Siempre me ha encantado el ritual que supone cuadrar las cuentas. El día que recibí mi primer sueldo como niñera, me fui directa al banco y abrí una cuenta corriente. Estaba tan orgullosa que los pies apenas me tocaban el suelo. A partir de entonces, cada mes me sentaba a calcular los gastos, rodeada de toda la parafernalia necesaria: una calculadora, un cuaderno y un lápiz afilado. Gracias a ello, podía saber en cualquier momento cuánto dinero tenía, hasta el último centavo.
Me impuse un presupuesto mensual con aquel primer sueldo, y cada mes jugaba a intentar batirlo, ver si era capaz de ahorrar más de lo que había planeado. Una vez leí que la mejor manera de mantener los gastos y las calorías a raya era llevando un registro escrito de ambos, así que siempre llevaba un pequeño cuaderno en el bolso en el que apuntaba religiosamente hasta el último bote de champú, periódico o par de calcetines que compraba (decidí que era mejor no llevar un registro de las barritas Snickers que consumía; teniendo en cuenta el nivel de energía de los gemelos a los que cuidaba, un poco de chocolate de vez en cuando parecía la opción más virtuosa, sobre todo comparada con un posible chute de speed).
A veces, cuando trabajaba hasta tarde, los padres de los gemelos me pagaban el taxi a casa. «¿Te llamamos un taxi?», solían ofrecerse. «Oh, no, no se molesten. Iré caminando hasta la avenida Wisconsin y pararé uno allí —respondía yo con una sonrisa—. A estas horas siempre hay un montón». Pero en lugar de eso, me dirigía a la parada de autobús, acariciando los billetes que llevaba en el bolsillo.
Cuando la empresa de Michael salió a bolsa, yo ya tenía dos cuentas más a mi nombre: una de ahorro, en la que cada mes ingresaba de forma automática una parte de mis ingresos, y otra dedicada en exclusiva a gastos habituales. Disfrutaba viendo cómo, poco a poco, las cantidades en las tres iban aumentando.
Puede parecer extraño que, cuando estaba en el mundo de Michael, bebiera vino caro y me comprara ropa sacada de las páginas de Vogue, pero que luego, estando en el trabajo, me debatiera entre renovar los ordenadores de la oficina o conservarlos un año más. Nunca consideré la opción de pedirle a Michael que comprara cosas para mi empresa o me pagara el alquiler de la oficina; por alguna razón, me parecía esencial mantener un muro entre ambos mundos. Había levantado mi propia empresa desde cero y, aunque no gozaba del éxito arrollador de la de Michael, me gustaba estar al mando. Ahora me alegraba de no haberle pedido nunca ayuda; así podía tener una visión real de los beneficios y de los gastos de la empresa.
Cogí una libreta nueva de la caja de doce que había comprado años atrás y luego guardé las que ya estaban usadas en el fondo de la caja. Aquellas libretas eran lo más parecido que tenía a un diario. Los márgenes estaban llenos de pequeños dibujos que reflejaban mis pensamientos, mis miedos, mis esperanzas: una cara con el ceño fruncido de aquella vez que el banco me devolvió el cheque de uno de mis clientes, un montón de globos por la cena de empresa para quinientos que me reportaría una suculenta comisión, unas rayas gruesas bajo los números cuando mi cuenta de ahorro alcanzó las cinco cifras…
Cuando no podía dormir, me pasaba horas delante del ordenador a altas horas de la noche, buscando el precio de las casas en zonas cercanas a Washington como Del Ray y Silver Spring, así que sabía los costes aproximados. «Hipoteca», escribí en lo alto de la página. Aquel sería el mayor de mis gastos. «Alquiler oficina. Material. Comida. Coche». ¿Qué mas? Mordisqueé la goma rosa del lápiz y escribí: «Seguros. Ropa. Varios. Ahorros».
Durante unos minutos, mis dedos se pasearon por los botones de la calculadora. Luego anoté más cifras en la libreta. No me hacía falta consultar mi declaración de la renta para saber exactamente cuánto dinero ganaba cada año, de modo que escribí aquellas sumas en otra columna, junto a la previsión de gastos.
Si ocurría lo peor y el acuerdo prematrimonial prevalecía, si no me llevaba ni un solo centavo del dinero de Michael, aún tendría suficiente, descubrí aliviada mientras revisaba mis cálculos. Me podría permitir vivir en una bonita casa, pagar las facturas, incluso ahorrar algo todos los meses. Extrañamente, en lugar de deprimirme ante la posibilidad de bajar mi nivel de vida de forma tan drástica, la idea me pareció liberadora. Siempre había dependido de Michael, de las cuerdas doradas que me unían a su fortuna, pero ahora sabía que no importaba lo que él hiciera: yo estaba a salvo.
