16

Cuando me detuve frente a la verja de seguridad, tras pasar por casa de Isabelle, vi a un grupo de gente —cinco, puede que seis personas— reunida alrededor de Michael. Había detenido su coche allí y estaba hablando con ellos.

—¿Qué está pasando aquí? —grité, poniendo el freno de mano y bajándome del coche. Aquello me daba mala espina—. ¿Michael?

Un fotógrafo se dio la vuelta y el destello de un flash me dejó ciega por un instante. Cuando recuperé la visión, Michael estaba a mi lado, sujetándome por el codo.

—Esta mañana Associated Press ha hecho circular un cable —respondió—. Voy a hacer una declaración. De hecho, la haré ahora mismo; llevan llamándome al móvil toda la mañana.

—¿Una declaración? —pregunté confusa.

Mientras, una mujer de mediana edad y de cabello cano se había acercado a nosotros.

—¿Confirma o desmiente que va a regalar cien millones de dólares? —preguntó, subiéndose las gafas y disponiéndose a tomar nota de la respuesta, con el bolígrafo preparado sobre la superficie inmaculada de un pequeño cuaderno de espiral—. ¿Es el valor total de sus posesiones?

Aparté el brazo de las manos de Michael. No respondas, quise gritar, pero ya era demasiado tarde. Michael estaba asintiendo y los flashes de las cámaras habían cobrado vida de nuevo.

—¿Puede decirnos exactamente qué le ha llevado a tomar esa decisión? —intervino la voz de un hombre.

Michael dudó un instante, y yo recordé de pronto la última vez que habíamos estado delante de los medios, después de que él se hiciera con una parte de las acciones de los Blazes. Entonces tuvimos un publicista a nuestra disposición para ahuyentar a los periodistas si las preguntas se volvían incómodas o se extendían demasiado. Ahora, en cambio, estábamos solos, y yo no podía evitar sentirme atrapada. Tenía que conseguir que Michael se diera cuenta de que, si lo hacía público, la decisión sería prácticamente irrevocable, que si —no, mejor cuando— recuperara la cordura, se arrepentiría de haber hecho pública su decisión. Tenía que parar todo aquello.

—He estado muerto durante cuatro minutos y ocho segundos para ser exactos —dijo Michael, con la naturalidad de quien comenta un cambio brusco en el tiempo—. Recuerda el paro cardíaco, ¿verdad? Se habló de ello en la prensa local. Cuando volví a la vida, me di cuenta de que todo lo que había valorado hasta entonces no importaba. Ahora el dinero ya no significa nada para mí.

Los periodistas escribían en sus libretas mientras dos fotógrafos se acercaban aún más, sus cámaras tomando instantáneas del rostro de Michael desde ángulos opuestos. Dios mío, ¿cómo había acabado yo allí? Me sentía como la esposa de uno de esos políticos infieles por naturaleza, aguantando estoicamente una conferencia de prensa mientras los detalles más íntimos de su vida son expuestos para que todo el mundo los conozca. Sabía que la expresión de mi rostro era como la de muchas de ellas: dura, inaccesible, incrédula.

—Michael, vamos —le dije, tirando de su brazo.

—¿Le pasó algo durante esos cuatro minutos? —preguntó alguien—. ¿Tuvo una experiencia cercana a la muerte?

Michael guardó silencio y todos a su alrededor le imitaron. Un grupo de ocas cruzó el cielo sobre nuestras cabezas. Se dirigían al sur, anticipando el invierno que ya se acercaba; una de ellas graznó y yo no pude evitar sobresaltarme.

—No sabría cómo llamarlo —dijo finalmente Michael—. Pero sí, pasó algo.

—¿Cómo fue?

Michael nunca había tenido problemas para expresarse. Su mente funcionaba a la velocidad del rayo, y siempre era capaz de encontrar la palabra exacta entre el amplio vocabulario que dominaba.

—No puedo… No puedo explicarlo —empezó—. Fue muy bonito. No sé qué más decir. Algunas partes son privadas… —Se volvió hacia mí—. No puedo hablar de ello. Ahora no.

—¿Adónde irá el dinero? —quiso saber otro de los periodistas—. ¿A qué obras sociales?

—Una parte muy pequeña es para mis gastos más inmediatos. Todos lo demás será vendido en subasta, incluidas las casas. Quiero hablar con Christie’s para que se ocupen de todo. Se destinará a muchas causas: Médicos Sin Fronteras, Habitat for Humanity, investigación del cáncer y a muchas otras de menor tamaño… Tengo la lista dentro.

¿Iba a hablar con Christie’s? ¿Tenía una lista en casa?

Movida por el instinto, me metí en el coche de un salto y presioné el botón del mando a distancia que abría la verja de entrada a la finca. Justo antes de que pisara el acelerador a fondo, la puerta del copiloto se abrió y Michael saltó al interior del coche.

