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Una mañana, cuando ya llevábamos un par de años casados, abrí los ojos y me encontré a Michael inclinado sobre mí, agitando una copia del USA Today a escasos centímetros de mi cara.

—Estoy dormida —gruñí, apartando el periódico de un manotazo. La noche anterior había estado supervisado la celebración del cincuenta cumpleaños de una mujer a quien, puesto que la temática de la fiesta era la playa, le pareció buena idea llenar la pista de baile de arena de verdad. La limpieza había durado más que la propia fiesta.

—Mira —susurró.

Bostecé mientras me frotaba los ojos.

—¿Oprah va a producir otra película? —pregunté, leyendo por encima los titulares.

—La foto —respondió Michael con un hilo de voz.

Le miré y me incorporé en la cama. Allí estaba: sobre la mesa, junto a Oprah Winfrey, a escasos centímetros de una de sus enjoyadas manos, estaba la bebida que había tomado durante la entrevista. Agua de Bayas DrinkUp.

—¡Michael! —Me levanté de la cama de un salto, completamente despierta, y le rodeé el cuello con los brazos.

—¿Sabes qué significa esto? —gritó él, cogiéndome por la cintura y levantándome en el aire y girando conmigo en brazos por todo el apartamento—. Esta mañana he recibido cientos de mensajes de propietarios de tiendas y clientes y proveedores, todos preguntándome dónde podían comprar el agua de Oprah. Cuando el entrevistador le preguntó qué bebía, ella dijo que Madonna se la había recomendado y que ahora la bebía todos los días. Dijo que le da energía. ¡Todos los putos días! ¡Podría haber comprado diez anuncios de la Super Bowl y no habría obtenido los mismos resultados! ¡Jules, lo hemos conseguido!

—¡Tú lo has conseguido! —grité yo.

Michael me dejó en el suelo, y yo corrí a una ventana abierta, me asomé y grité: «¡A Oprah y a Madonna les encanta el agua de mi marido! ¡Les encanta!».

Una voz soñolienta respondió en la distancia: «¡Pues diles que cierren la boca!».

—Lo hemos conseguido, los dos juntos —repitió Michael, y esta vez su voz apenas era un susurro. Nos quedamos allí, de pie, mirándonos el uno al otro y respirando a duras penas, yo con una de las viejas camisetas de Michael y él con otra todavía más raída, sintiendo cómo las moléculas se movían a nuestro alrededor, conscientes de que ya nada volvería a ser lo mismo.

—Ven aquí —le dije con una sonrisa en los labios. Quería sentir sus delgados brazos alrededor de mi cuerpo y escuchar los latidos acelerados de su corazón rebotando en mis oídos. Quería besarle para siempre, y luego llevármelo por ahí, a comer tortitas y beber champán. Aquel era el momento con el que tanto habíamos soñado, en la época en que guardábamos el dinero en una vieja caja de puros. No, en realidad nunca habíamos apuntado tan alto. Al menos, yo no.

Michael arqueó las cejas.

—¿Exactamente qué tiene en mente, señora Dunhill? ¿Está teniendo pensamientos impuros?

—Ven y averígualo por ti mismo. —Sonreí, pero el móvil de Michael sonó de nuevo y mi marido no tardó ni un segundo en responder.

—Lo he visto —dijo, apartando su mano de la mía y abandonando la habitación—. Estoy ahí en diez minutos. Cinco. Necesito aprovecharme de esto, y rápido. Esto es lo que he pensado… Lo siento, Julie —me susurró, asomando la cabeza por la puerta y tapando el auricular con una mano—. Esta noche. Lo celebraremos esta noche.

Pero cuando esa noche me quedé dormida, desnuda y destemplada, la otra mitad de la cama estaba vacía. Cuando me desperté a la mañana siguiente, Michael ya se había ido, dejando nada más que la huella superficial de su cabeza en la almohada para dejar constancia que había dormido allí.