Me apoyé en el respaldo de la silla, doblé las piernas y me abracé las rodillas a la altura del pecho. No necesitaba a Michael. La pregunta era si le quería o no.
Se había marchado hacía ya unos minutos; según había dicho, tenía que ir a la oficina a atar unos cuantos cabos sueltos. Sin embargo, antes de irse me había invitado a cenar con él, y algo en su expresión me había hecho pensar en su mirada el día en que se ofreció a quedarse conmigo en casa de Becky Hendrickson.
Se me llenaron los ojos de lágrimas, lo cual no hizo más que enfurecerme.
—Vete —le dije con brusquedad—. No sé si estaré aquí cuando vuelvas.
Michael no intentó oponerse; dio media vuelta y se dirigió en silencio a su coche. Pero unos segundos después, me acerqué a la ventana y le vi sentado en el asiento del conductor con la cabeza apoyada en el volante. Se quedó así muchos minutos antes de encender el motor.
De vuelta al presente, me puse en pie y devolví las libretas a su caja. De pronto, sentí que me faltaba algo; necesitaba salir de aquella casa. Hacía un día excepcionalmente cálido para finales de otoño y a mí me apetecía salir al exterior. Iría a Great Falls y caminaría hasta que se me aclararan las ideas, decidí de pronto, recogiendo las llaves de encima de la mesa. Hacía tiempo que no pasaba por allí, pero siempre me había gustado recorrer los caminos y pasear por la orilla rocosa del río Potomac; todavía quedaban rincones salvajes alrededor de la piedra y del asfalto de la gran ciudad. Cuando nos mudamos, solía ir allí a menudo porque me recordaba a nuestro río en Virginia. A veces me preparaba un sándwich y una botella de agua y salía a dar largos paseos los domingos por la mañana. Al principio Michael venía conmigo, pero dejó de hacerlo para dedicarse a la creación de DrinkUp. Recordarlo borró el dolor que había sentido en el pecho al verle apoyado en el volante del coche.
Media hora más tarde estaba aparcando en Great Falls Park. De camino al sendero principal, saqué el iPod del bolso y me puse los auriculares. Todo estaba muy tranquilo; era primera hora de la tarde de un día laborable y la gente seguía en sus trabajos. Pasados unos minutos, divisé algo entre los árboles, una roca grande y plana que emergía del agua en un lateral del río. Parecía el sitio ideal para sentarse y pensar, para dejarse llevar por la incesante corriente de agua. Aparté unas ramas a un lado y sentí que una espina me atravesaba la piel de la palma de la mano. Ahora que estaba más cerca, pude ver que había un niño en la roca. Era bajo y muy delgado, de unos diez años, con rasgos de duende y unos enormes ojos azules. A sus pies descansaba un perro y era difícil decir cuál de los dos parecía más desaliñado.
—Hola —me saludó con una sonrisa al pasar junto a él—. Es un sitio chulo, ¿verdad?
—Mmm —murmuré. No estaba de humor para conversaciones.
Tiró el palo que tenía en la mano al río y el perro saltó al agua detrás de él.
—¿Vives por aquí? —me preguntó. Era evidente que no tenía un filtro entre el cerebro y la boca, porque las palabras salían por ella como palomitas de maíz. Si hubiera sido un adulto, le habría hecho callar con una simple mirada, pero, se trataba de un niño, así que no tendría más remedio que aguantar que me diera la vara.
—Sí —respondí—. Bueno, más o menos. Creo que no por mucho tiempo más.
Él asintió, como si mis palabras tuvieran todo el sentido del mundo.
Miré hacia el río y no pude evitar un sobresalto.
—Eh, no veo a tu perro.
—Lo sé —dijo él tranquilamente—. Se llama Oso. Y, por cierto, yo soy Noah.
¿Qué le pasaba a aquel chaval? ¿Es que nadie le había advertido que no hablara con extraños?
—¿Tus padres están por aquí? —pregunté. Miré la hora en el reloj—. ¿No deberías estar en clase?
—Las clases acabaron hace media hora. —Metió la mano en el bolsillo y sacó un móvil—. Y me dejan venir solo si llamo a mi madre cuando llego y justo antes de irme.
Me miró fijamente, con la frente arrugada.
—Tengo doce años, ¿sabes? ¿A que pensabas que era más pequeño?
—Claro que no —mentí—. Te ponía trece.
Volví a comprobar la superficie del agua, esta vez con mayor detenimiento. ¿Dónde se había metido aquella cabecita dorada? Sentí una punzada de miedo: ¿se habría enredado con algo bajo la superficie del agua?
