Fijé la mirada en la doble línea amarilla que recorría la carretera frente a nosotros. Nuestro chófer ya no estaba con nosotros; Michael le había dado una carta de recomendación y el sueldo de todo un año, a él y a Naddy, a los jardineros y al chef. La casa estaba extrañamente en silencio sin sus continuas idas y venidas. Ahora solo éramos Michael y yo de camino al supermercado. Nos habíamos quedado sin leche. Todo se hundía a nuestro alrededor y allí estaba yo, haciendo recaditos con mi marido como si fuera una tarde cualquiera de fin de semana. Era como si la vida se hubiera congelado a nuestro alrededor, pero el coche seguía necesitando combustible, recibíamos el periódico todos los días y la nevera se iba vaciando lenta pero irremediablemente.
Cuando Michael me vio echar las últimas gotas de leche en el té de la tarde, se levantó de la mesa de la cocina de un salto.
—Iré a comprar —dijo—. También se nos ha acabado el zumo de naranja. ¿Necesitas algo más?
Yo sacudí la cabeza y le di la espalda. Pero cuando Michael cogió las llaves del coche, dejé la taza sobre la encimera y me dirigí al Maserati. No me apetecía quedarme sola en casa.
De nuevo en el coche, Michael apartó los ojos de la carretera para mirarme.
—Sé que estás pensando en dejarme —me dijo—. Cualquiera en tu lugar haría lo mismo. Solo dame un poco de tiempo antes de decidirte.
Tenía la mandíbula tan rígida que parecía hecha de hormigón; apenas podía pronunciar una sola palabra.
—No lo sé. —Aparté la cara y miré por la ventana. Ir con Michael de compras había sido un error; estaba demasiado enfadada para hablar con él.
—No sé por qué se me ha permitido volver, por qué tengo esta segunda oportunidad —continuó, con el tono de voz despreocupado de quien comenta el paisaje—. Pero el instante en que abrí los ojos y me di cuenta de que estaba tumbado en el suelo, con todos reunidos a mi alrededor mirándome fijamente, algo cambió en mí. Los coches, la ropa, las casas, todo me parecía inútil. Incluso estúpido. Mientras estuve muerto, sentí… la conexión entre todos nosotros, entre todos los habitantes de la Tierra. De pronto supe que podía ayudar a la gente, que podía recuperar…
Le corté en seco; ya había oído suficiente.
—¿Por qué no puedes darme un poco de tiempo antes de venderlo todo? —pregunté—. Espera un año. Si todavía sientes lo mismo, vende la empresa.
Algo cambió en los ojos de Michael. No era la primera vez que veía aquella mirada evasiva; significaba que había algo que no me estaba contando.
—Es que… tengo que hacerlo ya. Cuanto antes.
—¿Por qué estás siendo tan ilógico? —grité—. Ya ni siquiera te reconozco.
—Sé que para ti no tiene sentido, Julia —me dijo, la voz dulce—. Hace unas semanas, tampoco lo habría tenido para mí. Pero cuando estuve muerto… No puedo creer que esté diciendo «muerto», porque en esos minutos me sentí más vivo que en toda mi vida, pero cuando morí…
—¡Michael! No hables más de eso, ¿vale? No estás flotando en una nube y escuchando música de arpas, por el amor de Dios. Estás aquí, conmigo, tratando de deshacerte de todo lo que posees. ¡Tienes que enfrentarte a la realidad!
—No fue exactamente así, pero vale —respondió unos segundos más tarde—. No hablaré más de ello, no hasta que estés preparada para oírlo. Pero ¿te puedo decir qué es lo peor para mí? No puedo dejar de pensar en cómo malgasté todos esos años contigo. Tendría que haberme tomado los fines de semana libres, llevarte de viaje a París. No puedo creerme que no te llevara de luna de miel. Julia, nos hemos distanciado tanto…
Volví la cabeza para mirar por la ventana y no tener que decir nada. Demasiadas emociones se arremolinaban en mi interior. Rabia y pena y miedo, pero también algo más. Un destello de algo parecido a la esperanza. Por un instante, recordé las tardes junto al río, las horas que Michael y yo pasábamos tumbados el uno al lado del otro, hablando sin cesar. ¿Seríamos capaces de recuperar todo aquello?
Cuando vi el mensaje de Kate en mi BlackBerry diciéndome que Michael estaba en el hospital, el pánico se apoderó de mí con tanta vehemencia que me dejó sin respiración. Las palabras se volvieron borrosas en la pantalla, mientras mi mente gritaba «¡No!» y las piernas cedían bajo el peso de mi cuerpo como si alguien hubiera tirado de ellas. El trayecto hasta el hospital me sirvió para calmarme considerablemente, pero esos primeros instantes…
Tal vez una parte de mí seguía enamorada de él. Sopesé la idea y rápidamente sacudí la cabeza con fuerza para deshacerme de ella. Ya no importaba. No se podía confiar en Michael. No podía creerme nada que saliera de su boca porque ya se había desdicho de todo lo que me prometió en su día. Hasta donde yo sabía, en un par de semanas más podría cambiar otra vez de idea y abandonarme para crear una nueva empresa, o para cambiarse el nombre a Om e irse a la cabaña de un yogui a cantar mantras.
