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Michael y yo probablemente nunca nos habríamos enamorado si no hubiera sido por un tipo violento que acababa de salir de la cárcel, una niña en silla de ruedas y la certeza de que Michael siempre estaba hambriento, hasta límites casi salvajes.

Cuando era un adolescente, Michael podía devorar un litro de helado a modo de tentempié antes de la hora de la comida, y aun así sus vaqueros Lee de corte ajustado seguían formando bolsas alrededor de su cintura. Conozco a un montón de mujeres en Washington dispuestas a renunciar a sus residencias de verano a cambio de disfrutar de tan espectacular metabolismo.

Sabía quién era Michael. En el pequeño pueblo de Virginia Occidental en el que ambos crecimos, era imposible ser un desconocido. Por cierto, mi marido y yo no somos primos carnales y los dos tenemos todos los dientes. A estas alturas, conozco todos los chistes sobre Virginia Occidental habidos y por haber, pero aun así sigo echando la cabeza hacia atrás y riéndome de ellos más que nadie. Si no lo hiciera, la gente pensaría de mí que soy una cascarrabias además de una paleta, aunque vaya cubierta de los pies a la cabeza de Chanel y acabe de perfilarme las cejas a manos de una estilista profesional. Algo que, por cierto, no deja de ser verdad —cada tres semanas para ser exactos—, aunque aún no me crea que me esté gastando la misma cantidad de dinero en mantener unos pocos pelos a raya que mi madre en cortes y permanentes en la peluquería de Brenda durante todo un año.

Por aquel entonces éramos Mike y Julie —ahora hemos modernizado nuestros nombres junto con todo lo demás— y a pesar de que nuestros caminos se cruzaban casi cada día, nunca habíamos cruzado una sola palabra hasta aquella tarde de primavera. Yo tenía dieciséis años, y caminaba siguiendo las vías del tren en dirección a casa de la dulce Becky Hendrickson que sufría una parálisis de cintura para abajo por culpa de un accidente de coche, y yo era su canguro al salir del instituto. Hacía sol y calor, la típica tarde que se presenta como un regalo sorpresa tras las oscuras sombras del invierno y el frío que te hiela los dedos. Avanzaba con paso decidido, balanceando una bolsa de plástico en la mano derecha, con la esperanza de que el helado de fresa y chocolate no se fundiera antes de llegar. A sus once años, Becky adoraba el helado más que nadie que jamás hubiera conocido.

—¿A qué vienen las prisas, preciosa?

Fue como si aquel hombre se materializara de la nada, como un fantasma. Un segundo estaba mirando durmientes de madera que se extendían paralelos frente a mí; el siguiente, mis ojos se habían detenido en el par de botas amarillas de trabajo que se interponían en mi camino. Levanté la mirada para ver el rostro del desconocido.

Estaba equivocada; al parecer, sí había un extraño en nuestro pequeño pueblo.

Aparentaba poco más de veinte años. Se había arremangado la camisa, dejando al descubierto unos bíceps de aspecto poderoso. Tenía el pelo rubio y tan corto que podía ver el blanco del cuero cabelludo brillando. Muchas chicas le habrían considerado guapo, incluso habrían creído ver fuerza en aquellas facciones que solo transmitían frialdad, si le hubiesen conocido en la seguridad de un bar lleno de gente o en una fiesta.

—¿Ya has salido de clase? —preguntó el hombre, deslizando el pulgar por una de las trabillas de sus vaqueros.

—Mmm —asentí, sin moverme. Mi instinto me decía que si intentaba rodearlo, se lanzaría sobre mí con la velocidad de una serpiente.

—Es un poco pronto para salir de clase —continuó, guiñando un ojo—. ¿Seguro que no estás haciendo novillos?

Nuestras voces estaban manteniendo una conversación; nuestros ojos y nuestros cuerpos, otra totalmente diferente. Podía sentir la adrenalina corriendo por mis venas mientras sopesaba y descartaba planes: no corras, te atrapará. No grites, te atacará. No te enfrentes a él, no puedes vencerle. Algo en su forma de observarme me decía que él sabía lo que estaba pensando. Y estaba disfrutando a medida que mis opciones de escape menguaban.

