15

—Tendré el móvil siempre encendido —le recordé a Gene, mi ayudante de veintiocho años, delgado, enérgico y siempre con una lata de Red Bull en la mano.

—Recibido —respondió él, deseando poder seguir con la partida de Scrabble en línea que yo había interrumpido. Al ver que me acercaba, había cambiado de pantalla a toda prisa, pero era tan lento que no le auguraba una futura carrera como espía, precisamente—. Te llamaré si entra algo importante.

—Ni una palabra a los clientes de que estoy trabajando desde casa —continué—. Tú diles que he salido unos días.

—De acuerdo.

—También puedes contactar conmigo por correo electrónico —dije—. Lo revisaré a diario.

—Vale.

—Aunque no te parezca importante, tú asegúrate, ¿vale?

Gene asintió.

—Serán solo tres semanas —le expliqué—. Luego estaré en la oficina a tiempo completo. Y que conste que me voy porque este mes no hay mucho trabajo.

Los dedos de Gene empezaron a golpear, impacientes, la mesa.

—¡Perfecto! Pues nada, voy a coger unas cosas de mi mesa. —Me dirigí a mi oficina y, una vez allí, me dejé caer en el sofá. Desde donde estaba podía oír a Gene tomando notas en un cuaderno, sin dejar de emitir todo tipo de sonidos que me dejaran bien claro lo buen trabajador que era.

Mi empresa no ocupaba demasiado espacio, apenas un par de estancias alquiladas en uno de los muchos edificios de oficinas cercanos a la Casa Blanca. La primera albergaba la mesa de Gene, unas cuantas plantas de hojas grandes y un bonito sofá a rayas blancas y rosa pálido; en la segunda, que era un poco más grande, trabajaba yo y me reunía con los clientes. Se trataba, en definitiva, de un espacio luminoso y agradable, perfecto para mi pequeña empresa. A diferencia de mi casa —o, mejor dicho, la que en breve dejaría de ser mi casa—, yo misma había escogido hasta el último detalle, desde la pintura verde claro de las paredes hasta el escritorio antiguo lleno de pequeños cajones en los que guardábamos desde clips hasta mi alijo secreto de bombones.

Qué curioso haber dado con un trabajo tan perfecto, pensé mientras ponía bien las sillas alrededor de la mesa de cristal que ocupaba el centro de la estancia. A diferencia de la empresa de Michael, en la que él mismo había diseñado la estrategia paso a paso, en la mía todo había sucedido por casualidad.

En mi primer año en la Universidad de Maryland, me había hecho muy amiga de una chica llamada Stephenie que se sentaba a mi lado en clase de literatura. Durante el último año, Stephenie se prometió con su novio de toda la vida, y me pidió que la ayudara a escoger el vestido porque su hermana y su madre vivían fuera de la ciudad.

—No puedo gastarme mucho dinero —me dijo—, doscientos dólares como mucho. Pero es mi boda, ¿sabes? —Su voz adquirió una nota triste—. Me gustaría encontrar algo especial.

—¿Por qué no probamos en una tienda de segunda mano? —sugerí.

Al final acabamos visitando cinco tiendas distintas aquel mismo fin de semana, pero ningún vestido parecía el adecuado. Stephenie era como las mujeres de los cuadros de Rubens, todo curvas, el pelo rizado y la piel pálida. Necesitaba algo sencillo y bien hecho, pero todo lo que encontramos estaba cubierto de encaje y volantes y lentejuelas, como salido de las manos de un grupo de párvulos descontrolados dentro del armario de las labores.

—Santo Dios —murmuré entre dientes, recorriendo las filas de perchas—. ¿Qué clase de psicópata inventó los lazos para los hombros? ¿Por qué tanto odio a las novias?

—Normalmente es la novia la que se pone exigente con los detalles —repuso Stephenie riendo mientras me enseñaba el vestido que se estaba probando y yo sacudía la cabeza—. Este no está tan mal, ¿verdad? —preguntó, frunciendo el ceño y deslizando un dedo por la rígida falda del vestido, cubierta de lentejuelas.

—No está mal, está peor —bromeé—. Una tienda más y lo dejamos, ¿vale?