—He hecho tantas cosas mal en mi vida —decía Michael en aquel momento, mientras detenía el coche en un semáforo en rojo—. Me he centrado en las cosas equivocadas. Deberíamos haber tenido —noté sus ojos fijos en mí— un hijo.
Sentí que algo se rasgaba dentro de mí. Sujeté con fuerza los bordes del asiento de piel, deseando que mis uñas atravesaran el caro material. La ira se apoderó de mí otra vez, con tanta rapidez que a punto estuve de ahogarme. ¿Cómo se atrevía a mencionar la posibilidad de tener un hijo? Cada vez que habíamos hablado de ello, Michael me había asegurado que él no quería tener hijos. La empresa era su verdadera hija, a la que alimentaba y cuidaba mientras veía cómo crecía.
—No sería justo para el niño —se había excusado Michael cuando le saqué el tema por primera vez. No dejaba de ser curioso que, a pesar de que en la época del instituto hablábamos absolutamente de todo, nunca habíamos discutido si queríamos tener hijos o no—. Trabajamos demasiado, Julia —me dijo—. ¿Quién se ocuparía de él?
—Podría trabajar menos horas —respondí yo—. Y mucha gente contrata niñeras para estos casos.
Michael había sacudido la cabeza.
—No me parecería correcto —dijo—. Nunca estoy en casa. No querría ignorar a mi hijo como mi padre hizo conmigo.
Al principio me aferré a la posibilidad de que cambiara de idea, pero a medida que fue pasando el tiempo, dejé de sacar el tema, aunque por otras razones. Una parte de mí se preguntaba si era una buena idea traer un niño al matrimonio, sobre todo desde que Michael y yo estábamos tan distanciados. Y sin embargo… La habitación de invitados más cercana a nuestro dormitorio estaba llena de ventanas que dejaban entrar la luz del sol. A veces me detenía junto a la puerta y creía ver nubes esponjosas pintadas sobre paredes azules y estrellas amarillas en el techo. La cuna estaría en una esquina de la habitación, apartada de las ventanas para que al bebé no estuviera expuesto a la corriente de aire, y junto a la cuna descansaría una mecedora antigua con una mantita azul o rosa doblada sobre uno de los reposabrazos.
Pero claro, Michael no sabía nada de todo aquello, me dije, sintiendo una sensación amarga en la garganta. Él nunca estaba en casa, ya nunca hablaba conmigo, y lo cierto era que yo también había dejado de intentarlo hacía mucho, mucho tiempo.
—Ahora te vas al extremo opuesto —le dije, apretando los dientes. Mi cuerpo estaba tan tenso que en cualquier momento podría salir despedido del asiento y atravesar el parabrisas del coche—. ¿Por qué contigo todo tiene que ser tan dramático? Resulta que primero eras un adicto al trabajo y ahora te has convertido en el señor Sensible.
—He cambiado, Julia. No soy el mismo hombre.
—Antes era feliz —dije.
—¿Lo eras? —preguntó con un hilo de voz—. ¿O es que habíamos cambiado la felicidad que no teníamos por objetos materiales? ¿Por qué nos manteníamos siempre tan ocupados? ¿Para no darnos cuenta de las pocas cosas que había en nuestra vida aparte del trabajo?
—¿Vas a dedicarte al psicoanálisis a partir de ahora? —le espeté—. Veo que ya dominas lo más básico, pero te falta trabajar tu voz de médico.
Michael disimuló una sonrisa, enfadándome todavía más.
—¿Sabes ese tópico según el cual todo el mundo, en su lecho de muerte, desearía haber pasado menos tiempo en la oficina? Pues es cierto, de verdad. Cuando me di cuenta de que no volvería a verte, no pude soportar… —Se detuvo un instante y tragó con fuerza—. La idea de dejarte, no así, con tantos malentendidos entre nosotros.
Guardó silencio, sin apartar los ojos de la carretera.
—Voy a necesitar unas tres semanas para preparar el papeleo necesario para deshacerme de la empresa —dijo—. No decidas si me dejas o no hasta entonces. Dame una última oportunidad; luego puedes irte cuando quieras.
—Michael, ¿y si te estás equivocando? —Las palabras salieron por mi boca como si tuvieran vida propia—. ¿Y si dentro de un año te das cuenta de que quieres recuperar tu empresa?
Sus dedos jugueteaban sobre el volante del coche.
—Eso no va a pasar —respondió—. No voy a mentirte, Julia, nunca más. Estoy preocupado por ti. Me preocupa que concedas tanta importancia al dinero. Quiero que ambos nos demos cuenta de que no lo necesitamos para ser felices. No lo necesitamos, nunca lo hemos necesitado.
Estiró un brazo para cubrir mi mano con la suya, pero yo la aparté de un tirón. La decepción se hizo evidente en la expresión de su rostro, pero no me importó lo más mínimo. Quería hacerle daño.
—Creo que ya no te quiero —le dije, pronunciando cada palabra con sumo cuidado. ¿Creía saber qué era lo que yo necesitaba? No me conocía lo más mínimo. De pronto el destello de esperanza se desvaneció en la nada, como una mota de confeti que se hunde en aguas turbias antes de desaparecer por el desagüe—. Hace mucho que ya no siento nada.
—No te culpo —respondió él—. Pero ¿no podemos hablar sobre…?
