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De vez en cuando, ves a gente en las noticias —normalmente a hombres, aunque de vez en cuando a alguna mujer— que un buen día abandonan sus vidas, de forma tan definitiva y abrupta que es como si cogieran unas tijeras y cortaran de cuajo el hilo que los une a su pasado. Los medios de comunicación siempre se centran en la persona que desaparece, en la montaña de facturas pendientes que deja tras de sí o en su doble vida con otra familia, pero yo siempre me he preguntado qué ocurre con la gente que dejan atrás, esas personas que, asustadas, nunca sienten el calor de los focos o los flashes de las cámaras.

Imagina lo siguiente: estás en la cocina de tu casa, preparando una ensalada mientras tu bebé golpea la bandeja de su trona con una cuchara y el perro se pasea entre tus piernas, a la espera de que se te caiga un trozo de pollo al suelo. Y mientras tú vas de aquí para allá, esperando oír el sonido de una llave en la cerradura, la persona a la que más quieres, la persona a la que creías conocer como a ti mismo, en ese preciso instante se está alejando de la vida que habéis construido juntos, de la vida que todavía está a medio levantar.

Algunos son capaces de abandonar su vida como quien chasquea los dedos, y ahora era Michael quien pretendía hacer lo mismo al deshacerse de su empresa, que hasta aquel momento había sido su vida. Yo no daba crédito a lo que estaba viviendo, sobre todo sabiendo lo que le había costado crear DrinkUp empezando desde cero.

Cuando Michael y yo nos mudamos a Washington, estábamos en la más absoluta ruina. Teníamos seiscientos dólares en efectivo, un coche que, siendo optimistas, valía una tercera parte de ese dinero, y un par de bolsas de basura llenas de ropa, zapatos y artículos de aseo varios.

Pero en menos de una semana Michael consiguió trabajo de camarero en una pizzería —ambos estuvimos de acuerdo en que tenía que comer en el trabajo o nos arruinaríamos, y rápido—, y poco después, gracias a mi experiencia como canguro, yo contacté con una familia pudiente que buscaba una niñera para sus dos hijos gemelos. Con el tiempo descubrí que los niños tenían la simpática costumbre de morder, pero en aquel momento me sentí increíblemente afortunada por ganar trescientos dólares a la semana, lo cual equivalía a unos cincuenta dólares por mordisco.

Al principio nos alojamos en un albergue de juventud. Cuando conseguimos ahorrar el dinero suficiente para una fianza, nos mudamos a un estudio en Tenleytown, un cuarto piso sin ascensor en el que nuestro mayor lujo era dejar la luz de la cocina encendida toda la noche para que las cucarachas no se atrevieran a salir de sus guaridas. Compramos un futón de segunda mano que hacía las veces de sofá de día y cama de noche, y rescatamos de la basura una mesa de cocina y dos sillas desparejadas que pintamos de azul cielo para añadir una nota de color a nuestro monótono apartamento. A continuación pedimos sendos préstamos para pagar la matrícula de la universidad y nos arruinamos aún más, si tal cosa era posible. Pero Michael tenía una visión telescópica del futuro; creía que primero tenía que aumentar sus deudas para poder deshacerse más rápidamente de ellas. De algún modo, entre nuestros respectivos trabajos, las ayudas y los préstamos, conseguimos reunir el dinero suficiente para matricularnos en la universidad: Michael en la de Georgetown y yo en la de Maryland, en College Park. Trabajábamos durante el día, asistíamos a clase por la noche y dedicábamos los fines de semana a dormir y estudiar; al menos eso era lo que hacía yo, mientras Michael utilizaba un marcador amarillo para subrayar sus libros de texto tumbado a mi lado, en el futón.

Las notas de Michael eran tan espectaculares que podría haber conseguido trabajo en cualquier sitio. Yo siempre había pensado que haría algo relacionado con los ordenadores, o que escalaría puestos en alguna empresa importante. Pero Michael estaba decidido a no trabajar para nadie que no fuera él mismo, así que esperó el momento propicio. Entretanto, acabó la universidad en tres años, asistió a varias escuelas de negocios y estudió todos los proyectos y declaraciones de intenciones que cayeron en sus manos.

—Siempre hay espacio para un nuevo producto —solía decir, sin dejar de pasear de un lado al otro de nuestro apartamento como un padre de los cincuenta esperando el nacimiento de su hijo en la sala de espera—. El truco es dar con el nicho adecuado. Las galletas María. Los Post-it. Los vídeos de Baby Einstein. Ninguno de esos proyectos necesitaron de una gran inversión; todos empezaron con poco y rápidamente explotaron. ¿Qué falta? ¿Qué es lo que el mercado aún no sabe que necesita?

