El día de nuestra boda fue absolutamente perfecto.
Por aquel entonces yo ya había organizado suficientes recepciones para saber que lo que la gente conserva entre sus recuerdos más queridos son los pequeños momentos y no los ostentosos. Una de las bodas más elaboradas que he planeado en toda mi carrera fue un desastre porque el novio se emborrachó tanto que se pasó la mitad de la celebración vomitando en el lavabo mientras la novia sollozaba y su padre maldecía entre dientes («No tengo muy claro qué fotos hacer —me había susurrado el fotógrafo—. ¿Alguna idea?»).
Michael y yo no teníamos muchos amigos a los que poder invitar, y ambos queríamos que la ceremonia fuera muy sencilla.
—¿Deberíamos invitar a tus padres? —se preguntó Michael.
Intenté contestarle, pero en lugar de ello me puse a llorar.
—Quiero que vengan —conseguí decir finalmente—. Aún así, mi padre… Sé que está enfermo, que es como un alcohólico; sin embargo, no puedo dejar de pensar en cómo ha destrozado la vida de mi madre. Eso si es que siguen viviendo con mi tío. Ella trabaja de camarera, por el amor de Dios. Está a punto de cumplir los sesenta y se pasa el día de pie sirviendo hamburguesas.
—Tu padre lo ha dejado, ¿verdad?
—Por ahora —respondí. Mi padre había dejado el juego media docena de veces, siempre con grandes promesas, pero siempre volvía a caer.
—Si no les invito, se ofenderán —dije—. Y ¿cómo podría casarme sin que estén mis padres presentes? Me sentiría tan extraña recorriendo el pasillo hacia el altar yo sola…
—Podríamos escaparnos —propuso Michael de repente—. Tú y yo, solos. Nunca hemos necesitado nada más, ¿verdad? —Sus brazos se cerraron alrededor de mi cuerpo—. No necesitamos a nadie más. Hagámoslo, y pronto. Solo tenemos que firmar en el juzgado, y para eso no se necesita mucho tiempo. Tengo entendido que solo hay que esperar unos días.
Apoyé la cabeza en su hombro.
—¿Solos tú y yo?
—La semana que viene —continuó—. Quiero casarme contigo antes de la reunión con Whole Foods. Jules, esto es el principio de todo. Mi empresa, nuestra nueva vida juntos… Empecemos cuanto antes.
Bajé la mirada y me detuve en el sencillo anillo de compromiso que Michael me había regalado unos meses antes, cuando me propuso matrimonio; luego le miré a los ojos y sonreí.
Llevé un vestido de corte clásico, ajustado y de color crema, que había conseguido muy rebajado de precio porque tenía un descosido en los bajos que arreglé en apenas diez minutos, y un ramo de flores salvajes que Michael había cogido para mí. El juez de paz recitó nuestros votos; cuando me tocó repetir la parte en que prometía «obedecer», Michael arqueó las cejas y estuvo a punto de hacerme reír. Pero cuando el juez nos declaró marido y mujer, mi ya esposo me miró fijamente a los ojos y lo que vi en ellos me dejó sin respiración.
Esa noche él preparó la cena y compartimos una botella de champán, la primera de nuestras vidas. Después me cogió de la mano y nos levantamos de la mesa. Apretó un botón de nuestro viejo reproductor de CD y, mientras Louis Armstrong cantaba «What a Wonderful World», nos movimos al compás de la música.
—Te compraré un diamante muy pronto —me prometió, acurrucados los dos en la cama. Para entonces ya nos habíamos olvidado del acuerdo prematrimonial que habíamos firmado esa misma mañana—. Uno enorme. No te dejarán andar por la calle porque brillará tanto que podrías cegar a algún transeúnte inocente.
—¿Por qué se supone que los transeúntes siempre son inocentes? —pregunté.
—Buena pregunta —dijo él—. Estoy seguro de que la mayoría son malvados hasta la médula. Merecen quedarse ciegos. Te daré cinco quilates más para que podamos acabar con todo.
—Y tú ¿qué? —pregunté, dibujando distraídamente la línea de su mandíbula con un dedo, y descendiendo hasta el hombro. Seguía estando muy delgado, pero a mí me encantaba su cuerpo—. ¿Te comprarás un Lamborghini?
—Puede que un barco —murmuró Michael.
—No tendrías ni idea de qué hacer con un barco —me burlé—. Lo hundirías el primer día.
—Pues entonces el Lamborghini —decidió Michael—. A menos que me compre un barco de repuesto. Ya sabes, para cuando el primero esté en el taller.
—Y tendrás que empezar a poner «Tercero» detrás de tu nombre —apunté—. Es absolutamente indispensable en cuanto a hombres ricos y remilgados se refiere.
—¿Los hombres ricos y remilgados tienen permitido disfrutar de sus mujeres dos veces en una misma noche? —preguntó Michael, rodando sobre su espalda para colocarse de lado y mirarme cara a cara.
—Es obligatorio —le susurré al oído—. Deberías leerte tu manual de hombre rico y remilgado.
Me habría gustado estar ahí el día en que Michael aparcó nuestro oxidado coche familiar en el aparcamiento de Whole Foods y cargó sus cuatro termos de DrinkUp hasta las oficinas de la empresa. ¿Qué debió pensar de él el responsable de compras al verle llegar con su mejor jersey negro, los pantalones a juego y el pelo cuidadosamente engominado por primera vez en su vida? ¿Le miró a los ojos y vio la intensidad que ardía en ellos? ¿Supo que si la fuerza de voluntad pudiera garantizar la victoria, Michael triunfaría en el acto?