—¡No quiero hablar contigo! —grité—. Lo estás estropeando todo, Michael. Me prometiste tantas cosas… —Apenas podía hablar, pero me negaba a quedarme callada. Las palabras salían de mi boca atropelladamente, pisándose las unas a las otras—. Me prometiste una buena vida. ¿Recuerdas los días junto al río? Nos prometimos que tendríamos todo lo que quisiéramos. Y cuando finalmente lo conseguimos, tú me dejaste sola. Nunca estabas en casa. Nunca querías estar conmigo. ¡Me mentiste, rompiste los votos! Y yo acabé por acostumbrarme. Me conformé, ¡maldita sea! Y ahora vas tú y vuelves a cambiar las reglas. No eres el único en este matrimonio, ¿sabes?
—Lo siento —repitió, como si dos palabras fueran suficientes para borrar los años de soledad que nos separaban.
—No fuiste a ninguna parte. ¡Te diste un golpe en la cabeza! —exclamé—. La actividad eléctrica de tu cerebro no se detuvo al mismo tiempo que tu corazón. Tuviste una especie de sueño.
—Fue real —insistió Michael—, lo más real que he sentido en toda mi vida. Tan real como ese árbol —explicó, señalando por la ventanilla—. Tan real como el aire que respiramos.
—Te recuerdo que en aquel bautizo miraste el correo en la BlackBerry mientras todos los demás nos arrodillábamos para rezar. Y cuando sonó, juntaste las manos para esconderla y miraste fijamente al hombre que tenías delante, como si hubiera sido él.
—Julia, ahora sí creo en algo. No sé cómo llamarlo, pero sentí amor… Estaba allí, era real, estuviera donde…
—Déjame salir —exigí de repente, tirando de la maneta de la puerta.
Michael me miró sorprendido, pero siguió conduciendo.
—¡Para! —grité, y las ruedas chirriaron sobre el pavimento. Abrí la puerta y me bajé del coche como pude—. No creo que pueda estar contigo más de tres segundos seguidos, imagínate tres semanas —le grité a Michael, y cerré la puerta con toda la fuerza que fui capaz de reunir. Después me di la vuelta, temblando presa de la ira.
¿Por qué se creía Michael con derecho a jugar a ser Dios? ¿Solo porque supuestamente se habían visto cara a cara? Cómo se atrevía a decidir qué era mejor para mí. Era lo peor que había hecho jamás con diferencia, peor aún que la vez que cogí su BlackBerry y leí el correo electrónico de Roxanne en el que le preguntaba si podía escaparse del trabajo para encontrarse con ella otra vez…
Caminé a toda prisa, la respiración entrecortada, los zapatos golpeando furiosamente contra el pavimento. Unos minutos más tarde conseguí calmarme y miré a mi alrededor. Conocía aquellas calles. Un par de manzanas más adelante había una zona comercial con un bar. Perfecto, pensé mientras retomaba el paso. Podría sentarme en la barra, pedir una cerveza y pensar en qué hacer a continuación.
Abrí la puerta del bar con tanto ímpetu que golpeó la pared.
—Lo siento —me disculpé mirando al camarero, que apenas había levantado la mirada de la sección de deportes del Washington Post. Aquel lugar era exactamente lo que necesitaba, me dije mientras me encaramaba en un taburete. Olía a cerveza rancia, y las paredes estaban forradas con algo que pretendía pasar por madera pero tenía toda la pinta de ser plástico. El suelo estaba pegajoso, y en el centro del local, ocupando buena parte del espacio libre, había una vieja mesa de billar. Ahora mismo no me apetecía estar en ningún local caro y elegante; necesitaba sentirme rodeada por la misma decadencia que experimentaba en mi interior. En los restaurantes a los que solía ir —Old Angler’s Inn o The Palm— el personal me habría reconocido y se habría apresurado a ofrecerme la carta de vinos y anticipar hasta la última de mis necesidades. Aquí nadie me molestaría. Sería poco menos que invisible.
—Una cerveza, por favor —le dije al camarero, que cerró el periódico sin molestarse en disimular el hastío.
—¿Quiere vaso? —me preguntó, mientras abría la botella y la dejaba delante de mí. A modo de respuesta, me llevé la botella a los labios y me bebí un tercio de su contenido de un trago.
El camarero se encogió de hombros y volvió a su periódico. Tal vez estaba acostumbrado a ver entrar a mujeres de aspecto agotado, que pedían una cerveza y se la bebían de un solo trago como si se hubieran presentado a las pruebas de una fraternidad. Tomé otro trago y el camarero me acercó un plato de cacahuetes.
—No te metas demasiado en el artículo —le avisé, levantando la botella en alto y disfrutando de lo dura que podía llegar a ser—. Voy a necesitar otra como esta en breve.
Justo en aquel preciso instante sonó mi móvil dentro del bolsillo de mis pantalones. Lo saqué y miré la pantalla antes de responder.
—¿Dónde estás? —preguntó Isabelle.
Entorné los ojos y leí el cartel que colgaba de la pared detrás de la barra.
—Bar Joe. ¿No es un nombre perfecto para un bar?
—¿Tienen vodka? —preguntó Isabelle.
—Joe, ¿tienes vodka? —le pregunté al camarero.