Cuando entramos en Sí quiero, sí quiero, fue como si una corriente electromagnética me empujara hacia aquel vestido. Descolgué la percha forrada de tela de su colgador, conteniendo cualquier tipo de esperanza. Solo había visto un destello de la tela color marfil, las suaves ondas de la cola… Lo sostuve en alto y sonreí. Aquel era el vestido. El cuello con forma de chal, la elegante caída de la seda… Aquel vestido no se parecía a nada de lo que habíamos visto hasta entonces. Era romántico y tenía un toque antiguo, una belleza delicada y única.

—¿En serio? —preguntó Stephenie, arrugando la nariz—. ¿No es un poco… simple?

—Tú pruébatelo —le supliqué, y me metí con ella en el probador para ayudarla a abrochar los pequeños cierres que recorrían la espalda—. Unos retoques aquí y aquí… No mires todavía —ordené, alisando la cola—. Vale. Ya puedes abrir los ojos.

—Oh, Dios mío —exclamó Stephenie, sin apartar la mirada del espejo. No dijo ni una sola palabra más; se limitó a dar vueltas y más vueltas frente a su propio reflejo, como la bailarina de una caja de música, mientras yo la observaba con una sonrisa en los labios.

—¿Cómo lo has sabido? —me preguntó más tarde en el coche, con el vestido firmemente sujeto sobre el regazo. No se había separado de él ni un segundo—. Yo ni siquiera lo habría descolgado de la percha.

Pensé en las revistas de moda que papá solía comprarme, y cómo se sentaba a mi lado mientras yo pasaba las páginas.

—¿Mil pavos? ¿Por un vestido? —solía decirme—. ¿Qué tiene ese vestido que no tenga el del escaparate de cualquier tienda de ropa del pueblo?

Yo acercaba la revista para que pudiera verla.

—¿Ves las cuentas siguiendo la línea del dobladillo? Están cosidas a mano. Pero tienes razón; no vale tanto dinero. Mira las arrugas que se forman en las sisas. En esta foto no; la modelo está arqueando la espalda para compensarlas. En la siguiente página su cuerpo está más relajado, y se puede ver que el vestido no está bien cortado. Eso sí, esta chaqueta vale hasta el último centavo de su precio. Podrías llevarla a la fiesta más elegante o ponértela con unos vaqueros. Mira estos botones. Son como pequeñas obras de arte, todos distintos.

—De verdad, Julie, tú podrías diseñar cualquiera de estas cosas —me decía papá, sacudiendo la cabeza—. Aprecias detalles que los demás no vemos. ¿Qué te parece mi jersey? ¿Es couture —lo pronunció «cu-tu-re»— o no?

—Pues claro que sí —respondía yo entre risas—. Deberías subirte a una pasarela cuanto antes.

Era entonces cuando me sonrojaba de placer y me decía que por qué no iba a poder hacerlo, algún día, que quizá encontraría la forma de poder pagarme una escuela de diseño, o puede que solo comprase unas cuantas telas y empezara a diseñar por mi cuenta…

Stephenie me miraba fijamente.

—¿Estás bien? Te he preguntado que cómo sabías que este sería el vestido.

—Un presentimiento —respondí, tragando saliva con fuerza.

La idea para mi empresa no cuajó hasta que Stephenie me explicó un día que el camafeo de su abuela, que era la pieza vieja que pensaba llevar el día de su boda, había desaparecido, según sospechaba la familia, robado por una de las enfermeras que asistían a la mujer en su casa.

No fue tan difícil encontrar algo parecido, apenas una mañana de sábado entre los puestos de un mercadillo y visitando varias tiendas de antigüedades hasta encontrar la pieza perfecta tras una vitrina de vidrio.

—Ese, ¿puedo ver ese, por favor?

Stephenie lloró cuando le entregué el camafeo color marfil y rosa que era mi regalo de bodas. Le eché una mano con la organización, fingiendo que no la oía cada vez que me daba las gracias; lo cierto era que me lo pasé en grande, hasta el último minuto. El ramo de novia estaba hecho de rosas compradas al por mayor y unidas con una cinta de seda de un todo a cien, y las copas las había conseguido en los saldos de una tienda que estaba a punto de cerrar.

