yo realmente podíamos decir que nos conocíamos.

Papá sentía la necesidad de mantenerse continuamente en movimiento, como si con ello encontrara alivio de las emociones que tanto nos presionaban.

—Cuando acabe de cambiar el aceite, revisaré el aire de las ruedas —me dijo, mientras limpiaba la varilla del aceite en su viejo delantal de lona.

—Genial, papá —respondí yo, sin decirle que las había hinchado en la gasolinera antes de salir de Washington. Me senté en la hierba junto a él y hablamos un rato de mi trabajo y de la nueva empresa de Michael, pero se me hizo raro. Mi padre hacía trabajillos por toda la ciudad, desatascando desagües y arreglando grifos que perdían agua, y allí estaba yo, hablando de la cena para cien personas que había organizado en un exclusivo club de campo. Mis éxitos no hacían más que acentuar sus fracasos.

—Debería ir a ver si mamá necesita ayuda con la cena —me excusé pasado un rato, y me levanté.

Mamá había preparado carne la horno con zanahorias al vapor y patatas asadas, la clase de comida, abundante y sencilla, que solía preparar cuando yo era pequeña. Los olores me devolvieron a la infancia. Recordé las incontables ocasiones en las que, al volver del colegio, había abierto la puerta de atrás de casa y había visto a mi madre delante de los fogones, dándose la vuelta al verme en casa, con una cuchara de madera en la mano y una sonrisa aflorando en los labios.

Ahora estaba fregando los platos en la pica, que había llenado hasta arriba de agua y jabón. Cuando me acerqué a ayudarla, vi que tenía las manos rojas y agrietadas, y la cara llena de profundas arrugas que el sol que entraba por la ventana no hacía más que destacar. Incluso la sartén que estaba fregando parecía vieja y miserable. De pronto sentí que una corriente de ira contra mi padre me recorría por dentro, aunque por entonces ya sabía más acerca de su enfermedad. Según una revista de psicología que había leído, lo más probable era que mi padre estuviera genéticamente predispuesto a tener problemas con el juego. Los rasgos de la personalidad de mi padre que siempre había admirado —su incesante verborrea, su risa ruidosa y casi forzada, incluso su forma de engullir la comida— estaban estrechamente ligados a un posible problema de ansiedad, que a menudo era el origen de la enfermedad.

Pero entender la adicción de mi padre no hacía que fuera más fácil aceptarla. Mi madre había trabajado muy duro toda su vida; debería estar retirada, sentada en el porche de casa, trabajando en uno de sus proyectos de punto que tanto le gustaban, o planeando hacer un viaje por primera vez en su vida. En vez de ello, trabajaba ocho horas al día de pie, corriendo de un lado para otro a cambio de una mísera propina.

—Siéntate —le dije a mamá—. Deja que yo acabe de fregar eso.

Ella sacudió la cabeza y siguió frotando la olla que tenía en las manos.

—No pasa nada, cariño. Tú relájate.

Pero ninguno de los tres éramos capaces de hacerlo.

La incomodidad inicial no hacía más que empeorar cada vez que nos quedábamos sin tema de conversación, y cuando el silencio caía sobre la mesa como una pesada losa, los tres empezábamos a hablar al mismo tiempo, convirtiendo la situación en algo todavía más extraño.

En cierto momento, mi madre me preguntó por la nueva empresa de Michael.

—Siento no haber podido venir. Trabaja a todas horas, intentando que despegue —expliqué. Por aquel entonces aún podía reírme de ello porque imaginaba que sería algo temporal—. Eh, tengo una idea. ¿Por qué no te vienes unos días de visita? Te enseñaría la ciudad.

—¡Sería muy divertido! —respondió mi madre—. ¿Steven? ¿Qué te parece?

Se me escapó un simple sonido —«¡Oh!»—, pero esas dos letras expresaban mucho más: sorpresa porque mi madre hubiera invitado a mi padre cuando la invitación era solo para ella, y también una nota de decepción.

Papá se llevó a la boca un bocado de carne.

—Deberías ir tú sola —respondió finalmente, limpiándose la boca con la servilleta—. Ve y diviértete.

—Claro que podéis venir los dos —intervine yo—. Es más, deberíais venir los dos. Es solo que, con Michael trabajando a todas horas, había pensado en un fin de semana de chicas. Eso es todo.

—Claro —dijo mi padre sin darle mayor importancia, pero sin mirarme a los ojos.

Aquella noche subí a mi habitación y me acosté en la oscuridad con la cabeza llena de recuerdos: papá rellenando las estanterías de la tienda y haciendo malabares con las latas de sopa para hacerme reír; papá cargándome sobre el hombro, yo vestida con mi pijama mono de color rosa, y paseándome por toda la casa al grito de «¿Dónde está mi Julie? ¡No la encuentro por ninguna parte!»; papá llegando tarde a casa, cuando ya vivíamos con los tíos, con la cara pálida y demacrada, mientras yo me hacía la dormida en el colchón delgado y lleno de manchas en el que pasaba mis noches.

Hacia la medianoche, oí un crujido en las escaleras y supe que alguien más estaba despierto. Por la pesadez de los pasos, solo podía ser mi padre. Aparté las mantas a un lado y corrí detrás de él.

Lo alcancé en la cocina.