—Me llamo Neil. Y sí.
—Voy de camino —dijo Isabelle.
—Perfecto —respondí—, porque me he dejado el bolso en el coche y no estoy segura de que mis habilidades con el billar puedan pagarme las deudas.
—Pues podemos jugar por parejas —dijo Isabelle.
La voz de John Mellencamp sonaba en los altavoces del local con tanta potencia que tardé unos segundos en darme cuenta de que había algo raro en la voz de Isabelle.
—¿Estás bien? —le pregunté, sintiéndome culpable por momentos. Isabelle me había rescatado varias veces en los últimos días. Y ¿no era hoy su gran cita?—. Michael no tendría que haberte llamado. No hace falta que vengas.
—Michael no me ha llamado —respondió ella—. Y no, no estoy bien.
—Está casado, joder —dijo Isabelle cuatro vodkas más tarde, lo cual quería decir que sus palabras exactas fueron «Está casao, oer», pero yo sabía exactamente qué quería decir.
Me bebí un chupito de un trago para solidarizarme con ella y luego me metí en la boca una rodaja de limón cubierta de azúcar.
—No puedo creer que te mintiera —le dije, chupándome los restos de azúcar de la punta de los dedos—. Los hombres son unos gilipollas. ¡Tú no, Joe! Eres el único tío que nos cae bien.
El camarero nos sirvió otra ronda; para entonces ya sabía que no hacía falta que nos preguntara si queríamos otra copa.
—No tienen que conducir, ¿verdad, señoritas? —quiso saber.
—Mi amiga tiene chófer —respondí yo, dándole una palmada a Isabelle en el brazo quizá con más fuerza de la esperada—. Yo no. Mi maldito marido va a regalar todo nuestro dinero.
—Los maridos son lo peor —convino Isabelle—. Sobre todo el que he estado viendo últimamente.
—Así que te recoge, te lleva de picnic diciéndote que él mismo ha preparado la comida, cuando tú reconoces los sándwiches de Balducci, y luego se saca la cartera del bolsillo porque está incómodo sentado encima de ella —dije yo, resumiendo lo que Isabelle me ha contado hasta ahora.
—Exacto. —Isabelle peló un cacahuete y se lo metió en la boca, para acto seguido escupirlo en una servilleta.
—Joe, ¿cada cuánto cambias los cacahuetes? —le preguntó al camarero.
—Todos los días —mintió él—. Y me llamo Neil.
—Me he comprado un vestido nuevo —le gritó Isabelle—. Incluso me he depilado.
Para entonces, Neil ya estaba en la otra punta de la barra, leyendo la sección de clasificados. Solo esperaba no haber despertado en él el deseo de cambiar de trabajo.
—Si el muy imbécil piensa fingir que está soltero, no debería ir por ahí con una foto de su mujer en la cartera —intervine—. Está en el capítulo uno del Manual del buen adúltero.
—No creo que tuviera intención de fingir —repuso Isabelle—. O sea, los dos miramos la foto cuando tiró la cartera sobre la manta y se abrió. Podría haber dicho que la foto era de su hermana o de quien fuera si su intención era seguir mintiendo.
—¿Una foto de su hermana en la cartera? —Arrugué la nariz—. Eso sería peor que lo de estar casado.
Isabelle se rió por primera vez desde que había llegado al bar con las mejillas incendiadas pa y una mancha oscura en la camisa. («Quería tirarle el vino a él por encima —me explicó—. Supongo que estaba sentada demasiado cerca de él». «¿Cómo de cerca?», pregunté yo. «Sobre su regazo», respondió ella).
—Y ¿por qué no te hablas con Michael? —me preguntó Isabelle.
—Resulta que de pronto se arrepiente de no haber tenido hijos. —Cogí un cacahuete y lo tiré contra la barra—. ¿Puedes creértelo? Hoy me ha dicho que sentía no haberme llevado de luna de miel.
—¿Y? —quiso saber Isabelle.
La miré sin acabar de entender la pregunta.
—Eso es todo.
Isabelle guardó silencio.
—Mira, ya sé que ahora mismo soy la presidenta del club Antihombres; sin embargo no lo entiendo —dijo finalmente—. Sí entiendo que odies a Michael porque piensa regalar todo su dinero, pero ¿porque te pida perdón por no haber pasado más tiempo contigo o por no haber tenido un hijo?
Suspiré y me hundí en mi taburete. Aquella era la parte a la que le había estado dando vueltas en mi cabeza una y otra vez. ¿Por qué no me había enfadado con Michael en su momento por todas esas cosas? Si tanto significaban para mí, ¿por qué no había luchado entonces por ellas?
—La cuestión es la siguiente —me expliqué finalmente—. Los matrimonios tienen un montón de reglas no escritas. Siempre sabes qué parte del periódico es para cada uno, en qué lado de la cama duermes y hasta dónde puedes llegar antes de que un pequeño desacuerdo se convierta en una pelea. Es como si cada matrimonio fuera un país, con sus propias costumbres y rituales y sistemas de trueque. Y lo mejor de todo es que los dos sabéis sobre qué cosas no se puede discutir. Michael y yo nunca hablamos de tener hijos. Nunca hablamos de la luna de miel que nunca tuvimos. No estamos lo suficientemente unidos, no lo hemos estado en años, Isabelle.