—No estoy haciendo novillos —respondí. De pronto mis sentidos estaban en estado de máxima alerta. A unos metros de donde nos encontrábamos, un animal se deslizaba entre los matorrales y la hierba que crecía junto a las vías. La bolsa de plástico que colgaba de mi mano dejó de balancearse, como un péndulo deteniéndose lentamente. Reprimí el impulso de mirar tras de mí para ver si se acercaba alguien; no podía darle la espalda a aquel hombre ni un solo instante.

—¿Sabes? Juraría que cuando yo iba a Wilson, salíamos a las dos y media —dijo el hombre. Sacó el pulgar de la trabilla de los pantalones y dio un paso en mi dirección. Necesité de toda mi fuerza de voluntad para no imitarle retrocediendo un paso.

—Son casi las tres —respondí, obligando a las palabras a salir de mi garganta, que de pronto se había quedado rígida y seca. De repente supe quién era por la cicatriz que lucía en la sien derecha, combinada con algo en su voz, que era extrañamente aguda. Jerry Knowles, el hermano mayor de uno de mis compañeros de clase, John, que tenía la misma voz de personaje de dibujos animados. Jerry había pasado los últimos cuatro años en la prisión del estado por robar un coche y enfrentarse a los policías que le arrestaron. Fue necesario un golpe de porra en la sien para reducir a Jerry, que estaba poniendo a prueba a los dos policías. Al menos eso era lo que contaban los niños en el colegio.

—Así que no te estás saltando las clases —continuó en tono burlón para acto seguido acercarse un paso más—. Ya decía yo que no parecías una chica mala.

—Tengo… tengo que ir a trabajar —respondí. El corazón me latía con tanta fuerza que parecía que me fuera a atravesar el pecho.

Otro paso más, lento y deliberado.

Estaba muy cerca de mí; podía ver que la cicatriz de su sien tenía forma de estrella y estaba ligeramente inflamada, como si no le hubieran dado puntos para unir la piel rota en una línea recta.

—Me están esperando —susurré desesperada—. Si no me voy, vendrán a buscarme.

Fue entonces cuando dio el último paso. Levantó una mano y me acarició la mejilla con el dedo. Yo no podía moverme, no podía articular palabra, ni siquiera podía respirar. Sentía el tacto cálido y áspero de su dedo sobre mi piel mientras descendía lentamente hasta dibujar la línea de mi clavícula.

—Es curioso, porque no tienes aspecto de estudiante de instituto —dijo mientras su dedo desaparecía en mi escote. Finalmente Jerry se había cansado de jugar conmigo y se disponía a revelar la auténtica razón por la que me había abordado. La adrenalina que corría por mi cuerpo tomó el control, gritándome que tenía que huir, ya. Me di la vuelta y salí corriendo, pero Jerry me alcanzó antes de que pudiera recorrer apenas unos metros.

—Parece que alguien tiene prisa —se burló con una carcajada, mientras me aplastaba los brazos entre sus enormes manos y frotaba su cuerpo contra el mío. Podía sentir su aliento, agrio y caliente, sobre mi mejilla. Las piernas apenas sostenían mi peso de puro terror.

—Demos un paseo. —De algún modo, aquella voz aguda y chirriante resultaba más autoritaria que un grito. Me empujó lejos de las vías, entre un macizo de arbustos.

—Túmbate —dijo Jerry, empujándome contra el suelo. Se puso encima de mí, con los brazos estirados como si fuera a hacer flexiones, atrapándome entre sus antebrazos. Había tanto silencio que la respiración entrecortada de Jerry estallaba en mis oídos. Podía sentir vagamente el leve roce de una piedra contra mi hombro, pero casi no sentía el dolor.

—Levántate la camisa —ordenó Jerry.

¿Debía obedecerle o plantarle cara? ¿Cuál de las dos opciones era la peor?

Haz lo que te dice, me aconsejó mi instinto. No le provoques.

Me levanté la blusa, pero apenas unos centímetros. Mi mano se detuvo y no pude levantarla ni un milímetro más. ¿Por qué tenía que hacer tanto calor?, me pregunté desesperada. ¿Por qué me había puesto una camisa tan fina en lugar de un jersey grueso y un abrigo?

—Por favor —susurré.

—Por favor ¿qué? —preguntó Jerry.

—Por favor, no —supliqué.

Jerry se acercó todavía más a mí. Sus ojos, vacíos y monótonos, se clavaron en los míos.