—¿Por qué demonios has tenido que contárselo? —le grité, mientras la verja se abría lentamente y yo la atravesaba a toda prisa, deseando arrollar a los periodistas en el proceso. Me pasé la mano por la cara. Estaba furiosa conmigo misma por no haberle detenido, pero todo había sucedido tan deprisa que no había podido reaccionar a tiempo.

—Me ha parecido más fácil darles un titular y deshacerme de ellos —respondió Michael, y se encogió de hombros—. En caso contrario, habrían seguido llamando.

—Tendrías que haber hablado primero conmigo. —Luché con todas mis fuerzas para mantener un tono de voz tranquilo. No podía gritarle; necesitaba mantenerme tranquila, racional. Todavía no era demasiado tarde; quizá estábamos a tiempo de llamar a los periodistas para que Michael pudiera retractarse en sus declaraciones…

Michael me miró fijamente.

—Cariño, no voy a cambiar de idea —me dijo con voz tranquila—. Si decides quedarte conmigo, no será por el dinero, porque no tendré ni un centavo.

De pronto sentí una oleada de rabia.

—¿De verdad esperas que yo trabaje mientras tú te quedas sentadito en casa? —pregunté sin dar crédito, y detuve el coche delante de la casa—. Ah, espera, tacha eso. Si ni siquiera tendremos casa.

—Julia, las cosas no serían como te las imaginas.

—¿Es que piensas volver al trabajo? Porque es la única opción que se me ocurre para escapar de esta puta pesadilla en la que nos has metido.

Pude ver cómo se sucedían en su rostro una emoción tras otra. No me importaba; me bajé del coche y cerré la puerta de golpe.

—Puedo prometerte una cosa —me dijo, saliendo también del coche y mirándome desde el otro lado del capó—. Necesito vender la empresa, pero nunca tendrás que mantenerme.

—¿Eso quiere decir que buscarás trabajo? —pregunté—. ¿En una asesoría o algo así?

Michael escogió sus palabras con sumo cuidado.

—Me encantaría poder hacerlo. Trabajar menos y pasar más tiempo contigo.

Me dirigí hacia la casa como una exhalación, sintiendo que la frustración se arremolinaba dentro de mí. Michael podía ganar todo el dinero del mundo como asesor, y obviamente no estaba en contra de ganarse bien la vida, así que ¿por qué estaba decidido a deshacerse de los beneficios que le reportaba DrinkUp?

—Entonces ¿qué es lo que pasa? —pregunté finalmente—. ¿Por qué tienes que vender la empresa? Es como si de pronto se hubiera convertido… en tu enemiga o algo así.

Michael introdujo su llave en la cerradura y abrió la puerta antes de responder.

—En cierto modo es así —dijo, apartándose a un lado para que pudiera entrar yo primero—. Ya no me siento orgulloso de mi empresa. Es más, creo que me ha destrozado la vida. Me he dejado llevar demasiado y al final he acabado convirtiéndome en algo que no me gusta. Me avergüenzo de algunas de las cosas que he hecho.

Se me ocurrían un par de posibilidades, me dije, y no pude evitar recordar la expresión de Roxanne, con una sonrisa en los labios, mirándome de arriba abajo…

—Te has dejado la piel para crear esa empresa desde cero —le recordé.

En el rostro de Michael se dibujó una media sonrisa.

—Casi literalmente, ¿eh? Oye, me encantaría que nos sentáramos en algún sitio tranquilo para hablar. Podríamos cogernos de la mano, tal vez.

Por Dios, parecía un adolescente enamorado por primera vez.

—Podríamos preparar algo para comer y ver la puesta de sol.

Pues no, en realidad era una postal de San Valentín, de esas que nadie compra porque son demasiado empalagosas.

Abrí la boca para decir algo, lo que fuera, que me ayudara a superar la vergüenza ajena, pero, en lugar de ello, mi voz cobró vida propia, convertida en un susurro entrecortado.

—¿Por qué me quieres tanto?

Michael me miró, y sus ojos hablaban de una tristeza infinita.

—Has tenido tantas oportunidades para estar conmigo… —dije—. Y no me refiero únicamente a ocasiones especiales, sino a cualquier noche. Podrías haber vuelto pronto del trabajo para cenar juntos y hablar.

—Lo sé —respondió Michael—. Nunca recuperaré todo ese tiempo, y es lo que más me entristece. —Bajó la mirada y permaneció unos segundos en silencio—. Hay algo más que tengo que contarte —continuó, mirándome de nuevo a los ojos—. A partir de ahora, voy a ser sincero contigo en todo.

Algo en su voz estuvo a punto de hacerme estremecer, sin embargo me obligué a levantar la barbilla bien alta y mirarle fijamente. Al fin y al cabo, ¿qué más podía hacerme?