Hice girar el vaso de chupito entre las palmas de mis manos, deseando que estuviera lleno otra vez, pero al parecer Neil estaba evitando establecer contacto visual con nosotras y no le podía culpar por ello.
—Hablar, sobre todo si es de cosas realmente profundas, es algo que Michael y yo ya no hacemos nunca —expliqué con un hilo de voz—. Es posible vivir con alguien y no conocerlo de verdad. De hecho, es sencillo. Puedo decirte qué clase de ropa interior prefiere Michael y cuál es la contraseña de su ordenador. Sabe que se me dan fatal los nombres, así que siempre saluda primero a la gente. Conocemos todos los detalles superficiales del otro, el tipo de cosas que preguntan a los inmigrantes cuando piden la nacionalidad. Pero ¿saber cuántas barras tiene la bandera te enseña algo de lo que significa vivir en Estados Unidos?
Isabelle asintió.
—Te entiendo —dijo tras un momento—. Parecíais tan… No sé, tan felices como el que más, supongo. Bueno, ya sé que te engañó con aquella zorra, pero aquello se acabó hace tiempo, ¿verdad?
Yo me encogí de hombros.
—Sí, pero sigo mirando su correo electrónico y sus mensajes de voz continuamente. Fíjate si es idílico nuestro matrimonio.
E Isabelle no lo sabía todo, pensé mientras mis ojos se apartaban de los de ella. Había partes de nuestra historia que me avergonzaba contar, incluso a ella.
Me aclaré la garganta.
—De cualquier forma, si me dejo llevar y hablo con él de todas esas cosas, tendremos que enfrentarnos al dolor de averiguar qué ha ido mal entre nosotros. ¿Por qué no fuimos de luna de miel? Todas las parejas van, si tienen suficiente dinero. Y —mi voz se convirtió en un susurro; no podía soportar la idea de que ni siquiera Neil me oyera— ¿por qué estaba dispuesta a tener menos a Michael a cambio de más dinero? Creo que le odio porque, por su culpa, no puedo dejar de hacerme toda clase de preguntas incómodas.
Permanecimos unos minutos en silencio, hasta que Isabelle suspiró y dijo:
—Pues vaya. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Todo irá bien para ti. Hay un montón de tíos ahí fuera —le dije, abarcando el local con un movimiento del brazo. Dos tipos con sendas cervezas sonrieron a Isabelle desde el otro lado del bar, y uno de ellos levantó su jarra a modo de saludo.
—Tal vez eso es lo que necesito —dijo Isabelle—. Y no me refiero a ellos.
Se detuvo un instante y entornó los ojos; luego sacudió la cabeza.
—Definitivamente no me refiero a ellos, sino a un hombre normal. Todos los que conozco son demasiado ricos. Se les sube a la cabeza.
—Parece que hayas estado hablando con Michael —dije—. Ya sabes, todo eso de que es posible tener dinero y seguir siendo una buena persona.
—Evidentemente —respondió ella—. Mírame a mí.
—Lo pillo. —Levanté el vaso y Neil se acercó a regañadientes con la botella de Smirnoff en la mano.
—Así que Michael cree que deberíais tener hijos. Todavía estáis a tiempo. Vamos, si eso es lo que quieres.
—Yo ya no sé ni lo que quiero. —Pensé en los montones de tarjetas de Navidad que recibíamos cada año, y cómo había empezado a temer el momento de abrirlas porque tenía miedo de encontrar fotos de niños, de bebés disfrazados de Papá Noel, de niños algo mayores posando en la playa o abrazados a sus padres frente a un árbol de Navidad. La melancolía que me provocaban aquellas instantáneas era una de las razones por las que siempre llevaba en la cartera la tarjeta de visita de un abogado especializado en divorcios. Si dejaba a Michael, quizá aún estaría a tiempo de empezar de cero con otra persona…
Suspiré y estiré los brazos, intentando ignorar la extraña sensación que se había apoderado de mi cuerpo. El local tenía dos ventanas, las dos cubiertas por neones que solo permitían la entrada de algún rayo de luz. Las motas de polvo flotaban en ella, añadiendo más melancolía a mi ya lóbrego estado de ánimo.
—Michael quiere que le dé tres semanas de margen antes de tomar una decisión. Es como si quisiera vivir el resto del mes en animación suspendida, sin pensar en el futuro. Pero no pienso hacerlo. Mañana por la mañana llamaré a un abogado para que me informe de los pasos a seguir si quiero pedir el divorcio e intentar quedarme con parte del dinero de Michael. Tengo que estar preparada para enfrentarme a él, Isabelle.
Ella asintió.
—Me preguntaba si intentarías seguir esa vía. Yo seguramente lo haría, si estuviera en tu lugar.
—Supongo que eso acaba con las posibilidades de tener hijos con Michael. —Cerré los ojos con fuerza, dos veces, y luego miré a Isabelle.
Algo en la expresión de su rostro me hizo formular una pregunta que no tenía intención de hacer.
—¿Tú quieres tener niños?
Isabelle empezó a decir algo, se detuvo y empezó de nuevo.