—¿No me vas a preguntar cuál es mi asignatura favorita? —dijo Noah—. Los adultos siempre me preguntan eso, no sé por qué.
—Oso sabe nadar, ¿verdad? —pregunté, intentando controlar el tono de mi voz.
—Como un pez —me aseguró Noah—. Por cierto, mates. Es mi preferida. El problema con el resto de asignaturas es que normalmente no hay una respuesta perfecta. En matemáticas solo hay una y tú tienes que averiguar cuál es. Esa es la parte divertida.
Me cubrí los ojos con la mano para hacerme sombra.
—¡Mierda! Digo, ¡miércoles! No veo a Oso por ninguna parte. —Me bajé de la roca de un salto y corrí siguiendo la rivera del río. El perro de aquel chaval iba a morir conmigo como testigo, y a él parecía no importarle. Llevaba debajo del agua ¿qué? ¿Quince segundos? ¿Veinte?
—La álgebra es genial —gritó Noah.
Avancé, tropecé con la raíz de un árbol y me caí al suelo.
—¿Estás bien? —me preguntó Noah. Por Dios, ¿qué problema tenía aquel niño? Parecía bastante inteligente, pero ¿no comprendía lo que estaba pasando?
—¡Noah, no veo a tu perro! —grité. De pronto las imágenes se sucedieron en mi cabeza: Oso luchando por subir a la superficie, las patas enredadas en las raíces del fondo del río, las pezuñas arañando inútilmente el agua, intentando subir a la superficie… ¿Cuánto tiempo más aguantaría?
Podía quitarme los zapatos y zambullirme en el río, pero no conseguiría dar con él a tiempo. El río era demasiado grande. No podía hacer nada, y en unos minutos Noah se daría cuenta de lo que estaba pasando y…
—¡Buen chico, Oso! —gritó Noah. El perro nadaba hacia la orilla, el palo firmemente sujeto entre los dientes.
Oso subió a la roca de un salto. Noah volvió a tirarle el palo y el perro se lanzó de cabeza al agua. Cuando apareció en la superficie, había recorrido al menos quince metros.
—Te dije que nadaba como un pez —dijo Noah. Mientras, Oso había localizado el palo y volvía a zambullirse.
Me quedé sentada en el barro, frotándome la rodilla a través del agujero que acababa de hacerme en los vaqueros, mientras Noah se acercaba y me ofrecía una mano que hacía tiempo que no conocía jabón ni agua. Me ayudó a levantarme, y yo me sacudí la tierra de la ropa. Era imposible enfadarse con aquel chaval. Tenía las mejillas y la nariz llenas de pecas, y las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba incluso cuando no sonreía. No era un niño bonito en el sentido tradicional —nadie lo contrataría para posar para la portada de un catálogo de ropa infantil—, pero había algo en él que llamaba poderosamente la atención. Me recordaba a alguien, aunque no conseguía saber a quién.
Oso subió otra vez a la roca, corrió hacia mí y plantó las pezuñas llenas de barro en mis pantalones con tanto ímpetu que a punto estuvo de tirarme al suelo.
—¡Bájate! —le ordenó Noah. El perro le ignoró por completo e intentó darme un beso con lengua.
—No pasa nada —le dije, y en cierto sentido así era: al menos Noah y Oso me habían hecho olvidar el desastre en que se había convertido mi vida.
—¿Quieres una patata? —me preguntó Noah, ofreciéndome una bolsa arrugada.
Sacudí la cabeza y me aparté de los malvados carbohidratos como si me hubiera ofrecido una muestra de residuos nucleares. El chico metió la mano en la bolsa y sacó una patata perfectamente ovalada y dorada en los bordes, y se la metió en la boca. Tenía un aspecto grasiento, salado y crujiente. Sentí que se me hacía la boca agua y caí en la cuenta que me había saltado la comida.
Qué demonios. Seguramente en los últimos cinco minutos había quemado unos cuantos cientos de calorías por culpa del estrés.
—Sí que te cogeré una —dije, y me volví a subir a la roca.
Noah me pasó la bolsa. Saqué un buen puñado y me las metí de golpe en la boca. Hacía siglos que no probaba una. Estaban casi más buenas de lo que recordaba.
—Yo también tengo hambre a todas horas —explicó Noah mientras yo me chupaba las puntas de los dedos.
Me dejé caer a su lado. Su energía parecía contagiosa y yo no tenía nada mejor que hacer aquel día.