Nuestro apartamento era tan pequeño que solo podía dar tres o cuatro pasos antes de golpearse en el pie con la base del futón o con la cómoda de madera oscura que nos habían dado en beneficencia. Entonces daba media vuelta maldiciendo, y yo disimulaba una sonrisa y le observaba. Me recordaba a un galgo, todo energía contenida a la espera de que se abriera la compuerta y frente a él apareciera la pista de tierra del canódromo.

Lo único que necesitaba era una idea. Por aquel entonces, ninguno de los dos lo sabía, pero algo había empezado a gestarse en su mente. Durante el primer semestre en Georgetown, su profesor favorito, Raj, había usado una comparativa entre Coca-Cola y Pepsi para ilustrar un caso práctico sobre estrategias publicitarias efectivas.

Mucho más tarde, Michael me explicaría que entonces había dibujado un signo de interrogación en el margen de la libreta mientras se preguntaba: «¿Por qué Coca-Cola contra Pepsi? ¿Por qué no hay nada más?». Sin embargo, la idea no tomó cuerpo entonces. Permaneció en el cerebro de Michael, esperando a ser puesta en movimiento por la colisión perfecta de las circunstancias, algo que no ocurriría hasta una calurosa tarde, varios años después.

Por aquel entonces yo ya había fundado mi pequeña empresa de organización de fiestas, y Michael estaba en su último año en la escuela de negocios de Georgetown. Mis ingresos nos permitían llevar una vida más confortable. Nos habíamos mudado a un apartamento mejor, con ascensor y sin cucarachas, y cada semana íbamos al cine o salíamos a tomar una cerveza los dos juntos. Habíamos comprado un juego de comedor de rebajas, dos ordenadores de segunda mano y un televisor. Pero casi todo el dinero que ganaba iba directo a mis préstamos de estudios; estaba desesperada por deshacerme de ellos tan pronto como me fuera posible, y para ello doblaba los pagos cada mes.

Cuando pensaba en nuestro futuro, lo imaginaba como una serie de piedras en el lecho del río: habíamos saltado a la primera, desde Virginia Occidental hasta Washington, y ahora estábamos en un apartamento mejor. Teníamos ya algunas pertenencias. Lo siguiente sería comprar un coche con menos de seis cifras en el contador de kilómetros y, más adelante, mudarnos a una casita. Lenta pero segura, nuestra vida iría tomando forma. Pero Michael estaba concentrado en un futuro muy diferente. No era que yo no confiara en su capacidad para triunfar, pero no podía olvidar que solo éramos dos chavales pobres del oeste de Virginia. Éramos los primeros en nuestras familias en ir a la universidad. Él era el soñador, yo la pragmática. ¿A qué altura podíamos apuntar siendo realistas?

Todas las tardes, cuando tenía una pausa entre clases o un día de fiesta en la pizzería, Michael se ataba los cordones de las zapatillas deportivas y salía a correr por los distintos barrios de la ciudad —Chinatown, Dupont Circle, Cleveland Park— para intentar quemar parte de la energía que llevaba dentro.

—Una bebida —jadeó mientras abría la puerta de casa una tarde extrañamente calurosa de mayo.

—Cógela tú mismo, hombre de las cavernas —respondí yo, sin ni siquiera levantar la mirada del ordenador.

—No, quiero decir una bebida —repitió, inclinándose hacia adelante y apoyando las manos en las rodillas—. Eso es. Lo que falta. Acabo de ir a la tienda a por una bebida y básicamente solo tienen cuatro opciones posibles: refrescos, Gatorade y té helado, todas dulces como los refrescos, o agua de toda la vida. No me ha gustado ninguna de las cuatro. Hay un agujero, Julie, justo en el centro de la estantería. ¡Un agujero enorme, por Dios! ¿Y si hubiera un agua con sabor que estuviera buena? No tan dulce como el Gatorade; pero sí dulce como un refresco… Nada de aditivos artificiales, aunque quizá añada algunas vitaminas. La comida sana está cada vez más de moda; ya no es cosa de hippies. Justo acabo de leer un artículo sobre el tema en Newsweek. Utilizaré edulcorantes naturales en lugar de siropes de maíz altos en fructosa, esa es la clave…

Mientras hablaba, Michael se fue quitando la ropa y se metió en la ducha. Podía oírle hablar por encima del rumor del agua. Sonreí y me concentré de nuevo en el ordenador; sabía que para cuando saliera de debajo del agua, su metódico cerebro habría trabajado hasta el último detalle de su plan, sopesando las posibles complicaciones frente a las ventajas. Ya habría considerado y descartado las ideas para más de una docena de empresas.