—¿Tú tampoco puedes dormir? —me preguntó, y yo asentí, sintiendo que de pronto me había quedado sin palabras. Sacó un cartón de leche de la nevera, llenó un cazo y lo puso al fuego—. Siempre funcionaba cuando eras pequeña —dijo. Abrió un armario, sacó una caja de galletas de canela y puso unas cuantas en un plato. Luego dobló una servilleta de papel, formando un triángulo perfecto—. Toma —me dijo, vertiendo la leche en una taza y poniéndolo todo sobre la mesa de la cocina.

—¿Tú no quieres? —le pregunté.

Él sacudió la cabeza.

—No tengo hambre.

Yo tampoco, pero no podía rechazar aquel tentempié de medianoche. Mojé una galleta en la leche templada y me la llevé a la boca.

—Me alegro de que hayas vuelto a casa —me dijo, y se sentó a mi lado con una media sonrisa en los labios—. Tu madre presume de hija a todas horas, de tu paso por la universidad y cómo has fundado tu propia empresa. Siempre supe que harías algo especial, Julie.

Sacudí la cabeza y le dije que yo no era especial; todos los que vivían en el mismo edifico que nosotros parecían estar haciendo cosas más importantes. Uno de ellos era asistente legislativo de un senador y otro trabajaba en el Banco Mundial y hablaba tres idiomas.

Pero entonces pensé en la vida de mis padres: una cocina pequeña con el suelo de linóleo pelándose por las esquinas; una casa pequeña y destartalada que ni siquiera era suya; un pueblo pequeño, en el que la gran noticia era la inauguración de un nuevo edificio el próximo verano que sería la sede del banco.

—Gracias —le dije. La galleta empapada se hinchó dentro de mi boca y estuvo a punto de ahogarme, sin embargo me obligué a tragármela.

—Seguro que ahora ya puedes conciliar el sueño —dijo mi padre cuando me terminé el último sorbo de leche. Llevó los platos al fregadero y apagó la luz, y ambos volvimos a nuestras habitaciones. Pero se equivocaba. Permanecí despierta durante horas, con la mirada fija en el techo de aquella habitación impregnada del fuerte olor a pintura fresca.

—Venid a Washington cuando os apetezca —le dije a mi padre a la mañana siguiente mientras él cargaba con mi maleta hasta el coche. Apenas pesaba un par de kilos, pero se había negado a que la llevara yo.

—Claro, en cuanto podamos —respondió él, pero sabía que no me estaba diciendo la verdad. Me habría gustado quedarme más tiempo para encontrar alguna forma de conectar con mis padres, y sin embargo no veía la hora de irme de allí. Mientras papá cargaba la maleta en el asiento de atrás del coche, un coche azul se detuvo detrás de nosotros, levantando una pequeña nube de polvo.

—Menos mal, no sabía si te encontraría —dijo la mujer de mediana edad que acababa de bajarse del asiento del conductor—. Te he traído un poco de lechada para el suelo del lavabo. —Miró a mi padre y luego a mí—. ¿Es tu hija? Seguro que sí, tiene tus mismos ojos.

Mi padre asintió.

—Esta es mi Julie —respondió, poniéndome una mano en el hombro—. Julie, esta es Debbie. Es la dueña de la casa. Su madre fue profesora tuya en segundo, ¿la recuerdas? La señora Nix.

—Claro que la recuerdo —dije, y sonreí—. Su madre era una gran maestra. ¿Cómo se encuentra?

—No muy bien —se lamentó Debbie con un suspiro—. Está en una silla de ruedas, aunque conserva aún cierta lucidez, al menos gran parte del tiempo. Pero tu padre es tan bueno que le ha instalado una rampa en casa y ha ensanchado las puertas para que pueda vivir conmigo en lugar de en una residencia. Ni siquiera me ha dejado que le pagara la mano de obra, solo los materiales.

Miré a mi padre y, como era verdad, me tragué el nudo que me oprimía la garganta y asentí.

—Lo es. Es un buen hombre.

Después de que su empresa saliera a bolsa, Michael les compró una casa a mis padres a un par de manzanas de donde yo había crecido, y ordenó al banco que cada mes hiciera una transferencia automática a su cuenta. Por fin mi madre podía jubilarse.

—¿Y si mi padre lo pierde todo? —pregunté—. Tiene un amplio historial en perder casas, ¿sabes?

Michael se encogió de hombros.

—Les compraré otra.

En aquel momento, me sentí tan llena de amor y gratitud hacia Michael por haber salvado a mis padres que ni siquiera podía hablar. Saber que alguien se ocupaba de ellos me ayudaba a superar el sentimiento de culpabilidad por no visitarlos más a menudo. En vez de ello, solía enviarles regalos —una cafetera para mi madre, una pipa hermosamente tallada para mi padre, un par de albornoces para el lavabo— y les llamaba todas las semanas. Me gustaba creer que aquello era suficiente, pero sabía que no era así.

Y cuando mi matrimonio se desmoronó, ya no tuve tiempo para nada ni para nadie. Empezó de una forma bastante simple —con el nombre de otra mujer en lugar del mío y una mirada— y fue creciendo lentamente hasta eclipsar todo lo bueno que había en nuestro matrimonio: la forma en que Michael me miró a los ojos antes de besarme el día de nuestra boda; las notas que solía dejarme; los masajes en los pies, dolorosos pero bien intencionados, que me daba en cuanto me quitaba los tacones.

En todas las relaciones hay una balanza, invisible y en constante movimiento, que pesa lo bueno y lo malo que hay en ellas. Entre Michael y yo, todo fue tan maravilloso durante tanto tiempo que a veces me pregunto si lo malo se había mantenido oculto, cogiendo fuerzas hasta que llegó el momento de reclamar el dominio y arrasar con todo.