El interfono de seguridad sonó a las nueve de la mañana del día siguiente, cogiéndonos a los dos por sorpresa.
—¿Esperas a alguien? —preguntó Michael, y yo respondí que no con la cabeza. Se puso en pie y fue hasta la pequeña pantalla escondida dentro de un armario junto a la puerta principal. Vestía vaqueros y una camiseta, e iba descalzo. Michael tenía, sin lugar a dudas, los pies más feos del mundo —grandes, pálidos y llenos de bultos por todas partes— y siempre se había sentido acomplejado por ellos. Tenía cajones y cajones llenos de calcetines caros que se ponía incluso para ir a dormir. Pero, al parecer, ahora Michael abrazaba todas las creaciones del Señor, aunque estuviesen cubiertas de juanetes.
—¿Es un testigo de Jehová? —pegunté con voz cantarina—. Espera, voy a buscarte una pandereta para que podáis iros juntos.
Michael soltó una carcajada, apretó el botón y se acercó al interfono.
—¿Puedo ayudarla en algo?
Me acerqué para ver quién era. La pantalla mostraba una mujer en un coche pequeño que había visto mejores tiempos.
—¡Oh! ¡Lo siento! Le… le he traído esto —dijo, tratando de sacar una cesta de mimbre a través de la ventana del coche para mostrarla a la cámara—. Son caseras. Galletas de avena con trocitos de chocolate. Espero que no sea alérgico a nada. No les he puesto nueces por si acaso. Sé que no es mucho, pero… quería traerle algo…
—¿Le apetece entrar en casa un momento? —preguntó Michael, y ella asintió.
Y ¿por qué no?, me pregunté. ¿Por qué no actuar como si fuera lo más normal del mundo que una desconocida se presentara en la puerta de tu casa con una cesta de galletas? En el planeta Michael, tal vez lo fuera, justo antes de que apareciera una formación de unicornios y llovieran piruletas del cielo.
Michael abrió la puerta principal y la mantuvo abierta mientras la mujer bajaba del coche y se dirigía hacia nosotros. Tendría poco más de treinta años y su aspecto era más bien normal; tenía la cara redonda y las cejas tan rubias que se confundían con el blanco de la piel. Se detuvo en el recibidor y miró a su alrededor, con la boca abierta como un actor de segunda intentando expresar sorpresa. Sabía exactamente cómo se sentía; yo había hecho lo mismo la primer vez que visitamos la casa, mientras la mujer de la inmobiliaria disimulaba una sonrisa y empezaba a gastarse mentalmente su comisión.
—Mi hermana murió —dijo de pronto la mujer—. Lo siento, ni siquiera me he presentado… Soy Sandy.
—Venga, siéntese un momento —le sugirió Michael.
—No quiero molestarles.
—No nos molesta. Por favor, entre.
Michael la guió hasta la biblioteca, que era más pequeña y acogedora que la sala de estar. Las paredes estaban llenas de estanterías, y había un grupo de butacas dispuestas en semicírculo delante de la chimenea. La mujer se sentó en una butaca de cuero amarillo y Michael ocupó otra justo delante de ella. Yo les seguí —lo contrario me habría parecido una falta de respeto—, pero me senté tan lejos de Michael como pude, en la otra punta del sofá.
—Yo… trabajaba como ayudante de abogado, pero lo dejé cuando a Shannon le diagnosticaron cáncer de ovario. Me ocupé de ella. Ahora trabajo como profesora suplente.
Michael asintió sin apartar los ojos de ella.
—Shannon y yo éramos como gemelas. De hecho, no lo éramos por poco —explicó Sandy—, porque nos llevábamos apenas once meses de diferencia. Nuestra familia es irlandesa, pero eso no es lo que quería contarle. Todavía se me hace difícil hablar de ello, ¿sabe? De ella. Hablar de Shannon.
Sandy tomó aire con gesto tembloroso.
—Se lo estoy contando todo al revés. Nuestros padres murieron cuando nosotras íbamos a la universidad, en un accidente aéreo. Mi padre era piloto retirado de las Fuerzas Armadas, y tenía un pequeño avión para los fines de semana. Para celebrar su vigésimo segundo aniversario de boda, salieron los dos solos con el avión. Después de aquello, Shannon y yo solo nos teníamos la una a la otra. Siempre habíamos estado muy unidas, pero… con la muerte de nuestros padres, éramos la única familia que nos quedaba.
—Debe de echarla mucho de menos —dijo Michael.
Sandy asintió y cerró los ojos con fuerza.
—La extraño tanto que me duele. No estoy casada ni nada, así que… No sé, a veces pienso que las cosas serían más fáciles para mí si estuviera casada y tuviera hijos, pero otras me digo que nada sería suficiente para ayudarme a superarlo.
—No sabe cuánto lo siento —se lamentó Michael.
—Gracias —dijo Sandy. Esta vez no hizo nada para detener las lágrimas, que resbalaron por sus hermosas mejillas rosadas—. No, de verdad, gracias. El dinero que va a donar… He leído que una parte será para la investigación del cáncer. No puedo creer que haga algo así. Va a ayudar a tanta gente, a gente como Shannon. Va a salvar vidas.
Michael se inclinó hacia ella y le cogió la mano.