—Son menos caras que las de plástico y mucho más bonitas —le dije a Stephenie—. Si quieres, podemos buscar a alguien que las lave después del brindis y regalarlas por parejas a los invitados como recuerdos de boda, atadas con un trocito de esta misma cinta.

—¡Así no tenemos que gastarnos dinero en los recuerdos! —exclamó Stephenie—. ¡Es perfecto! Pero ¿sabes qué es lo que más me preocupa? La factura del convite. Ese va a ser el mayor gasto.

Sopesé las posibilidades por un instante.

—¿Sabes qué? Si te casas por la tarde, solo tendrías que comprar la tarta y el champán. Sería muy romántico, con velas por todas partes.

Sus ojos se iluminaron.

—¡Genial!

El mismo día de la boda, una de las primas de Stephenie se acercó para hablar conmigo y alabar hasta el último detalle. A continuación me pidió que la ayudara a organizar la suya. «Te pagaría, claro está». En poco tiempo, me fueron saliendo más trabajos gracias al boca oreja: bodas, fiestas de jubilación, cumpleaños, bar mitzvahs…

Pero hacía años que no hablaba con Stephenie.

Me acerqué a mi mesa y abrí el cajón donde guardaba el recorte del Washington Post en el que se hablaba de nuestra casa. Stephenie me había llamado cuando salió la noticia, sorprendida a juzgar por la nota tensa y aguda de su voz.

—No tenía ni idea —me dijo—. Es decir, sabía que Michael estaba emocionado con su nuevo negocio, pero… El periódico dice que su fortuna asciende a ¿setenta millones?

—Sí —respondí yo, e intenté forzar una carcajada—. A mí también me ha sorprendido.

—Necesitarías más de una vida para gastarte todo ese dinero, ¿verdad? —Stephenie no daba crédito a lo que había leído, como si estuviéramos hablando de otra persona, algún famoso que hubiéramos visto en el cine y posando en la alfombra roja.

Hablamos durante un buen rato, pero cuando finalmente colgamos, fue como si una de las costuras que mantenía unida nuestra amistad se hubiera rasgado. Hice todo lo que pude por conservar nuestra amistad, ambas lo hicimos, pero nuestras vidas habían tomado caminos opuestos, y nos separaban aunque nosotras tratáramos de permanecer unidas. Por aquel entonces, Stephenie había tenido una niña y recortaba los cupones de descuento para poder llegar a fin de mes. Un día quedamos para tomar café y me di cuenta de que sus ojos no se apartaban de mi nuevo bolso Hermès Kelly.

—¿Te lo ha comprado Michael? —me preguntó, acariciando tímidamente la superficie de piel, como si fuera un animal exótico y pudiera morderla.

Yo asentí enseguida y me ofrecí a pedirle un café.

—Puedo pagármelo yo misma —dijo ella, a la defensiva.

—Claro, por supuesto que puedes —balbuceé, avergonzada—. Lo decía porque voy al mostrador a pedirme uno para mí… —Guardé el bolso debajo de la silla y me pregunté si la próxima vez que nos viéramos debería traer el viejo, uno que había comprado en T.J.Maxx. Claro que aquello no haría más que empeorar las cosas.

La culpa también fue mía. Aún me sonrojo cuando pienso que no invité a Stephenie a la primera gran cena que organizamos en nuestra nueva casa. Una parte de mí sabía que ni ella ni su marido, que se ganaba la vida como electricista, se sentirían cómodos con nuestras nuevas amistades. Y otra parte de mí, más pequeña y mucho más fea, quería poder enseñar la casa y todo lo que había en ella —nuestro recién adquirido dibujo de Picasso, los enormes centros florales y el chef privado preparando sushi en nuestra maravillosa cocina— sin tener que preocuparme de no hacer ostentación delante de mi vieja amiga. No quería ver cómo Stephenie sumaba mentalmente todo el dinero que nos habíamos gastado; a veces yo misma tenía que esforzarme para no hacerlo. Aquella noche era nuestra presentación en sociedad y quería disfrutar de ella.