Cinco minutos más tarde, ya había llamado al trabajo para decir que estaba enfermo y corría camino del supermercado, con el pelo todavía chorreando. Solo ese día fue a tres tiendas distintas. Para cuando me fui a la cama, era como si una convención de científicos locos hubiera invadido nuestra cocina. Había mejunjes por todas partes, en cada pote y olla de la casa.

—Prueba esto —me pidió Michael a la mañana siguiente, poniéndome una cuchara de algo con olor a limón delante de la cara mientras yo me dirigía tambaleándome hacia la cocina, aún dormida, para prepararme un café.

—¿Todavía no te has ido a dormir? —pregunté, sabiendo ya la respuesta.

—¿Está demasiado dulce? —insistió con cierta urgencia—. Mis papilas gustativas ya no responden. Necesito un paladar fresco.

—No está demasiado dulce —respondí, pasándome la lengua por el labio superior—. Pero…

—Todavía no lo tengo. Lo sé, lo sé.

Miré los ingredientes que inundaban la cocina: limas y naranjas de brillantes colores, miel dorada y espesa y néctar de agave, botes de vitaminas líquidas, gruesas raíces de jengibre, barritas de canela y recipientes llenos de fruta seca. La cafetera estaba llena de un líquido de colores, al igual que todas las tazas y vasos de la casa; era como si Michael estuviera intentando aislar todos los colores del arco iris. ¿Era eso…? Entorné los ojos y me di cuenta de que sí, Michael había sacado una violeta africana de su maceta y estaba utilizando el recipiente para sus experimentos.

—¿Cuántas bebidas has preparado? —pregunté. Los distintos olores eran tan intensos que tuve que abrir la ventana.

—Docenas. Cientos. Las he probado todas. Tengo que ir a mear cada diez minutos —respondió, apartando una olla del fuego justo cuando el líquido verde turquesa que contenía empezaba a hervir.

—Tengo que irme —anuncié. Cogí una naranja para comérmela por el camino—. Voy a llegar tarde.

—¿Puedo calentar azúcar moreno en un sirope…? ¿Mmm? ¿Qué? ¿Has dicho algo? —preguntó Michael, frunciendo el ceño con la mirada clavada en la libreta que había llenado de garabatos que nadie más que él podría descifrar.

—El bar mitzvah del hijo de los Rosenbaum —respondí. Le cogí por la barbilla para besarle y me aparté de él con un residuo en los labios que sabía a arándanos.

Esa misma tarde, cuando llegué a casa, la cocina tenía aún peor aspecto, pero Michael sonreía. Me ofreció una botella de cristal decorada con una etiqueta que él mismo había imprimido en el ordenador.

—¿DrinkUp? ¿Ese es el nombre? —pregunté—. ¿Qué lleva?

—Una mezcla de productos por unos diez centavos —dijo él, y su rostro brillaba a pesar de las ojeras bajo sus ojos—. Casi lo he conseguido.

Recordándolo con perspectiva, me alegro de haber estado tan ocupada con el trabajo durante todo aquel mes. Si hubiera sabido que Michael había dejado de ir a clase, que se había saltado la fecha de entrega de un trabajo muy importante y que estaba a punto de dejar los estudios, me habría puesto furiosa. Le quedaba tan poco para sacarse el título… ¿A qué venían ahora las prisas? ¿No estaría más legitimado el éxito de un nuevo producto si su creador tenía un MBA, un máster de una prestigiosa escuela de negocios? Además, me parecía que la idea de crear una nueva marca de bebidas sanas no era mala, pero tampoco resultaba revolucionaria. De hecho, yo misma me contaba entre los millones de clientes satisfechos de la Coca-Cola Light.

Pero estaba demasiado ocupada con las hermanastras Spence para seguir el ritmo de Michael. Parecían sacadas de La Cenicienta, pero con una vuelta de tuerca: Abby, la más joven de las dos, que estaba a punto de casarse, era poco atractiva y un tanto torpe. Era como si alguien hubiera hecho un molde a partir de la cara de su padre —cejas gruesas, nariz aguileña, barbilla prominente— y lo hubiera utilizado con ella. La hermanastra de Abby era su dama de honor, una chica delgada y con un rostro bonito que acababa de descubrir que su prometido la estaba engañando, lo cual no dejaba de ser una forma de justicia social si no fuera porque la hermana guapa, Diane, era de lejos la más agradable de las dos.