—Espero que no le moleste lo que le voy a decir —dijo—, pero creo que su hermana está segura y se siente amada.
Sandy levantó la cabeza de golpe y contuvo la respiración, y de pronto me di cuenta de que aquel era el verdadero motivo por el que había venido.
—¿De verdad lo cree? —susurró—. ¿Cree que sigue… aquí? ¿Y que está bien?
—Lo creo —respondió Michael—. Con todo mi corazón.
—¿Es por…? ¿Es por lo que le pasó? —quiso saber Sandy—. ¿Cuando se le paró el corazón?
—Sí —afirmó Michael. Y la sencillez, la honestidad y, por qué no, la fe contenidas en esa única palabra no consiguieron que las lágrimas de Sandy dejaran de brotar. Sin embargo, algo cambió en sus ojos, se suavizó.
—Ojalá pudiera decirle que la quiero —susurró Sandy—. Daría cualquier cosa por abrazarla una vez más.
Las lágrimas de Sandy eran cada vez más desconsoladas. Encontré una caja de pañuelos de papel y los puse a su lado.
—Lo hará, no se preocupe —la consoló Michael—. Algún día. Sé que será así. Cuando haya vivido mucho tiempo, y tal vez haya tenido esos hijos de los que hablaba, y hecho todo lo que tenga que hacer.
Sandy se cubrió la cara con las manos. Sus hombros se movían al ritmo del llanto, que ahora era diferente, más suave. Pasados unos segundos, se puso en pie.
—Gracias —repitió, más tranquila esta vez, y se fue sin mediar una sola palabra más.
Me levanté del sofá y fui a la cocina a prepararme una manzanilla; no podía quitarme la expresión de Sandy de la cabeza.
Aquella mujer creía a Michael. Ni siquiera le conocía, pero confiaba ciegamente en él. Y sin embargo yo, su esposa, no podía. No me creía que Michael hubiera estado en otra dimensión, o en el cielo, o como quiera que él lo llamase. ¿Cómo podía haber estado en un sitio que ni siquiera existía?
Pero quizá sí tenía razón en lo demás, pensé mientras removía la miel de mi té. Como en que el dinero me importaba tanto que me había poseído. No había utilizado exactamente esas palabras, pero sabía qué quería decir con ello. Y había descubierto, no sin cierta sorpresa, que aquella afirmación me dolía. Nunca me había considerado una esnob consentida —de hecho, me sentía más insegura de lo que me había sentido en toda mi vida—, pero tal vez así era como me veían los demás. La timidez podía confundirse con arrogancia. Sin embargo, cuando el chófer me abría la puerta del coche, ¿alguien se percataba del rubor de mis mejillas? ¿Se daban cuenta de lo avergonzada que me sentía porque, por millonésima vez, había olvidado que debía ser el chófer quien cerrara la puerta y no yo?
De pronto me acordé de una clienta de nombre Margaret para quien había organizado la celebración de su ochenta cumpleaños, a petición de su familia. Tenía siete hijos y veinticuatro nietos, así que la fiesta fue memorable.
En cierto momento de la tarde, mientras Margaret miraba a su alrededor, observando la estancia llena de caras sonrientes y preparándose para partir el enorme pastel de coco, me acerqué a ella y le entregué una copa de burbujeante y dorado champán.
Ella me miró, pero el cuchillo permaneció inmóvil en su mano.
—Por dentro me siento como si tuviera dieciséis años —me dijo, con cierta expresión de incredulidad en la cara—. ¿Cómo puedo tener ochenta si todavía me siento como una niña?
Yo la miré a los ojos, de un azul difuminado y enmarcados por un millón de pequeñas arrugas, y de pronto me sentí muy cercana a ella. Así era exactamente cómo me sentía yo en secreto: lo que la gente veía cuando me miraba no reflejaba para nada lo que yo sentía por dentro. En lo más profundo de mi ser, seguía siendo una niña sin dinero, una persona a la que le preocupaba no encajar, alguien que vivía con el miedo clavado muy dentro, tanto que ningún cirujano podría sacárselo jamás. Cuando me despertaba durante la noche, necesitaba unos segundos para orientarme, para darme cuenta de que no estábamos en el viejo apartamento, con sus cucarachas y su suelo de linóleo, y que no tenía que cenar espaguetis tres veces por semana para ahorrar dinero.
Me sacudí aquel recuerdo de encima y tomé un sorbo de té. Estaba tan caliente que me quemé la lengua, pero no sentí dolor. Porque para entonces ya estaba de vuelta en la biblioteca, y Michael seguía allí, sentado en el sofá.
Algo en la expresión de su rostro, en la oscuridad que se había apoderado de su mirada, en la inclinación de su cabeza… De pronto recordé el día en que, al volver a casa, encontré a mi padre exactamente en aquella misma posición, confesándole a mi madre que se había jugado todo lo que teníamos.
Michael creía que me importaba demasiado el dinero, pero en realidad no lo entendía, pensé, sujetando la taza con tanta fuerza que me dolían los dedos. ¿Por qué era incapaz de entenderlo? Sí, lo pasé fatal cuando mi padre perdió todo nuestro dinero, sin embargo fue peor lo que perdí yo cuando me abandonó mi padre. Cuando dejó de quererme.