—No puedo parar de comer patatas —me confesó—. Esta es la segunda bolsa que me como hoy. ¿No te parece curioso que la sal provoque sed, pero que, cuando tienes sed, tu cuerpo quiere más sal porque ayuda al cuerpo a conservar el agua? Lo he aprendido en clase de ciencia.
—Interesante —volví a mentir.
—Es un círculo vicioso —continuó Noah—. No sé qué fue antes.
—Sí —dije yo, porque Noah no parecía la clase de persona que da por finalizada una conversación hasta haber exprimido hasta la última gota—. Como lo del huevo o la gallina.
—¿A qué te refieres? —preguntó Noah.
—Oh, es esa pregunta que no tiene respuesta —le dije, quitándole importancia con un gesto de la mano—. ¿Qué fue antes, la gallina o el huevo?
—El huevo, ¿no?
Yo sonreí, intuyendo una escena profesor-alumno.
—Ah, pero ¿quién puso el huevo?
Noah frunció el ceño.
—No te preocupes. Ni siquiera los adultos se ponen de acuerdo —intenté animarle—. Por eso es una pregunta famosa.
—Primero fue el huevo —dijo Noah, impaciente—. Las gallinas ponen huevos. Los machos adultos de las gallinas se llaman gallos, pero hay gente que utiliza el término gallina para cualquier ave de corral, así que la pregunta del huevo o la gallina podría incluir a los machos, que no ponen huevos.
Le miré con los ojos como platos.
—Aunque si me preguntaras «¿Qué fue antes, la gallina hembra o el huevo?», no sabría qué responder.
—Pero… —No sabía qué decir. Lo mejor que podía hacer era seguirle la corriente y olvidar aquel momento profesor-alumno.
—¿Qué estás escuchando? —preguntó Noah, señalando mi iPod.
—Wagner —respondí, aliviada por poder volver a terrenos más seguros—. Era un compositor de ópera alemán.
—¿Te gusta?
—Me gusta su música, pero él no.
—¿Por qué no?
Pasé el dedo por encima de la pantalla de mi iPod e intenté encontrar una respuesta adecuada.
—Bueno, para empezar era tan antisemita que a Hitler le encantaba —respondí lentamente—. Siempre me he preguntado cómo es posible que un ser humano tan horrible creara tanta belleza.
—¿Puedo escucharlo?
Me encogí de hombros.
—Claro.
Me quité los auriculares de alrededor del cuello y se los pasé a Noah, que se los puso y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, estaba sonriendo.
—Me gusta —dijo.
—A mí también. No todo el mundo piensa lo mismo. Eh, ¿has visto las películas de Star Wars? Son un poco antiguas, pero…
Noah me interrumpió.
—Son de mis favoritas. Los efectos especiales son un poco raros, no sé, muy evidentes. Como cuando la nave de Han Solo entra en el hiperespacio. Son solo unas rayas blancas en la pantalla, y se supone que tienes que sentir que estás volando.
—La próxima vez que las veas, fíjate en los temas que suenan cuando algún personaje aparece en escena. Con Luke Skywalker, por ejemplo, la música es enérgica, valiente, ¿verdad? Bueno, pues eso se conoce como leitmotiv. Wagner fue quien inventó la idea de los leitmotivs, pero para los personajes de sus óperas.
—¿En serio? —Noah se inclinó hacia delante, cogió un palo y lo lanzó al río. Oso saltó desde la roca y aterrizó en el agua con un estruendo terrible—. Cómo mola. ¿Wagner aún está vivo?
—No —respondí—. Murió hace mucho tiempo.
—Mmm. —Noah consideró mi explicación por un instante y añadió—: Eh, me sé un enigma. Imagina que vas a cenar con dos amigos. Cada uno de vosotros paga diez dólares, pero entonces el camarero se da cuenta de que os ha cobrado de más porque la cuenta solo ascendía a veinticinco dólares. El camarero saca cinco dólares de la caja y os devuelve un dólar a cada uno, pero se queda dos de propina. Así que cada uno ha pagado nueve dólares, y el camarero se lleva una propina de dos. Pero eso solo suma veintinueve dólares. ¿Qué ha pasado con el dólar que falta?
—¿Qué? —pregunté, parpadeando con fuerza varias veces.
—Piénsalo. Si no sabes la solución, suelo venir por aquí todos los días después de clase. La próxima vez que nos veamos te daré la respuesta.
—¿La próxima vez? —repetí como una estúpida.
—Traeré más patatas —dijo Noah, y volvió a lanzar el palo al agua. ¿Es que ese perro no se cansaba nunca? Y el niño, ¿nunca se callaba?
Noah me miró y sonrió. Y cuando el perro sacó la cabeza fuera del agua, juraría que estaba haciendo exactamente lo mismo.