—¿Cuál crees que debería ponerme? —preguntó Abby mientras sostenía un pendiente de brillantes con forma de lágrima y una sencilla perla enmarcada en oro.

—Me gustan las perlas —respondió Diane—. Son clásicas.

—Pero solo te vistes de novia una vez en la vida —continuó Abby con una amplia sonrisa en los labios—. Todo el mundo me estará mirando. Creo que debería decantarme por los brillos.

—Por supuesto —dijo Diane, forzando una sonrisa—. Tiene sentido.

—Ahora repasemos la disposición de los invitados en las mesas —propuso Abby, con voz agradable pero los ojos brillantes—. ¿Estás segura de que quieres sillas impares en tu mesa? Podríamos poner a alguien en la de Rob en lugar de retirarla.

Diane cerró los ojos un instante, momento que yo aproveché para preguntar por los centros de mesa. Había algo que no había tenido en cuenta sobre mi trabajo cuando empecé. El título oficial era organizadora de fiestas, pero incluía parte de terapeuta, árbitro, juez y apagafuegos. Aun así, me encantaba, tal vez porque sentía que mi vida no había hecho más que empezar, y aquello me permitía echar un vistazo a las vidas de los demás e imaginar qué partes me gustaría incluir en la mía en el futuro: ¿La suntuosa fiesta de aniversario? Ni hablar; me gustaban las celebraciones tranquilas. ¿El primer baile al compás de una canción que solo significa algo para los recién casados? ¡Sí! ¿El monovolumen lleno de niños? Algún día, quién sabe…

Michael estaba tan ocupado preparando un plan de negocio para su nueva idea y estudiando para los exámenes —o eso es lo que yo creía— que cuando llegaba a casa el apartamento solía estar vacío. Pero con el tiempo, cuando vuelvo la vista atrás, lo que más recuerdo son las notas que Michael me dejaba escondidas por todas partes.

«Volveré a casa antes de que tu cabeza toque esto», decía una que descansaba sobre la almohada.

«Nos vemos aquí a las 22.00 h. Prometo frotarte la espalda». Esta estaba pegada a la cortina de la ducha.

Y apoyada contra una única rosa que había dejado sobre la encimera de la cocina el día de San Valentín: «Cuando me he ido, sonreías en sueños. Me habría quedado mirándote para siempre». Esa nota la escondí en el cajón de la ropa interior para guardarla.

Más o menos una semana después de la boda de la hermana Spence (en la que, por cierto, había conseguido convencer al batería de la orquesta, un chico guapo pero un poco tímido, para que le pidiera el teléfono a Diane), volví a casa y me encontré a Michael sentado a nuestra pequeña mesa azul con cuatro vasos dispuestos sobre ella.

—Tu cara me resulta familiar —dije, tirando el maletín sobre el sofá—. ¿Cómo te llamabas?

—Esta noche seré su camarero. Hemos preparado una cata, señorita —me dijo, mientras se levantaba y me saludaba con una reverencia. Llevaba un trapo viejo y sucio colgando del antebrazo; tendría que dejarle sin propina—. Por favor, tome asiento. Hoy tenemos Fruta Cítrica, Agua de Bayas, Limonada No-Demasiado-Dulce y Lima&Nada.

—Suena delicioso —respondí—. Y muy saciante.

—Verá que nuestro menú degustación es decepcionantemente ligero y muy refrescante. —Me entregó una taza—. Su primer plato será Limonada No-Demasiado-Dulce.

Tomé un sorbo y mis ojos se abrieron de par en par.

—¡Michael, está bueno!

—¿Te gusta?

—Es fuerte y picante y… tan refrescante —dije.

—¡Exacto! Es eso exactamente —exclamó él, las palabras salían como un torrente por su boca—. Raj, mi profesor, conoce a la antigua encargada de bebidas de Whole Foods. Vino a Georgetown hace algunos años a dar una conferencia. Cree que puede conseguirme una entrevista con ella. Ahora prueba esto.

Tomé un trago de cada una de aquellas bebidas —la limonada seguía siendo mi favorita, pero el Agua de Bayas la seguía de cerca— y luego empecé a preparar la cena mientras Michael se metía conmigo como podía en nuestra minúscula cocina.

—No es solo la antigua encargada de compras —me explicó por décima vez mientras yo removía la olla de los espaguetis—. Es un eslabón de la cadena. Si le gusta mi producto, quizá pueda presentarme a algunos de sus contactos.

—Y lo hará —le dije—. Seguro que le gusta.