—De hecho, mmm, tuve uno, hace tiempo. —Clavó la mirada en el fondo de su vaso vacío—. Un bebé. Yo tenía dieciocho años. —Levantó una mano en alto, sin mirarme, para acallar el murmullo de sorpresa—. No sabía quién era el padre. Podía imaginármelo, claro está, pero tampoco es que tuviera novio por aquel entonces, por no hablar de alguien que realmente me importara. Tendrías que haberme conocido entonces, Julia. Me quedé embarazada el verano después de graduarme en el instituto, estando en casa de mis padre. Había estudiado en internados desde los trece, así que supuse que me mandarían por ahí para deshacerse de mí, no porque creyeran que era lo mejor que podían hacer por su hija.
»Tal vez fue una forma de vengarme, o quizá solo buscaba un poco de atención, del tipo que fuera. Escoge la versión que más te guste. Seguro que a un loquero se le ocurrirían un montón de teorías, sobre todo porque uno de los hombres con los que me acostaba tenía edad para ser mi padre. Me tiraba todo lo que encontraba: el socorrista de la piscina del club de campo, mi profesor de tenis, uno de los tíos que nos arreglaba el césped. Incluso uno de los abogados de la empresa de mi padre.
Su voz se volvió más áspera.
—Un mes no me vino la regla; no podía creérmelo. Pensé en abortar. Conocía a algunas chicas que lo habían hecho, del instituto. Incluso llegué a pedir hora, pero al final no fui capaz de hacerlo.
Quería acercarme a ella y cubrir su mano con la mía, pero sabía que estaba al borde de las lágrimas y que un simple roce sería suficiente para hacerla llorar.
—Pospuse la universidad un año y me dediqué a viajar, o al menos eso es lo que mis padres les contaron a sus amigos, que seguramente sabían que estaban de mierda hasta el cuello. Me hice con una tarjeta de crédito (estaba hecha toda una rebelde, pero aun así necesitaba que papá me pagara los caprichos) y me fui a vivir a Seattle. Quería poner tierra de por medio entre mis padres y yo. Vivía en un pequeño apartamento y trabajaba a tiempo parcial en una librería de segunda mano, y por primera vez en mi vida sentí que podía respirar, ¿sabes? Aprendí a preparar caldo de verduras sin saber nada de cocina. Era la primera vez que cocinaba, así que al principio fue un auténtico desastre, pero al final lo conseguí. Una ramita de canela, ese es el secreto. Qué curioso… Hacía años que no pensaba en ello. Leía todo lo que podía, y los sábados daba largos paseos por el paseo marítimo y luego me tomaba un chocolate caliente.
»Una parte de mí quería quedarse con ella. —La voz de Isabelle estuvo a punto de romperse, pero consiguió contener la emoción—. Pero seguía estando muy jodida, tanto que no había forma de que criase un bebé yo sola. Conocí a una chica en la agencia de adopciones que también iba a dar su bebé y siempre hablaba de la pareja que había escogido, de la vida que iban a darle, de que su hijo tendría todo lo que quisiera. Los archivos estaban llenos de gente que ya había abierto cuentas de ahorro para la universidad, de fotos de sus casas y de las habitaciones para el bebé. Pero yo seguí buscando, removiendo aquellas postales de padres perfectos, hasta que di con una mujer que era profesora de arte. Su marido era fisioterapeuta, y ya habían adaptado sus horarios para que uno de los dos siempre pudiera quedarse en casa con el bebé.
En los labios de Isabelle se dibujó una sonrisa triste.
—¿Sabes qué hice? Quedamos en un restaurante para hablar. Cuando ya llevábamos un rato allí, fingí que me iba, pero me escondí en un lateral del edificio y les seguí. Quería ver cómo se comportaban cuando yo no estaba delante. Tendrías que haberme visto, Julia: llevaba una bolsa enorme con un sombrero y unas gafas de sol y una chaqueta para que no me reconocieran. Lo que no podía disimular era la barriga. Si se hubieran dado la vuelta, me habrían reconocido al instante, pero gracias a Dios no lo hicieron. Recorrieron más o menos una manzana hasta el coche, pero cuando llegaron no se metieron en él de inmediato.
Los ojos de Isabelle parecían ausentes, y supe que había vuelto a aquella esquina, asustada y confusa a sus dieciocho años, y que todo estaba sucediendo de nuevo frente a ella.
—Estaban de pie en la acera, y de pronto se buscaron con la mirada, justo al mismo tiempo, y se abrazaron. Ella apoyó la cabeza en el hombro de su marido, y pude ver cómo él le susurraba algo al oído. A la mañana siguiente firmé los papeles. Nunca llegué a ver a mi hija, ni la cogí en brazos. Ni siquiera me despedí de ella. No pude. Pero sé —Isabelle finalmente perdió la batalla y su voz se quebró—, sé que es una niña.
Esta vez sí, no pude evitar acercarme a ella y colocar una mano sobre su hombro para consolarla.
—Durante un tiempo me convertí en una persona autodestructiva —continuó Isabelle, frotándose los ojos con los nudillos—. Empecé a drogarme y dejé de comer. Cada vez que me cruzaba con un bebé por la calle, no podía evitar mirarlo y preguntarme si mi hija tendría ya el mismo tamaño. Al final volví a casa; allí me resultaba más fácil no pensar en ella.
—No tenía ni idea —le dije, apretándole la mano mientras intentaba encontrar las palabras con las que consolarla.