—Antes he dicho que me gustaría volver a trabajar —explicó—. Y lo haré, si puedo. Julia, me encantaría construir una nueva vida a tu lado, pero… no sé cuánto tiempo me queda.

Sentí una sensación de alivio por todo el cuerpo. ¿Aquella era la gran noticia que tanto había temido?

—No eres el único, Michael —dije—. Yo misma podría morir mañana, o la semana que viene.

—Esto es distinto —insistió. Tomó aire lentamente, y en sus ojos apareció aquella mirada, la que ponía cada vez que hablaba de los minutos en los que había estado muerto—. Sentí algo… mientras estaba allí… como si se me permitiera volver, pero no por mucho tiempo… Ya sabes, allí el tiempo no tiene la misma importancia que aquí…

—¿Quién te lo ha dicho? —le interrumpí—. ¿El ángel jefe? ¿Andaba de un lado para otro como un profesor de gimnasia, con una carpeta y un silbato alrededor del cuello, ordenando a la gente en filas y diciéndoles si se quedan o dan un paso atrás?

—No exactamente —respondió Michael con una sonrisa—. Me pareció mucho más agradable que una clase de gimnasia. Nadie se metía conmigo.

—¿Eres consciente de cómo suena lo que me estás contando? —Entré en la sala de estar y me dejé caer en una silla—. Dices que puede que no te quede mucho; no obstante en el más allá no hay concepto del tiempo, así que no tienes ni idea de si serán cinco años o cincuenta. Vamos, Michael, ¿no te das cuenta de lo absurdo que suena todo esto? Sé que lo que te ha pasado es terrible…

—No he tenido miedo en ningún momento —me interrumpió.

—Vale, pero ¿no puedes ir más despacio? ¿Por qué tiene que cambiar todo de golpe?

Michael se arrodilló junto a mí. Así era como me había pedido matrimonio en su día, recordé, no sin cierto sobresalto. Se había arrodillado delante de mí una mañana, mientras yo leía, con una sencilla alianza de oro en la mano que había rescatado del bolsillo trasero de sus vaqueros. Yo había gritado «¡Sí!» antes de que él tuviera tiempo de decir una sola palabra. «Te lo iba a pedir esta noche. Pensaba comprar flores y prepararte la cena y todo, pero cuando te he visto, no he podido esperar ni un solo segundo más».

Con el paso de los años, Michael me había comprado un anillo de pedida clásico, con un diamante enorme en el centro; sin embargo, yo seguí llevando la alianza todos los días de mi vida.

—No discutamos más —dijo Michael, de vuelta al presente—. No puedo permitirme perder más tiempo contigo.

—Así que ¿quieres que me enamore otra vez de ti, a sabiendas de que acabarás dejándome? —pregunté. A pesar de que no me creía ni una sola palabra, sentí que una lágrima rodaba por mi mejilla—. Eso es tan… mezquino.

—Oh, Julia, ¿es que no lo ves? —exclamó él, sus ojos de un azul brillante como el cielo—. Tenía que volver por ti. Solo me quedaré tranquilo cuando sepa que tú estarás bien aunque yo no esté a tu lado.

Siempre había creído que los grandes momentos de mi vida se relacionaban de una forma u otra con la ópera. Aquel día, sin embargo, cuando en nuestro reproductor Bose empezó a sonar La Bohème, supe que tan solo se trataba de una coincidencia. La Bohème fue el primer gran éxito del compositor italiano Giacomo Puccini, y era una de mis óperas favoritas. Cuenta la historia de cuatro jóvenes, todos pobres, que viven en un pequeño y destartalado apartamento en París: todo lo destartalado que un apartamento puede estar en la legendaria Ciudad de la Luz. Una noche, una vecina de nombre Mimi llama a la puerta porque su vela se ha apagado —lo sé, lo sé, a mí también me parece un argumento un poco flojo— y acaba enamorándose de uno de los chicos. La cuestión es que la pobre se está muriendo de tuberculosis. Su novio, Rodolfo, sufre porque tiene sentimientos encontrados. Su relación es intensa, complicada, y la forma en que se cantan el uno al otro, con pasión y dolor y melancolía… Si alguien es capaz de presenciar una representación de principio a fin sin necesitar un pañuelo en ningún momento, es que está hecho de acero. Rodolfo y Mimi se distancian y luego se reconcilian apasionadamente. Las cosas serían más fáciles si simplemente se separaran —el futuro se presenta complicado, y su amor se confunde con el dolor que se provocan mutuamente—, pero son incapaces de hacerlo. Se necesitan el uno al otro como el aire que respiran; aun así no importa lo que ocurra, porque sobre sus cabezas planea la certeza de que la muerte acabará separándolos.

Como he dicho, una simple coincidencia.