—Lo único que necesito son dos minutos con la persona adecuada —continuó Michael. Mientras, yo colaba la pasta en el fregadero con un colador de plástico y me inclinaba sobre el vapor para conseguir la versión pobre de una limpieza facial. Luego me embadurnaría la cara con medio aguacate para completar el tratamiento y hacer que Angelina Jolie temblara de la cabeza a los pies, roída por la envidia.

—Te expliqué lo que decían en la Natural Foods Merchandiser, ¿verdad? —me preguntó Michael mientras yo le pasaba una cuchara y señalaba la salsa para los espaguetis que hervía a fuego lento en una sartén.

—Cuéntamelo otra vez —me burlé.

—En los últimos tres años se ha producido un incremento brutal en la compra de comida natural. Está a punto de explotar y yo voy a cabalgar la ola. Dios, ¿quién habría dicho que todos esos años leyendo las etiquetas de la comida me iban a servir para algo? ¿Recuerdas cuando te decía que dejaras de comprar aquellos pastelitos color rosa chillón?

—¡Eh! —exclamé—. ¡Estaban buenos!

Michael me dio un azote en el trasero con el extremo de un trapo.

—La gente no sabe qué se mete entre pecho y espalda. Pero pronto empezarán a preocuparse y se cabrearán. Mantendré la lista de ingredientes de mis bebidas simple y natural. ¡El momento no podría ser más acertado!

Asentí, aunque Michael no necesitaba que nadie le animara para seguir hablando. Mientras tanto, él cubrió los espaguetis con la salsa marinara de la sartén y llevó los platos hasta la temblorosa mesa en la que apenas cabían.

—Tal vez debería volver a revisar el plan de marketing —dijo, dando media vuelta y saliendo en busca de su portátil.

Miré los platos y luego a Michael, cuyos dedos ya volaban sobre el teclado del ordenador. ¿No pensaba cenar? Aquello me dejó bien claro hasta qué punto estaba metido en el proyecto, más que ninguna otra cosa.

Y dos noches más tarde, cuando llegué a casa del trabajo me estaba esperando.

—¡El próximo viernes, a las diez de la mañana! —exclamó, ofreciéndome una botella helada de Bud Light.

—¿Has quedado con la antigua encargada de compras? —pregunté. Me dejé caer en el futón y me quité los zapatos.

—No —respondió él, sacudiendo la cabeza mientras se sentaba a mi lado y empezaba a masajearme los pies quizá con demasiada energía—. ¡Con el actual! Me he reunido hoy con la antigua encargada y lo ha preparado todo. Le gusta DrinkUp. ¡Le encanta! He encontrado a un tipo que diseña etiquetas de vino para una pequeña bodega de Maryland. Tienen mucha clase, mira. —Se puso en pie, cogió una botella de vino y me la enseñó—. Me va a hacer unas cuantas de prueba. Me ha enseñado un boceto, pero no acaba de gustarme. Me da igual si tiene que repetirlo diez veces. No puedo presentarme a esa reunión con un producto de segunda. Va a ser muy grande, Julia, lo presiento. ¡Al fin está sucediendo!

Mi corazón se detuvo por un instante, aunque por el motivo equivocado. Pensé en el dinero que Michael se estaba gastando —tan pronto, antes incluso de que su recién estrenada empresa ganara un solo centavo—, pero me obligué a tragarme mis preocupaciones. Aquello era su sueño; no podía empañarlo con mis viejos miedos.

Me puse en pie y le cogí de la mano.

—Salgamos —le dije, dejando la cerveza sobre la mesa y tirando de él hacia la puerta. No existía duda alguna de adónde iríamos (la pizzería de la esquina era lo único que podíamos permitirnos, y porque Michael tenía descuento de empleado), aun así pedimos una botella de Chianti, brindamos por nuestro futuro y nos inclinamos el uno hacia el otro por encima del mantel a cuadros rojos y blancos, los dedos entrelazados y hablando hasta que apagaron las luces del local y nos echaron a la calle.

—Estoy seguro de que todo va a salir bien —insistió Michael, sus hermosos ojos azules oscureciéndose con intensidad—. Tengo un buen producto, el mercado lo necesita y con los contactos de Raj puedo hacer que funcione. El siguiente paso es conseguir inversores; si les gusto a los de Whole Foods, será un principio.

—Por supuesto —asentí, apretándole la mano. Odio admitirlo, pero seguía sin estar convencida. ¿Agua con sabores? ¿Aquello era el golpe maestro de Michael, la culminación de todo lo que había aprendido en una de las mejores escuelas de negocios del país? Parecía tan… simple.