—Levántate la puta camisa —insistió, salpicándome las mejillas de saliva.

De pronto creí oír algo: el crujido de una rama bajo el pie de alguien.

—¡Apártate de ella!

Creí detectar un movimiento a mi izquierda. De pronto un tipo saltó sobre la espalda de Jerry y le golpeó en la cabeza. Jerry me soltó y se dio la vuelta para sacarse el desconocido de encima.

—¡Corre, Julie!

Era Mike Dunhill, el chico delgaducho de mi clase que siempre levantaba la mano antes de que los profesores terminaran de formular las preguntas.

Me puse en pie de un salto y salí corriendo en busca de ayuda, pero un sonido espeluznante me obligó a darme la vuelta. Mike estaba en el suelo y Jerry le estaba golpeando. Le doblaba en peso y estaba hecho una furia. Le haría daño a Mike a menos que yo hiciera algo para evitarlo. Me había olvidado por completo de la bolsa de helado que sostenía entre las manos hasta que metí la mano en ella y lancé medio kilo de helado de fresa contra la cabeza de Jerry.

Si el helado hubiera estado congelado, probablemente no habría sido suficiente para detener a Jerry, que a simple vista parecía más que capaz de encajar un buen golpe. Pero el calor que hacía aquel día resultó ser un regalo caído del cielo, y en más de un sentido. La tapa salió disparada y el helado medio derretido acabó en la cara y en los ojos de Jerry. Él se quedó allí, momentáneamente cegado, con el pie levantado y listo para propinar una nueva patada. Eso fue todo lo que Mike necesitaba. Se deshizo de Jerry y le sujetó por el tobillo hasta hacerle perder el equilibrio. Mientras Jerry se precipitaba al suelo, Mike se puso en pie de un salto, como si no tuviera ni un solo rasguño, y lanzó un golpe seco con el canto de la mano contra la garganta de Jerry.

—¡Corre! —gritó Mike de nuevo, y esta vez obedecí. Juntos, corrimos cincuenta metros siguiendo las vías, tomamos el camino de tierra a la izquierda que llevaba al barrio de Becky y recorrimos las calles a la carrera durante medio kilómetro hasta detenernos frente a la pequeña casa de una sola planta y fachada de ladrillo. Llamé al timbre una y otra vez, sin dejar de mirar tras de mí, convencida de que Jerry aparecería de la nada en cualquier momento.

—¡Ya va! ¡Por Dios!

La puerta se abrió con una lentitud agonizante y Mike y yo nos precipitamos al interior de la casa sin apenas poder respirar.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la madre de Becky mientras yo cerraba de un portazo y pasaba el pestillo.

—Nada —respondió Mike. Se inclinó, apoyó las manos en las rodillas y añadió aspirando grandes bocanadas de aire—: No nos ha seguido… Lo he comprobado.

—¿Quién? —preguntó la madre de Becky, mirándonos fijamente—. ¿Es esto un juego?

De pronto recordé la fría sonrisa de Jerry, su dedo deslizándose por mi piel, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Algo se removió en mi interior y sentí que estaba a punto de vomitar.

Fue entonces cuando Mike me salvó por segunda vez.

—Con todos los libros de defensa personal que me he leído —me dijo con una sonrisa en los labios— y ni uno solo mencionaba el temible contraataque del helado. ¿Tienes que ser cinturón negro para poder usarlo?

Nos miramos un segundo y estallamos en carcajadas. Nos apoyamos contra la pared, incapaces de decir ni una sola palabra, mientras Mike, con las lágrimas corriendo mejillas abajo, se sujetaba las costillas con ambas manos.

—Supongo que es una broma vuestra. —La madre de Becky se encogió de hombros y se alejó, lo que nos hizo reír aún con más fuerza, doblándonos en dos y tratando de recuperar el aliento. Y cuando por fin conseguimos dejar de reír, metí la mano en la bolsa y saqué el envase de helado de chocolate medio derretido del que de algún modo no me había separado en todo aquel tiempo.

—¿Tienes hambre? —le pregunté a Mike.

En su rostro se dibujó una leve sonrisa.

—Me muero de hambre.