El comprador probó las bebidas —«Era como un catador de vinos, Julia, olió las bebidas primero y todo»— y acto seguido, allí mismo, le ofreció un trato a Michael: Whole Foods probaría con dos palés, o diez mil botellas, en diecisiete tiendas de la zona del Atlántico Medio.
—¡Dios mío! ¿Así de rápido? —pregunté—. ¿Cuándo quieren las botellas?
—Les pedí que me dieran dos meses —respondió Michael, sacudiéndose distraídamente el pelo para quitarse la rigidez de la gomina—. Julia, la cosa está así. No me pagarán nada a cambio de lo que vendan. Me harán el favor de probar qué tal funciona el producto. Yo corro con los gastos; así es como funcionan estas cosas.
Sentí que se me aceleraba el pulso.
—Tendrás que endeudarte. —Más todavía, pensé, y en mi mente apareció, casi como un reflejo, la copia del contrato prematrimonial que había guardado en una caja de zapatos, en lo alto del armario.
Michael continuó como si no me hubiera oído.
—Necesito inversores, pero Raj me ayudará con eso. También me va a adelantar algo de dinero. Hay otro tío en mi clase de marketing cuyo padre es rico; su nombre está inscrito en una placa encima de la puerta de una de las clases. Le voy a pedir que me preste cinco mil. Creo que si sabe que Raj está metido en esto, y cuento con el respaldo de Whole Foods… Ahora tengo que alquilar un local para preparar el agua; esta cocina es demasiado pequeña. Necesito una furgoneta para llevarlo todo hasta Buffalo, a una empresa de embotellado que he encontrado allí… —Y de pronto se había ido, otra vez, corriendo en busca del portátil, mientras yo fruncía el ceño y seguía sus movimientos por el apartamento.
Para cuando Whole Foods permitió que Michael instalara sus pequeñas mesas de muestras en las tiendas de la cadena, todo había empezado a encajar. Los clientes nunca supieron nada de los contratiempos que surgieron sobre la marcha: las botellas con las etiquetas al revés, los lotes de DrinkUp demasiado agrios que obligaron a Michael a retocar las recetas antes de su producción en masa, y las horas que pasó al teléfono, tratando de convencer a los inversores que se echaron atrás porque creyeron que el riesgo era demasiado grande, encontrando repuestos y rogándole al embotellador que retrasara las facturas a cambio de un porcentaje sobre los dos primeros años de beneficios. Lo único que sí vieron fue a un chico joven y educado con un delantal de DrinkUp recién impreso, ofreciéndoles un vaso con una bebida de colores cuando pasaban por delante de él.
—Pareces una estrella del fútbol —le dijo una vez a un chaval de unos diez años—. Esta bebida te dará tanta energía cuando estés en el campo que ni te lo creerás. Toma, coge un vaso para tu madre. Es mejor para él que el Gatorade, y una sola botella contiene la cantidad diaria recomendada de hasta diez vitaminas distintas. ¿Qué me dice usted, caballero? Beba un trago de mi Limonada No-Demasiado-Dulce y dígame si no le recuerda al puesto de limonada que tenía cuando era un niño. ¿Que cómo sé que tenía un puesto de limonada? Porque tiene aspecto de emprendedor.
Nunca dejaba de hablar, nunca se cansaba, jamás dudaba de que sus bebidas eran exactamente lo que los clientes necesitaban. Y ellos también empezaron a creerlo; desde el pasillo de caja podía ver que los carros —no todos, pero sí unos cuantos— llevaban botellas de DrinkUp apiladas entre pechugas de pollo, lechugas orgánicas y bolsas de patatas fritas. Me di cuenta de que Michael había escogido la tienda perfecta para lanzar su producto, y no pude evitar que el respeto que sentía por él creciera todavía más. Me acerqué al lugar desde el que pregonaba las maravillas de su producto como un vendedor ambulante y le saqué una foto mientras sostenía un pequeño vaso de papel en alto. Luego la enmarqué y la puse sobre mi mesa de la oficina; siempre ha sido mi foto favorita de él.
Los palés se vendieron rápidamente, hasta la última botella. Whole Foods hizo otro pedido por un total de diez palés más, pero esta vez Michael sí cobró la mercancía. Y años más tarde, se llevó la mayor de las sorpresas cuando Georgetown le premió con un título honorífico.
Tenía que admitir que fueron muchos los que creyeron en Michael antes que yo. Pero cuando nos casamos, yo era la más solvente de los dos. Sabía que planeaba contratar comerciales para vender sus productos a tiendas y mercados especializados. Su mayor anhelo era mantenerse siempre por delante de la competencia. «Cuando me vean despegar, se morirán de la envidia», solía decir, tensando la mandíbula en su mejor imitación de un matón de apenas sesenta kilos.
Todos esos sueldos, todos esos vuelos a cualquier punto del país… Yo no podía evitar ir sumando los costes en mi cabeza, pero Michael nunca dudaba cuando se trataba de endeudarse aún más o de buscar quién le prestara más dinero. Los préstamos de estudio habían alcanzado cifras exorbitantes.
Pero no era yo quien debía todo ese dinero, solía repetirme a mí misma mientras Michael creaba su empresa de la nada vendiendo metódicamente una botella de DrinkUp tras otra. Yo nunca sería como mi madre, no acabaría limpiando mesas a los sesenta por haber unido mi destino al hombre equivocado. Los problemas de la empresa de Michael no podían salpicarme.