—No lo sabe nadie —dijo Isabelle—. Excepto una amiga de mi madre, supongo, que se dedicó a coserme a preguntas sobre el año que había pasado fuera. No dejaba de preguntarme si había visto la Capilla Sixtina o el Louvre como si fuera un detective privado, así que un buen día le espeté: «No, me he pasado la mayor parte del tiempo en el Barrio Rojo de Amsterdam. No sabes apreciar la vida hasta que has probado los brownies que hacen allí».
Las dos estallamos en carcajadas, y le pasé una servilleta a Isabelle para que se enjugara las lágrimas.
—No será la servilleta en la que he escupido el cacahuete, ¿verdad? —me preguntó, con una tímida sonrisa que intentaba abrirse paso entre las lágrimas.
Oh, Isabelle, pensé, mientras yo también intentaba contener las lágrimas. Era lo que más me gustaba de ella: su espíritu nunca permanecía oculto por mucho tiempo. Siempre entraba en las fiestas con decisión, segura de sí misma, paseando su sonrisa y zambulléndose en cualquier conversación con la misma facilidad con la que lo haría en una piscina de aguas profundas y frías. Cruzaba las calles sorteando coches, atrayendo silbidos y miradas con sus hermosas piernas, y haciendo peinetas con las manos a quien osara protestar con un bocinazo. Una vez el gerente de una tienda estaba regañando a un joven vendedor por ponerle la bufanda equivocada a un maniquí, e Isabelle interrumpió la escena con una sonrisa de hielo en los labios: «De hecho, esta me gusta mucho más. La suya parece algo que mi tía Bertha se pondría por encima de los rulos para salir a buscar el periódico. Es más, ¿no es esa la bufanda de la tía Bertha?».
Yo siempre había sido consciente de lo fuerte que era Isabelle, del aplomo que mostraba en cada acto de su vida, pero, por alguna extraña razón, nunca me había dado cuenta de la vulnerabilidad que se escondía bajo esa fachada. O tal vez no era que no me hubiera dado cuenta; tal vez Isabelle había mantenido escondida esa parte de sí misma hasta que yo le había mostrado mi propia vulnerabilidad llorando desesperada sobre la moqueta de la tienda. Quizá la amistad tenía reglas, igual que los matrimonios, e Isabelle y yo nos disponíamos a reescribir las nuestras.
—La adopción es abierta, pero los padres y yo no hemos mantenido mucho el contacto. Todos los años me envían algunas fotos y una nota en la que me explican cómo le van las cosas. Se llama Beth y es preciosa. En su primera fotografía del colegio, llevaba una pequeña diadema roja sujetándole el pelo hacia atrás; al año siguiente, estaba totalmente cambiada: llevaba flequillo y sus mejillas habían perdido parte de su aspecto infantil. Ahora es alta y delgada. Seguramente ya tiene novio y está pensando en ir a la universidad. Pongo todas sus fotos en un álbum, pero solo las miro una vez al año, el día de su cumpleaños. Brindo a su salud con champán, paso las páginas del álbum y la veo crecer. Hay una cosa que sí hice. Bueno, en realidad no la hice… y me avergüenzo por ello —dijo Isabelle lentamente.
—Dime de qué se trata —pregunté, tratando de mantener el tono de mi voz lo más despreocupado posible.
—Aquel día en el hospital, cuando vinieron sus padres para llevársela, primero pasaron por mi habitación y me dijeron que pensaban hablarle sobre la adopción en cuanto tuviera edad para entenderlo. Les prometí que escribiría una carta para que se la dieran. Empecé a redactarla cientos de veces, pero cada vez que lo hacía me bloqueaba. No sabía qué decirle… Y cuanto más esperaba, más difícil se me hacía. Seguía preguntándome qué pasaría si me odiaba por haberla entregado en adopción. —La voz de Isabelle era apenas un susurro, tan suave que casi no pude escuchar lo que dijo a continuación—: Y ahora quizá me odia por no haberle escrito. Puede que todos me odien.
No podía soportar ver todo aquel dolor en sus ojos.
—Tu hija no te odia —aseguré, convencida de mis palabras.
Isabelle me miró, sorprendida.
—Le buscaste unos padres increíbles —continué—. Eso es lo más generoso que podrías haber hecho por ella. Isabelle, Beth sabe que la quieres. Lo sabe.
Isabelle asintió lentamente.
—Cuando pasó lo de Michael, la primera persona en la que pensé fue en Beth. ¿Y si me pongo enferma o me muero? ¿O si le pasa algo a ella? ¿Y si pierdo la oportunidad de decirle que la quiero por culpa del miedo?
—Podrías escribirle una carta. Todavía no es demasiado tarde. Si quieres, puedes decirle que te daba miedo escribirle. Solo tienes que decirle la verdad. No hace falta que todo sea perfecto.
Isabelle me apretó la mano.
—Creo que tienes razón.
Nos quedamos un rato más allí sentadas, cogidas de la mano y escuchando la voz rota y angustiada de Bruce Springsteen cantando «Thunder Road».
—¿Crees que hemos asustado a Neil con tanta lágrima? —preguntó Isabelle.
—Seguro —respondí yo, deseando verla sonreír otra vez—. Pero no todo son malas noticias. Parece que los dos tíos del fondo se han rendido. Estoy segura de que creen que somos pareja.