Fingí estar bien, y aunque estaba tan nerviosa que sentía descargas eléctricas recorriéndome la piel, debí de hacer un buen trabajo porque conseguí convencer a la madre de Becky para que se fuera a cubrir el turno de tarde en la farmacia en la que trabajaba. El sheriff estaba de camino para tomarme declaración, y Mike se había ofrecido a quedarse un rato por si él también debía responder alguna pregunta. Pero yo sabía que el verdadero motivo por el que Mike no se había ido era porque él se daba cuenta de que me aterrorizaba la posibilidad que Jerry apareciera de pronto tras la cortina de la ducha en cuanto me quedara sola.

Estaba mirando por la ventana mientras Becky parloteaba alegremente sobre la nueva novela de intriga de Nancy Drew que había sacado de la biblioteca, y no me di cuenta de que Mike se había llevado los boles del helado a la cocina. Cuando los dejó caer dentro del fregadero, me di la vuelta de un salto con el corazón al borde de la compulsión de puro pánico.

—Lo siento —dijo Mike, antes incluso de ver el miedo en mi rostro. Yo asentí y me limité a tragar saliva—. Vamos a ver. —Se apoyó en la encimera de la cocina y cruzó los brazos con aire despreocupado—. Todos esos misterios con los que la tal Nancy se encuentra… y tiene, ¿qué? ¿Diecisiete años? ¿No os parece un poco sospechoso que ya haya resuelto un centenar de crímenes? ¿No debería alguien investigar a Nancy?

Me obligué a sonreír, a pesar de que sentía los labios fríos y rígidos.

—¿Estás llamando exagerada a Nancy? Ten cuidado con lo que dices, es la heroína de Becky y también la mía, o al menos lo era.

Mike levantó las manos con las palmas hacia mí.

—Solo estoy diciendo que puede que alguien necesite un poco más de atención que la típica chica de diecisiete años. Papá le ha comprado un descapotable, sí, pero no parece importarle demasiado que su hijita haya dejado de ir a clase.

Le di un amistoso empujón con el hombro y forcé una sonrisa. Más tarde, cuando a Becky se le cayeron unas gotas de agua sobre la mesa mientras se tomaba un vaso de agua, vi cómo Mike se inclinaba hacia ella, las limpiaba distraídamente con la manga y le guiñaba un ojo sin dejar de imitar a nuestro profesor de química, que no solo odiaba a los adolescentes, también aborrecía la química y los pueblos pequeños (seguramente no era muy buena idea que un tipo como él tuviera libre acceso a elementos combustibles, aunque tampoco es que hubiera muchos profesores libres entre los que escoger).

Hasta entonces, todo lo que sabía de Mike lo había escuchado de boca de terceros. «La madre se levantó un buen día y los abandonó», le había explicado Brenda a una de sus clientas mientras sujetaba en la comisura de la boca el montón de horquillas con las que le estaba haciendo un recogido. «Claro que yo habría hecho lo mismo si me hubiera casado con semejante hijo de su madre. Pero ¿puedes imaginarte abandonar a tus hij…» Entonces Brenda vio la expresión de sorpresa en mi cara y empezó a hablar del cachorro de labrador que acababa de adoptar.

Esa era la bendición y también la maldición de todo pueblo pequeño: algunos te conocían, pero todos creían saberlo absolutamente todo de ti. Yo misma no había entendido nada acerca de Mike.

Más tarde ese mismo día, mientras me acompañaba a casa, Mike se comportó como si nada hubiera ocurrido, pero sus ojos no dejaban de ir de un lado a otro con una mirada tan atenta como la de cualquier agente de los servicios secretos. Incluso se dio la vuelta varias veces para asegurarse de que nadie nos seguía. Me di cuenta de que, con él cerca, nadie conseguiría jamás acercarse a mí a traición y, por primera vez en mucho, mucho tiempo, respiré profundamente y sentí que mis manos, siempre cerradas en forma de puño, se relajaban.

—Becky tuvo un accidente de coche, ¿verdad? —preguntó Mike mientras doblábamos la esquina de mi calle. El sol ya se había puesto, pero el día seguía conservando su calidez, y unas cuantas flores de azafrán salpicaban los jardines frente a los que pasábamos—. Recuerdo haber oído algo al respecto.

—Sí —respondí—. Conducía su madre. Había caído una helada y se estrellaron contra un árbol. No iba demasiado deprisa ni nada. Fue uno de esos accidentes desgraciados.