Pronto descubrió lo de la cena —se me escapó la primera vez que volvimos a vernos— y todavía recuerdo la expresión de dolor en sus ojos.

—Fue algo de negocios —mentí.

—Claro —dijo ella, fingiendo que no tenía importancia. Luego empezó a hablar de la nueva guardería y de las otras madres con las que había entablado amistad, y me tocó a mí sentir una punzada de celos entre las costillas. Por aquel entonces, Michael ya me había dicho que no quería hijos.

Las llamadas y los correos electrónicos se hicieron cada vez más esporádicos hasta desaparecer por completo. Sin embargo, seguía echándola de menos, y creía, o más bien esperaba, que ella también me echara de menos a mí. Ahora me tocaba ser la otra incógnita de la misma ecuación. La gente con la que nos relacionábamos, menos Isabelle, dejaría de hablarnos. Michael se convertiría en una mera anécdota, una historia que contar y analizar sin piedad durante una cena entre amigos, antes de que la gente se olvidara de él y pasara a la siguiente historia. Además, ahora ni siquiera podría relacionarme con toda esa gente. Me imaginé invitando a Dale y Bettina a mi nueva casa y a duras penas conseguí contener la risa.

—Sentaos donde queráis —les diría con aire pomposo, señalando hacia los cojines del suelo—. El pollo estará listo en cualquier momento.

Bueno, puede que solo esa parte fuera suficiente para renunciar a todo nuestro dinero, pensé, sin poder reprimir una sonrisa. Me disponía a salir de la oficina para dirigirme a casa cuando mi móvil sonó.

—Lo he hecho —me espetó Isabelle en cuanto fui capaz de rescatar el iPhone del fondo del bolso y descolgar—. Le he enviado la carta. La he metido en un sobre dirigido a sus padres con una nota en la que les pido que se la den cuando consideren que es un buen momento.

—¡Isabelle! ¡Es genial! Y tú, ¿estás bien? —pregunté.

—Sí —respondió ella—. No me había dado cuenta de hasta qué punto me dominaba el miedo, ¿sabes? Ahora me doy cuenta de que habrían pasado cinco años más, y luego otros cinco… y ¿quién sabe? Probablemente nunca me habría decidido. Sería el mayor error de toda mi vida. Bueno, junto con la permanente que me hice cuando iba al instituto.

Su risa se conjuró con la mía.

—¿Cómo te sientes? —le pregunté.

Isabelle permaneció un instante en silencio. Cuando volvió a hablar, su voz sonaba seria.

—Pienso en ella a todas horas. Me imagino el momento en que sus padres le entreguen la carta, quizá por la noche, mientras esté estudiando. Me pregunto cómo será su habitación, si es una niña popular en el colegio o si tal vez se siente desplazada. No sé por qué me la imagino llevando la carta consigo, en el bolsillo de los vaqueros, para poder leerla cuando le apetezca.

—¿Qué has puesto? —pregunté, antes de añadir rápidamente—: No tienes por qué decírmelo si no quieres…

—No, no pasa nada. He seguido tu consejo y le he contado el miedo que me daba escribirle. Le he explicado cómo me sentía cuando estaba embarazada, cómo sentía que bailaba dentro de mí cada vez que escuchaba música, y por qué escogí a sus padres. Y le he dicho que si alguna vez quiere que nos veamos, yo estaría encantada.

—Suena muy bien —dije.

Pude escuchar cómo Isabelle respiraba profundamente.

—Ahora la pelota está en su tejado.

—Sigo en la oficina, pero estaba a punto de irme a casa. ¿Quieres que me pase por ahí? Podríamos celebrarlo con una copa. ¿O todavía tienes resaca del otro día?

—Sí —respondió Isabelle—. Y sí.

Bajé la mirada hasta el recorte del Washington Post que aún sostenía en la mano, hice una bola con él y la tiré a la papelera mientras, con la otra mano, sujetaba el teléfono contra la mejilla. No importaba cómo terminaría todo aquello, no podía permitirme perder a Isabelle. Encontraría la forma de superarlo. Tenía que hacerlo.