Isabelle se rió, no con una gran carcajada, pero al menos había dejado de llorar.
—Y acabo de darme cuenta de algo más —continuó, mirando a Neil con los ojos entornados y tambaleándose ligeramente sobre el taburete—. Se ha traído a su hermano gemelo al trabajo. Ya no tendremos que esperar tanto para que nos rellene las copas.
—¿Otro chupito? —sugerí.
—¿Solo uno? —preguntó Isabelle, fingiéndose indignada.
Le hizo una señal a Neil y luego mi amiga me miró, y pude ver la tristeza reflejada de nuevo en su rostro.
—Creo que deberías darle esas tres semanas a Michael antes de decidir si vas a divorciarte de él. En ese tiempo podría pasar cualquier cosa. Tal vez ha cambiado de verdad. Y aunque le dejes, siempre sabrás que le diste una oportunidad. Créeme, preguntarte qué podría haber pasado con alguien que ya no está en tu vida es lo peor del mundo.
—Tenemos que hablar —anuncié al entrar en la sala de estar, intentando mantener un tono digno a pesar del hipo.
Michael estaba sentado en una silla cerca de la gran chimenea de piedra blanca que presidía la estancia. No leía, ni veía la televisión ni hacía nada en concreto. Simplemente estaba allí sentado, quieto y silencioso como una estatua.
—No voy a permitir que nada inferte… finterfi… afecte a mi trabajo —le dije—. Tengo un evento importante dentro de un par de días, pero después pasaré algo de tiempo contigo. Me esperaré unas semanas antes de decidir qué quiero hacer. Pero no te prometo nada. No creo que sea capaz de superar todo esto.
Michael se puso en pie de un salto, tan rápido que por un momento su silueta se volvió borrosa, aunque quizá era el vodka adornando la escena con algunos efectos especiales.
—Gracias —susurró.
Me di la vuelta y me dispuse a subir a nuestra habitación. Necesitaba diez horas de sueño ininterrumpido, una por cada chupito.
—Te traeré un poco de agua y una aspirina —me dijo Michael, sujetándome por el codo y ayudándome a subir las escaleras.
—Me encantan las baldosas con calefacción.
—Lo sé —respondió él.
—Pienso llevármelas conmigo —le dije, desplomándome sobre la cama—. Si te dejo.
—De acuerdo —accedió él, mientras me quitaba los zapatos.
—No me des la razón como a los locos —me quejé—. Te conozco mejor de lo que crees.
—¿Necesitas algo más? ¿Te apetecen unas galletas saladas?
—Estás a punto de regalar todo tu dinero, pero a mí solo me ofreces unas tristes galletas —murmuré, rodando sobre la cama y tapándome la cabeza con un cojín para bloquear la luz—. La caridad empieza en casa, ¿sabes? ¿Por qué no te quedas uno o dos millones para acompañar las galletitas?
Sentí que Michael salía de la habitación, para volver unos segundos más tarde con un vaso de agua y dos aspirinas.
—Mañana te sentirás mejor si te tomas esto —me dijo.
Me acabé el agua y me tumbé otra vez en la cama, con los ojos cerrados. Notaba a Michael moviéndose a mi alrededor.
—Sé que ahora mismo nada de todo esto tiene sentido para ti —dijo, y me tapó con la colcha—. Sé que no me crees cuando te prometo que siempre tendrás todo lo que necesites. Pero lo verás con el tiempo. No tienes por qué estar asustada, Julia.
Sus manos descansaban sobre mi frente, acariciándola suavemente, y la sensación era absolutamente reconfortante. Mi madre solía hacer lo mismo cuando, de pequeña, me ponía enferma y no podía ir al colegio. Tenía los dedos largos y delgados, siempre fríos, y el ritmo constante de sus caricias siempre conseguía aliviarme.
Echo de menos a mi madre, pensé.
—Lo sé —dijo Michael, y de pronto me di cuenta de que había dicho aquellas palabras en voz alta—. Si quieres, podríamos volver a Virginia a visitarla.
Me di la vuelta para apartarme de él.
—Te quiero. —Y aquello fue lo último que oí antes de quedarme dormida, con la ropa aún puesta y el recuerdo de los dedos de mi marido sobre mi frente.
La ópera es un sitio perfecto para esconderse. A nadie le importa que llores, por ejemplo, siempre que tengas la delicadeza de hacerlo en silencio.
Unos días después de darle a Michael sus tres semanas de margen, me escabullí de casa sola para ir a ver Cavalleria Rusticana. No era solo la trágica historia del tenor Turiddu y su amor, Lola, lo que me hizo llorar. No podía parar de pensar en la historia de su compositor, Pietro Mascagni. Cuando compuso aquella ópera para un concurso, no era más que un pobre profesor de piano, ilusionado ante la posibilidad de que una victoria cambiara su fortuna. Como tantos otros artistas, era increíblemente crítico consigo mismo, tanto que acabó desesperando con el resultado de su trabajo. Sin embargo, su mujer, que sí creía en él, envió la partitura a los jueces sin que su marido lo supiera. Mascagni ganó, claro está, y aquello fue suficiente para darle la vuelta a su destino.
El mío también estaba girando, pero en la dirección equivocada.