Llegamos a mi casa y Mike me acompañó hasta los escalones de cemento de la entrada. Muchas de las casas del vecindario eran pequeñas pero bonitas, con jardines cuidados y flores bordeando el camino y setos recortados con esmero. La mía también había sido así, pero ahora los canalones estaban llenos de hojas secas y una de las contraventanas se había soltado y colgaba torcida de una bisagra, como el invitado a una fiesta que trata de disimular que quizá ya ha tomado demasiados martinis.

Me detuve en el escalón superior. No quería ser grosera, sin embargo no podía arriesgarme a invitarle a entrar. No después de todo lo que habíamos pasado juntos. Mike miró la puerta y luego a mí, pero no dijo nada. Tal vez había oído algo; muchos ya lo sabían.

—¿Becky volverá a andar? —preguntó Mike, sentándose con aire distraído y apoyando los codos en el suelo para poder estirar las piernas, como si hablar allí fuera en lugar de hacerlo dentro de casa fuera lo más normal del mundo.

—Ella cree que sí —respondí, acomodándome a su lado—. No sé qué dicen los médicos.

—Dios. —Mike dejó salir el aire de sus pulmones lentamente, con un resoplido, para acto seguido llevarse la mano al costado con una mueca en el rostro, a pesar de haberme asegurado una y mil veces que no le dolían las costillas—. Creo que estar en una silla de ruedas es lo peor que soy capaz de imaginar. Yo me volvería loco.

—Supongo que no lo sabes hasta que te pasa —dije—. Becky lo lleva realmente muy bien, sobre todo para ser una niña.

—No. Me volvería loco, Julie —insistió—. ¿No poder moverme? ¿Depender siempre de la ayuda de los demás?

De pronto se puso en pie de un salto y pasó el peso de un pie al otro, como si tratara de asegurarse de que aún podía controlar su cuerpo. Mike siempre estaba en movimiento. En clase no me había percatado de ello, si bien aquella tarde fui consciente: sus piernas nunca estaban quietas, o sus dedos repiqueteaban siguiendo un ritmo sobre una mesa, o su mano trazaba interminables senderos a través de sus oscuros rizos. Esa era probablemente la razón por la que estaba tan delgado, a pesar de que había engullido casi todo el helado y había asaltado la nevera de casa de Becky y se había preparado unos sándwiches de queso y pavo.

La mente de Mike estaba tan hambrienta como su cuerpo. Me contó que había leído una docena de libros de autodefensa, no porque le preocupara la posibilidad de ser atacado, sino porque lo leía todo. De ahí que conociera la existencia de un punto débil en el centro de la garganta: golpearlo con el canto rígido de la mano era suficiente para reducir a cualquier asaltante.

Mike disfrutaba haciendo los deberes de clase, devoraba libros en la biblioteca y leía hasta el último periódico, biografía de líder empresarial y enciclopedia que caía en sus manos. Incluso se aprendía las listas de ingredientes de todo lo que comía (esta maníaca costumbre suya echó por tierra mi historia de amor con el algodón de azúcar). Le habían adelantado un curso, y con catorce años ya había completado todos los cursos de matemáticas del instituto.

Todo en Mike estaba acelerado. Unas semanas más tarde, cuando apoyé la cabeza en su pecho desnudo por primera vez, pensé que estaba nervioso por la velocidad a la que iba su corazón. Pero aquel era su ritmo cardíaco normal; Mike funcionaba a un nivel distinto al del resto de la humanidad.

Quizá me habría enamorado de Mike igualmente, por las partes de sí mismo que me había mostrado el día en que Jerry me atacó: su valentía, y la forma en que había bromeado con lo acertada que había estado, según él, al no apartarme ni un segundo del helado de chocolate. «Bueno, si vas a usar algo a modo de arma, ¡por lo que más quieras, que sea el de fresa! Es más inconsistente, pero el de chocolate siempre está espeso, tirado por ahí de cualquier manera, escuchando Led Zeppelin un poco colocado. Nadie querría que el chocolate le cubriera las espaldas en una pelea».

Sin embargo había algo más, algo que dijo aquel mismo día en los escalones de mi casa, que me llegó a lo más profundo del corazón.

Mike frunció el ceño sin apartar la mirada del horizonte, como si en realidad no fuera conmigo con quien estaba hablando.

—Algún día tendré suficiente dinero para hacer lo que quiera. Tendré mi propia empresa, y también mi propia casa, y no será del banco. No pienso pudrirme en este pueblo de mala muerte como todos los demás. Nada me detendrá.

Le clavé la mirada, incapaz de hablar. Mike acababa de plasmar en palabras todo lo que yo deseaba desesperadamente, como si hubiera mirado en mi cerebro y recuperado de él mi sueño más secreto, más profundo. No se trataba tanto del dinero, aunque en aquel momento ni siquiera podía imaginar qué era tener casa propia. Curioso, porque ahora tenemos dos, una en Washington y otra en Aspen, Colorado. Pero el dinero suponía seguridad… Y bueno, yo me moría por saber qué era eso. La sensación inestable y vacilante que no me había abandonado desde que mi padre había cambiado —esa certeza de que las arenas movedizas estaban cada vez más y más cerca, haciendo tiempo hasta que pudieran tragarme y cubrirme la cabeza y asfixiarme— desapareció mientras Mike hablaba.

Seguí mirándolo, a aquel chaval escuálido y nervioso con el pelo rizado y los vaqueros agujereados en las rodillas, y de pronto una certeza me envolvió con la calidez de una manta: con Mike siempre estaría a salvo, en todos los sentidos imaginables.

—¿Nos vemos mañana en clase? —me preguntó.

—Claro —respondí yo—. Tenemos examen de historia.

Él asintió y bajó la mirada hasta el suelo.

—Siempre te sientas junto a la ventana, ¿verdad?

—Así es —asentí, sorprendida.

—Menos la semana pasada. —Respiró profundamente, como si tratara de reunir fuerzas, y luego levantó los ojos, azules y almendrados, hasta encontrarse con los míos.

—Shelby Rowan se sentó en tu sitio. La miraste un segundo y te fuiste a la última fila. Ese día llevabas un suéter blanco.

Le miré fijamente, incapaz de articular una sola palabra. ¿Mike me había estado observando? ¿Se acordaba de mi ropa? No había demostrado miedo alguno al atacar a Jerry, y sin embargo ahora parecía nervioso. De pronto me di cuenta de que le preocupaba mi reacción.

—Tú también te sientas en la primera fila, ¿verdad? —conseguí preguntar al final.

Mike sacudió la cabeza.

—Me siento detrás de ti, Julie. Siempre me he sentado en el mismo sitio.

Como hoy, cuando le había necesitado tan desesperadamente.

Sentí que la vergüenza me incendiaba las mejillas.

—Lo siento.

Mike se encogió de hombros, pero alcancé a ver una sombra de dolor en su rostro.

—Si no juegas a fútbol americano, nadie se da cuenta de que existes. Dios, odio el instituto. ¿Sabes cuántos días faltan para la graduación? Cuatrocientos treinta y ocho, si cuentas festivos y fines de semana y vacaciones de verano. Llevo años contando los días.

Y era cierto; en nuestro instituto, todo giraba en torno al fútbol americano, y la mitad del pueblo acudía cada viernes a ver los partidos. De pronto me acordé: Mike tenía dos hermanos mayores, y los dos jugaban en el equipo del instituto; había escuchado sus nombres en los cánticos de las animadoras.

—Te guardaré un sitio mañana —le dije.

—Vale —respondió él, y me sonrió. Tenía los dientes un poco torcidos, pero a él le quedaba bien—. Debería ir tirando. ¿Estarás bien?

Yo asentí.

—El sheriff ha dicho que lo más probable es que Jerry se haya ido del pueblo. Al parecer pensaba hacerlo igualmente, solo que primero se cruzó conmigo. De modo que —continué, con una risita nerviosa— no tengo nada por lo que preocuparme.

Pero aun así tenía miedo. El roce de aquellos dedos se había grabado en mi piel como una quemadura. Y de algún modo Mike lo sabía.

A la mañana siguiente, a las siete y media para ser exactos, Mike esperaba frente a mi casa con su enorme mochila colgando de los escuálidos hombros, esperándome para ir a clase conmigo. A partir de aquel momento, nos hicimos inseparables.

—¿Novios en el instituto? —exclama siempre la gente tras preguntar cómo nos conocimos—. ¡Qué bonito!

Y lo era. O al menos durante mucho tiempo lo fue.